Capítulo X

WADDLE HABLA CLARO

1

—Me dijeron que estuviste en el restaurante de Scherer la última noche —dijo el conde Matany, dirigiéndose a Waddle.

Brillaba el sol, la orquesta tocaba con suavidad y los parterres que bordeaban la elevada terraza estaban cubiertos de flores, dando una nota de color y alegría a la escena. Mrs. Brown era una de las mujeres más hermosas que había visto en su vida y su joven esposo le era simpático. Había perdido todo recelo, respecto a los protegidos de Waddle, los cuales podían pasar por criaturas muy singulares.

—Esta mañana —continuó Matany— Hans ha venido a verme.

—¿Crees que hacemos bien hablando aquí? —preguntó Waddle, arrojando una mirada a su alrededor.

Matany se echó a reír.

—Supongo que casi somos conspiradores —repuso—. Mistress Brown, si me permite decirlo, parece la espía hermosa de una película.

—¿Qué película? —preguntó Betty.

Se sentía radiante y feliz en aquel marco vienés. Estaba rodeada de gente bien vestida, y la orquesta tocaba de manera seductora. El vino relucía en sus vasos y delante de ella, sobre la mesa, reposaba un enorme cesto de deliciosa fruta, atada con cintas azules. Habían tendido el toldo a rayas para protegerlos del sol, y los camareros, elegantemente vestidos, se movían con sutileza por entre las atestadas mesas. Ante ellos extendíanse los vívidos parterres del Stadtpark. Detrás de los árboles se divisaban los pisos superiores de los edificios bordeando el Parkring. El ruido de los tranvías ahogaba ocasionalmente la música. Debajo de su terraza se extendía un gran espacio cerrado salpicado de mesas, donde los vieneses se daban cita para los the dansant.

Betty se dio cuenta de que era el verdadero marco para una película. Podía suceder cualquier cosa. Los acontecimientos de las últimas semanas parecieron irreales. Cuando alguno de los camareros desaparecía por unas puertas giratorias, se acordaba de otras puertas que ella franqueaba con bandejas. Este pensamiento no la inquietaba en lo más mínimo. Aquellos días de servidumbre ya no existían. Allí estaba sentada, después de haber comido unos alimentos magníficamente guisados, en la terraza de un restaurante vienés al aire libre, invitada por el conde Matany, cuyos ojos no se apartaban de ella cada vez que le decía algo.

—¿Pregunta qué película? —dijo el conde—. En todas las películas de espías existe siempre una mujer de belleza tan irresistible que la mayor parte de los hombres discretos pierden increíblemente la cabeza por ella. Nunca he comprendido la psicología que encierra esto. Debería creer que los hombres están siempre en guardia contra todos los encantos. Una vez conocí una mujer, polaca, espía profesional. Fue ejecutada por un piquete ruso… rusos blancos en Arcángel, pero era completamente bizca. Ella decía que esto la ayudaba a triunfar. Tenía una de las historias más sorprendentes y de más éxito hasta el último momento. Nadie fue capaz de creer que una mujer tan fea desarrollase actividades tan peligrosas. Ni lo hubiesen logrado todos los recursos que posee Hollywood… las mujeres espías deben poseer un encanto fatal, de acuerdo con la ficción.

Volviose, llamando al camarero para pedir la cuenta. Betty observó sus hermosas manos, delgadas y morenas, con uñas perfectamente puntiagudas. Sacó un billetero delgado, de cuero, recamado en oro, extrayendo algunos billetes. Iba perfectamente vestido con un traje oscuro de corte inglés. Con excepción de su pelo y ojos magiares, pertenecía a la clase de muchachos bien vestidos que se ven cada mañana en Bond Street. Betty halló difícil atribuirle las hazañas que les había contado Waddle.

—Sugiero que nos traslademos a mi hotel, donde podremos tramar un complot a salvo —dijo Matany.

Delante del Stadtpark llamaron un taxi y al cabo de unos minutos llegaban al Hotel Sacher, donde se alojaba el conde.

