Capítulo V
El 18 de mayo Waddle se encontraba nuevamente en París, llevando a cabo su triste peregrinaje a la tumba de Martha, en Pantin. Una vez cumplido este aniversario, anduvo sin rumbo, ya que unos días más tarde se marchaba para asistir a un Congreso en Budapest, una de sus ciudades favoritas. Aquel día, veintiuno del mes, a las diez de la noche, después de una barata pero excelente cena en el Boulevard de Saint-Michel, tomó asiento en una de las mesas exteriores del Café Dome, donde el Barrio Latino exhibía sus más curiosos ejemplares. Estaba seguro de que allí, tarde o temprano, le saludaría algún amigo francés, aleman, checo, danés u holandés.
Estaba tomando su café, solo en aquella agradable noche de mayo, cuando observó que un joven, sentado en la mesa contigua, sacaba un programa de teatro de su bolsillo. Waddle vigiló a su vecino, sin duda inglés, y precisamente cuando estaba a punto de retorcer el programa entre sus manos, intervino.
—Perdóneme, pero ¿podría quedarme con este programa? —preguntó cortésmente.
El joven le miró, sorprendido ante su petición; después, sonrió, diciendo:
—Sí, ciertamente.
—Sin duda alguna —dijo Waddle alisando el programa— se extrañará usted de mi petición. Pero tengo un amigo que colecciona toda clase de impresos.
—¿Impresos…? ¡Caramba, pronto llenará el Museo Británico! —exclamó el inglés riendo.
—No… es que hace colección de tipos impresos; una biblioteca de caracteres de imprenta en la que se demuestran los estilos de todas las edades y países. No está totalmente desprovista de interés. Pide a sus amigos que le ayuden… de aquí mi petición.
—Caramba, esto es lo más loco… —el joven se contuvo—, lo más extraño que he oído.
Apareció un camarero. La taza de café de Waddle estaba vacía.
—¿Quiere tomar algo? Veo que es usted inglés —dijo el desconocido afablemente.
—Gracias… tomaré una granadina —replicó Waddle.
—Un helado, un café y una… una… ¿Cómo dijo usted? Es algo nuevo para mí —aseguró el joven riendo y volviéndose hacia Waddle.
—Granadina… Es un jarabe hecho de granadas —explicó Waddle.
—Oh, gracias… Ya ve usted que soy completamente nuevo en estas cosas— dijo el joven.
Waddle le miró. Era un muchacho de veinticuatro años, de expresión lozana, atlético y bien vestido… lo que él llamaba la escuela «del jabón y agua fría» de la vieja Inglaterra. Tenía la constitución y los claros ojos ajustados al viento y la lluvia; gracias a Dios, no llevaba aquel abominable uniforme de turista inglés consistente en pantalones de franela, chaqueta de deporte y jersey. La señorita que le acompañaba vestía igualmente con elegancia y era excesivamente hermosa.
—Me llamo Brown… Con su permiso, le presento a mi mujer —dijo el joven.
—¿Cómo está usted?… Me llamo Waddle… Henry Waddle. ¿Es la primera vez que visitan París?
—Sí… Llegamos hace una semana. Nunca estuvimos en el extranjero… Es muy excitante, pero en ocasiones parecemos estúpidos. Elizabeth casi me ha matado, arrastrándome por la capital —dijo él.
—Mi esposo me carga las culpas, pero en realidad es él el culpable —exclamó Mrs. Brown—. Visitamos París ateniéndonos al Baedeker y ya estamos terminando. Solo nos faltan ver ocho lugares y nos quedaremos otra semana.
—¿Y después? —preguntó Waddle.
Le resultaban simpáticos aquellos dos jóvenes, tan naturales. Siempre estaba dispuesto a hacer el papel de familiar, particularmente si implicaba un despliegue de sus conocimientos de la escena continental.
—Bueno… tenemos proyectado ir a Montecarlo… y después quizá a Italia, pero nos da un poco de miedo a causa de los idiomas —dijo el joven Brown.
—No debe nunca dejar que los idiomas constituyan un estorbo para sus planes. La dificultad estriba en que todo el mundo desea practicar el inglés con los turistas —observó Waddle—. Siempre hay algún compadre que ha intentado hacerse rico en América y que ha regresado nuevamente a su país asumiendo el cargo de oráculo local. Espera, como la araña, a que algún turista caiga en sus redes.
Aceptó el cigarrillo que le ofrecía el joven Brown, preguntándole dónde se hospedaban. Su respuesta le convenció de que no eran ricos ni difíciles de conocer a fondo. Mr. Brown empezó a hacerle preguntas. ¿Era aquél el verdadero Barrio Latino donde podía verse a los artistas? Su ignorancia compalció a Waddle, al comprobar que les faltaban muchas cosas que ver. Parecían niños en una feria. Cualquier cosa les llenaba de satisfacción. Creían que París era la ciudad más hermosa de la tierra.
Aquello era un desafío que Waddle no podía pasar por alto.
