Capítulo III

SUERTE

1

Lizzie pensaba en todo esto, mientras se quitaba el delantal y la cofia en el vestuario de servicio. Ya era hora de que dejase de ser camarera a la disposición de cualquier Tom, Dick o Harry. A veces se preguntaba, a pesar de quererle, si había obrado juiciosamente aceptando a Jim. No era ambicioso y parecía muy satisfecho de ser mozo. Todo el día contemplaba la salida de personas ricas hacia el extranjero, en costosas vacaciones y maravillosas oportunidades de ver el mundo en ferrocarril, avión o en barco, y no despertaban en él el menor síntoma de rebeldía. Su mayor ambición consistía en pasar su luna de miel en el extranjero. «Quizá en Lugano», decía sonriendo, y a juzgar por su voz, ella notaba que no creía en esta posibilidad. «Se puede ser feliz o desgraciado donde se esté. Los lugares no hacen a las personas. Veo infinidad de ellas con más preocupaciones pintadas en sus rostros que equipaje llevo en la carretilla. Van a todas partes y lo ven todo, pero siempre parecen los mismos», decía Jim, cuando ella se quejaba del fastidio de la vida.

—Bueno, me gustaría tener esta oportunidad —replicaba Lizzie—. No quiero ver una bandeja ni un delantal en mi vida.

Pero nada de lo que decía instaba a Jim a rebelarse. Cualquiera podía creer que empujar una carretilla cargada de equipajes de gente rica era una de las formas más emocionantes de pasar la vida. Quizá había sido estúpida atándose a Jim de aquella forma, por su carácter bondadoso, su afecto y sus modales tan atractivos. Había gran cantidad de muchachos que anhelaban llevarla a pasear, muchachos muy simpáticos y de muy buena posición.

Lizzie se introdujo un mechón de pelo bajo el sombrero, empolvose la nariz y se contempló atentamente en el espejo, lo que siempre le devolvía la seguridad en sí misma. El muchacho a quien le tocó servir aquella noche se había mostrado casi patético en su anhelo de salir con ella. Saltaba a la vista que era de provincias y se encontraba solo en Londres. Tenía una cara alegre, de aspecto sincero. Se preguntó quién sería, cuánto ganaba por semana y si tendría novia. ¿La estaría esperando en la puerta de servicio, como sucedía frecuentemente al menor síntoma de alentamiento que les infundiese? Había algo emocionante en aquella interrogación, aunque no tenía intenciones de salir con él, suponiendo que fuese lo bastante estúpido como para estar esperándola.

Lizzie despidiose de las demás muchachas, saliendo a la calle por el corredor. Echando una mirada en torno suyo con rapidez, vio, sin sorprenderse, al muchacho al que había servido, esperándola sonriendo. La saludó alzando ligeramente el sombrero.

—¡Ah, es usted! —exclamó ella secamente.

—Buenas noches. Espero no molestarla —empezó, colocándose a su lado—. Si me permite, la acompañaré hasta su casa… si es que ya se retira usted —balbució, haciendo un desesperado acopio de valor.

—Bueno, no sé si debo alentarle. Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Lizzie—. No tengo la costumbre de ir por la calle con gente desconocida.

—Me llamo Roper… Fred Roper. Espero que no creerá usted…

No llegó a terminar la frase, ya que en aquel momento un muchacho cruzó la calle, alcanzándoles con paso vivo. Con gran consternación por su parte, el desconocido, después de saludar con el sombrero, cogió a la muchacha del brazo.

—Nunca creía que vinieses esta noche —dijo Lizzie, sorprendida ante la aparición de Jim—. Estaba convencida de que tenías servicio.

—Cambié el turno ayer. Salí a las ocho —repuso Jim. Miró al muchacho y después a Lizzie—. ¿Es un amigo? —preguntó.

Lizzie no perdió la cabeza, compadeciéndose del muchacho, a quien había dado algunas esperanzas.

—Sí, es Mr. Roper —dijo—, y a continuación, volviéndose hacia él, y mirándole con calma en los ojos, añadió—. Jane saldrá dentro de pocos minutos. Se estaba cambiando. ¡Buenas noches!

Sonrió y Mr. Roper, al cabo de unos momentos de vacilación involuntaria, se hizo cargo de la situación.

—¡Oh, sí!… Muchas gracias. Buenas noches —repuso, siguiendo la comedia, y alejándose en dirección a la puerta de servicio.

