Capítulo IX

¡ES TAN ALEGRE VIENA!

1

Jim fue el primero en despertar por la mañana. Por espacio de unos momentos contempló el techo de la habitación sumida en la penumbra. Hoy estaban a… ¿a cuántos? Había perdido la noción del tiempo aquellas dos últimas semanas y no se veía capaz de saber a cuántos estaban más que echando una mirada retrospectiva. El día anterior llegaron a Viena, habían dormido una noche en el tren, por vez primera en su vida, y la anterior la pasaron en París. Salieron de esta ciudad el martes, treinta y uno de mayo, sexagésimo cumpleaños de su madre. Compró para ella un precioso cesto de labores en una tienda de la Rue de Rivoli. Por lo tanto, hoy sería jueves, dos de junio. Aún les quedaba una larga luna de miel. París había sido delicioso. Viena al parecer sería tan excitante como París, y después de Viena les esperaba Budapest, que según Henry Waddle era la joya de las ciudades.

Jim preguntose quiénes habrían dormido en aquella habitación. Contempló la pesada araña que relucía a la velada luz, filtrándose por las cortinas. El príncipe de Baben, cuyo nombre se había dado a aquel departamento… ¿qué aspecto tendría cuando murió y de qué forma había vivido? ¿Acaso terminó su vida trágicamente o sumido en la tristeza? ¿Era joven o ya un anciano venerable? ¿Poderoso o en la pobreza? ¿Había sobrevivido a la caída del Imperio Austríaco, o había tenido la suerte de precederle? ¿Y cuál sería el origen de su fortuna? ¿Inmensas propiedades, ricas minas o un matrimonio de conveniencia? Estas preguntas, formuladas mentalmente, indujeron a Jim a pensar en la princesa. ¿Era hermosa y altiva?, ¿tenía hijos?, ¿era fiel al príncipe, o hilvanaba intrigas con los cortesanos de Viena? Quizá, pobrecita, se había casado con un príncipe mucho mayor que ella, al que nunca amó, esperando que muriese. O bien murió ella primero, sin llegar a colmar sus ambiciones. Acaso era fea y dominante, sin perder nunca de vista al príncipe y viniendo siempre a Viena en su compañía, durmiendo en la cama contigua y…

En la cama contigua moviose algo. Jim se volvió. Era Betty, con su adorable cabeza profundamente hundida en el gran almohadón cuadrado, y el pelo suelto enmarcando el óvalo de su cara. Jim se incorporó, apoyándose sobre el codo, contemplando en la penumbra a su mujer, sumida en profundo sueño. ¿Por qué soñar con príncipes y princesas austríacas? El príncipe de Baben no habría tenido seguramente en su vida ni la mitad de aquella suerte suya. Hacía cosa de un mes que era mozo en la Estación Victoria, transportando los equipajes de los demás, y ahora yacía en la habitación del príncipe de Baben en un hotel de Viena, con su esposa, en viaje de luna de miel a través de Europa.

Parecía imposible creer que al final tuviese que regresar a su antiguo y gris Londres, tomando el autobús, yendo al cine y regentando una tienda de tabacos y dulces en King Road. En aquel momento, su madre estaría llevando el desayuno al viejo Simkin. ¡Si Simkin pudiera verle instalado en el resplandeciente dormitorio del príncipe!

El brazo de Betty reposaba sobre la colcha. Jim alargó su mano tomando la suya y cerrándola sobre el sencillo aro de oro que él mismo había deslizado en su dedo. Ella suspiró, moviéndose ligeramente, y, a continuación abrió los ojos. Jim se inclinó, besándola y permaneciendo con la cabeza apoyada sobre su pecho.

Betty estaba ya despierta y le dirigió una sonrisa.

—¿Ha dormido bien la princesa de Baben? —preguntó él.

—Muy bien, Alteza.

—¿Estoy desterrado o bien se me permite entrar en los dominios de Su Alteza?

Él saltó de su lecho, deslizándose bajo las sábanas del de Betty y el cuerpo blando y delgado de esta se acurrucó contra el suyo con un pequeño suspiro de felicidad.

