Capítulo XIV
Durmieron hasta muy tarde. Cuando Jim se levantó, subiendo la persiana, los brillantes rayos solares inundaron la habitación. Hacía un día sin nubes, con un cielo azul y un aire cálido. Consultó su reloj, sorprendiéndose al ver que eran las doce. Betty parpadeó mientras Jim subía la persiana y en seguida sentose en la cama. En aquel momento sonó una débil llamada en la puerta.
—Pase —dijo Jim.
Era Mr. Waddle. ¿Estaba despierto? Era algo terrible, pero a mediodía le esperaba un tribunal para fallar sobre algunas competiciones de danza popular. Debía marcharse en seguida. ¿Se acordaban de que a la una y media comían en casa de Gollwitzer? Allí se reuniría con ellos.
—Pero, ¿dónde? No sé la dirección —gritó Jim, abriendo la puerta un poco.
Los nombres de las calles eran casi imposibles de pronunciar.
Waddle garabateó una dirección en un trozo de papel, saliendo disparado.
—El problema es el siguiente: ¿Hay que desayunar cuando dentro de tan poco comeremos? —preguntó Jim a su esposa.
—Yo creo que deberíamos tomar un poco de café. Me duele la cabeza —dijo Betty.
Jim tocó el timbre. Pocos minutos después se presentó Mr. Bowling con su delantal a listas.
—¿Cree que podríamos conseguir un poco de café? —preguntó Jim, en la puerta—. ¿O es demasiado tarde?
—¿Demasiado tarde? ¡Claro que no! La mayoría de nuestros huéspedes empiezan a levantarse ahora —replicó Mr. Bowling—. Café… panecillos y mantequilla para dos, ¿no?
—Sin panecillos, gracias —repuso Jim, cerrando la puerta—. ¿Has oído?… ¡la mayoría de los huéspedes empiezan a levantarse!… de forma que no hemos sido nosotros los únicos trasnochadores.
Betty se puso una bata, empezando a cepillarse el pelo. Jim se encaminó al cuarto de baño, viéndose obligado a salir nuevamente para hacerse cargo de la bandeja del desayuno. Bowling estaba sudando a chorros.
—Siempre he de ir con prisas a esta hora —quejose.
—¿Está muy llena la pensión?
—Casi… no es la cantidad sino la confusión de idiomas lo que me vuelve loco. Tenemos dos estudiantes japoneses, un holandés… siempre borracho… cinco ingleses, una condesa rumana, siempre bajo la influencia de las drogas, y un joven príncipe ruso que no quiere salir de su habitación hasta las cuatro, dejándola hecha una pocilga —gruñó el pequeño Bowling—. ¿Desean algo más?
—No, gracias.
Jim entró la bandeja.
—Esto no es una pensión, sino la Liga de Naciones —dijo regresando al cuarto de baño—. Me gustaría saber qué hace Madame Balaton mientras él anda atareado llevando los desayunos.
—Si vienes a la ventana lo verás —respondió Betty, asomándose a la calle empedrada y en cuesta como un tejado.
—No puedo… ¡estoy desnudo! —gritó Jim.
—Se acaba de marchar en un coche descubierto, muy bonito, con lo que parecían sus atuendos de baño —dijo Betty, observando cómo se alejaba su elegante patrona. Madame Balaton, robusta y segura de sí misma, se encaminaba a la Isla Margarita, una de las playas de Budapest, donde comía en un restaurante al aire libre.
—¡Y este pobre hombre huyó de su casa para ser libre! —comentó Jim.
Llamaron nuevamente a la puerta.
—Ya voy —dijo Betty.
La puerta tenía una rejilla a través de la cual el ocupante de la habitación podía hablar con cualquiera que estuviese en el pasillo. La abrió, viendo que era Bowling nuevamente, sonrojado y sin aliento.
—El conde Zarin está al teléfono… desea saber si querrán comer con él mañana en el Palatinus, en la Isla Margarita, a las dos. Enviará su coche —dijo.
Betty miró a Jim, que permanecía en pie en el umbral del cuarto de baño, sonriendo con picardía.
—¡Ja! ¡Ja! ¿Qué te dije? ¡Persigue a mi esposa! —exclamó—. Bueno… ¿Qué te parece? ¿Iremos?
—A menos que tú no quieras —respondió Betty con tacto.
Jim vaciló. A continuación sonrió, asomando la cabeza por la puerta del cuarto de baño.
—Dé las gracias al conde y dígale que «sí» —gritó a Bowling.
La reja de la puerta cerrose. Bowling se alejó. Jim abrió el grifo del baño, empezando a afeitarse. En aquel momento entonó una canción, mientras Betty le acompañaba desde el dormitorio. Después de todo, sus celos eran muy estúpidos. Había hecho el tonto. Era probable que aquel individuo, Zarin, fuese completamente inocente con todo su estilo. Sin embargo, no pertenecía a su esfera, y aunque a su esposa le gustaba como a un pato el agua, él se sentía como un vaquero en un salón.
—Querido, apresúrate —dijo Betty, mirando los fuertes hombros y la cabeza de su marido cubiertos de espuma.
Él se volvió soltando unan carcajada, con la cara completamente llena de jabón.
—¡Ven y entra en el baño conmigo! —dijo.
Poco después de la una salieron a la calle, pudiendo contemplar el lugar perfectamente a la luz del día. La Pensión Balaton estaba construida en la ladera de la empinada colina, de forma que por su parte interior tenía cuatro pisos y por la trasera solamente dos. Todos los alféizares de las ventanas aparecían con tiestos de alegres geranios. Enfrente había una antigua casa con puerta barroca. Era de roble y estaba completamente cubierta de clavos de hierro. Una muchacha hermosa, de cara regordeta, asomaba la cabeza, vestida con un corpiño blanco de cuello ricamente bordado. Cruzó su mirada con la de Jim. Este le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, volviéndose para hablar con alguien en la habitación.
—¡Qué gente más simpática! —dijo Jim—. Estaba pensando en que si bajásemos por esta calle quizá encontraríamos un taxi. A Dios gracias tengo la dirección de Gollwitzer escrita en un papel… no sería capaz de pronunciarla.
—Dámela —dijo Betty—. Intentaré repetirla al conductor.