—¡Esto sí que es gracioso! —exclamó Jim, prorrumpiendo en una carcajada.

—¿Qué te ha hecho gracia? —preguntó Lizzie.

—Creí que este individuo intentaba conquistarte.

—Jim, tienes unas ideas muy vulgares. ¡Me gustaría que lo hubiese intentado! —exclamó Lizzie de buen humor.

Él contempló su cara, que un ligero rubor hacía más bella.

—Bueno, el mundo está lleno de Henrys Marriot —repuso Jim con obstinación.

Ella le dirigió una rápida y atemorizada mirada, recobrando en seguida el dominio de sí misma.

—¿Por qué le mencionas?… ¿No estarás celoso de él? —preguntó jocosamente.

—¡Sí, mucho!

—No seas tonto —repuso Lizzie riendo y apretándole el brazo.

Se detuvieron en Picadilly Circus, esperando a que el tráfico se interrumpiese. Eran las once y cuarto y la gente salía de los teatros. Una hilera de automóviles, repletos de damas con abrigos de pieles y joyas, circulaba lentamente junto a ellos. La temporada londinense estaba en su punto culminante. Lizzie contempló con envidia las mujeres jóvenes, que hacía poco vestían sus nuevas galas de mujer y que habían sido presentadas en la Corte. Aquéllas hubieran debido ser sus amistades y, en lugar de esto, no era más que una camarera que esperaba contraer matrimonio con un mozo de estación. Algunas eran criaturas insignificantes a pesar de sus preciosos vestidos. Y no había un solo hombre entre ellos tan bien parecido como Jim. Le miró, orgullosa de su rostro de facciones firmes y de sus hombros cuadrados que le pertenecían. Y él, advirtiendo su mirada, le dirigió una sonrisa.

—James tarda mucho en llegar con el coche. ¿Quieres que vayamos a pie? —preguntó.

—-Sí… ¡De esta forma variaremos! —replicó ella, riendo.

Cruzaron la calle sorteando el tráfico y, tras alcanzar la acera opuesta, él la condujo hacia delante con decisión.

—¿Dónde vas tan de prisa? —preguntó Lizzie, ya que no había tomado el camino de costumbre, en dirección a St. James Park donde siempre permanecían en el puente de los enamorados entre el cielo y la tierra, aunque, en realidad, se encontraba entre el Foreign Office y Buckingham Palace.

—Al Café Royal —respondió Jim.

—¿Al Café Royal? —repitió ella—. ¡Pero si no podemos ir allí!

—¿Por qué razón? —preguntó él alegremente—. Se puede tomar café au lait por un chelín y ver un poco de la vida.

Aquello era algo que estaba más allá de sus experiencias. El mismo nombre del café atemorizaba, al igual que sus lujosas puertas y el pomposo portero.

—¿Cómo lo sabes —preguntó Lizzie temerosa— si nunca has estado allí?

—Sí. Estuve la última semana —dijo Jim, gozando ante la sorpresa que le causó su afirmación.

—¿Tú? ¿Cómo? ¿Quién te llevó?

—Un caballero —replicó él con misterio.

—¿A qué?

—¿Quién y por qué? —burlose Jim —. Supongo que le fui simpático. ¡Eh, no creas que me he unido a una partida de pistoleros! Bueno, ya hemos llegado

La empujó por las puertas giratorias, conduciéndola audazmente a lo largo del vestíbulo de mármol y oro, cubierto de flores, penetrando en la atestada sala del café. Se instalaron con apuros en una mesa. Las luces, el color y el zumbido de las conversaciones abrumó a Lizzie al principio. Un caballero junto a ella, le dirigió la palabra cortesmente. Flotaba una atmósfera de complacencia general y pronto entablaron conversación con desembarazo. El amable caballero extranjero que se encontraba a la izquierda de Lizzie le preguntó si había estado en Viena. Era lo mismo que si le hubiese preguntado si había estado en la luna, pero tuvo la presencia de ánimo de responder:

—No, todavía no, pero espero visitarla pronto.

—¡Vaya esperanzas! —cuchicheó Jim chistosamente.

Lizzie le dio un codazo de reproche. El caballero estaba hablando.

—¡Oh! Entonces, estimada señora, no sabe usted lo que es la vida alegre. Las iluminaciones, la música, mujeres bonitas… Despierta en la imaginación el eco de la vida del San Petersburgo de la época de nuestro zar.

