Capítulo VII
Lo primero de que se dio cuenta Gollwitzer fue del sorprendente hecho de que no había muerto. El espejo, junto a él, estaba totalmente hecho añicos, pero no de un disparo de su pistola, puesto que no había hecho fuego. El cristal de la ventana aparecía roto, en forma de estrella, en el centro. Herr Gollwitzer tardó un minuto en darse plena cuenta de que alguien había disparado sobre él desde el exterior y a través de la ventana.
Bajó la pistola. El sudor perlaba su frente. Ahora que el tremendo momento de determinación había pasado, sentíase terriblemente débil. Quizá fuese el golpe de aquel incomprensible ataque, más que la reacción del frustrado suicidio, lo que le dejaba exhausto. Se sentó y sacando un pañuelo del bolsillo enjugose la cara. A continuación contempló por unos momentos el cristal roto de la ventana a través del cual el desconocido asesino había disparado sobre él, errando solo por unas pulgadas, haciendo añicos el gran espejo del armario.
Reinaba profundo silencio, exceptuando los latidos de su corazón y las notas de Aida que llegaban hasta sus oídos por el tragaluz, bajo cuya claraboya la orquesta tocaba en el comedor. Dentro de unos minutos subiría la dirección del hotel. Era imposible que no hubiesen oído el disparo y el estrépito.
Recobrando el dominio de sí mismo, Gollwitzer se levantó, tomando la pistola y escondiéndola en el cajón de la mesita del tocador. Recogió las cartas que había escrito, haciéndolas desaparecer de la escena. La Policía llevaría a cabo indagaciones y no deseaba que nadie averiguase que estuvo a punto de suicidarse.
Pero ¿quién podía haber deseado su muerte? El disparo vino del ala opuesta. Apagando la luz, se encaminó hacia la ventana, asomándose a ella. Veíanse luces en tres de las habitaciones de enfrente y dos tenían la ventana abierta.
¡Cielos, cómo temblaba! Hubiera debido estar muerto ya hacía unos minutos y permanecía allí preguntándose quién habría intentado poner fin a su vida. ¿Qué motivos se esconderían bajo este atentado? No tenía enemigos personales, ni nunca realizó ninguna venganza contra nadie.
Una enérgica llamada a la puerta le sobresaltó, aunque ya la esperaba de un momento a otro. Ya estaban allí y debía poner mucha atención en lo que dijese. Se estaba preparando para acostarse cuando dispararon. Sí, contaría esta historia.
Paseó una rápida mirada por la habitación, y en seguida abrió la puerta. Con gran sorpresa suya solamente había una persona… un muchacho moreno en traje de etiqueta.
—¿Herr Gollwitzer? —preguntó con calma.
—Sí.
—Acaban de disparar contra usted… ¿Puedo entrar?
Antes de que Herr Gollwitzer pudiese contestar, había entrado en la habitación cerrando la puerta. Era alto y moreno, con reluciente pelo negro echado hacia atrás. Tendría quizá treinta años, iba bien vestido y sus modales indicaban seguridad en sí mismo. Sus ojos eran vivos y penetrantes. Parecía imposible que fuese un detective de la casa o un miembro de la dirección. Tenía porte de oficial, con sus hombros bien trazados y maneras bruscas. Llevaba monóculo en su ojo izquierdo, y en el ojal de su traje de etiqueta veíase una gardenia. Era la imagen típica de un muchacho de la esfera elegante de Budapest. Sus ropas eran ciertamente de corte inglés.
En aquel momento permanecía en medio de la habitación, contemplando los cristales esparcidos por el suelo y la gran ventana rota. Después de terminar su examen, se volvió a Gollwitzer con ligero aire de turbación.
—Es muy desagradable —dijo—. Permita que me presente. Soy el conde Tibor Matany. Ya sé que tengo el honor de dirigirme a Herr Gollwitzer.
Inclinose ligeramente, contemplando de nuevo los cristales rotos del armario.
—¿Supongo que oiría usted el disparo? —preguntó Gollwitzer.
El conde Matany dio un paso al frente, tomó a Gollwitzer del brazo y le condujo hasta una silla.
—Por favor, siéntese… debe de haber sido un rudo golpe. Permítame.
Extrajo un frasco, tomó el vaso de la mesita de noche y vertió un poco de licor.
—Por favor, bébaselo —dijo, avanzando con el vaso—. Se lo recomiendo. Bisquit Dubouche. Lo traje de París la semana pasada.
Gollwitzer tomó el vaso con mano temblorosa y bebió. El conde Matany le contemplaba, con sonrisa de aprobación.
—Alguien, por algún motivo que desconozco, acaba de intentar asesinarme… ¿Está usted en la habitación contigua? —preguntó Gollwitzer, sintiendo que recobraba el dominio de sí mismo. Aquel licor era muy fuerte.