Descendieron por la calle empedrada, llegando a una escalinata. Al final desembocaron en una larga avenida. Por entre los edificios divisaron fugazmente el Danubio. Pasó un taxi, que detuvieron. Betty leyó la dirección. El hombre pareció comprenderla en seguida. Subieron.
—Pero dime, ¿cómo te las has arreglado? No comprendí una sola palabra —exclamó él, orgulloso de aquella inteligencia.
—Estoy aprendiendo magiar… el conde me dio una lección la pasada noche. Me enseñó a pronunciar las «cs», las «â» y otras —dijo Betty.
—¡Qué mujercita más inteligente! No sé cómo lo consigues —dijo él cogiendo su mano.
Había advertido la rapidez con que aprendió un poco de francés en París y de alemán en Viena. Evidentemente, tenía el don de lenguas Pero también tenía dones para otras muchas cosas. Durante la pasada noche no evidenció ningún momento de turbación, mientras que él estuvo largos ratos en suspenso, observando, algo aturdido por la cantidad de cubiertos y vasos. Jim había tomado un cuchillo de frutas por uno de pescado, pero llevó a cabo un cambio subrepticio mientras Julietta Molnay charlaba con él.
—Supongo que vuelve en mí —respondió Betty—. Cuando generaciones de una misma casta han viajado, hablando idiomas extranjeros…
—¡Pero si tu familia nunca ha salido de Inglaterra!
—Oh, no me refiero a mi padre ni a mi madre —respondió Betty con aire de suficiencia.
El coche empezó a subir por la colina. Llegaron a una plaza cuadrada, donde se alzaba una hermosa iglesia de delicada fachada y agujas góticas, gran rosetón circular y techo de tejas rojas y verdes. Jim mandó parar el taxi.
—¿Qué es esto?… ¿La catedral? —preguntó al conductor.
Este respondió, pero sin que Jim entendiese una sola palabra. Su esposa le hizo una pregunta y nuevamente el taxista repitió el nombre.
—¡Ya lo sé! —exclamó Betty—. Es la iglesia de la Coronación. Lo he leído en el Baedeker. Fue una mezquita turca y ahora es catedral.
Dijeron al conductor que continuase. Unos minutos después llegaron a la casa de Gollwitzer. El criado les hizo pasar a la gran habitación que daba a una hilera de acacias. Su anfitrión salió, saludándoles en un chapurreado inglés.
—Deben ver a Friedl… se encuentra perfectamente. Duerme, come y llora poco. Tengo una buena nodriza, según creo… es una muchacha húngara que habla alemán.
Tocó el timbre, ordenando que trajesen el niño. Vino una robusta muchacha con cara rebosante de salud, llevando a Friedl en brazos. Sus regordetas pierna y pies estaban desnudos. Jim acarició un sonrosado piececito y Friedl, después de mirarle gravemente unos momentos, balbució de placer. Gollwitzer lo tomó en sus brazos. Resultaba un espectáculo poco común el de aquel robusto anciano de cara redonda sacudiendo la cabeza y haciendo muecas a su hijo adoptivo, cuyas diminutas manos se crisparon peligrosamente sobre unos pocos mechones de pelo del director.
En aquel momento llegó el conde Matany, tan despejado que nadie hubiese creído que no se había acostado hasta las cuatro y media. Él también entretuvo unos momentos a Friedl, que estaba en brazos de Betty, haciendo unas preguntas a la sonriente nodriza. Un poco después llegó Waddle como una exhalación. Estaba sonrojado y muy nervioso. Llevaba la camisa con el cuello desabrochado, ya que no le venía medida. No dejó la cartera. Saludó a Gollwitzer en fluido alemán, excusándose por haber llegado tarde y empezó a abrir periódicos húngaros, señalando con aire triunfal los largos párrafos que describían el Congreso de Danza Popular.
—Ustedes los húngaros saben apreciar como se debe estas cosas —dijo a Matany—. Se dan cuenta de la importancia de la Danza… más que los alemanes. Yo siempre he sostenido que eran un pueblo muy inteligente.
—No ha saludado a Friedl —dijo Betty, alargándole el niño.
—¡Oh, Friedl! Wie geht’s mein Junge? Du bist sehr lebhaft! —gritó, pellizcando el pie del niño. Este le miró con los ojos abiertos—. Se cree que soy el cómico de la reunión, señores —dijo Waddle.
—¡Y lo eres, Henry… el niño no ha visto a persona alguna que pueda compararse contigo! —bromeó Matany.
Gollwitzer despidió a la nodriza con Friedl. Les sirvieron un barack. El criado anunció que la comida estaba servida. Aquel piso amueblado había pertenecido evidentemente a una cantante de ópera. Veíanse retratos de ella en distintos atavíos. Jim, examinándolos con más atención, reconoció a madame Laderer. Volviose, haciendo una pregunta a Tibi.
—Sí. Atraviesa malos momentos, la pobre. Se alegró de poder dejar este piso… Yo actué de intermediario entre ella y Gollwitzer. De manera que pronto saldrá para Karlsbad a fin de someterse a una cura, aunque nada logrará curarla de sus terribles extravagancias. ¡Pobre mujer! —dijo Matany.
La comida fue sencilla y agradable. Betty, sentada a la derecha de su anfitrión, quedó fascinada por los atractivos del mundialmente famoso anciano. Tenía una tremenda personalidad. Pensó en los millares de personas de todas las partes del mundo que la envidiarían por su contacto íntimo con el maestro. Era amable y sencillo; estaba allí sentado modestamente, con toda su fama, después de una vida de adulación pública. Nuevamente Betty se hizo cábalas de la intolerancia de la filosofía nazi.
Pronto dieron las cuatro. Waddle tuvo que marcharse. Le esperaba una atareada noche. Estaba eligiendo un comité internacional. Se fue muy preocupado, aludiendo vagamente a «calamitosas herejías» introducidas por los delegados rusos. A pesar de su prisa, despidiose de su anfitrión cortéstmente. El conde Matany sugirió que Jim y Betty fuesen con él a ver la Isla Margarita.
Cuando Betty se retiraba ya, Gollwitzer sonrió, guiándola nuevamente al salón, mientras los demás cruzaban el vestíbulo.
—Por favor… un momento, querida Mrs. Brown —dijo ligeramente nervioso—. ¿Cómo les agradeceré lo que han hecho por mí? Usted y Mr. Brown me han devuelto la felicidad. Yo… yo… —interrumpiose y su voz se hizo muy ronca.
