Capítulo VIII
—Estamos llegando a Viena —dijo Waddle, asomándose a la ventanilla, cuando las casas empezaron a reemplazar a los bosques y campos—. Me pregunto si habrá cambiado mucho bajo la dirección de Alemania. Nunca me harán creer que van a conseguir que los austríacos se dobleguen. Son los irlandeses del Continente y siempre están en contra del Gobierno.
—Todo es muy bonito —dijo Mrs. Brown, muy fatigada, pero demasiado inquieta para dejar que le pasase algo por alto.
Había pasado aquel emocionante momento en Innsbruck, cuando, asomándose a la ventanilla de su coche cama, vio al primer austríaco con el traje típico del país, compuesto de tirantes bordados, pantalones de cuero y calcetines blancos con festones. Era un muchacho de aspecto descarado, y piernas y garganta bronceadas, que al verla en la ventanilla le hizo un guiño con sus magníficos ojos azules. Ella se retiró con el corazón latiéndole aceleradamente. En el mismo andén había dos Dirndl, con vestidos de muselina con pliegues, pequeños delantales bordados y corpiño de terciopelo negro ajustado a sus blancos jubones de manga corta. Llevaban pequeños sombreros de ala ancha, adornados con flores, sobre sus rubias cabezas, y el pelo trenzado y recogido sobre la nuca. Parecían recién salidas de un escenario.
Pero después, todo el panorama, desde que amaneció, había sido sencillamente teatral, con sus hileras de grandes montañas que bordeaban el trayecto, sus cumbres coronadas con relucientes glaciares y sus adorables faldas cubiertas de bosques de abetos y pinos, tan rectos y densos que parecían un ejército en marcha. Y entre aquellos tenebrosos bosques, los despejados pastos brillaban con su césped de manera tan vívida y fresca, allá en lo alto, expuesto a los rayos solares, que parecía como si la luz jugase con ellos. Las terrazas, rodeadas de flores, de los chalés de la montaña dejaban sin aliento a Betty. Continuamente se volvía a Jim, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas de excitación.
—¡Oh, cuánto me alegro de que Mr. Waddle nos haya hecho venir! —exclamó al ver Austria por vez primera—. ¡Es más bonito que todo lo que podía imaginarme!
—No creo que todo esto sea verdad… Nos despertaremos con un horroroso golpe de gong. ¿Es usted realmente Mistress Brown? —preguntó Jim, en pie detrás de su esposa. La enlazaba por el talle, apoyando la cara sobre su hombro— ¿O se desvanecerá repentinamente, quedando solo un palo entre mis manos?
Ella se echó a reír, besando su mejilla.
—Oh, olvídalo… y quisiera que no nos llamásemos Brown. No está en consonancia con todo esto —exclamó Betty.
—No hay nada que lo esté, excepto un vals de Strauss. Pronto empezarán a tocar el Danubio Azul.
Él la volvió, besándola.
—Eres una chiquilla que fácilmente se excita, ¿eh?
Ella prorrumpió en una carcajada feliz, rodeando el cuello e Jim con sus brazos. Habían dejado París a sus espaldas, Viena se abría ante sus ojos y estaba en brazos de su amor mientras el expreso avanzaba con rapidez a través de aquellas aldeas de los Alpes. Era algo que sobrepasaba a sus sueños. Siempre abrigó una fe inquebrantable en el romanticismo que la conducía a rebelarse contra las circunstancias. Lo que la trajo allí era algo más que un golpe de suerte, arrancándola de la esclavitud: era la recompensa a su fe.
—Lizz… eres la… —empezó Jim con ojos brillantes.
—¡Betty! —corrigió ella.
—Betty, eres la mujer más adorable que existe en la tierra. ¿Te sientes feliz? —preguntó él, atrayéndola hacia sí—. ¿No me abandonarás por algún príncipe perverso que te galantee en Viena?
—¡Idiota! —exclamó Lizzie, riendo, mientras juntaba su mejilla a la de él—. ¿Qué príncipe fijaría en mí su atención?
—Todo el mundo se fija en ti… y, si no, recuerda aquel horroroso viejo ruso de París.
—¡Aquél! —exclamó riendo Betty—. ¡Pobre anciano!
—¡Viejo asqueroso! —replicó Jim.