—Mi tía paga —aclaró al entrar, cuando Waddle prorrumpió en exclamaciones de asombro ante el lujo del mismo—. En cierta ocasión vine a Viena, alojándome en un hotel muy barato. La vieja quedó tan horrorizada de que rebajase la reputación de la familia por una extravagancia mía, que se brindó a costear mi alojamiento en Viena en todas las futuras ocasiones, con tal de que lo hiciese en hoteles caros. ¡Es muy rica y excéntrica! Desgraciadamente, tiene diez sobrinos y sobrinas y bajo ningún concepto soy su favorito.

—Si esto es lo que hace por usted, me gustaría saber qué haría si fuese su favorito —exclamó Jim, echando una ojeada a la lujosa habitación. Se encaminó hacia la ventana—. ¿Qué edificio es aquél?

—Es la parte trasera de la Ópera. Sacher, como bien se sabe, hallaba satisfacción estando cerca de los vástagos de los Habsburgo. El hotel se encuentra muy cerca de la puerta del escenario —explicó Matany.

—¡Si estas paredes pudiesen hablar! —dijo Waddle.

—Serían demolidas en seguida —le respondió su amigo—. Y ahora permitan que les dé cuenta de lo que hemos convenido con Hans. Vino a verme esta mañana en respuesta al telegrama que le envié. Tiene el propósito de unirse a Gollwitzer, pero esto va a ser cosa difícil. Ningún austríaco puede salir del país. Así es que vamos a inventar una tía que vive en Györ, que se encontrará gravemente enferma y mandará llamar a su querido sobrino. Con este pretexto quizá consiga permiso para cruzar la frontera. El domingo por la mañana la hija de Scherer traerá Der Kleine Eisenbahner a la ciudad. Y el sábado por la noche Hans dejará un paquete en su hotel —dijo el conde volviéndose hacia Betty—. Un paquete conteniendo el ajuar del niño, del que por precaución se habrán arrancado todas las etiquetas comerciales austríacas, para el caso de que los oficiales se muestren muy inquisitivos. El plan consiste en que ustedes coman el domingo en casa de Scherer y se marchen después con el niño. Usted, Henry y Mr. Brown. Debemos librarnos de la gente del hotel de una u otra forma.

—Ya he pensado en ello —dijo Waddle—. Diremos que salimos en el tren de las 11:40 para Budapest y tomaremos un taxi que nos conducirá a casa de Scherer.

—Excelente. Ahora ultimemos otro detalle. He buscado ya una nodriza —dijo Matany abriendo una gran caja de bombones y entregándola a Betty—. Convencí a Gollwitzer de que no podía continuar viviendo en aquel hotel… y que se encontraría más cómodo en un piso. De forma que ha alquilado uno con vistas magníficas, en la parte elevada de Buda. Le hemos dejado en compañía de una ama de llaves y un criado, hasta que llegue Hans. Hay una habitación para la nodriza y otra para el niño. Yo me marcharé en el tren de la mañana del domingo para informar a Gollwitzer de que todo va como una seda, ya que bajo ningún concepto debemos escribirle. ¿Qué les parece el plan? —preguntó el conde, golpeando un cigarrillo.

—No veo el menor fallo… si Scherer cumple con su cometido —respondió Waddle.

—Hans me ha asegurado que es de completa confianza —dijo Matany.

—Hay algo que me preocupa —manifestó Betty.

—¿El pasaporte? —preguntó Matany.

—-No. Mi esposo no lo cree tan difícil. Se trata del niño… hay que darle de comer.

—¡Vaya! —exclamó Matany riendo—. En esto no puedo ayudarles.

—El niño está destetado… ya tiene nueve meses —dijo Waddle—. Con toda seguridad que aceptará el biberón.

—Creo que debiéramos hacernos una foto de todo el grupo al llegar —dijo Jim—. Luna de miel completa, con el niño… ¡Cómo se soltarían las lenguas en nuestro barrio!