Betty le apretó la mano.
—Hicimos muy poco. Herr Gollwitzer… lo que cualquiera hubiese hecho por un gran hombre como usted —dijo ella.
Introdujo su mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta, sacando un estuche de cuero.
—Mi querida señora: aquí tengo para usted un pequeño recuerdo de su amabilidad, en atención al acto que llevaron a cabo por mí y mi Friedl. Me hará usted muy feliz si lo acepta… en caso de que le guste.
La sorpresa pintose en las facciones de Betty mientras el anciano pronunciaba su sencillo discurso. Abrió el pequeño estuche que él depositaba en sus manos. Contenía un exquisito reloj de pulsera, engarzado en pequeños diamantes. Betty lanzó una exclamación de placer.
—¡Oh…, Herr Gollwitzer, es hermosísimo!
—Me alegro de que lo crea así —dijo él, radiante.
—Lo apreciaré siempre, toda mi vida —dijo Betty, cerrando el estuche.
La acompañó hasta el rellano, donde Jim y Matany esperaban el ascensor y no se marchó hasta que descendieron, perdiéndose de vista.
La cara de Betty, sonrojada de excitación, indujo a Jim a preguntarse lo que le habría dicho Gollwitzer al quedar rezagados. Ella se lo explicó enseñándole el reloj.
—¡Y pensar que este gran anciano llegó a tal extremo de desesperación que intentó suicidarse! —dijo Jim—. ¡Ojalá viva cien años y dirija una orquesta de judíos en Berlín!
Por regla general, al conde Zarin se le podía encontrar a las ocho de la noche en su lugar favorito del Ritz. Este estaba situado en una esquina, en la parte exterior del bar y de la gran terraza al aire libre que daba al Corso, aquella alegre avenida bordeada de árboles donde, a primeras horas de la noche, todo Budapest respiraba a pleno pulmón.
Era imposible imaginar un lugar más encantador. Una larga hilera de hoteles bordeaba la amplia avenida, en la que no se admitía ningún tráfico. Las terrazas de estos hoteles estaban cubiertas de mesitas. Cada café tenía su orquesta de cuerda, de forma que todo el mundo se paseaba sin perder contacto con la música. En la parte opuesta de este frondoso Corso, atestado durante dos horas por la noche, se extendía un parapeto dando al Danubio. Los clientes del café podían distraerse con el continuo torrente de gente que paseaba, o bien escuchando la música, charlando o presenciando un panorama único por su impresionante belleza. Al otro lado del Danubio se erguían las grandes colinas de Buda, una muralla natural que por espacio de muchos siglos había contenido las hordas turcas invasoras que capturaban la ciudad eventualmente, para ser arrojadas de nuevo. Ahora su cumbre estaba coronada por la inmensa y noble masa del Palacio Real, donde la hermosa princesa Isabel, haciendo caso omiso de su esposo, coqueteó con los nobles húngaros que la asediaban.
Zarin, sentado en su lugar favorito, divisaba perfectamente este enorme palacio, con sus jardines colgantes, sus ochocientas sesenta habitaciones sus tejados quebrantados a la Mansard y su cúpula verdosa. A la puesta del sol perfilaba su negra silueta contra la brillante luz del día que declinaba. En la oscuridad, melancólica bajo las estrellas, a gran altura sobre las miríadas de luces que cubrían con su manto a Buda, uniendo el largo río canalizado y los frágiles puentes, causaba una impresión más profunda por su grandeza. La iluminada cúpula se erguía serenamente por encima del vasto panorama de agujas, terrazas, bastiones y casas construidas en las laderas de la antigua Buda.
Esta altura, sobre la que reposaba el palacio, era el Marathon de Hungría. Allí estaban representados todos los símbolos por los que la raza magiar había luchado. Allí acampó Atila, dominando las inmensas llanuras en dirección a las montañas de los Cárpatos. Allí se habían detenido los tártatos y mogoles procedentes de las fronteras de China, sembrando el terror en el corazón del Oeste europeo. Allí, el rey cristiano Esteban había construido su palacio y sus iglesias, dejando un legado de paz y de leyes hasta que los jenízaros de los sultanes turcos trajeron la matanza y la ruina y, saqueando la hermosa ciudad de las colinas, convirtieron la catedral en mezquita, mandando por el Danubio sus galeras cargadas de oro, plata, tapices y estatuas como trofeos a Estambul. Allí, finalmente, los tenebrosos invasores fueron empujados nuevamente hacia el Este y Buda reconstruyó sus baluartes, bastiones, torres, escalinatas y calles, de forma que, de noche, el rutilante asentamiento de la antigua ciudad recobraba nuevamente su belleza medieval.
El conde Zarin era un hombre de existencia muy despreocupada y despilfarradora, cosa que le permitía su riqueza. Bajo su aire ligeramente cínico, pocos adivinaban la llama de su patriotismo. Quizá fuese simbólico el que escogiese aquel sitio, formando tertulia con sus amigos, bebiendo combinados, chismorreando y planeando nuevas aventuras en el terreno frívolo, a la vista de la colina que coronaba el palacio, donde actualmente ningún rey tenía asentada su corte, y donde un regente esperaba el día en que su maltratado país recobrase sus territorios, renovando su esplendor.
En aquel momento charlaba con sus amigos, consultando de vez en cuando el reloj. Hacía tres días que los Brown habían comido con él en la Isla Margarita. Aquella noche cenaban también juntos, en unión de Tibi y Julietta.
Su mesa estaba ya completa cuando, con puntualidad matemática, llegaron Betty y Jim. Los presentó a sus amigos, ordenando que trajesen más sillas y bebidas. Instaló a Betty de forma que pudiese observar a la gente deambulando por el Corso y, al otro lado, la sombría colina con el majestuoso palacio coronando su cumbre. En el café contiguo, una orquesta de tziganes estaba tocando ante una pequeña multitud detenida ante ellos.