Todavía se encolerizaba al pensar en aquel incidente. Un viejo, sentado en un restaurante, no había cesado de mirar a Betty. Después le mandó su tarjeta, con una cita en el dorso. Betty no pudo ocultar su excitación. En la tarjeta se leía el nombre de Gran Duque. Jim rompió la tarjeta y la mojó en un vaso de vino, devolviéndola al audaz libertino. Este desapareció al cabo de pocos minutos.
Dondequiera que iban, Betty atraía una atención que no le hacía ninguna gracia. Su nueva vida prestaba vivacidad a su cara, realzando su sorprendente belleza, de forma que no era de extrañar que en todas partes atrajese las miradas de los hombres. Para Jim era una experiencia nueva sentir la punzada de los celos.
Ahora, mientras se acercaba a Viena, empezó a desear haber escogido un lugar recluido para su luna de miel en lugar de aquella comedia musical de la ciudad del vino, las mujeres y las canciones.
Las banderas blancas y rojas con la esvástica empezaron a aparecer en los edificios. Waddle lanzó un grito de impaciencia.
—Me parece que nos van a meter propaganda por el gaznate de día y de noche. Yo ya lo soporté en Alemania… y la novedad no me causa la menor impresión. Estos austríacos se hallan en la fiebre de su proceso. Bueno, no somos nosotros los que hemos de decidirlo. ¿Quién fue el que dijo: «Cada país tiene el Gobierno que merece»? Y digo esto por el Gobierno del Reich… que apoya la danza popular. ¡Ah!, ya estamos en la estación… ahora quédese en la ventana, Mr. Brown, mientras yo bajo al andén en busca de un mozo. Puede entregar las maletas por la ventana… así ganaremos tiempo.
Waddle se eclipsó, apareciendo poco después debajo de la ventana del coche con un mozo. Daba órdenes al mismo con soltura y tono amistoso. Nadie, viéndole, creería que había permanecido todas las noches en vela desde que salieron de París. En el taxi en que abandonaron la estación, su cara parecía radiante.
—Oh, adoro esta ciudad… Son gente simpática, estos austríacos. Todos un poco chiflados, pero creo que también lo estoy yo. Miren, esta larga calle es Mariahilferstrasse, lugar de compras.
Mr. Waddle, acomodado en el pequeño asiento, empezó a charlar con el conductor. La conversación tomó caracteres muy íntimos, a juzgar por la frecuencia con que el hombre se volvía para hacer alguna observación. Jim experimentó deseos de parar. Corrían verdaderos momentos de peligro.
—¡Oh, he aquí la Ringstrasse! —exclamó Waddle—. ¡Es preciosa, preciosísima!… Da la vuelta a toda la Viena antigua… donde estaban las fortificaciones que rodeaban la ciudad. El emperador ordenó su demolición, construyendo este bulevar circular. Más adelante se encuentra el Hofgarten, con el Palacio Real… ¡Oh, qué lugar más hermoso!
—¿Qué le dice el conductor? —préguntó Jim.
—-¡Ssss…! —le reprendió Waddle, llevándose un dedo a los labios—. Temo que no es un buen nazi. En resumidas cuentas, estoy seguro de que es uno de sus adversarios. Se muestra muy rudo con los visitantes alemanes.
—¡Pero si lleva la insgnia del partido nazi! —dijo Betty.
—¡Claro! —replicó Waddle—. Es lo que en la selva se llama amuleto. Miren, la Ópera. ¡Oh, qué recuerdos, qué recuerdos!
Mr. Waddle se ladeó en el asiento, cerrando los ojos, como invocando el pasado. El largo bulevar bordeado de árboles se extendía ante su vista. Torcieron a la izquierda, penetrando en unan calle más estrecha, llena de tiendas. Las aceras estaban atestadas de gente.
—¡No se ven más que uniformes! —comentó Waddle con pesar—. Esta es la Kärtnerstrasse… la Bond Street de Viena. En el curso de los tres últimos años se ha gastado aquí más dinero inglés que en ninguna otra ciudad del Continente. Y la mayor parte ha ido a parar a los bolsillos de los judíos.
—No será antijudío, ¿verdad, Mr. Waddle?
Waddle les dirigió una comprensiva sonrisa.
—¿Yo? ¡No sé! Cuando camino por Coventry Street y Leicester Square, entre grupos compactos de judíos del East End, me siento muy antijudío. ¿Se ha dado usted cuenta de que no es posible ver una sola película decente alemana porque los propietarios de los cines son judíos y porque todas las películas fuera de Alemania son realizadas por judíos?