—¿Es muy temprano? —cuchicheó somnolienta.

Él le respondió con un beso. Permanecieron tendidos, en silencio. En alguna parte de la calle sonaban extraños sonidos, un carruaje avanzaba con estrépito por el empedrado, los goznes de una puerta chirriaron y una mujer llamó a alguien en idioma extranjero. Y después una campana tañó lentamente. Alguien en la habitación vecina hizo funcionar el grifo del lavabo.

Betty abrió nuevamente los ojos, mirando a Jim.

—No quisiera levantarme nunca —dijo.

—No lo hagas.

—¡Pero, querido, debemos levantarnos!

—¿Por qué? —preguntó él—. No podemos dormir cada día en el corazón de Viena, bajo una suntuosa araña.

—Es demasiado grande.

—Yo la conceptúo maravillosa.

—¡Querido, por favor! —protestó ella.

—Pero, es cierto… nunca viviremos en una habitación lo suficiente elevada para dar cabida a un armatoste como este. Hemos conseguido todo esto por doce chelines diarios.

—Eres un tontín —exclamó Lizzie riendo y acariciando su pelo—. Y ahora sé un poco más serio.

—¿Por qué?

Ella empezó a jugar con el botón de su pijama, sin responder a su pregunta por espacio de algunos minutos.

—Creo que Mr. Waddle nos ha hipnotizado —dijo finalmente—. Es muy simpático, muy amabale y muy persuasivo… lo que le hace extremadamente peligroso. No me he dado plena cuenta de lo que quiere que hagamos con aquel bebé hasta llegar aquí. Desea hacernos correr riesgos innecesarios, consignar una falsedad en nuestro pasaporte a fin de poder sacar un niño judío del país.

—Es el niño de Gollwitzer… me es muy simpático el viejo —dijo Jim—. Tendré una gran alegría ayudándole.

—Pero no hay necesidad de que nos expongamos a ningún peligro. No tiene derecho a pedirnos tal cosa. ¡Querido, no debemos hacerlo! —gritó ella.

—No me preocupa la falsedad que consignemos en el pasaporte… quizá se convierta en realidad el año próximo —dijo Jim con maligna sonrisa.

—Pero cómo es posible…

A continuación, mirando los ojos de Jim, en los que brillaba la juguetona lucecita que tan bien conocía, prorrumpió en una carcajada de turbación, sintiendo en su boca sus cálidos labios.

Apartó la juvenil cabeza de Jim al cabo de unos momentos.

—¡Querido! Debemos hablar con seriedad. Debemos decir a Mr. Waddle que no podemos hacerlo. Y además todavía no ha encontrado el bebé —dijo Betty.

—El pobre Waddle quedará desconsolado. Se ha propuesto que el bebé se reúna con Gollwitzer —dijo Jim—. Betty, arriesguémonos aunque no sea más que por diversión.

—No… ¿Sabes lo que nos sucedería si nos descubriesen?

—Esto es precisamente lo emocionante del caso. Odio la manera con que se están imponiendo sobre estos pobres judíos. ¿Oíste lo que nos contó Waddle sobre aquel doctor amigo suyo?

—Es un riesgo demasiado grande, Jim.

—Muy bien, si no quieres…

—No.

—Muy bien, no hablemos más de ello —dijo Jim con resignación—. Pero lo siento por el pobre Waddle… será un golpe para él.

—Pero no le hemos prometido nada definitivamente. Es un hipnotizador, Jim. Cuando se reflexiona sobre ello, con la cabeza despejada por la mañana, se ve la locura del proyecto.

—En estos momentos todo el mundo está loco de remate… y no se ve muy claro en esta habitación.

Ella agitó su despeinada cabeza, besándole.

—Ahora vuelve a tu cama —dijo.

—¿Dando por terminada esta charla? ¿Y si me niego a moverme?

—Me levantaré.

—Esto es lo que debiera hacer una buena esposa… preparar el baño y llamar para que sirvan el desayuno. Gracias, querida —replicó él.