—¿Es usted ruso? —preguntó Jim, inclinándose hacia delante.

Aquel sudoroso caballero calvo hurgó en su bolsillo, extrayendo una pequeña y preciosa caja de la que tomó una tarjeta.

—Permítame, señora —dijo presentándole la tarjeta—. Si van ustedes alguna vez a Viena, tendré mucho gusto en verles.

Lizzie tomó la tarjeta echándole una ojeada. Su corazón cesó casi de latir. ¿Era posible? «Príncipe Nicolai Zermizov», leyó.

—Es usted muy amable —replicó Lizzie, pasando la tarjeta a Jim.

—¡Encantado! —dijo el príncipe Zermizov—, y ahora bebamos por habernos conocido. ¡Camarero! ¡Camarero!

* * *

El tiempo transcurrió volando. A la una menos cuarto el príncipe Zermizov había completado un bosquejo de sus sorprendentes aventuras… el esplendor y las durezas de una vida en el curso de la cual había experimentado las delicias de una fortuna principesca y la amargura de la pobreza. Finalmente el príncipe manifestó que tenía que marcharse. Jim también pidió la cuenta, y ya que el camarero hizo una nota conjunta, tuvo lugar un cortés forcejeo entre el príncipe y Jim, el cual ganó. Ascendía a nueve chelines, y cuando Jim extrajo un billete de diez chelines, despidiendo al camarero con un ademán, la alarma de Lizzie quedó eclipsada ante la admiración que le había causado la bravata de Jim frente a semejante desembolso. Se portó como un perfecto caballero se hubiese portado frente al príncipe.

Se despidieron. El príncipe llevose la mano de Lizzie a sus labaios. Hizo una cortés reverencia a Jim, este correspondió a su fineza y seguidamente se fue.

Lizzie y Jim siguieron su ejemplo, mirándose algo inquietos, al darse cuenta de que estaban poniendo pie en un mundo irreal, pero excesivamente caro.

—¡Qué anciano más simpático! —dijo Jim, como si conociese príncipes cada día.

—Encantador —respondió Lizzie, imitando los modales del príncipe.

Escudriñó su bolso para asegurarse de que tenía la tarjeta. Se la enseñaría a sus compañeras de trabajo.

—Conquistaste por completo al viejo, Lizzie —dijo Jim con orgullo.

—No seas tonto —repuso Lizzie, ufana del cumplido—. Me gustaría saber qué te trajo a un lugar semejante, poniéndote en contacto con unas costumbres tan costosas.

—Bueno, si insistes en saberlo… Fue Mr. Lincoln. Corrió en una competición, alcanzando la victoria. De forma que a la noche siguiente nos invitó a tres de sus compañeros a celebrarlo, cenando aquí. Estarás contenta de haber venido, ¿no?

El portero les saludó, diciendo: «¿Taxi, señor?» cuando salían. Antes de que Lizzie se diese cuenta, Jim la empujó hacia el interior del vehículo, dando una propina al portero y la dirección al taxista.

—¡Jim… estás loco! —exclamó Lizzie, casi desmayada de pánico y excitación—. ¡Nueve chelines, y ahora esto!

Él la rodeó con el brazo.

—De vez en cuando debemos conocer un poco la vida —aseguró—, y si no te llevo yo a conocerla, quizá lo haga alguna otra persona.

Ella apoyó la cabeza en su hombro, relajando su cuerpo contra el suyo en la penumbra del taxi; pero de repente se irguió, sobresaltada, mirándole.

—¿Qué quieres decir con estas palabras? ¿No creerás que salí con alguien? —preguntó, con aire de reto.

—No te excites.

—Alguien te ha estado explicando tonterías… Bueno, ¿qué te han dicho?

—¿Estás enfadada? —le preguntó.

—Si —replicó la joven.

Sostuvo la cara con su poderosa mano, riendo en sus ojos, y a continuación la besó lentamente, uniendo su juvenil boca a la suya mientras la apretaba en fuerte abrazo. La fuerza y la pasión de Jim desvanecieron el resentimiento que experimentaba. Sabía que le amaba como no podía amar a otro hombre. Había algo elemental en él, una simpática simplicidad que, aunque a menudo irritaba su naturaleza, quebrantando la aureola de romanticismo con que se rodeaba, la mantenía cautiva a pesar de sus facultades críticas. Experimentaba breves momentos de temor al pensar que podía perderle, y cuando temía que su pasión por reformarle pudiera despertar en él un espíritu de rebelión. Bajo su ardor juvenil se ocultaba una dura capa de virilidad y su instinto de mujer le advertía los límites de sus experimentos.