El paseo del Corso era una deliciosa mezcla de holgazanería, vanidad, curiosidad y flirteo. Los hombres, bien vestidos al estilo inglés, acompañaban a sus parejas o paseaban en grupos de dos o tres, bajo la divertida mirada de los espectadores, que permanecían sentados en los cafés. Algunas damas, ataviadas muy a propósito para atraer la atención, paseaban sin acompañante, pero con la evidente esperanza de encontrarlo pronto. A lo largo de la muralla que bordeaba el río, holgazaneaban algunos individuos de la clase baja y mujeres de las barcazas el Danubio, ataviadas con sus amplias faldas, pañuelos de colores en la cabeza y resplandecientes zapatos de Bosnia. Permanecían separados de la elegante muchedumbre, presenciando la procesión cívica con ojos admirados. Oficiales con monóculo y guantes avanzaban con sus espadas, correspondiendo al saludo de simpáticos jóvenes cadetes.
Alrededor de las nueve la multitud del Corso empezó a clarear. Las luces centelleaban ya en toda la extensión de la colina opuesta, dejando solo al palacio sumido en melancólicas tinieblas. Sus innumerables ventanas reflejaban débilmente la claridad mortecina del firmamento. Después, de pronto, la elevada cúpula verde de bronce iluminose, con su fachada de columnas enfocadas por los reflectores. Un vaporcito del Danubio, con una lámpara roja a babor y otra blanca en el palo mayor, deslizose sin ruido siguiendo la corriente. Las mesas quedaron vacías. Bajo los árboles estaba anocheciendo. Los amigos de Zarin se despidieron de ellos.
—Cenemos aquí… en la terraza —dijo este a Jim y a Betty—. La próxima hora es la más hermosa de Budapest.
Escogió una mesa desde donde dominasen la orilla opuesta del Danubio, sobre el Var, con su palacio, sus agujas y sus baluartes.
—¿Qué es aquello? —preguntó Betty, señalando una elevada terraza sobre el río, con torres cónicas, que aparecía bañada por un torrente de luz.
—Aquello es el Bastión de los Pescadores, y a la izquierda el monte de San Gellert, con la gigantesca estatua del santo obispo que convirtió a los húngaros. El pobre hombre terminó su existencia en un barril lleno de clavos que arrojaron al Danubio. Hay un hotel aquí cerca, con una piscina la mar de divertida al aire libre —dijo Zarin—. Tiene olas artificiales y un extremo penetra en un escarpado rocoso, donde han construido glorietas y terrazas. Pero si se empeñan en visitar todos estos baños tienen trabajo para toda una semana. Hay manantiales de agua caliente diseminados por la ciudad y a todos se les atribuye la propiedad de curar algo.
Consultó su reloj. Eran las nueve. Una brisa cálida agitaba las ramas de los árboles a lo largo del Corso.
—Ah, ahí vienen Tibi y Julietta. Ya podemos cenar —dijo el conde.
Pidió la carta.
—Ahora —dijo Zarin cuando terminaron —les sugiero que vayamos al café Ostende… para que oigan la orquesta gitana de muchachos. Es tan imposible venir a Budapest sin oír esta orquesta gitana como cruzar el Ecuador sin encontrar al rey Neptuno. ¡Hay que oírla!
—Treinta diablillos que hacen pedazos las cuerdas de los violines —comentó Julietta—. ¡Y que necesitan un buen baño!
—Considero que es de muy mal gusto sugerir que nuestros invitados son tan poco susceptibles como nosotros a los buenos espectáculos —reconvino Matany.
—Estoy seguro de que me gustarán… tanto si están limpios como sucios —replicó Jim.
Sin embargo su observación pareció errónea. Observó que Matany y Julietta cambiaban una fugaz mirada de inteligencia y que un brillo de buen humor animaba los ojos del conde.
—No se alarmen —dijo, afablemente—. La orquesta se mantiene a prudente distancia.
Jim se dio cuenta de que el conde se estaba burlando de él por la sencillez de su observación. Betty le golpeó por debajo de la mesa. Tuvo la rápida sospecha de que se estaba organizando una alianza en contra suya, y que Betty le consideraba un zoquete comparado con aquel halagador caballero que no perdía la oportunidad de adularla con sus atenciones. No eran los celos lo que le hicieron sentir inquietud, sino una creciente sensación de amenaza.
Matany, advirtiendo con rapidez la nota discordante, empezó a hablar de una carta que había recibido de un amigo suyo del distrito sudetealemán de Checoslovaquia. La propaganda nazi se intensificaba de día en día. Pronto iba a dar resultado.
—Después de Austria… Checoslovaquia —comentó Matany.
—Y después Hungría… Tendrán algo que objetar… —añadió Zarin—. Pronto nos llegará el turno.
—Karoly… no puedo soportar estas charlas políticas. ¡Nunca terminan! ¡Vámonos! —gritó Julietta.
—¡Lo siento! —dijo Zarin, levantándose—. Pero Tibi fue quien empezó.
—¡Culpable! —exclamó riendo Matany, dándose cuenta que había salvado un momento de tensión.
El café Ostende parecía enorme. El camarero jefe que, naturalmente, conocía a Zarin y Matany, les guió a través de un océano de compactas mesas, acomodándoles en una redonda, delante mismo de la orquesta.
Los gitanos, cuyas edades oscilaban entre los diez y los quince años, estaban en una plataforma cuyas sucesivas filas se elevaban hacia el techo. Algunos, los que tocaban el violoncelo, apenas eran más altos que sus instrumentos. Sus caras eran morenas, de color de miel, con grandes ojos castaños y exuberante pelo negro. Tenían aspecto de adolescentes prematuros y parecían necesitados de aire puro y de reposo. Llevaban chaquetas de terciopelo rojo sin mangas, camisas blancas de amplias mangas y pantalones azules bordados en oro. Cuando Zarin entró en el local estaban tocando. Un muchacho diminuto, el primas o director, los dirigía a través de un frenético final.
Tan pronto como el grupo tomó asiento, fueron obsequiados con una larga ramita de hierba.
—¿Qué es esto? —preguntó Betty.
—Póngaselo… es arvalanyhaj, que significa «Pelo de la Huérfana», y procede de la Puszta —explicó Matany.
La orquesta empezó a tocar nuevamente. Parecía un lamento, con pasajes en los que se interrumpían dos veces seguidas y en los cuales un diminuto muchacho lograba verdaderas filigranas con el violín. Betty cerró los ojos. La música, la escena, la excitación de aquella nueva vida, la encantaban. La cabeza del conde Zarin, en aquel momento ligeramente desviada, de forma que sus ojos le contemplaban de perfil, formaba parte del romanticismo de la ciudad. Miró a su esposo con su lozana y juvenil cara, contemplando atentamente la orquesta. Era muy inglés, de carácter tranquilo y seguro de sí mismo, pero en aquella atmósfera su propio dominio le impedía sentir la emoción completa de las escenas húngaras. Pisaba con firmeza el suelo donde se hallaba. Nunca sabría los elevados vuelos de su imaginación, ni la fe que tenía Betty en un destino especial.