—No… Está usted equivocado —dijo el conde, con calma—. Yo no intenté asesinarle. Disparé contra el espejo.
—¿Usted? ¿Fue usted? —gritó Gollwitzer, sorprendido.
El conde extrajo una pitillera de oro, ofreciendo un cigarrillo a Gollwitzer, el cual lo rechazó.
—¿Puedo fumar? —preguntó, encendiéndolo cuando el otro hizo un gesto afirmativo—. Está usted sorprendido, naturalmente —continuó—. No fue cosa fácil. Por fortuna estoy considerado un tirador certero y el espejo me ofrecía el blanco adecuado.
Gollwitzer miró con asombro al imperturbable joven.
—No comprendo… por qué usted… qué razón… —balbuceó.
Matany hizo un ademán con el cigarrillo.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—Oh, ciertamente… perdóneme —dijo Gollwitzer.
Aquel hombre estaba loco. Preguntose si aún llevaría la pistola. Miró el timbre de servicio al otro lado de la habitación. Matany debió adivinar su pensamiento.
—Por favor —dijo con una sonrisa—. Puede confiar enteramente en mí.
—¿De veras? —inquirió Gollwitzer—. Acaba usted de confesar que ha intentado asesinarme.
—No, no he dicho tal cosa, Herr Gollwitzer —replicó el conde—. No disparé para asesinarle, sino para salvarle la vida, si me permite atribuirme semejante honor. Debo presentarle mis excusas por haber intervenido de esta forma. La mayoría de los hombres tienen perfecto derecho a hacer lo que quieran con sus vidas. No soy escrupuloso en asunto de suicidios… ¡quién sabe!, quizá yo mismo tenga necesidad de recurrir a ello cuando haya perdido la fe en mi buena estrella.
Pero usted pertenece a una categoría distinta, Herr Gollwitzer. Ya es bastante que los nazis le hayan expulsado de Austria. Sería intolerable que fuesen la causa de haber puesto fin a su existencia. Usted pertenece a todo el mundo. El mundo no tiene más que un Gollwitzer.
Si me permite decirlo, en un acto de aberración mental estaba usted vengándose severamente de la sociedad. He estado con frecuencia en Nueva York, en la Scala de Milán, en los Festivales de Salzburgo. Y la razón ha sido siempre usted, y que conste que yo no soy terriblemente aficionado a la música. Pero existen otras personas para quienes su arte tiene mucho significado… ¿Cómo lo diría? Los hombres de genio se hallan por encima de estas estúpidas persecuciones de razas. Beethoven, Wagner, Verdi… todo lo que importa de su vida es que han vivido, enriqueciendo el mundo. ¡Oh, perdóneme! Temo que esté diciendo tonterías.
—Son tonterías muy consoladoras, conde Matany —dijo Gollwitzer—. Veo que no tengo por qué ocultarle nada. Como sabe usted, soy refugiado de mi propio país, que se encuentra en manos de fanáticos que no respetan lo más sagrado, ni nada en materia de arte o ciencia, cuando procede de mi raza. Han recibido órdenes de destruirnos. Estamos indefensos. Ya soy un anciano y todas las cosas por las que sentía algún afecto me han sido arrebatadas. Hace unos momentos estuve a punto de suicidarme… decisión que usted ha presenciado a tiempo para impedir.
—Perdóneme, pero obedecí a un impulso —dijo el conde Matany, acariciándose el tobillo, mientras permanecía sentado con las piernas cruzadas—. Siempre fui impulsivo; ha sido la causa de mi ruina.
—¿Su ruina? —repitió Gollwitzer.
—Está usted en presencia de un muchacho arruinado, pero alegre, que pone a prueba la paciencia de sus familiares.
Extendió las manos con aire suplicante y echose a reír.
Gollwitzer prorrumpió también en una carcajada. Había algo de cómico en aquella situación.
—No me ha explicado, conde Matany, cómo disparó usted… a pesar de las razones que acaba de exponer y le agradezco sus cumplidos —dijo Gollwitzer.
—Pues muy sencillo —replicó Matany—. Se olvidó usted de tomar una precaución muy simple. Dejó la persiana sin correr y permaneció expuesto a la luz eléctrica. Mis habitaciones se hallan en el ala opuesta, exactamente frente a las suyas. Me estaba cambiando de ropa y no puede evitar observar sus movimientos. Es un castigo de la Fama, Herr Gollwitzer, que siempre sea usted vigilado, incluso en los momentos más íntimos, si no pone usted cuidado en evitarlo.