De forma que ahora, mientras yacía en sus brazos en el interior del taxi que se deslizaba por las vacías y relucientes calles, no se hizo ilusiones sobre su inquietante observación. ¿Se refería al estúpido joven que la estuvo esperando a la salida del trabajo o acaso había consentido que Henry Marriot le prestase demasiada atención? No se engañaba tontamente respecto a Henry y a la postrera meta de sus aspiraciones, pero tenía un aire de romanticismo, salpicado de libertinaje, y siempre estaba dispuesto a ir a alguna parte o hacer algo. Uno de los muchos inconvenientes del deplorable empleo de Jim consistía en la irregularidad de sus horas de trabajo. A menudo se veía obligado a permanecer con los brazos cruzados, a causa de las extravagancias de las obligaciones del joven, y la tentación de buscarse otra salida era en ocasiones muy grande. Pero a pesar de la locura que esto significaba, solo había un hombre que mandaba en su corazón y con el que iba estrechamente ligado su futuro.

—¿Me has perdonado? —preguntó él al cabo de un largo silencio.

—No hay nada que perdonar, querido —replicó ella, apretando su mejilla contra la de él—. Hemos pasado una noche magnífica… pero no me gusta que malgastes el dinero —añadió.

Él se echó a reír, atrayéndola hacia sí y besándola nuevamente.

—¿Para qué es el dinero? Hoy día se hace de papel y el papel es para quemar —gritó—. ¡Vaya! Y si no, piensa en nuestro querido Mr. Simkin, ese pobre y desgraciado diablo. Tiene cerca de trescientas libras en el Banco, y no puede permitirse el lujo de una botella de agua caliente. Algún día morirá de gripe o volará por los aires y algún pariente suyo que le odia irá a celebrar su muerte a París. Si alguna vez tengo dinero, me lo reventaré gozando plenamente.

—No digas «me lo reventaré»; esto es argot, Jim —dijo Lizzie, sin poder consentir el uso de aquella frase.

—Entonces lo volatilizaré… haré que se esfume.

—¡Que se esfume!… ¡Oh esto es todavía peor, Jim!

—¡Al diablo con reventarlo, esfumarlo o lo que sea, querida! —afirmó Jim.

—Eres uno de los hombres más enérgicos que existen bajo la capa del cielo. Por esto me casaré contigo —dijo Lizzie.

Él prorrumpió en una carcajada, pensando en lo bella que aparecía a la fugaz claridad de las lámparas callejreas.

—¿Solo por esta razón? —inquirió con aire de reto. En aquel momento su mirada se posó en el taxímetro, que marcaba tres chelines y seis peniques, y repentinamente golpeó el cristal para que el conductor parase—. ¡Dios mío, tendremos que seguir a pie! Todo el capital que poseo se eleva a cuatro chelines —exclamó riendo, a la vez que abría la puerta—. El príncipe Zermizov tiene la culpa de todo. Su manera de besar la mano es muy zalamera.

Bajaron del coche. Jim despojose de sus cuatro chelines. Era la una de la madrugada. La larga calle Pimlico aparecía desierta, a excepción de un tenderete de café, un policía y un gato. Les quedaban diez minutos de camino, pero la noche era clara e iluminada por la luna. A Jim le gustaba aquel extenso panorama de lóbregos pórticos y fantásticas chimeneas irguiéndose burlonas a su luz plateada.

La noche tiene mil ojos

Y el día solo uno,

A pesar de lo cual la claridad

Muere con el sol poniente.

tatareó Jim.

—¿Dónde aprendiste esto? —preguntó Lizzie.

—No recuerdo… pero me gusta; ¿y a ti?

—Sí, Jim. Eres una curiosa mezcolanza. Recitas poesía, tienes ojos negros, estás satisfecho de la vida siendo mozo, sueñas con ir al extranjero durante las vacaciones, no quieres ahorrar… ¡y no quieres casarte! —exclamó Lizzie.

—¡Eh! ¿Qué significa eso? Aguarda a que te explique algo —replicó Jim—. Nos casaríamos mañana a no ser por dos razones: una de tu incumbencia y otra de la mía. Acaso me atañan las dos. No permitiré bajo ningún concepto que mi esposa trabaje… quiero comodidad en mi hogar. Y no voy a dejar a mamá en la encrucijada. De forma que hasta que gane diez chelines más a la semana tendremos que esperar.