—¿Quieres marcharte? —preguntó Lizzie.

—No.

Ella, alzando el brazo, tocó el timbre que había en la cabecera de la cama.

—¡Ahora levántate… la doncella estará aquí dentro de un minuto! —le amenazó.

Jim no se movió, apretando fuertemente a su esposa y sintiendo los latidos de su corazón.

—-¡Jim! ¡Jim! —rogó esta—. ¡Va a venir la doncella!

—¡Bravo!

Lizzie empezó a forcejear, pero él la sostuvo en sus brazos. De repente sonó una llamada a la puerta. Betty le miró con desesperación.

—¡Pase! —gritó Jim con voz triunfante, gozando del pánico que se había apoderado de su esposa.

Detrás de la puerta sonó una exclamación en alemán.

—¡Tonta! —dijo Jim, saltando de la cama—. ¿No sabías que la pasada noche corrí el pestillo?

Echose a reír deleitándose en la mala jugada de que la había hecho objeto. A continuación se puso la bata, encaminándose hacia la puerta. Al abrirla apareció la rolliza doncella, tronchándose de risa. Siguió una pantomima.

Frühstück, bitte —dijo Betty, sentada en la cama, consultando un formulario.

Ja… mit Kaffee und Honig?

—Mit Honig und Ei, bitte schön.

—Danke schön —exclamó la doncella sonriendo—. Die gnädige Frau spricht sehr gut Deutsch! —dijo volviéndose hacia Jim, y desternillándose de risa salió.

—Y ahora, ¿qué diablos has dicho? —preguntó él.

—He encargado el desayuno, café, miel y un huevo. Y la doncella, si no te sabe mal, ha dicho que hablo muy bien el alemán, mein Herr!

Jim sentose en el borde de la cama y tomando aquel rostro jovial entre sus manos la besó en la punta de la nariz.

—Cuando me casé contigo me di cuenta de que había escogido la mujer más hermosa, inteligente… y obstinada de Londres —dijo con ojos brillantes.

2

Apenas vieron a Waddle en todo el día. Se excusó, pero confiaba en que se harían cargo de su situación. En Viena se hallaban delegados del Congreso de Danza Popular que iba a celebrarse en Budapest y, naturalmente, debía entrevistarse con ellos. Después, a mediodía, fue a esperar a los delegados belgas que llegaban. A las cuatro pronunció por radio una conferencia de diez minutos sobre el significado de la danza popular y su contribución a la paz entre las naciones. A las siete fue a ver a los editores de algunos periódicos vieneses. «Esparciendo la buena semilla, ¿saben?» —dijo al ir en busca de Jim y Betty al hotel, más tarde. Estaba excitado, pletórico de energías, con la cartera atestada de papeles y la corbata más torcida que nunca.

—Cenaremos en un pequeño restaurante que yo sé, muy barato, pero bueno, y después iremos a un buen café. No sé cómo está la vida nocturna actualmente… este asunto de los nazis puede haberlo cambiado todo. Iremos a un café de la Schwarzenberg Platz, donde acude gente muy interesante.

Waddle paseó la mirada por su habitación, mientras tomaba asiento charlando.

—¿Están cómodos? —preguntó—. Quiero que conozcan a los Kummer, una familia encantadora. Y les traigo buenas noticias. El conde Matany se encuentra en la ciudad… y nos ha invitado a comer mañana en un pequeño restaurante en Stadtpark. Le he visto esta tarde unos minutos y está muy excitado con nuestro pequeño complot. Parece que Herr Gollwitzer ha atravesado una situación terriblemente abatida, pero la idea de recobrar al bebé le ha devuelto la esperanza. También tenemos un plan para que Hans, su criado, penetre en Hungría, y el conde ha encontrado un piso delicioso en Buda, donde Gollwitzer vivirá. Matany se ha entrevistado con Hans y todo va a ser muy sencillo. Saldremos el domingo a las dos en el autobús que parte del extremo de Karnter-Ring. Por la mañana les traerán una caja conteniendo ropas del bebé, con su dirección…

—Mr. Waddle, me temo que vamos a desengañarle —dijo Jim interrumpiéndole—. Después de reflexionar cuidadosamente, mi esposa y yo hemos decidido no llevar a cabo este asunto… es demasiado arriesgado.