—¡James, querido! —gritó Betty, sonrojada.

—¿Y dónde se hospedarán? —preguntó Matany.

—Vendrán conmigo a la Pensión Balaton —dijo Waddle—. Creo que les gustará.

—¿En casa de Frau Balaton? —exclamó Matany. Se volvió sonriente hacia Betty—. Aquello no es una pensión, es una casa de fieras. Ella pescó a un pobre inglés, contrayendo matrimonio, para poder recibir cierto legado.

—Supongo será una mujer respetable, ¿no? —preguntó Jim.

Después, demasiado tarde, se dio cuenta de que no hubiera debido hacer tal pregunta en presencia de Waddle.

—Si quieren despilfarrar el dinero, siempre están a tiempo de alojarse en el Ritz —replicó este.

—Creo que estará muy bien, Mr. Waddle —dijo Betty—. Es una gran suerte tenerlo con nosotros.

—Y se halla muy cerca de la casa de Gollwitzer. Estoy seguro de que les será simpático el viejo —dijo Matany.

—Ya le conozco. Siempre… —empezó Jim, pero antes de poder terminar la frase, Betty le dirigió una fulminante mirada de advertencia—. Claro que no me conoce —añadió Jim apresuradamente—. Pero le veía a menudo en Londres.

—Me imagino que cuando sepa lo que han hecho por él les protegerá —dijo el conde.

Al separarse de Matany, Waddle acompañó un poco a Jim y Betty. Después tomaron rumbos distintos. Tenía que visitar a algunos delegados en el hotel donde se alojaban.

2

Waddle encontró a sus delegados, seis Mädchen de ojos azules, en un pequeño hotel en Mariahilferstrasse. Venían de Munich y Würzburg. Tres eran viejas amigas suyas, y tuvo lugar una efusiva escena con su querido Tanzmeister Waddle. Le enseñaron los trajes para la danza popular, qué él examinó con aires de perito. Comprobó sus peinados, y disertó sobre su legendaria significación, de tal forma que los ojos azules de ellas se abrieron de par en par de asombro. De su cartera extrajo las insignias y programas. Les recomendó las pensiones donde debían alojarse, el precio de todo y los lugares de la capital que debían visitar. Con aire pensativo pidió noticias sobre Fulano y Zutano en sus respectivas residencias. Anunció inminentes visitas. Explicó que tenía proyectado un congreso en Stuttgart para el mes de abril siguiente; y en octubre, desde Munich radiaría unan pequeña charla sobre este movimiento.

Estuvieron charlando y bromeando por espacio de una hora, la cual pasó volando, y entonces despidiose brevemente, dejándolas encantadas con su amabilidad, su entusiasmo y su preocupación porque estuviesen bien cómodas en Budapest.

—¡Heil Hitler! —exclamaron cuando él se marchó.

—¡Heil Hitler! —repuso él, saludando con la mano.

Escribió algunas cartas en un apacible café, y a continuación decidió regresar a su casa. Deseaba cambiarse de zapatos antes de ir al hotel en busca de los Brown para llevarlos a cenar al Prater. Al abrir la puerta del piso, la señora Kummer acudió al vestíbulo. Waddle se dio cuenta en seguida de que algo había sucedido. Su cara aparecía pálida, con los labios exangües.

—Acaban de arrestar a Hermann —dijo con calma.

Penetraron en el salón. Pauli y Elsa estaban sentados a la mesa, que había sido puesta para la cena.

—¡Se han llevado a papá! —gritó Pauli, sonrojado y colérico—. ¡Seis hombres! Penetraron directamente en el consultorio. No permitieron que mamá le viese.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Waddle—. ¿Qué ha hecho?

—Papá atendía a los pacientes judíos del Dr. Neumann. Se le avisó que no lo hiciese —explicó Elsa.

—¡Se le advirtió que no lo hiciese! ¡Qué insolencia! ¡Naturalmente, Hermann siguió cuidándoles! —gritó la señora Kummer.