Bueno, pues llegó un instante que me llenó de sorpresa. Extrajo usted una pistola de su caja y la cargó. Es un hecho muy significativo, Herr Gollwitzer, que la gente que viaja con pistola nunca la lleve en la caja con que la ha adquirido. Me formulé una pregunta instantáneamente y de la misma forma se me apareció la respuesta. El periódico de la mañana daba cuenta del suicidio de tres conocidos austríacos. Hubiese sido estúpido no adivinar sus intenciones.
¿Qué podía hacer? No me sugerirá usted que hubiera debido sentarme y contemplar su suicidio, si estaba en mi mano evitarlo. No había tiempo para correr hasta aquí… ni siquiera sabía su número. Era inútil telefonear a la Dirección: no hubiesen llegado a tiempo. Siempre llevo mi pistola a mano. Es una costumbre familiar; mi padre fue asesinado en el Chain Bridge por los bolcheviques en 1919, pero no sin que antes hubiese dado cuenta de tres de ellos. Se nos enseñó a disparar.
En el mismo momento en que vi alzarse su mano, hice fuego. Escogí como blanco el espejo que brillaba detrás de usted… puede tener la seguridad de que no corrió usted peligro; quedaba un margen de algunas pulgadas. ¡Ahora lo que me pregunto es la explicación que daremos a todo esto!
Se echó a reír agradablemente, dejando al descubierto una hermosa dentadura. Gollwitzer sintiose más seguro de sí mismo. El muchacho se levantó.
—Bueno, debo pedirle perdón por lo que he hecho… No diré una palabra a nadie, claro está —aseguró—. Y si puedo serle útil en algo, Herr Gollwitzer —añadió, encogiéndose de hombros caprichosamente—, lo celebraré mucho.
—Siéntese, conde —dijo Gollwitzer de repente—. Sabe usted mucho y va a saber el resto. Tenía usted razón. Disparó en el momento en que intentaba suicidarme. El insomnio ha de añadirse actualmente a mis otras preocupaciones. Probablemente estoy desequilibrado. Comprenda que lo que me ha sucedido no pertenece a un mundo juicioso.
Por espacio de sesenta años viví en Viena. Nací allí. Siempre he ocupado unan posición honorable en la vida pública. Puedo decir, sin que por ello me alabe, que mi nombre ocupa un puesto en el mundo de la música… un mundo internacional. ¿Me creerá usted si le digo que mi origen judío es algo que en una vida muy ocupada nunca ha tenido la importancia más ligera para mí? Ni siquiera me ocupo de defenderlos. Tenemos muchos defectos. Como en todos los pueblos oprimidos, la libertad quizá haya desarrollado una arrogancia ostentosa entre un sector de mi raza. Pero somos leales, sobrios y trabajadores. No quiero decir nada sobre este aspecto del asunto. He sufrido insultos públicos, mi hogar ha sido invadido y me impidieron continuar mi vocación. Cada día recibo noticias de algún amigo mío que, perseguido y reducido a la pobreza, se ha suicidado. Huí de Viena, pero mi corazón quedó allí, allí in der schönen Stadt. A mi edad, conde, los vínculos están demasiado arraigados para soportar estos drásticos trastornos. Llámeme cobarde, si quiere. Un hombre de sesenta y dos años no pide de la vida más que un lugar honorable y pacífico en el país querido, entre los amigos que aprecia. Solo puedo tener un hogar y una patria. Creí que mi arte me sostendría… pero no es suficiente, conde Matany.
—¿Y la fama? Con seguridad será un consuelo, ¿no? —preguntó el conde—. Es un «Ábrete, Sésamo» dondequiera que se vaya.
—Pronto se cansa uno de la fama. Nos expone al asalto de cualquier pelmazo. Cierto que predispone a que millares de personas se muestren amables, pero es una amabilidad al precio de la gloria que refleja. A usted le parecerá extraño, conde Matany, porque es un hombre joven con un porvenir que se dilata… pero para mí el mundo se ha convertido en un lugar demasiado estúpido. He vivido para que me digan a los sesenta y dos años que, por el hecho de ser judío, no hay mérito en nada de lo que he hecho. Mis compatriotas me repudian. No me permiten conservar al hijo que he adoptado.
—¡Ah! ¿Se refiere a Der kleine Eisenbahner? —exclamó Matany—. ¿El bebé que adoptó en el expreso? ¿Dónde se halla?
Gollwitzer suspiró, contemplando el dorso de sus manos, que descansaban sobre sus rodillas. La Dirección llegaría de un momento a otro. Aún no tenía idea sobre la explicación que iba a dar.
—Perdóneme, veo que está usted muy fatigado —dijo el conde Matany—. No debería hacerle estas preguntas. Me marcho.
Se incorporó, pero Gollwitzer obligole a tomar nuevamente asiento.