—Créanme. París no es bajo ningún concepto la ciudad más hermosa —dijo—. Tiene vistas magníficas; existen los incomparables Campos Elíseos, y, acaso, La Plaza de la Concordia… esto se lo garantizo. ¡Oh, sí! Y también pudiera añadirse la Ópera y la Madeleine… aunque ésta no es más que una copia de la soberbia Maison Carrée de Nimes. París es la ciudad más hermosa para los ingleses y norteamericanos, porque es el primer lugar adonde dirigen sus escapadas. Se detienen aquí al final de la primera etapa cuando salen de sus países… Cualquier lugar que no sea la propia casa es romántico, hasta que uno empieza a sentir añoranza.
Rieron las ocurrencias del genial Waddle. Su expresión divertida, mientras les contemplaba radiante a través de sus lentes, era la más amistosa que habían contemplado desde que salieron de Inglaterra. Habían intentado trabar conversación con compañeros de viaje en el hotel donde se hospedaban, siendo recibidos con una despectiva mirada. Los franceses o bien eran muy rudos o muy amables. Se dieron cuenta de que resultaba agradable charlar con Mr. Waddle de manera tan íntima.
Todavía vivían bajo la sensación de estar soñando despiertos, y al despertar en su habitación del pequeño hotel en una calle lateral junto a la Rue de Rivoli, Jim esperaba abrir los ojos y contemplar la familiar claraboya de la calle Pimlico y su chaqueta azul de mozo colgada en el respaldo de la silla. Mil ciento diez libras, Jim repetía esta cantidad como si fuese una evocación mágica.
Por espacio de tres días había permanecido aturdido ante su buena suerte y su madre nunca llegó a creer que recibiese realmente el dinero. Pero llegó el cheque, el primero que Jim había visto con su nombre escrito en él. Después siguió la emoción de abrir una cuenta corriente y disponer de un talonario. Cada vez que firmaba un cheque, incluso actualmente, tenía la sensación de cometer una estafa. Era increíble que se pudiese obtener dinero, grandes cantidades, por el mero hecho de estampar el nombre de uno en un pedazo de papel. Empezó a mirar las tiendas y los anuncios con nuevos ojos. Se hallaba en situación de adquirir la mayor parte de las cosas que aquéllos le ofrecían. Podía entrar en la tienda de un sastre, hacerse tomar las medidas y mandar que le enviasen el traje a domicilio, todo en virtud de un pedazo de papel con su firma. Su primer acto consistió en sacar cincuenta libras.
—¿En billetes de una o de cinco, sir? —preguntó el empleado.
—¡Oh! De cinco —replicó Jim, alargando la mano, mientras el corazón le saltaba en el pecho.
Se puso en el bolsillo los delgados y frágiles billetes, pero tan pronto como llegó a su casa, volvió a sacarlos todos, tocándolos y haciendo que su madre también los tentase, los hiciese crujir, sosteniéndolos al trasluz, escudriñando la firma del cajero jefe y preguntándose qué aspecto tendría este hombre tan extraordinario, cuyo nombre iba estampado en millones y millones de billetes. ¿Regresaba cada noche a su casa con un fajo de ellos en el bolsillo? ¿Comería tocino y huevos por las mañanas y tomaría el tren de las 9:20 para la City? Si se pensaba bien, el cajero jefe poseía el autógrafo más maravilloso del mundo, a pesar de lo cual poca gente había oído hablar de él.
Tomando un billete, Jim encendió una cerilla.
—Dinero para quemar —dijo con aire de guasa.
Su tentativa fue causa de que Mrs. Brown lanzase un grito de alarma. Él se echó a reír, poniéndo el billete en su mano.
—Entonces, ve a comprarte algo, mamá, algo que realmente no necesites —dijo.
Pero no pudo lograr que lo tomase. Le advirtió que el dinero era la perdición de la gente, cambiando los caracteres de los hombres.
—¿Acaso has notado que el mío se haya vuelto más agrio? —gritó Jim riendo.
—Llegarás tarde si no te marchas —le dijo Mrs. Brown, mirando el reloj.
—Bueno, puedo permitirme el lujo de llegar tarde.
—¿Qué quieres decir?
—¡Puedo pagar mi trabajo! —replicó Jim, con expresión alegre.
Pero Mrs. Brown creyó que lo decía en serio. Temía las consecuencias que podían acarrear aquellas repentinas ganancias.
—Esto no hace más que demostrar lo peligroso que es el dinero —le amonestó Mrs. Brown—. Te volverás arrogante y perezoso y te echarás a perder si no andas con cuidado. El dinero trastorna a las personas.
—Pero ven cosas que no han visto antes —replicó Jim, poniéndose la gorra y abrazando a su madre—. Bueno, no soy tan estúpido como te imaginas. Pero esto cambia en realidad la perspectiva. Te sorprendería saber el número de compañeros de trabajo que creen puedo ayudarles a salir de sus apuros. Bueno, sea como fuere, me parece que podemos mudarnos a otra casa, comprar un cochecito… y quizá me case.
—Ya me imaginaba que tenías esa intención —dijo Mistress Brown, haciendo un esfuerzo para mantener firme su voz, sin conseguirlo.
—¡Sí, sí! —exclamó Jim, apretando la mejilla de su madre contra la suya —. Tendré que pensar en ello tarde o temprano, mamá. Voy a hablar con Lizzie; me dará alguna idea.