Papá cometió una estupidez, sabiendo esto —dijo Elsa con obstinación.

—Supongo que se lo dirías así a ellos —gritó Pauli mirando a su hermana.

—¡Pauli! —exclamó la señora Kummer con reproche.

—¿Dónde lo han llevado? —preguntó Waddle.

La señora Kummer extendió sus brazos con desesperación.

—No le dejaron coger nada. Había seis pacientes aguardando en el consultorio. Como un asesino. ¡Si hubiese tenido un revólver! —gritó Pauli.

Temblaba de pasión, con el pelo desgreñado caído sobre la frente. Su hermana le miró calculadora, segura de sí misma.

Waddle tomó asiento en el sofá, con la señora Kummer, pasando un brazo por encima de su hombro, para consolarla.

—Quizá le soltarán pronto —dijo.

Sonó el timbre. Cambiaron miradas de recelo. Después Elsa se levantó, encaminándose hacia el vestíbulo. Oyeron cómo abría la puerta y sonaron unas voces. Elsa reapareció permaneciendo unos momentos en el umbral.

—Es Karl —dijo echándose hacia un lado.

—¡Mamá! —gritó Karl, entrando en la habitación.

La señora Kummer se levantó, pálida y temblorosa. Karl le echó los brazos al cuello.

—Acaban de decírmelo… un amigo de los Cuarteles, Marokkaner. Le han llevado allí. Estoy seguro de que no le sucederá nada. Solo le harán unas preguntas.

—Pareces conocer a fondo las costumbres de tus encantadores amigos —dijo Pauli, con la cara pálida y expresión de reto, mientras se enfrentaba a su hermano.

—Querido Pauli… ¡No puedo sufrir estas escenas, te lo suplico! —gritó la señora Kummer.

—¿Por qué viene? Debiera estar con su pandilla. Hay gran cantidad de gente a la que atormentar sin temor a represalias. Diez de nuestros compañeros de trabajo del Banco se encuentran en el hospital, por la sencilla razón que no se mostraron de acuerdo con cambiar de casaca y aclamar a Hitler. ¿Ya me has puesto en la lista? —se burló Pauli.

—Pauli, no seas tonto… ¿Es que no piensas en mamá? —preguntó Karl con calma.

—No le hagas caso, Karl —dijo Elsa.

—¡Hijos míos, no puedo soportar estas peleas, por favor, os lo ruego! —exclamó sollozando la señora Kummer, con los ojos arrasados de lágrimas.

Se soltó de los brazos de su hijo.

—Karl, es mejor que te marches —dijo con tranquilidad.

Él la miró asombrado. Sus facciones juveniles temblaban.

—Pero, mamá… —gritó él con voz ronca.

—Sí, es mejor, Karl —dijo ella, crispando sus dedos sobre el pañuelo que tenía en la mano—. Desde que te uniste al Partido Nazi no existe felicidad en esta casa. No me importa la política. No me importa Austria…

—¡Mamá! —gritó Elsa.

La señora Kummer se volvió hacia su hija.

—No me importa Austria… en ocasiones creo que vosotros sois la maldición del mundo, con vuestro ciego egoísmo y vuestra intolerancia. ¡Únicamente me importa mi hogar, el esposo a quien amo y los hijos a quienes he dado a luz! Sí, Karl, este es mi credo. ¿Qué ha hecho Hitler por mí? Por su culpa, mi hija y mis hijos se pelean como el gato y el perro y mi pobre esposo ha sido arrestado. ¡Karl, déjanos!

—¿Lo dices en serio, mamá? —preguntó Karl, con calma, y pálido como un cadáver.

—Sí, Karl —respondió ella con desesperación—. Y que Dios te bendiga, hijo mío.

Él cogió su gorra con mano temblorosa. Por espacio de unos momentos permaneció inmóvil y a continuación tomó de repente a la señora Kummer en sus brazos, apretando su mejilla contra la suya.

—¡Mamá! ¡Mamá! —dijo, sollozando.