—Y es un hecho lamentable, del cual no son totalmente responsables, el que la mayoría de ellos tengan un físico repulsivo… toscas quijadas y gruesos cuellos sobre cuerpos rechonchos. Este es el motivo por el cual los ánimos se predisponen con facilidad en contra suya. Cuando triunfan en sus negocios aparecen en público con trajes de colores llamativos, cigarros enormes y sus rollizas mujeres cargadas de joyas.
—Pero existe otro hecho… son leales entre ellos mismos, su caridad se extiende a los cristianos pobres, son banqueros innatos y triunfan en gran número de profesiones que valen la pena, y muchos libros dignos de leerse están escritos por ellos.
—Tengo muchos amigos judíos. Son propietarios de la mayor parte de las tiendas de esta calle… porque nosotros los cristianos no somos dignos rivales para ellos en el mundo de los negocios. Forman parte de la mayoría de las orquestas, porque no tienen rival en la música. Han sufrido tanto en tiempos de prosperidad, que en la desgracia siempre salen a la superficie.
—Mire, se sobrepusieron a la derrota alemana cuando la Gran Guerra… se unieron y empezaron a comprarlo todo. Estos son los móviles que se esconden en el ataque que actualmente llevan a cabo contra ellos. Aparte de la rabia, está la envidia. Lo que no puedo soportar es la crueldad de lo que está sucediendo. Volvemos a la Edad Media, con el potro y la rueda. Y esta es la razón por la que me pongo de parte de todos los judíos, tanto en Alemania como aquí. ¡Oh!… Un espectáculo para ustedes. ¡La Catedral! Detrás se halla el hotel donde se alojarán.
Casi parecía que Mr. Waddle fuese el mismo propietario del hotel. Desde el momento en que bajaron del taxi, penetrando en la amplia puerta arqueada, tomó el mando del lugar. Sonó un repentino rugido de bienvenida. El conserje fue el primero en exclamar: «¡Herr Waddle!» Un camarero surgió de una puerta lateral, servilleta en ristre, retrocediendo nuevamente, con señas frenéticas, y anunciando a los que se encontraban dentro de la habitación la llegada de Herr Waddle. El grito ascendió por la escalera, encontrando eco en el patio que rodeaba el hotel. Sonrientes doncellas bajaron corriendo, llegando a su presencia sin aliento. Lisa, Julie, Martha, Greta, Anna, Mitzi, Paula, todas hicieron una genuflexión, exclamando: «Ach, Herr Waddle ist da!» Waddle las presentó una por una a Jim y a su esposa.
—¿El número 154? —preguntó Waddle, cuando el conserje descolgó una llave de la tabla indicadora—. ¿La habitación del conde Esslinger?… ¡No, no! Deben alojarse en la habitación de la esquina, que tiene aquel cuarto de baño tan lindo… la habitación del conde de Leschetizky.
—Lo siento, Herr Waddle —lamentóse el conserje—. ¡Está ocupada!
—Ha sido usted muy negligente —le reprochó Waddle.
El pobre hombre paseó su ávida mirada por la tabla.
—Si lo hubiese sabido, Herr Waddle… —empezó.
—Pero si le telegrafié —afirmó Waddle—. Desde París.
—No hemos recibido ningún telegrama.
—Estoy seguro de que sí —dijo Waddle, reflexionando—. ¡Himmel, no! ¡No lo hice! Perdóneme, muchacho; tenía intención de hacerlo —dijo, volviéndose hacia Jim y Betty—. He tenido mucha correspondencia estos días, ¿saben? Ahora, ¿qué haremos?
—Queda la número 121… la habitación del príncipe de Baben… es muy bonita —dijo el conserje.
—Schön, schön —repitieron a coro las doncellas, sonriendo.
—Sí…, es excelente, al extremo del pasillo. Ya la conozco —exclamó Waddle—. Con la araña de cristal tallado y la puerta del dormitorio cubierta de cristal y la estufa de porcelana.
Los dedos de Waddle dibujaron una figura en el aire.
—¡Ach, Herr Waddle ya la conoce! —exclamaron riendo las excitadas doncellas.
—Vayamos con calma —dijo Waddle imperiosamente—. Hans, paga el taxi.
—¡Ja, Herr Waddle! —gritó el portero.