—¡Pero si les aseguro que no corren el menor peligro! —exclamó Waddle desconsolado—. ¡Oh! No pueden imaginarse lo que significa para Gollwitzer… cree que todo marcha como sobre ruedas. Matany se encuentra en la ciudad por este motivo. Ahora… por favor… dígame. ¿Cómo es que han cambiado de opinión?

—Bueno, le seré sincero. Usted casi nos metió en este asunto sin que nosotros supiésemos de qué se trataba —replicó Jim—. Es usted muy persuasivo, Mr. Waddle. Lo que realmente nos disgusta es tener que hacer una consignación falsa en nuestro pasaporte.

—Es una cosa muy grave —añadió Betty.

—Esta consignación no no hace falta más que para veinticuatro horas… podemos hacerla desaparecer otra vez… verdaderamente es todo muy sencillo. Nadie pondrá obstáculos. Ustedes son una joven pareja que se dirige a Budapest en compañía de su hijito. ¿Por qué razón debe abrigar nadie la menor sospecha?

—Pero… ¿Y si nos cogen huyendo con el bebé de Gollwitzer? Según usted mismo nos ha comunicado, los nazis han afirmado que no van a permitir que Gollwitzer se haga cargo del niño. ¿Qué cree usted que nos sucedería…? Ni siquiera nuestro consulado nos ayudaría —dijo Jim.

—Sí, lo admito —respondió Waddle suave—. Pero, ¿acaso las dificultades poco corrientes no requieren métodos que se apartan de lo corriente? Intentemos ser más listos que esta gente, para evitar se perpetre la más monstruosa de las injusticias y en beneficio de un genio que todo el mundo… todo el mundo en su sano juicio… venera.

No soy valiente, mis queridos Mr. Y Mrs. Brown, pero si estuviese en mi mano hacer algo a favor de la gente perseguida, no vacilaría un solo momento, sin tener en cuenta sus consecuencias… la mentira, el perjurio o la cárcel. Naturalmente, soy un desgraciado sin ninguna clase de principios. Desciendo de una antigua, aunque degenerada familia, lo que facilita mi actuación.

Quizá no debiera haberles persuadido a que hiciesen tal cosa… lo siento; después de todo, no tengo ningún derecho sobre ustedes, pero resulta que son la única solución fácil a algo que tengo muchos deseos de realizar. Sería echar una mano a favor de la libertad, y luchar contra la tiranía, significaría servir a un gran genio que está siendo tratado de forma incomprensible. ¡Queridos! —exclamó Waddle, deshaciéndose en excusas—. ¡Soy tan invariable en mis opiniones! Perdónenme. Tienen perfecto derecho a retroceder. Será un trastorno para todos nosotros… precisamente cuando estábamos a punto de triunfar. Matany ha ultimado todos los detalles con suma brillantez. Pero si ustedes dicen: «No», entonces debe ser «No».

Aparecía tan desgraciado al pronunciar estas palabras que Jim apartó la mirada, posándola en su esposa, con la esperanza de que ella cambiara de opinión. Se encontraba dispuesto a correr la aventura, pero como esta los complicaba a los dos, no quería obligarla en contra de su voluntad.

—Mr. Waddle, comprendo verdaderamente sus sentimientos. Pero usted mismo admite que correríamos un gran riesgo —dijo Betty—. Si se cometiese un fallo, solo Dios sabe cuáles serían las consecuencias. No, no podemos hacerlo.

—Muy bien, querida. Esto es el fin —replicó Waddle—. Perdónenme si les he inducido a una aventura demasiado peligrosa. He perdido el entusiasmo. Pasaremos diez desagradables minutos con el conde Matany, pero estoy seguro de que igualmente le encontrarán simpático. Bueno, ¿vámonos? Nuestro pequeño restaurante se halla a veinte minutos, podemos ir andando, si no están demasiado cansados.