A la una y cuarto, cuando la música estaba en todo su apogeo y el café completamente abarrotado, Zarin propuso que se marchasen.
—Ahora iremos al Nido de Águilas… donde podremos bailar a los acordes de una reducida buena orquesta de tziganes —dijo, cuando estuvieron en el coche.
Jim miró a Betty, pero estaba empeñada en animada conversación con Matany. Si insistía en regresar a su alojamiento habría una escena entre los dos. Tuvo la impresión de que él mismo se había echado a perder la noche. Así es que no dijo una palabra, recostándose en silencio, mientras el coche, conducido por un diablo de orejas puntiagudas, corría por la ciudad.
De manera que esto era la vida alegre que tanta gente anhelaba: beber, comer hasta saciarse y chismorrear. Antes les envidiaba, pero ahora les compadecía. Se daba cuenta del terrible aburrimiento que supone hacer siempre lo que uno quiere; levantarse a cualquier hora, sin tener la disciplina que obliga la necesidad. El rescate del niño de Gollwitzer sazonó su luna de miel con un ínfimo peligro. Aquella gente no hacía otra cosa que correr de un sitio a otro, charlar demasiado, comer con exceso y dormir poco. Lo curioso era que Betty disfrutase con todo ello. Si le confesase que empezaba a pensar con nostalgia en la silueta de un autobús londinense, en su gorra de mozo de estación y en que echaba de menos la mole del Express Continental saliendo de la Estación Victoria, creería que se había vuelto loco. A pesar de lo increíble que ello pareciese, empezaba a preguntarse si la Fortuna les había favorecido al sonreírles. Una luna de miel en Brighton, con la paga de una quincena y un empleo seguro al que volver, empezaba a parecerle preferible a aquellas cenas con tantos cuchillos, a la hospitalidad que no podría corresponder nunca y al constante esfuerzo de aparentar ser lo que no era y que, por otra parte, no tenía ningún deseo de alcanzar.
Además, la creciente convicción de que había algo raro en la mente de Betty, le preocupaba. Hablaba de la pobreza con desdén, como si fuese un vicio en el que se hundiesen los caracteres débiles. Expresaba su antipatía hacia la gente «vulgar» y no experimentaba la menor lealtad hacia su propia clase, de la que había renegado. A pesar de ello, tenía magníficas cualidades. Era mucho más inteligente que él, hacía gala de buen gusto y valor par alcanzar sus deseos. Pero no encontraba ninguna satisfacción en el mundo a que pertenecía. Quería que la vida fuese un cuento de hadas en el que ella representase el papel de princesa disfrazada.
¿Qué sucedería cuando de repente descubriese que la Cenicienta nunca dejaba de serlo, que no asistía al baile y que la cocina era el lugar de trabajo adecuado a una esposa? Pensó en su madre, fiel al cubo y al fogón, manejando tan bien el ganchillo y la aguja de hacer calceta. Tan hábil en el arte de guisar, de hacer compotas, de coser remiendos y un centenar de otras cosas con que una verdadera ama de casa convierte el hogar del hombre en su castillo. A pesar de sus atractivos y su belleza, Betty no poseía ninguna de estas habilidades de las que tanto se mofaba. En lugar de ello, había aprendido a dar órdenes a un criado, a un chófer que nunca poseería, haciendo que la gente vulgar se sintiese como tal. Aunque, ¡qué preciosa estaba! ¡Qué alegre, rápida y ágil de movimientos era!
Todos estos pensamientos cruzaron por su imaginación, recostado en su asiento del coche, mientras Betty reía y charlaba con Matany y Zarin.
—Está usted muy silencioso —dijo Julietta Molnay—. ¿Se siente cansado? Budapeset no se acuesta nunca. Ya se costumbrará.
Jim volvió en sí de sus melancólicos pensamientos.
—Lo siento… No; estoy bien despierto… pero no creo poseer su maravillosa energía —replicó él—. No podría llevar la vida que ustedes llevan.
—Oh, ya se adaptará encontrándola harto sencilla. En el aire de esta ciudad flota algo… como en Nueva York —dijo Matany, riendo.
—A mí me parece embelesador… ¡Miren estas luces! ¡Qué lugar tan hermoso! —exclamó Betty, volviéndose en su asiento.
Las luces bailaban más allá de las ventanillas. Los mismos faros del coche proyectaban una deslumbrante claridad sobre extraños umbrales, tiendas cerradas y frondosos árboles. Todos, en loca carrera, retrocedían nuevamente hacia la oscuridad. Habían atravesado el río y estaban subiendo. Continuaron su marcha ascendente, tomando virajes. Los faroles habían desaparecido. Bordeaban la carretera grandes peñascos. Atravesaron un bosquecillo de acacias, aspirando su perfume. Después detuviéronse frente a un enrejado pórtico tenuemente iluminado.
—Nido de Águilas —dijo Zarin.
Penetraron en un gran restaurante, provisto de ventanas por tres costados. El edificio estaba toscamente construido con troncos. Cabezas de ciervo decoraban las paredes. Detrás de las ventanas se percibía una amplia terraza sobre la que extendíase una pérgola con parras, y arcos enrejados de los que pendían faroles de colores. Casi toda la terraza era pista de baile. En un extremo había una orquesta de gitanos compuesta por doce músicos, vestidos con chaquetillas cortas verdes y amplias mangas blancas. Estaban tocando muy suavemente un vals vienés, que bailaban una veintena de parejas.
Zarin escogió una mesa en una parte lateral de la terraza y Betty en seguida comprendió por qué el lugar se llamaba Nido de Águilas. Lejos, a sus pies, se extendía Budapest, solo perceptible por las luces que brillaban a lo lejos. La enjoyada ciudad parecía relucir a gran distancia, en el mismo horizonte.
—Debemos venir de día; así podrán contemplar la gran llanura húngara. Desde aquí he visto los picos nevados del alto Tatra. Esta pequeña colina que ve es Var, con el Palacio Real. Hacia la izquierda se percibe el tenue relucir del Danubio en la oscuridad —dijo Zarin.