Por unos momentos permanecieron abrazados. Kal volviose hacia su hermano.

—Adiós, Pauli —dijo tranquilo.

Pauli no contestó, mirándole con ojos hostiles. Elsa le dio un rápido abrazo.

Waddle, testigo incapaz de actuar en aquella dolorosa escena, miró con inquietud a Karl, que se acercó a él.

—Tío Heinrich… ¿Puedo hablar un momento contigo a solas? —preguntó.

—Claro, ven a mi habitación.

Karl dirigió una mirada desesperada a su madre, que lloraba en una silla y después abandonó la habitación decidido. Waddle le siguió, cerrando la puerta. Cruzaron el vestíbulo, penetrando en su dormitorio.

—Tío Heinrich —dijo con calma, mirando fijamente a Waddl—. Quiero explicarte lo de la última noche.

—¿No te será muy difícil, Karl?… ¿Por qué molestarte?

—Lamento que tú también me seas hostil. Lo comprendo… Pero no soy lo que crees. Me siento avergonzado de lo que sucedió la pasada anoche. No me extraña que me juzgues con desprecio. No sabía lo que me hacía. Hemos estado tanto tiempo debajo de los demás, teniéndonos que esconder y luchar por nuestras vidas con dureza, que ahora que las cosas han cambiado a veces perdemos la cabeza. Irrumpimos en el café por un impulso. No tenía la menor idea de que aquéllos actuarían de aquella forma… pegando a los judíos. Confieso que fue horrible.

—Entoncnes, ¿por qué no lo impediste? —preguntó Waddle.

Karl guardó silencio por unos momentos. Miró a Waddle con intranquilidad.

—Hubiera sido difícil… los otros… los otros… —balbució.

—Hubiera sido menos cobarde. De común acuerdo hicimos como que no nos conocíamos. Nunca, nunca creí tenerme que avergonzar de ti, querido Karl.

El muchacho sonrojose, mirando a Waddle con desesperación. Las lágrimas empezaron a asomar a sus ojos.

—Tío Heinrich, no creas…

Empezó y en seguida desvió la cabeza.

Waddle cogió al muchacho por los brazos, mirándole fijamente a sus ojos húmedos.

—Querido hijo —dijo bondadosamente—, quizá tengas razón en todas tus creencias y en que las defiendas. No lo quiero discutir. Después de todo, soy extranjero y quizá no esté en situación de juzgar las ventajas y equivocaciones de todo ello. ¿Por qué mancillar vuestra causa, por qué deshonrar tanta abnegación y disciplina, y un patriotismo tan ardiente con esta falta de caballerosidad, con esa intolerancia y crueldad hacia una acobardada minoría? Tu padre… ¿Por qué ha sido arrestado?

—Estaba cuidando a los pacientes judíos del doctor Neumann.

—¿Y por qué no había de hacerlo?… ¿Es acaso función de un médico investigar los orígenes de raza de los que padecen o necesitan los cuidados de la medicina?

—¿No defenderás a los judíos, tío Heinrich? —preguntó Karl.

—Ni les defiendo ni les acuso. ¿Os sentís agraviados porque veis que ocupan puestos destacados en leyes, medicina y negocios? ¿Cómo lo han conseguido? Seamos sinceros… pues por la sencilla razón de que han trabajado con más ahínco que nosotros, los cristianos. Mientras que vosotros los estudiantes os batís en duelos, y pasáis el rato paseando por los jardines, ellos estudian con constancia en las bibliotecas. Se unen, los lazos de sus familias son indisoblubles… cualidades que vosotros los nazis siempre estáis poniendo de relieve.

—Los judíos no constituyen más que una parte del problema. ¿Qué porvenir le espera a Austria sola? Nos harían pedazos, denunciarían todos nuestros Tratados y nos mantendrían en la pobreza. Esto es lo que hicieron con Alemania. Pero el Führer les convirtió de una multitud de socialistas en una nación poderosa. Hará esto por Austria… ¡Ya lo está haciendo! ¡El mundo oirá nuevamente nuestra voz! —dijo Karl con ojos brillantes.