—Por favor, quédese —dijo—. Siento que debo hablar con alguien y me resulta usted muy simpático. Me ha preguntado por mi hijo adoptivo. Un día, muy avanzada la noche, los nazis vinieron a mi piso, pidiendo al niño en custodia. Quedé tan aturdido que hubiese consentido en que se lo llevasen, a no ser por mi fiel criado Hans y la nodriza, los cuales opusieron una resistencia tan tenaz, que finalmente los nazis se retiraron. Temimos que vinieran nuevamente aquel día, de forma que el niño y la nodriza salieron apresuradamente en dirección al campo, hacia algún lugar que solo conoce mi criado. No sé realmente dónde se halla el niño. Hans me suplicó que me marchase de Viena mientras pudiese hacerlo. Al día siguiente partí para Praga. Tres días después me enteré de que Hans había sido encarcelado.
—¿Por qué?
—No puedo comprenderlo. Pero todo el mundo sabía que era criado mío. Saqueron mi piso. Los…
Una imperiosa llamada interrumpió las últimas palabras de Gollwitzer. Los dos se miraron.
—Ya me ocuparé del asunto; déjelo de mi cuenta —dijo Matany, levantándose al ver que Gollwitzer estaba temblando.
Encaminose audazmente hacia la puerta y la abrió, pero en lugar del director apareció un botones, con un gorrito y una bandeja en sus enguantadas manos. Sobre la misma veíase un telegrama.
—¿Herr Gollwitzer? —preguntó.
—Ya se lo entregaré —dijo el conde, dando una propina al muchacho—. No esperes; ya telefonearemos si es necesario.
El botones se fue. Matany cerró la puerta, entregando el telegrama a Gollwitzer, el cual lo abrió con mano temblorosa.
—«Libertado. Escribo. Hans. Schulerstrasse, 272»
En la cara de Gollwitzer apareció en seguida una expresión de alegría.
—¿Buenas noticias? —preguntó el conde, apartando unos cristales con el pie.
—¡Mi criado Hans ha salido de lal cárcel! ¡Mire!
Gollwitzer pasó el telegrama al conde, el cual lo leyó. Después, devolviéndolo al anciano, preguntó sonriendo:
—Si lo hubiese recibido media hora antes, ¿hubiese insistido en sus intenciones?
—No. Ahora me doy perfecta cuenta de que estaba temporalmente desequilibrado. La charla que hemos sostenido me ha sido muy beneficiosa —dijo Gollwitzer—. Me gustaría saber por qué han soltado a mi criado.
—Acaso lo utilicen como cimbel. No debe usted regresar… y tampoco creo que a él le permitan abandonar Austria —replicó Matanay—. Estarán enterados de este telegrama. Su organización no tiene obstáculos. Austria, bajo el mando de los nazis austríacos, sabrá lo que es disciplina y método. Creo que han soltado a su criado solamente con un fin: él sabe dónde se halla Der kleine Eisenbahner. Creen que le escribirá a usted sobre el niño, para ponerle las manos encima.
—¡Mein Gott, tiene usted razón! —exclamó Gollwitzer.
El conde encendió otro cigarrillo, fumándolo en pensativo silencio.
—Hay dos cosas que saltan a la vista. Usted no puede escribir. Toda su correspondencia será revisada. Y Der kleine Eisenbahner debe ser sacado de Austria sea como sea —dijo el conde Matany—. Debemos organizar un pequeño secuestro. Esto distraerá su mente torturada por los pesares, Herr Gollwitzer.
El conde se echó a reír, con sus ojos negros brillantes de excitación ante este pensamiento.
—Pero, ¿cómo? —preguntó Gollwitzer—. No es posible que usted…
—¡Oh, no! No sabría cómo sostener al niño si diese con él… —exclamó riendo Matany—. Pero tengo una idea.
—¿Cuál?
—En este momento no se encuentra aún en estado de madurez… Consultaré con la almohada.
El conde Matany echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran las diez menos cuarto. Al otro lado del Danubio, el viejo Buda aparecía resplandeciente de luces que salpicaban la falda de la colina como joyas, subiendo hasta el palacio y la elevada fortaleza. La verdadera vida de la capital húngara estaba empezando.
—Quisiera saber si le disgustaría ser huésped mío, Herr Gollwitzer. Me esperan a las diez en «La Cacatúa Verde», donde he invitado a cenar a un grupo de seis personas… incluyendo a la princesa Solenski, la cual, a diferencia de muchas mujeres bellísimas, es inteligente y no lleva a cabo el menor intento para alabarse. Y el conde Zarin… le será muy simpático, se lo aseguro; tiene fama de ser el hombre más perverso de Budapest, lo que significa que hay tantas personas celosas de él que no encuentran palabras para censurarle. Tiene el corazón más bondadoso y la mente más calculadora de todos los seres humanos vivientes. Estará también Frau Rubenstein, y un pequeño americano jorobado, que habla el alemán horriblemente, pero tan comprensivo, que se ha convertido en el confesor internacional de las madres de todos los granujas y descarriados de Europa. Además…
Gollwitzer interrumpió al locuaz conde.