Señalaba hacia abajo, hacia las colinas cubiertas de bosques de hayas. Los ojos de Betty empezaron a descubrir detalles, la colina con el palacio y una faja seguida de luces que marcaba el trayecto canalizado del río.
Zarin encargó vino. Su mesa se vio pronto atestada de amigos. La orquesta, tras un breve descanso, empezó a tocar de nuevo, muy suavemente y con languidez.
—Bailemos —dijo a Betty.
La condujo a la pista. Hasta allí solo llegaba la tenue luz de los faroles de colores, colocados entre el emparrado. La música tenía la propiedad de embriagar los sentidos como en sueños y el primas o director tocaba como en un trance hipnótico. Jim, que bailaba con Julietta Molnay, nunca se había movido con un ritmo tan ligero. Quizá se debiese a la música, o a su pareja, que parecía flotar en la pista sin esfuerzo, pero el caso es que se disipó su estado de ánimo inquieto.
—¡Es perfecto! —dijo en voz baja.
—¿Le gusta bailar? —preguntó ella—. Yo he estado bailando hasta la salida del sol. Entonces desayunamos bajo las hayas del jardín. Los extranjeros no vienen aquí.
—Quizá por esta razón sea tan bonito —replicó él en tono zumbón.
Ella le apretó el brazo, levantando la cabeza y prorrumpiendo en una carcajada.
—¡Oh! ¡Qué falta de tacto!… Quiero decir que esta orquesta no está echada a perder. Somos jueces muy severos. Este es quizá el mejor primas de Hungría. Cuando toca nuestro himno nacional hace asomar las lágrimas a los ojos. Somos un pueblo muy extraño y la mayoría nos sentimos felices cuando estamos tristes. Soñamos con el pasado y con el futuro… y quizá realmente encontramos satisfacción en la melancolía de nuestro presente.
—Yo no les encuentro tristes —dijo Jim—. Budapest parece una ciudad de luces y risas, sin alma.
—Sí, lo parece —convino Julietta Molnay—. Pero no es más que apariencia. Siempre hemos luchado por la libertad, perdiéndola… Hemos combatido contra los turcos para conservar libre el Oeste europeo. Invadieron nuestra patria, saqueándola y dejándola convertida en un montón de ruinas. Pero nosotros nos levantamos de nuevo y los arrojamos del país. Más tarde, los austríacos nos encadenaron y nosotros continuamos luchando y forcejeando. Después sobrevino la Gran Guerra, y luego las hordas de los bolcheviques, los rumanos, los checos y los servios. Entonces el Tratado de Trianón hizo estragos en nuestras fronteras, cediendo Transilvania a los rumanos y algunos condados a Austria. Los yugoslavos e italianos se pelearon por un gran puerto nuestro, Fiume, arruinándolo con sus celos. Dos de nuestras ciudades con Universidad pasaron a manos de otras naciones: Pozsony a los checos y Kolozsvar a los rumanos. Es como si hubiesen cedido su Oxford a los alemanes y su Cambridge a los rusos. ¡Oh!, pero ya me está fastidiando todo esto. El mundo está cansado de nuestras quejas —dijo, interrumpiéndose—. ¡Bailemos y seamos felices!
—No, no, continúe, cuénteme algo más —la conminó Jim—. No sé nada de esta historia… En Inglaterra no tenemos fronteras.
—Tienen su flota… y son un pueblo feliz. Pero vayan con cuidado, ya que hay muchos que envidian su suerte y verían con placer su ruina. La planean. Yo les juzgo a ustedes demasiado despreocupados, arrogantes y quizá perezosos y cómodos en su libertad. ¿Por qué son tan despreocupados? Han ofendido a Italia y al Japón mientras los alemanes no cesan de avanzar. Se han anexionado Austria y…
—¿Teme que también se anexionen Hungría? —preguntó Jim.
Le divertía la vehemencia con que se expresaba su pareja. Ponía toda su fe en ello. Igual que todos los extranjeros, la política y no el deporte era su pasión favorita. Ahora, al hacerle una pregunta, casi le sobresaltó con su reacción.
—¿Hungría? ¡No, no… nunca! Ustedes los ingleses no ven más allá de sus narices. Hungría esperará… debe esperar. Algún día Alemania avanzará hacia el Sur… a través de Checoslovaquia, en dirección a Ucrania, a los campos petrolíferos rumanos, y entonces nosotros tomaremos lo que podremos —dijo Julietta de Molnay.
—Yo creo que todo esto es tontería… —replicó Jim, sonriendo ante su pasión—. No veo que exista gran diferencia entre los seres humanos. Todos tenemos que comer, trabajar y divertirnos un poco. Son los políticos y los periódicos los que acaban con la paciencia de los pueblos. Por ejemplo, ustedes mismos no parecen muy oprimidos… —añadió zumbón—. ¡Por lo menos toda esta gente que baila y descorcha botellas!
En seguida se dio cuenta de que había dado un paso en falso. Ella le miró con ojos centelleantes.
—¿Es usted bolchevique? —preguntó mordaz.
—Yo no soy nada más que una persona que tiene que trabajar cada día para poder comer. Esto no es mala cosa. Mantiene ocupada a la gente y fuera de sospecha.
La orquesta cesó de tocar. Regresaron a la mesa. Su pareja no hizo el menor esfuerzo para ocultar que se había ofendido por sus palabras. Empezó a sentirse cohibido. Betty estaba bailando continuamente con Zarin. Le pidió el siguiente baile.
—Después de este nos iremos a casa —le dijo.
—Oh, no… se está aquí maravillosamente. El conde ha empezado a sugerir que debiéramos… —empezó Betty.
—Nos iremos —repitió Jim con firmeza—. No estoy bien aquí… de manera que lo mejor que podemos hacer es marcharnos.
—¿Qué has hecho? —preguntó Betty consternada.
—La amiga del conde cree que soy bolchevique.
—¿Te refieres a Fräulein Molnay?
—Sí… Al parecer se ha ofendido porque a mí no me ha emocionado el que los alemanes se hubiesen tragado Austria y…
—No digas «tragado»… es argot… —dijo Betty—. ¿Por qué no puedes comportarte como un caballero?
—¡Porque no lo soy! —replicó Jim—. Esta gente me vuelve loco de remate.
—¡Loco! ¡Sí, es verdad! —exclamó su esposa.