Waddle le miró. El muchacho hablaba de buena fe, con pasión. Ya era algo ver una fe tan ciega en estos días de tolerancias que no conducen a nada, cuando la débil afirmación de libertad encubre un desagrado hacia la abnegación y la disciplina.

—¿Por Austria? —repitió Waddle—. ¿Dónde está tu Austria hoy día? Habéis abierto la frontera… ¿A quién? ¡A la invasión germana! Ya no mandáis en vuestra propia casa. Formabais un arrogante Imperio mucho antes de que los pequeños Estados de Alemania fuesen una sola nación. Por espacio de setecientos años habéis dado al mundo la pauta de un orden social, unan gran dinastía de reyes y emperadores, una gran aristocracia, una alta tradición de costumbres, un espléndido legado de música y artes, y un orgulloso historial de hombres de Estado. La nación austríaca estaba de parte de todas estas cosas. ¡Y hoy día no existe! Pedís ayuda a los alemanes, aclamando la quiebra de vuestro orgullo nacional… después de haber estado desafiándoles de forma tan espléndida en la avalancha con que amenazaban. Ni siquiera tenéis la triste excusa de decir que os han conquistado. Nadie os ha obligado a rendir vuestro derecho de nacimiento… honorablemente, sin duda alguna, pero de forma equivocada, estoy seguro de que habéis contribuido a minar vuestras propias defensas. ¿Y para qué?

—Para convertir al Reich en una potencia mundial, y hacer que las naciones nos respeten.

—En esto de convertir al Reich en una potencia estoy de acuerdo —replicó Waddle—. Pero estáis muy equivocados creyendo que podréis hacer vuestra voluntad… algún día tendréis que desfilar y luchar bajo las órdenes de esa potencia. E iréis a luchar como alemanes.

—¿Por qué no?

Waddle miró fijamente al muchacho.

—Kal, no encuentro respuesta alguna a esta pregunta. Un alemán podría formularla con razón justificada, pero únicamente un austríaco sordo a todo lo que ha heredado, por más pobre que sea, podría hacer una pregunta semejante.

No me juzgues ciego y sujeto a prejuicios que no conducen a nada. Hay muchas cosas que admiro de vuestro credo nazi… la presteza con que sus miembros se prestan al sacrificio, su disciplina, su tremenda laboriosidad y la hazaña de liberar a una nación de sus criminales feudos y caóticas situaciones políticas. Admiro todo esto, pero detesto su intolerancia, su violencia, y la reducción del individuo a una unidad de masas histéricas.

¡Moriré en una zanja o seré desterrado al lugar más alejado de las fronteras de la civilización antes de que me priven de mis derechos de decir «Sí» o «No» a las preguntas que un hombre debe responder mientras aliente en él un soplo de vida! Pero, Karl, no quiero ser ningún predicador. No pongo en duda tus intenciones honradas ni tu buena fe en este asunto. Pero ya que has elegido semejante camino… el cual significa padecimiento para toda tu familia, como ya has visto esta misma noche… da tolerancia a tu doctrina.

No soy tan demócrata como para creer que una cosa está bien por el solo hecho de que cincuenta o sesenta millones de personas sean inducidas a aclamarla. Bueno, ya te he expuesto mis opiniones… Has tenido mucha paciencia con el tío Heinrich. Espero que nos separemos como buenos amigos, ¿no?

Karl estrechó con calor la mano de Waddle y las palabras que quería pronunciar se ahogaron en su garganta. Miró a Waddle largo rato, en el curso del cual Waddle se dio cuenta de las emociones contrarias que surgían en el corazón del muchacho y después volviose con rapidez, desapareciendo. Waddle no se movió. Oyó cómo Karl cruzaba el vestíbulo y la puerta que se cerraba tras él. Por espacio de unos instantes permaneció pensativo, y después, emitiendo un profundo suspiro, se sentó empezando a cambiarse de zapatos.