—Gracias —dijo—, pero mi estado de ánimo no es el más apropiado para acompañarle.
—No comprende. Herr Gollwitzer —replicó el conde Matany—. Debe ausentarse de esta habitación mientras arreglan el lío. Dejemos recado en el mostrador del conserje… sin ninguna clase de explicaciones. Tienen demasiado tacto para pedirlas, si paga usted religiosamente la cuenta. Y yo ya he encontrado precio a mis servicios… tengo la suficiente altanería para pedirle que me conceda el honor de presentarle en mi cena.
Gollwitzer contempló al simpático muchacho que tenía frente a él, sonriendo.
—Muy bien —dijo al cabo de unos momentos—. ¡Supongo que en un mundo completamente loco no hay nada irrazonable en que un hombre que quería morir a las nueve, vaya a cenar a las diez!
—¡En absoluto! —asintió Matany, apartando más cristales con el pie—. Ahora, si me lo permite, mientras usted se viste, iré un momento a mi habitación. Si regreso dentro de veinte minutos…
—Me encontrará vestido y recobrado completamente —replicó Gollwitzer. Apretó las manos del muchacho.
—Permite que le diga sencillamente: «Muchas gracias» —añadió con voz ronca—. La bondad que ha mostrado hacia mí ha hecho que mire la vida con nuevos ojos. Empiezo a tener esperanzas.
Un momento después su sorprendente visitante había abandonado la habitación y Gollwitzer empezó a vestirse.
El conde Tibor Matany tenía tres grandes pasiones. Adoraba los buenos caballos, los trajes ingleses y las mujeres bonitas. Siempre lamentaba no haber seguido la carrera diplomática, pero consolábase considerando que los diplomáticos tienen la mayor parte de su trabajo en países extranjeros y él amaba profundamente a Hungría, ya que, bajo sus alegres modales, su despreocupación y su amor a la sociedad elegante, alimentaba una constante pasión por su patria. Era una llama que ardía secretamente, porque a pesar de no sentir timidez hacia nada, se mostraba reacio a exhibir su herida interior siempre que contemplaba su desgarrada patria.
En la casa de campo donde vivía su madre viuda, enclavada entre la inmensa llanura de la Puszta, con sus grandes rebaños de caballos, y el monte Tokay, cuyas laderas cubrían los famosos viñedos, había reunido una gran colección de libros relacionados con la orgullosa y variada historia de la raza magiar. Tenía un antepasado que luchó en Mohacs en 1526, pereciendo en la destrucción completa del ejército húngaro, con su rey, cinco obispos y dos arzobispos, cuando el sultán Solimán y sus turcos avanzaron sobre Buda, saqueando la ciudad y dejando el país completamente desolado. Su tatarabuelo fue chambelán en la Corte de los Habsburgo, un devoto partidario de la hermosa emperatriz Isabel, la cual devolvió el antiguo esplendor y alegría a su querido Budapest.
Fue en la Corte vienesa donde el conde Kalman Matany, su padre, conoció a la bellísima condesa Ilynski, la más joven de las tres hijas del embajador polaco, cuya hermosura cautivaba los corazones de todos los muchachos de Viena. Ante la sorpresa de la ciudad, el conde Kalman, despilfarrador y libertino notable, se llevó a la bella muchacha y, celoso de sus atractivos, retirose de la vida cortesana a su inmensa propiedad en Tiszatardos, al borde de la gran llanura húngara. Allí creó una familia de cuatro hijos y tres hijas, muchachos indómitos, de ojos negros, y hermosas y vivaces muchachas, dedicándose a la cría de caballos, cultivando variedades del vino de Tokay y peleándose violentamente con todo el mundo. Los bolcheviques le asesinaron en Budapest durante el terrorismo de Bela Kun.
Dos hermanos de Tibor Matany eran militares; otro, químico en la Universidad de Graz. Tibor, el más joven, que sentía gran afecto hacia su madre, lo probó todo. Estuvo alistado en el ejército, pero la disciplina le enfurecía y el alimento indigerible revolvía su estómago. Pensó en la carrera de leyes, pero al cabo de un mes de estudios se impacientó ante su fastidioso proceso. Fijó su atención en la política, pero no lograba ocultar su desprecio hacia las fórmulas democráticas. La orgullosa sangre de su madre, así como el rebelde espíritu de su patria, se habían mezclado en él.