Con el conserje en cabeza, Waddle se unió a la procesión que subía por la escalera.
—Sepan —dijo deteniéndose en el rellano intermedio— que este es el lugar de alojamiento de la antigua aristocracia del país. Por esta razón un ascensor sería para nosotros una vergüenza. Cuando venía algún conde a Viena para asistir a la corte, tomaba aquí sus habitaciones para la temporada. Estas aún ostentan sus nombres… pintados en las puertas, entre arabescos de querubines y guirnaldas de flores. ¡Miren!
Señaló la puerta de un dormitorio, pintada al florido estilo vienés. «Conde de Limberg», leyeron, al pasar. Más allá, la del «Caballero de Erlach», hasta llegar a una con la leyenda: «Príncipe de Baben», encima de la cual se veía una corona pintada.
Con una sonrisa y haciendo una reverencia, el conserje abrió la puerta, apartándose para permitir que entrasen. Las doncellas y el portero les seguían.
Waddle avanzó, volviéndose a continuación con aire triunfal, quedando inmóvil bajo una enorme araña.
—En realidad, esto es un museo —dijo dirigiéndose a Jim y Betty—. Estas camas, con tanto esplendor… Solo el Imperio austríaco hubiera podido permitirse semejante lujo.
Jim y Betty contemplaron, con ojos de sorpresa, las relucientes barandas de latón, los doseles, las sillas doradas, las mesitas de noche de bronce y el increíble e inmenso espejo con una verdadera cascada de ninfas y querubines.
—¿Creen ustedes que nuestra época de la electricidad y de Hollywood durará lo que esta? —preguntó Waddle, y a continuación repuso a su propia pregunta—: Claro que no, nunca alcanzará la pátina. ¡Imaginen la historia de esta habitación! La bellísima emperatriz Isabel, reina en Hofburg, la corte, las calles llenas de resplandecientes uniformes, los caballos avanzando por el Graben. A medianoche tiene lugar un baile de gala ofrecido por el emperador y la emperatriz en honor del zar, al cual precede un banquete. En esta cama, descansando antes de que su criado le vista, yace el arrogante príncipe de Baben. En esta otra cama reposa la más arrogante princesa… Su Alteza Imperial la princesa Sofía de Teplicz Hohenlohe. Supongo que era la princesa… aunque hubiera podido ser otra persona con más de estúpida que de noble. Desde aquella época han abierto un agujero en esta pared… para hacer un cuarto de baño. Y el siglo XX nos ofrece una mesita de noche con teléfono. ¿Les parece bien esto?
—Es como un sueño —dijo Betty, tomando asiento en un canapé.
Un clamor de campanas penetró en la habitación. Los campanarios de Viena daban las ocho.
—A las nueve vendré a buscarles y cenaremos juntos. Debo ir a mi buhardilla en el Graben —dijo Waddle—. ¡Oh, el precio! —añadió, y volviéndose hacia el conserje inició una larga discusión con buenos modales.
—Bueno… les han rebajado cinco chelines. Incluido el café y miel matinal —dijo Waddle—. ¡Y ahora, Auf Wiedersehen, hasta las nueve!
No fue precisamente hacia una buhardilla en el Graben adonde se encaminó Waddle al dejar a los Brown, sino al quinto piso de un edificio donde vivía el doctor Hermann Kummer. Ya hacía diez años que trataba a la familia Kummer. Para Elsa, Pauli y Karl había sido por espacio de mucho tiempo el tío Heinrich. El Tanzmeister Waddle era ciertamente un miembro de la familia para quien la pequeña habitación detrás del consultorio del doctor estaba siempre preparada. A veces venía por una noche, otras por un mes. Elsa, la hermosa y vivaz Elsa, de veinte años de edad, era estudiante en la Academia Dramática. Pauli, un año mayor que ella, trabajaba en un Banco. Karl, el mayor, de veintidós años, estudiaba medicina en la Universidad.
Waddle, mientras subía al piso de los Kummer en el ascensor, pensaba en Karl, ya que este había sido fuente de preocupaciones para la unida familia. Cosa de un año antes, un día apareció de improviso la policía a la puerta de la casa del doctor Kummer, en busca de Karl. No quedaron convencidos de que no estaba en casa hasta haber registrado bruscamente las habitaciones. Fue entonces cuando el médico y su esposa se enteraron de que Karl era miembro de una organización nazi clandestina. Existía orden de arrestarle a causa de sus actividades subversivas.