Lizzie tenía ideas sorprendentes. Se mostró de acuerdo en seguida en casarse y pasar la luna de miel en el extranjero, pero le dejó atónito proponiéndole que abandonara su empleo, penetrando en el mundo de los negocios. Sabía cuál les iría bien. Los Maddocks se retiraban de su tienda de tabacos y confitería, instalada en Chelsea. Era un negocio muy productivo, con un movimiento de sesenta libras semanales, una tienda de muy buena situación con dos fachadas y vivienda con cuatro habitaciones. El arriendo del local estaba estipulado para veinte años. Querían setecientas libras por el negocio y pensaban retirarse en agosto. Les darían la preferencia si les pagaban setenta libras esterlinas a cuenta.
—Sí, Jim, debes salir del montón. En pocos años puedes adquirir otro negocio y gradualmente ser propietario de una cadena de tiendas. Así empezó lord Banford… y míralo ahora —dijo Lizzie.
—Sí, su esposa se ha divorciado de él la semana pasada.
—No seas tonto. ¿Qué tiene que ver esto con los negocios? Correré el riesgo de que te divorcies de mí. Anda, sé serio, Jim —le instó Lizzie.
—No pensarás que voy a dejar mi empleo en la Estación Victoria por una broma, ¿eh? —protestó Jim.
—Ya he pensado en todo —continuó Lizzie, haciendo caso omiso de su frívola interrupción—. Siempre has dicho que no querías que continuase trabajando en el restaurante una vez casados, pero puedo ayudar en el negocio ocupando tu puesto algunas veces. Tendremos una casa muy bonita…
—¿Y mamá?
—Sí, esto es algo que hemos de dejar arreglado. Sugiero que le concedas una asignación de diez chelines semanales, lo que sería muy generoso, dejando que continúe su vida actual, que es lo que ella desea a fin de cuentas. Como no empezaremos el negocio hasta agosto, podemos pasar realmente una agradable luna de miel, yendo al extranjero, a París, y…
—Teníamos convenido ir a Lugano… cuando lo decíamos bromeando —observó Jim.
—Podemos ir allí después… No se puede decir que se ha estado en el extranjero si no se ha visitado París —dijo Lizzie—. Lo he planeado todo.
Ciertamente, así era. Y allí estaban, charlando con Mr. Waddle, solo tres semanas más tarde. Lizzie incluso había consentido en casarse en una oficina civil, aunque el deseo de no exhibir a su familia tuvo algo que ver con ello. Separaron el dinero para el negocio del tabaco y confitería. Jim dejó su empleo en el ferrocarril, con desconfianza y pesar. Insistió en hacer un obsequio de cincuenta libras a su hermana y a su madre. Quedó un saldo de cuatrocientas, de las cuales gastaron cien en adquirir un buen equipo para los dos, destinando doscientas más para la luna de miel. Quedaron cien libras de reserva. «Nunca sabe uno a qué atenerse —observó Lizzie—, de modo que hagamos las cosas bien, mientras podamos».
Se casaron por la mañana, saliendo de la Estación Victoria por la tarde. Las dos familias acudieron a la estación para despedirles. Fue una despedida casi escandalosa, con Mr. Parrish ligeramente borracho y Mrs. Parrish sumida en un mar de lágrimas de tanta alegría. Lizzie, así que salió el tren dijo:
—¡Gracias a Dios que hemos dejado atrás ese espectáculo!
—Oh, tienen que dar rienda suelta a sus emociones en ocasión semejante —repuso Jim sonrojado y feliz, mientras contemplaba a su novia—. ¡Lizzie, estás encantadora!
Ella cogió su mano. Sus compañeros se habían ocupado de que tuviesen un compartimento para ellos solos.
—Ahora que hemos abandonado la antigua vida, hay algo que quiero de ti, querido —dijo Lizzie, sonriendo.
—Supongo que querrás que me corte las uñas, ¿no? —exclamó él riendo—. Bueno, ya lo he hecho, para complacerte. ¡Mira! Y tampoco llevo mis insignias.
—Gracias, James.
—¿James…?
—Sí… Jim es muy vulgar. Estaba bien cuando eras mozo… pero no ahora, querido.
—¡Pero Lizzie! —protestó él.
—Y no quiero que me llames Lizzie en público. Detesto ese nombre. Debes llamarme Betty —dijo con la cara tan próxima a la de él, que este la besó impulsivamente.
—¡Caramba! —exclamó Jim—. ¿Has decidido convertirme en un caballero?«
—Sí, y no digas más: «Caramba», querido. Estamos de viaje y conocemos toda clase de gente, gente bien. No debemos ponerlos en un aprieto —dijo su esposa.
Se acostumbró a llamarla «Betty» al cabo de una semana, pero «James» convirtiose pronto otra vez en «Jim». Este se habituó pronto a una docena de cosas sobre las que ella hacía hincapié. En ocasiones Jim se encolerizaba, otras se sentía herido, pero ella mostrábase tan paciente y dulce que sucumbía a su celo de reformarle.