Solo en una esfera actuó con inmediato éxito. Era un gran favorito de la clase elegante de Budapest. Juicioso, de buen carácter y enérgico, resultaba simpático a los hombres y las mujeres le adoraban. Gastaba el dinero a manos llenas mientras lo tenía, y después se retiraba al campo por largos períodos de recuperación. Ya hacía tiempo que había malgastado su patrimonio, pero a los treinta años aún disponía de gran número de tías de edad avanzada que le amaban y cuyas muertes sucesivas le ayudaron a vencer todas las crisis de sus asuntos. Juzgando desde cualquier punto de vista, era un despilfarrador, un zángano en la colmena humana, pero se le perdonaba todo, ya que el destino le había favorecido con un irresistible encanto personal y esta simpática cualidad suplía a todas las virtudes. Resulta una verdad dolorosa el que los miembros más estables y famosos de la sociedad sean los que caen más fácilmente bajo el influjo de las criaturas volubles como el conde Matany. «Sería el favorito de cualquier club», le dijo en cierta ocasión un cándido amigo americano.
Los negocios del conde Matany siempre estaban en crisis. Partidario de conseguir dinero hipotecando sus diversas propiedades, había dado fin al método de rentas y ahora dependía únicamente de una asignación que le pasaba su madre. Esta se daba perfecta cuenta de las extravagancias de su hijo, limitándose a fijarle una cantidad para su sustento. Matany tenía la pasión de viajar, y ella hacía todo lo que estaba en su mano para conservarle en su casa. A pesar de ser el hijo que más la hacía padecer, lo adoraba, víctima de su atractivo. Sucedía lo mismo en todas las grandes propiedades de la condesa: los campesinos y criados hubiesen hecho cualquier cosa por Matany, el cual los trataba de forma muy generosa en su calidad de aristócrata feudal.
Sentía gran afecto hacia su inmensa casa, la vida de la granja y los viñedos, pero no podía vivir sin las alegres diversiones de las grandes capitales. Conocía a fondo Budapest, Viena, Berlín, París y Londres. Había frecuentado los tipos más variados de sociedad en los países que vivió. Estuvo cazando en Leicestershire, donde llevó unos soberbios caballos húngaros, y era una figura popular en las carreras. Siempre se daba maña para vender sus caballos por bonitas sumas. A las personas les gustaba ayudar al valeroso y bregado conde, con su simpática sonrisa y sus hermosos ojos magiares grises.
Había sido huésped, por espacio de seis meses, de una rica familia americana de Kentucky. Todo el mundo le profetizaba un matrimonio que restauraría su fortuna, pero, aunque el conde amaba a muchas, no le era posible dedicarse a una sola. Brillante tirador, siempre se le hallaba, durante la temporada de caza, en los más escogidos castillos de Francia. Su madre, que no era bajo ningún concepto un ser vulgar, por descender de una de las mejores familias de Polonia, no podía negarle el dinero para estas excursiones, y por mediación de su hermana, casada con un duque francés, Tibor tenía entrada en todas partes.
Pero sus actividades eran muy extrañas. Vivió por espacio de cuatro meses en una gabarra del Ródano, comiendo y viviendo con una docena de toscos marineros, sin más efectos que los pantalones, un jersey y los útiles de afeitar. Abandonó la barcaza en Macon con el cuerpo curtido por el sol y unos músculos de luchador profesional. Su amigo Pierre, un muchacho de Lyon, cuyo relato en un bar de la localidad le inspiró la aventura, le acompañó hasta la estación, prorrumpiendo en sollozos cuando el tren se alejaba con el decidido conde.
Un asunto amoroso con la amazona alemana de un circo ambulante, criatura chata y de ojos azules, cuyo encanto estribaba en una singular fealdad y un cuerpo seductor, le llevó por las pequeñas ciudades industriales de la cuenca del Rin. De este modo aprendió gran número de acrobacias ecuestres con las que dejaba boquiabiertos a sus amigos. Al visitar sus csikos de la Puszta sorprendía aun a los que habían nacido en una silla de montar, los famosos jinetes de la gran llanura húngara.
Montaba a caballo, nadaba, disparaba y, por encima de todo, dedicábase a amar con arrolladora pero fugaz pasión. Su singular carácter era fuente de otros y más incongruentes dones. Sus conocimientos de la poesía francesa, inglesa, alemana e italiana no eran bajo ningún concepto efímeros, ya que siempre se hallaba en disposición de recitar cualquier estrofa en estos idiomas y sabía lo suficiente para hablar el polaco y el ruso, sin contar el español.
Los largos inviernos, recluido en la casa de su madre, a menos que tuviese la fortuna de encontrar una forma de escape, fueron empleados en el cultivo de dos de sus pasiones, el arte de bordar y la compilación de un libro sobre las danzas populares húngaras. No parecía posible que el volumen llegara nunca a terminarse, ya que el conde se perdía entre grandes montones de notas manuscritas, y el bordado, un enorme tapiz representando un pasaje de la historia de la familia Matany, progresaba a razón de un metro por invierno. Estaba destinado a cubrir un muro de sesenta metros cuadrados. Había adiestrado a seis ayudantes, campesinas de la granja, para que le ayudasen en su gran empresa, pero estas nunca sabían cuándo su tutor iba a desaparecer hacia países extranjeros.