—No hacen más que comer, beber y charlar —continuó Jim, haciendo caso omiso de la exclamación de su esposa—. ¿Y para qué? Buscando alguna nueva manera de despilfarrar el dinero, un restaurante nuevo donde cenar… o chismorrear que si ella va detrás de fulano o si zutano no quiere vivir con su esposa. ¡Dios mío…!
—No jures. Me haces sonrojar de vergüenza.
—Eso sí que está bien; en boca de mi propia esposa —dijo Jim con calma.
Ella no contestó. Continuaron bailando irritados y en silencio. En las mejillas de Betty aparecían dos manchas rojizas. La pista estaba atestada, hacía calor y la música aumentó su furia hasta degenerar en un frenesí. Ya eran más de las dos. Cuando la orquesta cesó de tocar, él llevó a cabo otra tentativa, mientras la acompañaba hasta la mesa, completamente atestada con los amigos de Zarin.
—Betty —rogó—, di que estás cansada y vámonos.
Ella le lanzó una colérica mirada. Jim no pudo menos que reconocer lo hermosa que aparecía, incluso en aquel momento de mal humor.
—¿No te das cuenta de que no podemos marcharnos hasta que nuestro anfitrión lo haga? —dijo ella, avergonzada.
En aquel momento Zarin la presentó a un muchacho que chapurreaba el inglés. Betty le concedió el siguiente baile.
Matany, con su aguda visión, se había dado cuenta de que no todo iba como debía.
—Veo que está ya cansado de esto, ¿no? —le preguntó.
—Sí; es demasiado —replicó Jim con brutal sinceridad—. Lo siento, Tibi… pero deseo marcharme.
—Muy bien —replicó Matany—. Voy a buscar a Karoly.
Jim vio a Julietta de Molnay sentada sola en la mesa. Encaminose hacia ella, colocándose a su lado.
—Lo siento… debo haberle parecido muy rudo. Soy… soy… —balbució.
—Sí, se portó usted muy rudamente —dijo ella, con una sonrisa iluminando su rostro—. Pero tenía razón en lo que dijo. ¿Cree usted que no lo sé? ¿Es este su viaje de novios?
—Sí —repuso él, algo sorprendido ante aquella observación.
—Mrs. Brown es muy hermosa… Y una mujer hermosa en Hungría tiene a todos los húngaros a sus pies.
Pronunció estas palabras con calma y en voz baja, y sus ojos se encontraron, mirándose unos momentos en silencio.
—Presiento que es una advertencia… Gracias —dijo él, pensativo.
Un rato más tarde Zarin les guió hasta su coche. El soñoliento Toni desvelose totalmente con solo tocarle un poco. Avanzaron por las silenciosas calles. A la puerta de la pensión se despidieron de Zarin, de Julietta Molnay y de Matany.
—En realidad tendríamos que darnos los buenos días —dijo Jim, mientras abría la puerta, contemplando el firmamento, por el que se extendían los primeros destellos rojizos del alba.
Betty no respondió. Pero al llegar a su habitación enfrentose con él.
—Supongo que te habrás dado cuenta de que te has portado como una persona mal educada. ¡Hubiera querido que la tierra me tragase! —gritó Betty, arrojando el sombrero contra la cama.
Jim no respondió. Quitose la chaqueta, colgándola en el armario.
—Supongo que ahora vas a enfurruñarte —dijo Betty en tono insultante.
—Por el contrario, voy a hablar —replicó Jim, avanzando hacia ella—. Acabas de decir que me he portado como un mal educado. Es cierto. No eres la única que lo ha advertido.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que creerías que nos retiraríamos con toda finura, ¿no? Estabas tan absorta con ese conde besamanos…
—¡No seas ordinario!
—Seré lo que realmente soy… muy ordinario, antes de terminar, chiquilla —replicó Jim, temblando, pero conteniendo su cólera.
—No me llames «chiquilla»; detesto esa expresión —dijo Betty.
Se volvió alejándose en dirección al tocador, pero él la siguió. Cogiéndola y dándole la vuelta, la miró fijamente.
—No hace falta que añadas brutalidad a tus vulgaridades. Me haces daño —dijo Betty con voz de frío desdén.
Él pasó por alto la observación, sujetándola con fuerza.
—Qüizá no te has… —empezó.
—Pronuncia bien «quizá» —amonestole ella.
—Qüizá —repitió él con obstinación—. ¿No te diste cuenta de las miradas que aquellos pájaros cambiaban a través de la mesa la noche del pasado domingo, durante nuestro primer acto de vida social? Confundí el cuchillo, y aquel gato de pelo rojo le dio al otro unos golpecitos, mientras se reía estúpidamente. Y todo el tiempo que aquel extranjero de piel morena con cara acicalada te aturdía los oídos con su violín y tú te derretías como un gato ante un plato de leche, aquellas mujeres estaban calculando cuánto tiempo tardaría el conde en pescar a su nueva presa.
—¡Estás loco! —replicó su esposa.
—¡Los dos lo estamos! Los dos creíamos estar a la altura de las circunstancias. Yo, tan deslumbrado como tú hasta que oí algo que Zarin preguntaba a Waddle. Aquello me hizo volver en mí sobresaltado. «¿Dónde los encontraste?» Estas fueron las palabras que oí sin querer en el tocador, mientras las mujeres os estabais empolvando la nariz. Estuve a punto de tumbarle de un puñetazo.
—Bueno, ¿y qué?… No hay nada que pueda ofender en esa observación.
—¿Ah, no?
—A menos que los celos te cieguen completamente —estalló Betty—. Aparta tus manos de mi persona. Te portas y hablas como un luchador profesional. Si supieras qué pareces en este momento…
—Betty —dijo Jim con voz ronca, sintiendo que su cólera disminuía al mirarla a los ojos—. ¿No te das cuenta de que estamos portándonos como unos estúpidos? En un abrir y cerrar de ojos nos conocieron de pies a cabeza… Saben perfectamente de dónde hemos salido, solo que son demasiado corteses para permitir que nosotros nos enteremos. No tenemos ni sus trajes ni sus modales. El viejo Waddle es un buen muchacho, pero yo no creí que nos metiese en este atolladero. Terminaremos de visitar los lugares interesantes y después nos iremos.
La tenía en sus brazos, mirándola fija y gravemente. Los ojos de ella sostuvieron su mirada con franca hostilidad.