Lizzie no replicó. Sabía lo truculento que se mostraba en este aspecto. Tenía veintisiete años, era tres años mayor que él y tres años es un período muy largo en la preciosa vida de una mujer. Hubiera podido casarse una docena de veces.

El restaurante le proporcionaba gran número de amistades masculinas, pero, inquieta y ambiciosa como era, solamente amaba a este hombre. Su carácter alegre y despreocupado la tenía cautivada; conocía el valor de su firme lealtad, pero no podía evitar sostener una lucha a muerte contra la serena satisfacción que encontraba él en la vida. No tenía ambiciones, no llevaba a cabo ningún esfuerzo mental para cambiar su puesto y, a pesar de lo injustamente tratada que ella se creía, Jim era feliz, llevaba una existencia tranquila, mientras que Lizzie estaba preocupada e inquieta.

Se separaron en la puerta de la casa de Lizzie. Una ventana abierta en el piso superior dejaba escapar los vigorosos ronquidos de Mr. Parrish, truncando el silencio de aquella calle secundaria. Al pie de la ventana, un gato famélico estaba lamiendo el cuello de una botella de leche dejada allí para el lechero. La brisa nocturna zarandeaba dos hojas de periódico. Oyeron el sordo rumor de un remolcador que bajaba por el Támesis. La pobre calle, con sus sucias fachadas, barandillas y chimeneas, llenaba a Lizzie de un intenso odio hacia la vida. Sabía que podía florecer en otras circunstancias, que su belleza, su instinto aristocrático y su sentido de la sociedad se desenvolverían ventajosamente en una escena más deslumbrante. Pero a cada año que pasaba, la esperanza de escapar de aquel ambiente disminuía y su odio hacia toda aquella vileza iba en aumento.

Lizzie introdujo la llave en la cerradura, abriendo silenciosamente la puerta principal. Jim entró en el pequeño vestíbulo, tomando a Lizzie en sus brazos y besándola.

—Hasta mañana… a las diez y media; te esperaré en la puerta de servicio. A las nueve termino el mío —dijo Jim—. Buenas noches, querida.

—Adiós, Jim —repuso ella.

Jim oýó la puerta cerrarse suavemente detrás de él, emprendiendo la marcha por la desierta calle.

Sus relaciones habían sido siempre en extremo dificultosas, ya que ninguno de los dos disponía de horas regulares cada semana, y era raro que sus ratos libres coincidiesen. Aunque ella no lo supiese, Jim a menudo sentía tentaciones de abandonar su empleo y probar suerte en otra cosa, pero la fuerza de la tradición era demasiado fuerte en su ser. Su padre había trabajado en la Estación Victoria y él también, desde el día en que cesó de asistir a la escuela. A los catorce años había vestido la chaqueta y gorra de mozo de estación. Desde la casa en que vivían y donde él nació oían entrar y salir los trenes en la Estación Victoria.

Era difícil imaginarse otra clase de existencia. Gozaba de la suave excitación de la vida que, bulliciosa, discurría a su alrededor; y la Estación Victoria, con su tráfico transcontinental y continental, era lugar de reunión de una interminable variedad de pasajeros: reyes del comercio, grandes hombres de Estado, celebridades. Les veía a todos y muchos le conocían. Sabía la idiosincrasia de algunos: el Secretario del Foreign Office siempre compraba media docena de periódicos y tomaba asiento encima de ellos; Herr Gollwitzer, el famoso director, depositaba su billete en la cinta del sombrero y se ponía guantes negros de algodón. Sentíase íntimamente ligado con aquellos grandes de la tierra, cuyo equipaje había manejado y cuyos pequeños caprichos atendía también. La Estación Victoria estaba en su sangre. Era la ventana por donde se asomaba a la vida.

2

—¡Jim!

No recibió respuesta, y a fin de ahorrarse el tener que subir las escaleras hasta la buhardilla, donde dormía su hijo, en una habitación con claraboya que mantenía abierta una barra de hierro, Mrs. Brown hizo sonar el gong del desayuno. Este consistía en una salsera de hojalata que golpeaba con un cucharón.

—¡Jim! —gritó nuevamente Mrs. Brown, después de armar escándalo por espacio de un minuto.