A medianoche, Karl no había regresado a su domicilio. Atendiendo a las súplicas de su esposa, el médico se encaminó a la Jefatura de Policía. No tenían noticias de Karl. Transcurrieron cuatro días, cuatro días de atormentadora angustia, y después, por fin, recibieron una carta de su hijo. Había huído, cruzando la frontera austríaca, y se encontraba en Munich, enrolado en la Legión Nazi Austríaca. «Cuando me veáis nuevamente, habremos triunfado en Austria», escribía.
—¿Cuándo? —comentó el doctor con amargura, pues era miembro adicto del Frente Patriótico—. Dios salve a Austria de estos jóvenes cabezas locas. Nunca creí que Karl se uniese a los nazis.
—Karl siempre ha tenido ideas muy revolucionarias —dijo Pauli—. Constituirá para él una buena prueba cuando los oficiales prusianos le hagan hacer la instrucción.
—Pauli, ¿cómo eres capaz de decir tal cosa…? ¡Piensa en que es tu hermano! —protestó la señora Kummer, llorosa—. Él obra de buena fe.
—Supongo que también obrarían de buena fe cuando asesinaron a Dollfuss.
—¡Basta! —dijo el doctor—. Recuerda que es tu hermano.
—Está loco; siempre lo estuvo —insistió Pauli.
—¡Ni una palabra más! —ordenó el doctor—. No quiero peleas en casa.
Pero desde aquel momento el hogar quedó dividido. La señora Kummer, secretamente, se puso de parte de su hijo. El doctor no quería hablar de Karl, el cual había arruinado su porvenir tan a la ligera. Elsa era nazi y glorificaba la escapada de Karl. Tenían lugar incesantes disputas entre Pauli y su hermana, peleas que apaciguaba el doctor y que la madre presenciaba con desesperación.
Waddle, sabedor de esta agitada situación, preguntose qué habría sucedido. ¿Estaría Karl de regreso con el triunfante ejército invasor?
En el rellano hizo una pausa, dejando la maleta en el suelo. La entrada estaba sumida en la penumbra. Por unos momentos experimentó una sensación de recelo. ¿Se habrían marchado? Recordó repentinamente que Kummer estaba asociado con un médico judío. Aún había el mismo nombre en la placa: «Dr. Jacob Neumann».
Waddle llamó. Con gran alegría encendiose una luz en el vestíbulo. Estarían escuchando. Un momento después se abrió la puerta de par en par, apareciendo Elsa, la cual se echó en sus brazos.
—Onkel Heinrich!… wie herrlich! —gritó.
Cogidos del brazo penetraron en la casa, mientras Elsa llamaba a gritos a su madre y a su padre. Salieron del salón, con la alegría reflejada en sus rostros.
Waddle respondió a sus ávidas preguntas. Y quedaron defraudados cuando les dijo que cenaría fuera, con unos amigos ingleses que había acompañado a Viena.
—¿Y Pauli? —preguntó.
—Ha salido con un amigo.
—Y Karl… ¿qué le ha sucedido con este cambio? —inquirió Waddle.
—Karl está aquí… en los cuarteles de la S.S. —dijo el doctor.
—Entonces… ¿le has visto?
Hízose un embarazoso silencio. La señora Kummer miró a su esposo.
—No… le he prohibido que venga a casa. Todo ha cambiado mucho, Heinrich —dijo el doctor con melancolía—. Tenemos muchas cosas que contarle, Ach! ¡Qué suerte tenerle nuevamente entre nosotros, amigo! Siéntese, siéntese; su habitación está lista.
Waddle tomó asiento. La señora Kummer le miraba con ojos tristes. El doctor había perdido su acostumbrado aire jovial. Únicamente Elsa reflejaba el antiguo espíritu del lugar.
—Quiero enterarme de todo —dijo Waddle con calma—. Me he estado preguntando cómo lo habrían pasado en medio de este torbellino.
El doctor extendió los brazos.
—Bueno, ya están aquí. Austria no existe. Igual que la mayoría de sus habitantes… de momento. No puede usted imaginarse lo que han sido las últimas veinticuatro horas para la historia de Austria. Cuando nuestro canciller anunció un plebiscito, la atmósfera que reinaba era eléctrica. Todos nos dimos cuenta de que era la hora del Destino, de que Hitler esperaba en la frontera. Han transcurrido días muy oscuros, negociaciones misteriosas y rumores fantásticos. Y de repente volvió el canciller, afrontando la amenaza.