Lizzie tenía sorprendentes cualidades para «darse tono» y parecer de la buena sociedad. En el hotel se alojaba un viejo coronel inglés, del tipo que tan bien conocía en la Estación Victoria, el cual viajaba en primera, acompañado de un criado y un voluminoso equipaje. Se llamaba Dalrymple-Bowen. Esperaba sentado en el vetíbulo hasta medianoche para tener la probabilidad de sostener un rato de charla con Betty, cuando llegaban. Los llevó al Louvre, mostrándoles la Venus de Milo, los Rubens y los Corots.
Era muy locuaz y siempre estaba lisonjeando a Betty. «¡Encantadora; es encantadora! —exclamaba dirigiéndose a Jim—. Cuídela. ¡Tiene usted suerte de que yo sea un viejales!» El coronel se puso algo pesado. Siempre se dirigía a ellos por las mañanas, diciendo: «No deben permitir que un viejo les moleste, pero me gustaría saber si desean contemplar…» Era un gesto muy simpático y amable por su parte, ya que conocía bien todo París, pero ellos querían salir por su cuenta.
Betty gustaba de la compañía del coronel y aceptaba sus ofrecimientos. Era el tipo excelente del caballero inglés, que tenía que imitar James, según ella.
Jim no dijo nada a Betty del café en Montmartre donde le llevó el coronel una noche en que ella se retiró temprano con dolor de cabeza y donde personas muy raras le saludaron con familiaridad. «No es mi mundo —dijo el coronel, al salir—. Pero como usted sabe, la vida es un conjunto de cosas que deben conocerse, muchacho.» Jim estaba seguro de que el coronel había estado en aquel lugar buen número de veces.
Pero el viejo le era simpático y aprendió mucho de él. Parecía tener amistad con todas las personas de importancia. Después, un día llegó su esposa y tuvo miedo de dirigirse a ellos. Se la presentó, pero era dura y fría como un témpano. ¡Pobre coronel Dalrymple-Bowen; ya no les esperaría más en el vestíbulo a que regresasen!
Mr. Waddle no tenía la aristocrática distinción del coronel. Sus trajes no estaban tan bien cortados ni su voz era tan impresionante. Pero sabía los lugares donde se apreciaba el valor del dinero, las cosas curiosas dignas de verse y los parajes extraños, no consignados en la guía. Al cabo de media hora les tuvo cautivados. Explicoles que venía a París cada mayo para «cierto aniversario». Se marchaba al cabo de pocos días para Budapest, en calidad de delegado de una conferencia.
—Oh… ¿Acaso se dedica usted a la política? —inquirió Betty, preguntándose, si, después de todo, Mr. Waddle no era más importante de lo que parecía.
—No… a la danza popular —dijo, asumiendo un aire sospechoso.
Abrió su cartera sobre la mesa del café, pasó el dedo por muchos voluminosos compartimentos y finalmente extrajo una hoja.
—Oh… he aquí un pequeño folleto, con toda clase de detalles —dijo Mr. Waddle ajustándose los lentes—. Verán ustedes que tenemos un programa por desarrollar muy interesante… Hay delegados de Rumanía, Polonia, Checoslovaquia, Francia, Inglaterra, Italia e incluso Rusia. Tendrán lugar unas representaciones muy amenas. Yo mismo doy por radio pequeñas charlas sobre la significación internacional de la danza popular.
—Es muy interesante —repuso Betty cortésmente, leyendo el folleto que le entregaba.
—Y Budapest es, claro está, la ciudad más hermosa de Europa a mi entender. Todavía no la han echado a perder los turistas —añadió Mr. Waddle—. Allí es dable presenciar danzas dignas de llamar la atención. He empleado un año en organizar este festival y cuento con la ayuda del Gobierno húngaro; de forma que no hay que dudar del recibimiento que nos dispensarán.
—¿Qué es exactamente danza popular? —preguntó Jim, de repente.
Waddle le contempló atónito por espacio de unos momentos. Si alguien le hubiese echado un cubo de agua fría no hubiese quedado más sorprendido. A continuación, recobrando aliento, se dio cuenta de que eran dos posibles conversos a su gran causa.
—¡Danza popular! —murmuró—. ¿Quieren saber lo que es danza popular?
Abrió nuevamente la atiborrada cartera, extrayendo esta vez un fajo de fotografías sueltas sujetas por una cinta de goma.
—Aquí están algunas de nuestras danzas —dijo, apartando los vasos y haciendo espacio en la mesa—. Permítame que les dé una idea de la importancia histórica de estas figuras. Esta…
Ya era muy tarde cuando se separaron de Waddle. Casi les había convencido de que la danza popular tenía una profunda significación internacional, y de que era el florecer más hermoso de una civilización.
—¿Supongo que estarán ustedes pasando su luna de miel en París?… con perdón de mi audacia y dispensen el atrevimiento —preguntó Waddle al final de su perorata sobre la danza popular.
—Sí, está usted en lo cierto —repuso Jim—. Y si quiere conocer ejemplos de lo extraña que es la diosa Fortuna, he aquí uno extraordinario. Hace un mes era mozo en la Estación Victoria, leyendo en las etiquetas de los equipajes de los demás los nombres de los lugares que nunca creía podría llegar a ver.