3

Waddle descendió súbitamente por un tramo de escaleras que partían del nivel de Mariahilferstrasse hacia un restaurante instalado en un sótano. Este consistía en numerosos departamentos con cortinas, tenuemente iluminados, con linternas de latón. En alguna parte, una orquesta tocaba valses. El lugar parecía más bien un antro de conspiradores. Un señor muy gordo les acompañó a uno de aquellos departamentos, donde penetró a su vez, corriendo la cortina tras de sí. Iniciose una larga y animada conversación entre Waddle y aquel hombre, que era el dueño del local. De qué trataban, ni Jim ni Betty tenían la menor idea, pero la conversación revestía un aire de conspiración. Hablaban en voz baja y el dueño, que dominaba la sala por encima de las cortinas, no cesaba de girar la vista en torno suyo.

—Y ahora —dijo Waddle, tomando la larga hoja de la carta escrita en débil tinta azul— ¿qué vamos a comer?

El debate asumió un tono más alto, convirtiéndose positivamente en pantomima. El dueño les citaba los platos con gran riqueza de gestos.

—¿Quieren dejarlo de mi cuenta? —preguntó Waddle, mirando a Jim y a Betty por encima de la carta—. Este es el hogar de la mejor cocina vienesa, con precios propios para artistas pobres.

Se mostraron de acuerdo en que Waddle escogiese el menú. Saltaba a la vista que conocía perfectamente el lugar. Después de un prolongado debate, el dueño se retiró.

—Debo explicarles —dijo Waddle, agitando el cuchillo y tenedor sobre la desnuda mesa—. Este es Richard Scherer. En su tiempo fue un magnífico tenor de la Ópera, ídolo de viena. Contrajo matrimonio con una pequeña bailarina, una verdadera hada que casi podía colgar de la cadena de su reloj. La adoraba. Ella gastó hasta su último penique, tratándole de la forma más ultrajante y flirteando con todos los hombres que la miraban.

Pero él nunca prestó atención a los avisos. Le parecía cosa lógica que los hombres la colmasen de atenciones. Un día recibió una carta anónima en la que le decían que si vigilaba determinado piso durante las horas en que actuaba, podría comprobar cómo ella visitaba a su amante. De forma que un día canceló su representación y se dedicó a vigilar el mencionado piso. Algo más tarde llegó su joven esposa a la casa, subiendo al piso que habitaba un famoso pintor.

Una vez confirmadas sus sospechas, no cesó de vigilar los movimientos de su esposa, hasta convencerse totalmente y sin ningún género de duda, de que estaba envuelta en un asunto amoroso. Cierta noche, mientras estaba interpretando Fausto y su esposa actuando en el ballet, se dio cuenta de que su amante estaba en un palco. Le estuvo observando desde un ángulo del escenario, y cuando el muchacho se inclinaba hacia delante para aplaudirla, Scherer le pegó un tiro en la cabeza. ¡No pueden imaginarse la sensación que causó!

Pero en el curso del proceso salió a la luz otro detalle sorprendente, ya que vino a resultar que la pequeña bailarina había cometido bigamia y que el pintor muerto era su primer esposo legal. En el tribunal, su abogado afirmó que había visitado a su esposo a la fuerza. Este, después de una larga ausencia, en la que abandonó a la bailarina, había insistido en reanudar sus relaciones con ella, aunque mostrándose de acuerdo en que pasase por la mujer de Scherer.

Naturalmente, se dividieron las opiniones en pro y en contra de Scherer, el cual fue declarado culpable de asesinato. El país entero se levantó contra el veredicto. Apelose al canciller y después al emperador. Finalmente, la sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua, pero siete años más tarde le perdonaron. No podía volver a las tablas, de forma que abrió este restaurante patrocinado por los artistas de la Ópera. Todo sucedió hace cosa de treinta años.

—¿Qué le sucedió a la bailarina? —preguntó Betty—. ¿Se…?

Apartose la cortina dando paso a un camarero que traía el pan y los cubiertos.

—En seguida… Es fácil que este hombre sepa inglés —dijo Waddle.