Fue su interés por la danza popular lo que hizo que trabara una fructuosa y singular amistad con Henry Waddle. A pesar de pertenecer a mundos distintos y en muchos aspectos completamente opuestos, eran amigos íntimos. Cada año se veían tres o cuatro veces.
Henry estuvo en las posesiones de Tiszatardos en ocasión de un congreso de danza popular organizado por el conde. Se ganó por completo las simpatías de todo el mundo, desde la condesa hasta los mozos de cuadra. Todos se enteraron de su presencia una hora después de su llegada, y al cabo de una quincena se había convertido en una figura popular. Actualmente visitaba sus propiedades por lo menos una vez al año, asumiendo la presidencia del festival local de danza popular. Consituía un cuadro inolvidable ver a Henry Waddle bailar las czardas con una energía tan terrible que hacía que el sudor le corriese por su bonachona cara.
¡Cuántas aventuras habían vivido y en qué lugares extraños estuvieron juntos! Henry siempre se negó en redondo a entrar en los círculos sociales. Matany se lo imaginaba con la corbata torcida, el cuello de la camisa desabrochado, porque las camisas no le venían ya a la medida, los cordones de los zapatos sin atar y la inevitable y atestada cartera bajo el brazo. No solamente era un hombre de gran energía, sino de infinitos recursos.
Matany, tendido en la cama del Grand Hungaria, con el café en su mesita de noche, pensaba en Waddle. Había acompañado a Gollwitzer a sus habitaciones a las dos de la madrugada. Después de cenar fueron a un cabaret. Él ya había visto el programa, pero no se lo dijo a Gollwitzer. Debía procurar que el anciano no se enfrascase en pensamientos tristes, y tomó la determinación de llevarle al hotel tan cansado, que no haría más que apoyar la cabeza en la almohada para quedarse dormido.
—Mañana vendré a verle, exponiéndole mi plan relativo a Der kleine Eisenbahner— le dijo al dejarle a la puerta de su dormitorio.
Cuanto más pensaba Matany en el asunto de sacar al bebé de Gollwitzer de Austria, más excitado se sentía. Era una idea muy audaz, pero esta clase de ideas, igual que disparar a pocas pulgadas de la nariz de un director de renombre mundial impidiendo que se suicidase, formaban siempre parte de su vida.
Realmente, Waddle merecía toda clase de reproches. Acababa de recibir una carta en la que este le anunciaba, casi con aire de triunfo, que iba a llegar con una pareja de novios en su luna de miel, desde París.
Son muy jóvenes, inocentes y excitados ante la idea de hallase en el extranjero por vez primera.
Se llaman Mr. Y Mrs. Brown. Los nombres son muy sencillos, pero aquí termina esta sencillez. Él es un muchacho muy bien parecido, un magnífico producto de nuestra escuela del agua fresca, con dentadura que pide a gritos una manzana, y una mano que te hace temblar. Dice que monta a caballo, y su cara se iluminó cuando le hablé de los tuyos.
Mrs. Brown es de una belleza encantadora… sí, lo repito sin temor a la competencia de tus bellezas magiares. Aspira a penetrar en la esfera social, me temo, a raíz de una horrible dosis de esclavitud, cuya naturaleza no vale la pena revelar. No cesa de vigilar a Jim, le llama James, y quiere reformar al corderito. Creo que no conseguirá nada. Forma a tus princesas, condes y barones, deja que le besen la mano… a lo que se brindará con sumo gusto… y le gustará más Budapest que Hollywood.
Pero, dejando aparte las bromas, son unos chiquillos encantadores. Les enseñaré Viena y después emprenderemos el viaje hacia esa. Saldremos de Viena en autocar, por el placer de llegar al crepúsculo, cuando las colinas de Buda aparecen bordeadas de luces y Pest yace como una bandeja de gemas en el regazo de la noche.
Tienes que hallarte en Budapest, claro está, cuando lleguemos. Puedes venir a esperar el autocar con unas flores. ¿O acaso eres demasiado viejo para negarte el placer de ver a dos niños boquiabiertos de admiración al contemplar por vez primera la gruta de Aladino? Supongo te habrás dado cuenta ya de que lo que realmente sugiero es que los invites a Tiszatardos, ¿no? Este, con su esplendor feudal, los tzigany tocando sus violines bajo las linternas, los csikos cabalgando audazmente y los campesinos bailando las czardas al enérgico son de los violines, colmará de satisfacción a la pareja.