Su esposa hizo mover el vaso, sacó un pañuelo de su bolso y deliberadamente se sonó para ocultar su turbación. En aquel momento lo hubiese asesinado. Jim continuó soltando toda la historia, igual que hizo con el coronel, el cual se había creído eran personas con medios propios.
—Sí, y aquí estamos en París… con el que mi esposa tenía la costumbre de soñar mientras llevaba bandejas en… —continuó Jim, en amistosa confesión.
—Creo que deberíamos marcharnos —interrumpió Betty, cerrando el bolso de golpe—. Tengo frío.
Pero era imposible detener a Jim. La evidente satisfacción que experimentaba Waddle ante aquella historia tan humana le daba más ánimos.
—Sí, tanto si lo cree como no, una mañana al despertar me encontré con que había ganado más de mil libras apostando al fútbol. Es como estas cosas que solo suceden en las películas o leemos en el periódico. Pero me sucedió a mí, y este es el motivo por el cual nos encontramos aquí, tal como usted dijo, pasando nuestra luna de miel en París. A veces tengo que pincharme para convencerme.
Jim se recostó triunfante en la silla, dirigiendo una mirada a su esposa en busca de aprobación, pero recibió a cambio otra de frío odio.
—¡Ya es hora de marcharnos! —dijo Betty, levantándose—. Ha sido un día muy fatigoso.
Mr. Waddle pidió la cuenta, insistiendo en pagar. Les acompañó al taxi que detuvieron. Les dijo que tenía una pequeña habitación allí cerca. Al día siguiente por la noche asistiría a una representación de danza popular vasca. Tendría mucho placer en que le acompañasen a ella… Algo encantador. También había un grupo de Andorra, la pequeña república de los Pirineos.
Quedó sumamente satisfecho cuando aceptaron, e insitió en irles a buscar al hotel.
El taxi alejose y le dejaron haciendo reverencias y radiante de satisfacción con su voluminosa cartera bajo el brazo.
Jim se recostó en el asiento.
—¡Qué hombre más simpático! —exclamó.
—¡Qué estúpido has sido! —repuso Betty, con voz temblorosa de cólera.
—Pero, ¿qué he hecho? —preguntó Jim, rodeando la cintura de su esposa.
Pero ella le rechazó, refugiándose en el rincón.
—¿Por qué te empeñas en ponerte de manifiesto de esta forma? ¿Por qué razón debes decir a un cualquiera que has sido mozo de estación? ¡No es nada de qué alabarte! —dijo ella.
—Tampoco es nada de qué avergonzarse, ¿no crees? —preguntó él suavemente.
—¡Sí, lo es! Yo estoy desviviéndome para convertirte en un caballero, para sacarte del montón; trabo amistad con gente simpática que creen que somos igual que ellos…
—¿Ah, sí…? —exclamó Jim.
—Bueno, por lo menos se lo creen de mí. No quiero verme arrastrada por el suelo y humillada. ¿Acaso no tienes ambiciones?
—Lamento que te avergüences de mí —replicó Jim secamente—. Quizá has cometido una equivocación casándote con una persona tan ordinaria.
—Oh, quizá, Jim, yo…
—Eso está mejor, Lizzie —dijo él, con una sonrisa.
Ella se mordió los labios, enojada.
—Ya sabes que detesto que me llames Lizzie —dijo con las mejillas rojas de cólera—. Cuando quieres tienes aspecto y hablas como un caballero. ¿Por qué has debido contarle a Mr. Waddle lo de la estúpida apuesta de fútbol, haciéndole saber que no estamos acostumbrados a las cosas bonitas? He venido al extranjero para escapar de la antigua atmósfera que me rodeaba. Odio las callejuelas, la gente pobre y tener solo unos peniques.
—Supongo que es algo poco común —replicó Jim—. Yo no la llamaría estúpida apuesta de fútbol cuando permite a uno ir a lugares semejantes.
—No se trata de eso. Lo pasado, pasado está. Si sabemos aprovechar las cartas que tenemos en la mano, nadie es capaz de adivinar dónde podremos ir a parar.
—Terminaremos con un negocio de tabaco a primeros de agosto, y si tú continúas portándote como una dama de la alta sociedad espantarás a los clientes.
—La tienda solo es algo de reserva, en caso de que no suceda nada mejor —repuso Betty.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jim, sobresaltado.
—Durante toda mi vida he creído que se abriría ante mí un porvenir. Sabía que no estaba destinada a vivir siempre en un cubil y llevar bandejas en un restaurante, y nunca he creído que serías mozo por toda la vida. De haber mantenido esta creencia, no me hubiese casado contigo. Tengo buenas razones para pensar así. James, hay algo que tengo que decirte, y quizá entonces comprendas que no soy una Parrish de pies a cabeza.
Jim contempló a su esposa con la boca abierta. En su cara se pintaba una expresión extraordinaria, retadora y a la vez de satisfacción.
—Quizá creas que estoy loca, pero lo que te estoy diciendo no es más que la pura verdad. Nunca has visto a mi padre. A mi verdadero padre. Quedarías muy sorprendido si te revelase la verdad de mi nacimiento.