—¿No te parece? —preguntó Jim, buscando su aprobación.
—Márchate si quieres. Yo me quedo —respondió Betty—. No te comprendo. Estoy empezando a llevar una vida como nunca había soñado, en una esfera en la que me siento como en mi propia casa… con personas de finos modales en lugar del horroroso tropel…
—De allí me has escogido tú —la interrumpió Jim, con amargura.
—Sí, así es, si quieres que te diga la verdad —replicó su esposa.
—¡Y me gustaría saber el porqué!
—Porque estaba convencida de que había algo en ti… un instinto natural hacia la buena sociedad, para…
—¡Sociedad! —exclamó Jim, riendo y en tono burlón—. De manera que crees que me introducirás en sociedad, ¿no? Podría decirte algo sobre las señoras que había en la reunión de esta noche. Como tú, perdí la cabeza bajo la influencia del vino, las mujeres y los violines. Cuando menos lo esperaba, una de aquellas damas empezó a apretar su pierna contra la mía, debajo de la mesa…
Su esposa volviose en redondo, lanzándole una mirada despectiva.
—Eres un patán vulgar a más no poder —dijo, y cruzando la habitación rápidamente, entró en el cuarto de baño, cerrando la puerta tras de sí con estrépito.
Jim estuvo en un tris de seguirla, pero cambiando de parecer, empezó a desnudarse lentamente. Dio cuerda al reloj. Eran las tres. Se puso el pijama. Cuando estuvo listo, Betty no había salido todavía del cuarto de baño. Su pijama estaba sobre la cama, en su estuche de seda con iniciales.
Cruzó hacia el cuarto de baño, llamando a la puerta, pero sin recibir respuesta. Entonces probó de abrir. Con gran sorpresa, estaba abierta, y su esposa permanecía delante del lavabo, de espaldas a él, mojándose la cara con una esponja. Avanzó mirándola por encima del hombro, y el espejo puso en evidencia que había estado llorando. El arrepentimiento le conmovió.
—Betty, chiquilla —dijo suavemente.
Ella no le hizo caso, y continuó humedeciéndose la cara.
—Betty —repitió él—, perdóname si te he disgustado. Pero no podía soportar que se riesen de nosotros. Y lo hacen con toda intención, lo sé positivamente. Saldremos solos por nuestra cuenta, y nos divertiremos más tú y yo…
Ella se volvió rápidamente, con los ojos arrasados en lágrimas y la cara deformada por la cólera, empezando a gritarle:
—¡Vete… vete a la cama! ¡Te odio! Puedes ir a revolcarte en el fango, viviendo a tu antojo, empujando tu estúpida carretilla en una estación de ferrocarril, dejando que te amoraten los ojos en combates de boxeo y llevando las estúpidas insignias de tus clubs. Tu elegante Mr. Lincoln trató de convertirte en un caballero… solo Dios sabe por qué… y yo también lo he intentado; pero no eres más que fango ordinario y te gusta serlo. ¡Aunque no me arrastrarás a mí! Trabaré las amistades que pueda e iré adonde me inviten… Tú puedes divertirse como quieras, ¡pero déjame sola!
—¿Lo dices en serio? —preguntó Jim, pálido.
—Sí. ¡Ahora vete a la cama! —replicó ella.
Quedó tan aturdido que por espacio de unos instantes la contempló boquiabierto. Era una Betty que nunca había visto, ni siquiera imaginaba que pudiese existir. La revelación le dejó más sorprendido que aterrado.
No dijo nada. La cólera que se pintaba en sus ojos parecía un cuchillo que hiriese su corazón. Salió del cuarto de baño y se metió en la cama, yaciendo sobre un costado con la cara hundida en la almohada. Al cabo de un rato la oyó entrar y unos momentos después acostarse tras apagar la luz.
Permaneció echado en la oscuridad, con la mente hecha un torbellino. A través de una rendija, entre la persiana y el marco de la ventana, vio una fría y brillante estrella. En alguna parte oyó el ruido de un coche ascendiendo la colina, rompiendo el inmenso silencio. Nuevamente reinó la calma, a excepción del tictac de su reloj de viaje, un regalo de boda de sus compañeros de trabajo de la Estación Victoria. Después, un sonido inconfundible: su esposa estaba sollozando.
Se incorporó sobre un codo, escuchando. Aquello era insoportable. Saltó de la cama, acercándose a la de ella.
—Betty —exclamó suavemente—. ¡Betty!
Inclinose sobre ella, deslizando una mano bajo su espalda e intentando volverla hacia él, pero opuso resistencia, ocultando la cara en la almohada. Después, a la fuerza, la tomó en sus brazos, apretando su cara contra la suya y sintiendo su húmeda mejilla.
—Betty, querida, lo siento. Solo quiero que seas feliz —susurró—. ¡Te amo mucho!
Ella no dijo nada, sino que continuó sollozando, con la cabeza apoyada en su hombro. Jim se tendió en la cama, atrayéndola hacia sí y acariciando su pelo mientras ella se deshacía en sollozos. Pasaron los minutos y Betty se calmó.
—¿Tienes sueño? —preguntó Jim.
Ella no respondió, pero esta vez sus labios se encontraron y la mano de Betty atusó su pelo, acariciadora. Reinaba nuevamente el silencio y él permaneció despierto, haciéndose cábalas sobre aquella extraña noche en Budapest.
—Ahora me marcho, querida. Buenas noches —cuchicheó al cabo de un rato—. Que descanses.
Se abrazaron en un prolongado beso que disipó el mutuo disgusto. Entonces él alzó la cabeza y, abrigándola bien con las sábanas, dirigiose a su cama.
Pero no se durmió en seguida. Permaneció echado sin cesar en sus reflexiones. Había alguien en su vida; otro yo que moraba en él y que, sin embargo, era un desconocido, habitando ese inviolable territorio del alma cuya soledad es el misterio de Dios. Era un pensamiento aterrador. No debía mostrarse duro con Betty ni contestarle tan acaloradamente y con tanta rapidez. Recordó algunas palabras de Mr. Lincoln cuando un caballo estuvo a punto de arrojarle al suelo: «Manéjalo con suavidad y responderá; trátalo con dureza y se mostrará reacio». En lo sucesivo no debía ser tan duro.
A las cuatro logró conciliar el sueño.