Esta vez llegó hasta sus oídos una soñolienta respuesta.

—Son las diez. ¿No tienes que empezar a las once? —preguntó Mrs. Brown.

—Sí, ya voy, mamá —repuso Jim.

Se sentó en la cama, despertando de un profundo sueño. Los rayos de un sol matinal brillaban a través de la claraboya. Su chaqueta y su abrigo estaban colgados en el respaldo de la silla y los pantalones cuidadosamente plegados encima de la misma. Le costaba levantarse, y por espacio de algunos minutos contempló el dormitorio y su contenido. Parecía extraño creer que todo lo que poseía en este mundo se hallaba en aquel pequeño ático, pudiéndose guardar en una maleta. Y había gente en la Estación Victoria que llevaba consigo tres baúles para unas cortas vacaciones.

Salió de la cama y despojose del pijama, quedando en pie frente al gran espejo que había comprado por cinco chelines en el mercado de Caledonia. A menudo se preguntaba qué cosas habría visto aquel espejo semivictoriano. Tenía un astillado aunque elegante marco dorado, indicador de que algún día había adornado el suntuoso santuario de una elegante dama. Quién sabe si quizá alguna hermosa y joven novia se había puesto frente a él su velo, o alguna gran dama se había ajustado su collar de diamantes en el cuello, antes de partir para algún baile de la corte, o…

Se rio del joven totalmente desnudo que veía en el espejo, el cual procedió metódicamente a ejercitar todos los músculos que podía controlar. Este proceso requirió diez minutos, a los que siguieron otros diez minutos con palanqueta de gimnasia. A continuación, ejercicios en el suelo, y después lavose con una esponja fría. El proceso completo invirtió media hora, llevándolo a cabo con regularidad cronométrica. En seguida bajó a la fregadera para afeitarse y lavarse concienzudamente, mientras su madre, así que oyó crujir las escaleras, puso dos lonjas de tocino en la sartén.

—Jim, si continúas desayunando con esta rapidez, padecerás alguna terrible indigestión —dijo Mrs. Brown—. Como otras veces, no dispones más que de media hora.

Echó una ojeada al reloj, un pequeño despertador que solo funcionaba estando de lado.

—¿Y qué es indigestión? —preguntó Jim, chistosamente, peinándose ante el espejo.

—Ya lo sabrás algún día… y entonces pensarás en mí —dijo Mrs. Brown.

—Espero recordarte para algo mejor —dijo Jim, golpeándola en la espalda con el dorso del peine.

De repente sonaron unas perentorias llamadas en la puerta principal. Ambos se miraron.

—¡Caramba! ¿Qué pasa? —preguntó Mrs. Brown, sin aliento.

—Parece la policía —replicó Jim.

—¿Y qué tiene que hacer la policía aquí? —dijo su madre, enjugándose apresuradamente las manos en una toalla y disponiéndose a acudir a la puerta.

Nuevamente llamaron con fuerza.

—Es la policía o el casero —exclamó Jim riendo.

—Vino ayer. Y no tiene necesidad de llamar de esta forma: tengo el dinero preparado —replicó Mrs. Brown.

Atravesó la cocina, en dirección a la puerta principal.

—¡Caramba!… es un telegrama —dijo, regresando y sosteniendo en la mano el delgado sobre, color naranja.

En su cara se reflejaba una mirada de pánico.

—¿Para quién? —preguntó Jim.

—Brown —leyó ella—; J. Brown… vaya, vaya, es para ti, Jim.

Jim contempló con incredulidad el sobre que le alargaba su madre.

—¿Quién me mandará un telegrama?—exclamó, volviendo el sobre en sus manos.

—Oh, ábrelo, Jim… el muchacho está esperando.

Jim desgarró el sobre, leyendo la misiva. Lo hizo dos veces, y a continuación miró a su madre de manera tan rara, que el corazón de esta empezó a latir con violencia.

—¡Oh! ¿Qué es, Jim? —preguntó temerosa.

—¿Tienes un chelín, mamá? La pasada noche quedé arruinado.

—¿Un chelín? Sí, claro.

—Dáselo al muchacho —dijo Jim con calma.

—¿Un chelín? —preguntó Mrs. Brown.

—Sí, un chelín.

Mrs. Brown encaminose hacia la repisa de la cocina, tomando un pequeño bote donde siempre guardaba un chelín suelto para el contador del gas.