—¡Ah, sí, claro! —exclamó Jim con tono burlón.
Su esposa le miró con ojos llameantes.
—¿Te ríes? ¡Muy bien, no me creas!
—¿Cómo quieres que te crea? Es un buen golpe para un hombre el que su esposa le diga… le diga que…
—Ilegítima, sí… no hace falta que pronuncies esta palabra. No me avergüenzo de la sangre que corre por mis venas. Lo vi claramente. ¿Acaso tengo el aspecto o me porto como los Parrish, como Gertrudis, Herbert o papá? —preguntó ella.
—Debo confesarte que siempre has sido completamente distinta. Has tenido un aspecto… ¡bueno!, ¿cómo diría?… aristocrático, de lo cual siempre me he enorgullecido mucho, pero…
—¿Pero qué? ¿No me reprocharás mi nacimiento?
—¡Querida niña, no seas tonta! No me importa un comino lo que seas o cuál es tu ascendencia. Si quieres, puedes ser la única hija superviviente del zar. Lo que te parezca mejor, querida, pero yo…
—Veo que no me crees, James.
—Sé que eres una romántica incurable —dijo Jim—, y no me preocupa lo mucho que sueñes despierta, pero no debes intentar reformarme. Nos hemos casado porque nos amamos y hemos aceptado tanto los defectos como las virtudes mutuas. Si intentas convertirme en algo que no soy, no lograrás más que hacerte desgraciada. Esto es lo que sucede a la mayoría de gente de hoy día. Pierden la cabeza y quieren que los demás crean que vuelan cuando no se mueven del suelo. Mira aquel señor Waddle. No puede engañar a nadie. Es un caballero, por más que se haga el nudo de la corbata torcido, y yo seré un trabajador aunque me ponga el traje de la tela más costosa que jamás se haya usado.
—Tienes muy buen aspecto; pareces un caballero. No se trata de tu aspecto, sino de lo que dices —insistió Betty—. Querido James, solo el orgullo que siento por ti me impulsa…
Las palabras que intentaba decir quedaron en suspenso. Él la atrajo hacia sí con un fuerte abrazo al que ella sucumbió.
—Es una suerte para ti que no sea un perfecto caballero —dijo Jim con una sonrisa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, mirando fijamente sus sonrientes ojos.
Betty llevó una mano a la frente de Jim, apartándole un rizo.
—Quizá sería objeto de atención por parte de verdaderas damas que andan muy sobradas de tiempo —replicó él, zumbón.
Lizzie le miró pensativa unos momentos, y sus palabras, pronunciadas a la ligera, despertaron cierto recelo en su mente. Jim era realmente muy atractivo. Algunas mujeres sin duda alguna le encontrarían irresistible, con su frescura juvenil, su cara reflejando buen humor, sus firmes facciones y su atlética figura. Hasta aquel momento la posibilidad de que alguna mujer se lo disputase no había cruzado por su imaginación. Siempre lo había dominado por completo.
Betty se echó a reír para ocultar su momentánea alarma.
—Tienes muy buena opinión de ti mismo —repuso con indiferencia.
—Sí; igual que tú, querida, no soy exactamente lo que parezco. Algún día el mozo de estación no solo puede llevar el equipaje de la princesa, sino marcharse con ella en persona. Hollywood lo ha hecho posible. En resumidas cuentas, ya ha sucedido. El príncipe y la princesa Brown salieron de la Estación Victoria para pasar su luna de miel en París y regresarán en agosto a su negocio de confitería.
La besó nuevamente y ella rio feliz en sus brazos con los resentimientos desvanecidos. Su buen carácter siempre mantenía a raya sus intenciones de reformarle.
El taxi llegó a la vista del hotel.
—Y ahora voy a poner a la princesa en la cama. Creo que esta noche la doncella tiene fiesta —dijo él, juguetón, mientras el taxi se detenía y la ayudaba a bajar.
Un soñoliento vigilante les abrió la puerta. Jim echó una ojeada al reloj del vestíbulo. Eran las dos de la madrugada. En los corredores se veían hileras de zapatos.
Mientras su esposa se quitaba el vestido, él la besó en el hombro, donde la cinta rosa de la combinación descansaba sobre la suave y cálida piel. Abrazándola delante del espejo se echó a reír al ver reflejados los rostros de ambos. En el espejo se encontraron sus miradas. Ella volvió la cabeza y él rio cuando sus labios se unieron en un prolongado beso.
—¿Por qué ríes, Jim? —preguntó Lizzie, sin aliento, después del largo abrazo.
—¿Somos nosotros los del espejo?
—Claro… ¿Por qué lo preguntas?
—Recuerdo que en la librería de la Estación Victoria había un ejemplar que siempre me llamaba la atención. Tenía una brillante portada, mostrando a un muchacho joven, de etiqueta, besando a una muchacha medio desnuda en un dormitorio. Se titulaba La vida nocturna de París. Estuve tentado de comprarlo. Y helo aquí, en la realidad.
—No creo que sea un cumplido —dijo Betty.