—¿Hubiese ganado el plebiscito?
—¡Sí, sí! Los nazis lo sabían… nadie de menos de veinticuatro años podía votar. Los jóvenes siempre quieren un cambio de situación, a toda costa, pero nosotros los viejos estamos contentos de continuar nuestra lucha cotidiana. Austria iba cobrando fuerzas lentamente. Después, un día quedamos paralizados de sorpresa… el once de marzo, a las siete treinta, nuestro canciller nos dirigió la palabra por radio. ¡Quedamos relevados de nuestras promesas hacia la Madre Patria, los nazis estaban entrando en Austria! A las seis del día siguiente iniciaron la invasión… el fin de Austria. Todo fue llevado a cabo de forma magistral, maravillosa. Tengo que admitir…
—Los aeroplanos surcaban el cielo, zumbando, y zumbando continuamente… el aire temblaba ante sus rugidos. Heinrich —interrumpió la señora Kummer—. ¡Era imposible conciliar el sueño! ¡Abrías la ventana y la habitación quedaba en seguida invadida con aquel ruido ensordecedor!
—Y los carros blindados y los tanques por las calles —añadió Elsa—. ¡Un torrente de tanques, un desfile continuo! Y después los soldados, todo el mundo sobrecogido de delirio. Todo Viena se volcó en las calles, agitando banderas y aclamando… era imposible pronunciar una palabra a causa del ruido.
—Todos se volvieron locos. Fue llevado a cabo de forma magnífica, algo que abruma por lo maravilloso. Los soldados eran los más escogidos de Alemania —dijo el doctor—. Aunque sabiendo lo que aquello significaba, hizo presa en mí la emoción del espectáculo. La ciudad entera se convirtió en una feria, en los bulevares se apiñaban miles y miles de personas. Cualquiera hubiera creído que sonaba la hora victoriosa de Austria… el estrépito de los carros blindados y los tanques, el ensordecedor zumbido de los aviones, las recias pisadas de los soldados que desfilaban, la multitud aclamando hasta quedar ronca, por todas partes bandas de música y apasionados discursos por radio. Yo estaba aquí cuando Austria declaró la guerra en 1914, pero nunca he visto algo parecido. Inundó el país como una gigantesca marea. Ahora sabemos positivamente que no descuidaron ningún detalle, ya que lo estaban planeando desde hacía meses. No existió ni podía existir oposición. Nadie levantó la voz.
—Pero ¿y el Frente Patriótico, los partidarios de Schuschnigg, los socialistas… qué se hizo de ellos? —preguntó Waddle.
El doctor volvió la palma de su mano.
—-Igual que esto, amigo; nada. El viernes aclamaban a Schuschnigg y el sábado hacían lo mismo con Hitler. Yo soy un hombre moderado, ambos bandos tienen defectos, pero no logro comprender la pasión de los hombres, la forma con que cambian de ideas… si me está bien decirlo. El sábado por la tarde empezamos a darnos cuenta de lo que significaba el cambio. Nuestros nazis desterrados regresaron, empezando a saquear las tiendas de los judíos, mientras apresaban a sus antiguos adversarios. Las personas empezaron a suicidarse, presa del terror. Mi colega Neumann, que es judío, me llamó por teléfono, diciéndome que no se atrevía a venir al consultorio. Le habían echado del hospital aquella mañana, prohibiéndole hacer más operaciones. Fui a verle en seguida. Vive en unan planta baja. Todos los cristales de sus ventanas habían sido convertidos en añicos. Había ido a visitar al hijo del profesor Heinemann… un muchacho muy tímido de dieciocho años… al que cuatro nazis apalearon en un restaurante donde iba a comer. El muchacho tenía la cara y el cuello lacerados, le habían azotado con Stahlruten.
—¿De acero?