—Seguramente que con dos peniques bastaría, si tienes que darle propina —le censuró.

—Le daría una libra si la tuviese —dijo Jim leyendo el telegrama nuevamente.

Sin decir más, Mrs. Brown dirigiose a la puerta y dio el chelín al muchacho.

—De parte de Mr. Brown. No hay respuesta —le dijo.

El muchacho contempló la moneda asombrado y llevóse la mano a la gorra.

—Muy bien, señora —dijo montando en su bicicleta.

—Supongo —dijo Mrs. Brown de regreso a la cocina —que habrás recibido noticias de que tu tío te ha dejado una fortuna.

Jim sentose y extendió el telegrama sobre el tapete, alisándolo con la mano.

—Pínchame, mamá —dijo—, ponte los lentes y dime si no estoy soñando.

Mrs. Brown tomó los lentes de la repisa, donde yacían detrás de un perro de porcelana y algunas pinzas para recibos. Poniéndoselos, asomó la cabeza por encima del hombro de su hijo, y lentamente leyó el telegrama.

—Bueno; sea cual fuere su significado… ¿estás seguro de que es para ti? —preguntó.

—Creo que sí… A menos que esté soñando —repuso Jim.

—Ha ganado, dividiendo segundo, Bently Penny Pool —leyó Mrs. Brown en voz alta—. ¿Qué significa Bentley Penny Pool? —preguntó.

—Es la competición de los resultados de los partidos de fútbol… en que uno predice los resultados. Ya hace años que lo estoy intentando —explicó Jim—. Cada semana apuesto seis peniques.

—¿Cómo? ¿Juego? —preguntó Mrs. Brown, algo sorprendida ante aquella revelación.

—No, mamá… habilidad —repuso Jim—. He ganado el segundo dividendo.

—Bueno, muy bien —dijo Mrs. Brown—. ¿Por qué has dado un chelín al muchacho? El premio no valdrá más de dos chelines. Cuando gané este reloj despertador, solo funcionó bien durante una semana y si…

Interrumpiose repentinamente. El olor que venía desde la fregadera era inconfundible. Lanzó un grito de consternación, corriendo hacia la cocina.

—Aquí está tu tocino… carbonizado —dijo Mrs. Brown, regresando con la cacerola en la mano.

Jim levantose de la mesa, tomó con firmeza la cacerola de manos de su madre y, dejándola en la repisa, cogió a aquella por los brazos.

—Ahora, siéntate, Mrs. Brown —dijo con voz tranquila, obligándola a sentarse en la mecedora—. ¡Y no te desmayes! ¿Sabes lo que significa esto? Significa que he ganado cientos, quizá miles de libras. Tal vez soy un hombre rico en este momento.

Mrs. Brown estaba a punto de replicar: «¡No seas ridículo!», pero algo en la cara del muchacho que se inclinaba sobre ella le indicó que no bromeaba.

—Te mandan un telegrama comunicándote que has ganado y te informan de la cantidad tan pronto como han averiguado el dividendo que corresponde, según las apuestas de la semana —explicó él.

—Entonces, es un juego —tartamudeo Mrs. Brown.

—No, es habilidad, te repito. He adivinado los equipos ganadores —explicó Jim.

Mrs. Brown miró a su hijo, esbozando una sonrisa y alisándose el pelo.

—Jim, no te excites… quizá no sea lo que te imaginas. —Consultó el reloj de pulsera—. Jim, faltan solalmente diez minutos para las once… tendrás que tomar una tostada con mermelada si no quieres llegar tarde —añadió, incorporándose de un salto.

—Ya he desayunado, mamá —dijo Jim, sirviéndose una taza de té.

—No debes permitir que el dinero te suba a la cabeza. El dinero es el origen de todo lo diabólico —observó Mrs. Brown tomando la gorra de su hijo y cepillándola.

—Bueno, supongo que esta vez será un origen muy grande —repuso Jim, permaneciendo en pie y engullendo una gran tostada. Dobló cuidadosamente el telegrama, guardándolo en la cartera—. Pronto averiguaré lo que esto significa… y entonces… —se interrumpió ante la excitante incertidumbre.

—¿Y entonces? —inquirió Mrs. Brown.

Jim abrazó a su madre, besándola.

—Debo marcharme. Y entonces… puedes dar la noticia al viejo Skinflint y antes que él se marche le compraré una botella de agua caliente.

Después de otro abrazo y otro beso se marchó.