—No importa, querida. Te he aceptado para bien o para mal —replicó él, paseando sus labios por el brazo desnudo hasta alcanzar su mano. Arrodillándose la sostuvo en sus labios, al tiempo que decía—: ¡Encantadora princesa!
Lizzie prorrumpió en una suave carcajada, puso la mano en su cabeza e inclinándose besó el rostro vuelto hacia ella. Cuando Jim se hallaba en este estado de ánimo era sencillamente adorable.
En el curso de los cinco días siguientes vieron con frecuencia a Mr. Waddle, el cual resultó un cicerone admirable. Les llevó a la representación de danza popular y era casi doloroso ver la ansiedad con que esperaba su aprobación. Pero se divirtieron de forma completa, sin necesidad de afirmar falsedades, y Mr. Waddle quedó completamente satisfecho. Tenía el presentimiento de que habían abrazado su causa. Tomó la determinación de convencerles para que fuesen a Budapest. Trazó una imagen tan tentadora de la vida de la ciudad del Danubio, sus vastos palacios, los restaurantes en la falda de la colina, el atestado Corso, las hileras de luces, la música alegre, una comida deliciosa, que abandonaron su intención de marchar hacia el Sur.
Ya que Mr. Waddle era muy práctico y sabía exactamente el lugar donde alojarse y el precio de todo, bosquejó un plan incluyendo una corta estancia en Viena y tres semanas en Budapest. Después de todo, ¿qué les impedía continuar, vía lago Balaton, el segundo lago de Europa, hasta Venecia, y por Milán a Lugano, Lucerna y regresar a Inglaterra? Conocía en estos lugares a muchos entusiastas de la danza popular que con una nota suya quedarían encantados de encargarse de ellos.
—Venecia… ¿Podríamos visitar realmente Venecia? —exclamó Betty sin aliento al pasar por su mente una visión de góndolas deslizándose por las lagunas bañadas por la luz de la luna y todas las fantásticas imágenes de las cajas de bombones con las que había alimentado sus anhelos.
—Siempre he tenido deseos de visitar Lugano —dijo Jim—. Cuando mi imaginación volaba, siempre soñé con pasar la luna de miel en Lugano.
—Bueno, pueden fácilmente pasar por Lugano en el viaje de regreso, por la ruta de San Gotardo. Lugano no es exactamente… bueno… es…
Mr. Waddle detestaba Lugano. Estuvo a punto de llamarle Paraíso de los Maestros, el Brighton de Suiza, pero no tuvo corazón para truncar las ilusiones del muchacho.
—Es un pedazo de Italia en tierra suiza —explicó sin entusiasmo—. La higiene y limpieza de Suiza y el encanto de las inclinadas palmeras de los lagos italianos. Pero entonarán el Tipperary en los salones de té cuando se den cuenta que son ingleses. Y si van a Venecia, ¿me permiten sugerirles algo? No visiten las fábricas de cristal. No consientan que los venecianos les lleven allá. Son calurosas, lóbregas y se gasta el dinero con facilidad. El cristal de Venecia es una mercancía horrible, intensamente colorada, punzante y muy frágil. ¡No resiste un viaje, a Dios gracias!
Mr. Waddle les dirigió una sonrisa.
—Sin duda creerán ustedes que soy un alocado —dijo excusándose—. Pero hace años que viajo y creo que finalmente he adquirido unas impresiones bastante acertadas. Soy capaz de visitar todos los lugares del continente sin experimetnar el deseo de comprar nada. Alcancé finalmente la Libertad de las Baratijas.
Con el corazón latiéndole aceleradamente, una noche, ya muy tarde, en el café Dome, Mr. Waddle se ofreció para guiarles personalmente, y Jim tomó la decisión de ir a Budapest. Se apartaba por completo de sus planes y parecía un proyecto loco iniciar una carrera a través de Europa cuando tantas cosas tenían al alcance de su mano. Pero Mr. Waddle les dejó anhelantes con sus relatos de la vida en Hungría y su poco velado desprecio hacia los lugares que señalaba el intinerario del turista.
—Quizá cometamos una equivocación mayúscula —dijo Jim a su esposa cuando regresaron al hotel aquella misma noche—. Pero después de todo lo que había dicho siempre estaría deseando visitar esta ciudad. Quizá sea un antro infernal, con música de violines todo el día. Pero ahora me doy cuenta de que tengo que ir, ¡maldito Mr. Waddle!
—Claro que iremos —dijo Betty con los ojos brillantes—. Se nos brinda una oportunidad, guiándonos Mr. Waddle.
«¿Habría exagerado su descripción? —preguntose ella—. ¿Podía ser la vida tan romántica, con cenas a medianoche a gran altura dominando el Danubio, el lujoso Corso a la puesta del sol, la deliciosa música de las orquestas zíngaras, las grandes llanuras con manadas de caballos, los campesinos con sus brillantes atavíos y los hombres, los hombres de Hungría tan galantes y halagadores de la belleza femenina?»
Mr. Waddle no había pintado la vida en Budapest con colores tan brillantes como ella se la imaginaba ahora. Siempre creyó que su futuro encerraba una promesa de aventura y, ¿acaso no se había justificado ya su fe? Hallábase en París, unida al hombre amado. Si el Destino hubiese elegido Bagdad o Tombuctú, no hubiese vacilado. Creía firmemente en su estrella. La sonrisa de la Fortuna no sería engañosa.