—Sí… látigos de acero desmontables… Bueno, Neumann fue a ver al pobre muchacho; hallábase en un estado horrible. Regresando a su casa, por el Burggasse, fue detenido por cuatro nazis austríacos… mozuelos… diciéndole que subiese a un coche que tenían preparado. No pudo hacer otra cosa que obedecer, y todo lo que pensó es que acaso se lo llevasen para matarle de unan paliza. En el Kartnerring se detuvieron, lo hicieron bajar del coche y le obligaron a arrodillarse delante del Kruckenkreuz… el símbolo de nuestro Frente Patriótico… pintado en el pavimento como propaganda. Trajeron un cubo de agua y un cepillo y por espacio de media hora, mientras la gente se burlaba de él, le hicieron frotar la cruz, pegándole cada vez que se detenía. Usted no lo creerá, pero no hubo, en aquella multitud de gente que lo contemplaba, un solo austríaco decente que protestase. Finalmente dejaron en libertad al pobre Neumann… y al llegar a su casa se desvaneció, permaneciendo en cama tres días. ¡Heinrich: pusieron ácido en aquella agua para que le quemara la piel de las manos! ¡Somos un pueblo cristiano, una raza con una civilización de mil años de antigüedad, famosa por nuestro orgullo y cultura, pero hacemos esto con nuestros compatriotas! ¡Mi propio hijo… el muchacho que hemos educado con cariño, con todos los medios a nuestro alcance… nuestro propio Karl es uno de ellos!
—No, no —dijo la señora Kummer—. Karl no es así, papá, no puedo creerlo.
—Es imposible no creerlo, Anna —replicó el doctor—. Estos muchachos están locos, ebrios con sus ideas racistas. Heinrich, no me atrevo a hablar a nadie, como lo hago con usted. Estoy asistiendo a algunos pacientes de Neumann, y en cualquier momento a uno de estos insolentes muchachos se le puede meter en la cabeza la idea de pegarme por haber traicionado «la Causa», como la llaman ellos.
Descansó una mano sobre el brazo de Waddle, sonriéndole melancólicamente, y después miró a su esposa y a su hija.
—Me temo, amigo Heinrich, que estos días nos encontrará algo distintos. No estamos normales. ¡Pues no me di cuenta el otro día de que estaba escuchando un discurso de Hitler, dándole mi aprobación! A veces está en lo cierto, me doy cuenta de que nos conviene la disciplina, para que nos saquen de este estado de incompetencia y apatía. ¡Son tan magníficos sus hombres, es tan soberbia su organización!, y de repente uno ve con claridad… Bueno… ¿dónde iremos a parar? ¿Cómo terminará todo esto? ¿Acaso lo sabe alguien? Nuestras propias familias están divididas en sus opiniones. Karl es un nazi apasionado. Pauli les llama traidores. He tenido que prohibir a Karl la entrada en esta casa, pues de lo contrario se arrojarían uno contra otro.
El doctor Kummer sacó el reloj.
—Debo irme, amigo mío —dijo levantándose—. Ahora visito a todos los pacientes de Neumann. Preveo dificultades para mí mismo dentro de poco. ¿Se quedará mucho tiempo?
—Tres o cuatro días… después continuaré hacia Budapest —respondió Waddle.
El doctor les dejó.
La señora Kummer condujo a Waddle a su habitación. Sobre la pequeña mesita había un ramillete de flores. Adorable aquel cuartito con su ventana de amplio pretil y su vista sobre los viejos tejados y chimeneas de Viena. Oscurecía. El cielo aparecía teñido de rojo sobre su cabeza. En alguna parte de la ciudad un reloj dio las nueve con audaz y tumultuoso clamor.
—Himmel! Estoy citado con mis amigos a las nueve —gritó Waddle.
—He aquí algunas toallas… y la llave de la puerta —dijo la señora Kummer—. ¡Oh, Heinrich, no sabe cuánto me alegro de tenerle nuevamente entre nosotros! Será un bien para Hermann charlar con usted. Estoy horrorizada ante la idea de que diga algo indiscreto y alguien dé parte.
—No hay cuidado, señora —replicó Waddle con confianza—. Hermann sabe lo que se hace. Dentro de un par de meses todo estará en calma.
La señora Kummer sonrió melancólicamente, hizo una pausa en el umbral y preguntó:
—¿Desea algo más?
—No, muchas gracias.
Cerrose la puerta. Waddle quitose la chaqueta y el chaleco, desabrochándose el cuello. Llegaría tarde, pero no se había lavado como Dios madna desde que salió de París.
Ich tanze mit dir in den Himmel hinein
cantó mientras abría el grifo del agua caliente. Con nazis o sin ellos, no se podía resistir a la tentación de cantar en la antigua Viena.