Pero no debes hacer el amor a Mistress Brown. Sospecho que Jim tiene un gancho formidable. Para corregir el retrato de la novia, te diré que es muy amante del hogar. Ha emprendido la tarea de remendar seis pares de calcetines que acabo de lavar en el pequeño hotel donde me hospedo, a pesar de los prejuicios que siento hacia las coladas caseras.
Al empezar la lectura de la carta de Henry se enfureció ante la estupidez de aquel loco llevando a remolque una pareja de recién casados. Henry siempre cobijaba a descarriados bajo sus alas, con la confianza de convertirlos a la causa sagrada. Los arrastraría a todas las representaciones que se celebrasen en el curso del Congreso de Danza Poopular. Pero ahora bendecía a Henry, ya que los Brown aparecían en escena como caídos del cielo. Cuanto más reflexionaba, más sencillo parecíale su plan.
Tomando la última taza de café, el conde Matany descolgó el teléfono.
—Me pareció ver a Mr. Charles Sebright ayer anoche en el salón. ¿Se aloja en el hotel? —preguntó al empleado.
—Sí, Herr Graf: en el número 192.
—Haga el favor de ponerme con su habitación.
—¿Diga? —preguntó una voz en inglés.
—Charles… Tibor Matany al habla.
—¡Tibor! ¿Cómo estás, amigo? Llegué la pasada noche. Todo Melton Mowbray te envía saludos. ¿Dónde estás? —preguntó el capitán Charles Sebright.
—En el hotel, habitación 321 —replicó Matanay—. Charles, ¿te has levantado ya?
—No, todavía no me he bañado. Acabo de desayunar en la cama.
—¿Puedes hacerme un favor urgentísimo? Tengo una idea y mis ideas no admiten espera. ¿Puedes mirar un momento tu pasaporte?
—Sí, pero… ¿Por qué? —preguntó Sebright.
—Entonces, por favor, hazlo… y déjame tranquilo. Si se posee pasaporte británico y se está casado, con esposa e hijo, ¿están todos englobados en el mismo pasaporte y aparece fotografiado el niño?
—¡Dios mío! ¿Cómo quieres que lo sepa, Tibor? No tengo esposa ni hijos —exclamó Sebright. Tibor siempre estaba algo loco—. ¿Te encuentras en algún apuro… de índole familiar? —añadió riendo.
—Por favor, por favor, examina tu pasaporte, simpático y amable inglés, y calma mi ansiedad.
—Muy bien, pero tengo que levantarme, ¡maldita sea!
Matany oyó que la cama crujía. Unos momentos después, Sebright tomaba nuevamente el receptor.
—Bueno, aquí lo tienes —dijo—. Hay un lugar para consignar el nombre de la esposa y su retrato. No hay ninguna casilla para los bebés, excepto un lugar donde dice: «Niños», pero no necesitan fotografía. ¿Por qué han de necesitarla? ¡Todos los bebés son iguales!
—¡Oh, no! Tú no tienes instintos maternales, Charles. Pero, bueno, mil gracias. Ya estoy tranquilo.
—¿No te habrás metido en algún lío… cuidando criaturas o algo parecido? —preguntó Sebright.
—No, nada de esto. Solo estoy planeando un pequeño secuestro.
—¿Planeando qué? —preguntó Sebright.
—Ya he sido bastante indiscreto; no me presiones. ¿Te veré en la barra a la una? —preguntó Matany.
—Sí… ¿Y qué te parece si comiésemos en la terraza?
—Espléndido, Charles…
—Di.
—Ni una palabra de esto… pero le tengo cariño a tu Foreign Office por no molestar a los bebés. Adiós —dijo Matany, colgando el aparato.
Contempló unos momentos el techo, reflexionando intensamente. A continuación dirigió una mirada al periódico que yacía sobre la colcha. Veintisiete de mayo. Tenía el tiempo justo de escribir a Henry antes de que saliese para Viena. Era muy importante para él que la joven pareja no escapase de sus manos. Henry tenía la costumbre de cansarse de repente de las personas.
El conde Matany se levantó, tomando la estilográfica, un secante y una cuartilla, y se metió en la cama nuevamente. Expuso su plan a Henry, diciendo que se encontrarían en Viena el treinta y uno.
Eran las diez y media cuando terminó la carta. A las once tenía que ir en busca de Gollwitzer. Saltó de la cama y abrió el grifo del baño. A continuación encaminose a la ventana, mirando hacia el ala contigua del hotel. Sí, aún quedaban pruebas, un cristal con un agujero del que partían largas grietas. Si el mundo de los amantes de la música supiese lo que le debía, reflexionaba el conde Matany mientras se quitaba el pijama y penetraba en el baño, le sacarían de apuros, pagando todas sus deudas.