Mr. Waddle cuidó de todos los detalles. Adquirió dos camas de segunda clase en el expreso Arlberg-Orient, que salía de la Gare de l’Est a las diez de la noche del siguiente martes. Él no adquirió cama, ya que ciertamente constituía un lujo viajar en segunda. Permanecería despierto toda la noche, cómodamente sentado entre dos almohadones de caucho que siempre llevaba consigo.
La ruta que seguía el tren fue causa de emoción por parte de Jim y Betty. Enlazaba con el de las cuatro treinta de la Estación Victoria, que Jim había presenciado salir tantas veces, con envidia, hacia las distantes naciones y ciudades por las que el famoso exprés pasaba… Francia, Suiza, Austria, Hungría, Yugoslavia y Grecia.
Mr. Waddle, bien conocido en la oficina Cook, junto a la Madeleine, se sabía al dedillo los detalles del viaje. Llegó a la puerta de la agencia en el preciso momento en que había sido cerrada en las narices de dos jóvenes americanos que prorrumpieron en fuertes protestas. «Creo que quizá pueda entrar», dijo Mr. Waddle sonriendo, a la par que llamaba de manera especial. «¡Ah, es usted, señor!» dijo el portero cuando se abrió la puerta. «Sí, soy yo con dos amigos —respondió Mr. Waddle con genialidad—. Me temo que sea hora de cerrar, pero se lo agradezco.»
Condujo apresuradamente a los dos americanos a través de la planta baja de la oficina.
—¡Ha sido muy amable, señor! —dijo el más alto, un muchacho de cara pecosa.
—No vale la pena… Vayan a aquella ventanilla. Yo me dirijo al segundo piso. Adiós.
En el segundo piso le recibieron como a un amigo, a pesar de que la oficina estaba ya cerrada. No se debía esta acogida a las sumas que gastó allí. «En cierto sentido, supongo que podría decir que soy Cook en persona. Quiero decir, una especie de enlace viajando constantemente entre sus sucursales, casi un miembro de la familia», explicó una mañana, mientras conseguía para Jim los billetes en una ventanilla.
Cada día Mr. Waddle pasaba por el hotel, llevando a Jim y a su esposa a algún lugar nuevo que creía estaba en la obligación de enseñarles. Pero al llegar la víspera del día fijado para la marcha, sus tranquilos modales se veían alterados por una ligera excitación.
—Podemos comer tranquilamente… y después ya se lo explicaré —dijo, cuando Jim, finalmente, le preguntó la razón por la que estaba tan agitado.
Así es que después de sus paseos matinales, les condujo a un pequeño restaurante enclavado en una calle que desembocaba en el Boulevard Haussman. Después de encargar el menú, tomó un panecillo.
—Bueno; esta mañana recibí carta de un amigo mío de Hungría. Una carta extraordinaria a más no poder, incluso para mí, que ya no me sorprendo de nada. El mundo, como saben, se ha vuelto loco. La Gran Guerra, que decían iba a ser la salvaguardia de la democracia en el mundo, no ha resultado más que un engaño. ¡Miren a la pobre Austria!
—Sí, pero ¿y la carta? —preguntó Jim, temiendo que Mr. Waddle hubiese perdido el hilo de su discurso—. Decía usted que…
—No; iba a decir algo relacionado con la carta —empezó Mr. Waddle llevándose la cuchara a los labios y probando la sopa—. Iba a decir… esta sopa es realmente excelente, ¿no les parece? Los franceses son los mejores en estas cosas. La carta contiene una proposición realmente asombrosa y, como les afecta, debo darles cuenta de su contenido. Pero creo que lo más apropiado será hacerlo después del café. No quiero echar a perder esta excelente comida, ¿de acuerdo?
Mr. Waddle hizo una pausa y después de terminarse la sopa, escogió un periódico de los muchos que llevaba bajo el brazo, y abriéndolo les señaló con orgullo un tercio de columna dedicado al reportaje de la representación de París adonde les había llevado. «No es un artículo muy largo, claro está, pero vale más esto que nada. Mantiene latente el interés. Y no lo publicarían si no estuviesen completamente seguros de que interesa a sus lectores. ¡No, no, pueden tener la seguridad más completa!»
Les pasó con orgullo el periódico, indicándoles su anónima contribución. Entre tanto sacó una navaja, recortando su artículo y trasladándolo a la abultada cartera que descansaba sobre la mesa. «Llevo los archivos al día —dijo con un guiño—. Y ahora —añadió cuando trajeron el café y hubo aceptado un cigarrillo de Jim— voy a darles cuenta de la carta de mi amigo de Hungría. Cuando les explique lo que me dice, quizá crean que estoy loco de remate o que nuestro encuentro ha sido cosa del Destino. Pero empezaré por el principio.»
Y apartando las tazas del café para dejar espacio libre en la mesa, Mr. Waddle extrajo una carta de la cartera, la extendió sobre la mesa y empezó su relato. Le escucharon con creciente sorpresa.