El camarero, oyendo sus palabras, se echó a reír.

—Oh, sí, señor, sé inglés. Antes de la guerra estuve cuatro años en el hotel Savoy de Londres. ¡Qué días aquéllos! Tenía una novia en Hounslow… una muchacha preciosa.

—¿Y no se casó con ella? —preguntó Jim, divertido por aquel hombre gordo, sonriente, de grandes bigotes negros.

—No, sir, no me fue posible… Fui internado y al dejarme en libertad me deportaron. Ella se casó con un panadero y algunos años más tarde me envió una fotografía suya con tres niños. Me son símpáticos los ingleses, señor. Me gusta todo lo inglés, excepto la cerveza.

Rio alegremente, retirándose.

—¿Y la bailarina? —preguntó Jim.

Waddle apartó la cortina, de forma que pudiesen ver la gran habitación con la orquesta en un tablado.

—¿Ven la caja en el rincón?

Miraron en la dirección indicada por Waddle.

—Sí —dijo Jim.

—¿Y la dama rolliza?

Jim y Betty miraron, viendo a la mujer a que aludía Waddle. Estaba sentada detrás de la caja y llevaba un llamativo corpiño verde, al estilo tirolés. Sus enormes brazos surgían de sus mangas cortas y su diminuta cara descansaba sobre los rollizos pliegues de su cuello. Probablemente era una mujer de unos sesenta años, pero todavía quedaban vestigios de la preciosa muñeca que debió haber sido y su pelo rubio, peinado en cuidadosos bucles, le prestaba un absurdo aire infantil.

—Aquella señora es la bailarina —dijo Waddle—. Fue a buscar a Scherer a la puerta de la prisión y juntos montaron este negocio. Por espacio de muchos años ella guisó, haciendo que el lugar adquiriese resonancia por su comida. Pero este no es el fin de la historia. Scherer es un antiguo amigo de Gollwitzer. El conde Matany me ha dicho que la nodriza del niño de Gollwitzer es hija de Scherer y precisamente nuestro amigo Scherer y su esposa son los que han escondido al niño en alguna parte del campo.

El camarero regresó llevando unos platos de sopa.

—¡Ah, he aquí la Nudelsuppe! —interrumpió Waddle—. Espero que les guste. Para después he encargado Gänsebraten mit Refs… ganso asado con arroz, una especialidad de la casa.

Empezaron a comer, mientras Waddle continuaba con un interminable repertorio de acontecimientos e historias de Viena. De vez en cuando, aparecía Herr Scherer, ávido de comprobar si la comida era de su agrado. Ciertamente que sí. El ambiente caldeado, la comida, las suaves luces, la música ligera y la conversación de Waddle despertaban en Jim y su esposa una sensación de completa benevolencia hacia todo el mundo, y fue de mala gana cuando, después de calurosos apretones de mano con Herr y Frau Scherer, consintieron en que Waddle les llevase a su café favorito, cerca de Schwarzenberg Platz.

Anduvieron a lo largo de Ringstrasse, bajo los tilos. era una cálida noche de junio y las frescas hojas verdes relucían a la luz de los faroles, trazando unos delicados dibujos en el pavimento. Circulaban los taxis y tranvías y los transeúntes, entre risas y charlas, fluían en interminable torrente por delante de los cafés al aire libre, en cuyas atestadas mesas Viena chismorreaba y discutía la situación política. El mundo era nuevamente un caos. El Duce y el Führer celebraban su grandeza mutua, una roja ola inundaba China, los franceses formaban nuevo Gobierno, los ingleses anunciaban otro comité y los muros de la confusa fortaleza de Checoslovaquia se agrietaban siniestramente. Desaparecida Austria, que ahora se mecía al compás del Eje Roma-Berlín, la gente devoraba los periódicos, empezando a contemplar con recelo la abrumadora preponderancia de sus señores alemanes, en aquella antigua ciudad donde su Germütlichkeit debía atenerse a la disciplina de la esvástica.

Pero poca cosa sabían Jim y Betty de todas estas especulaciones y vacilantes recelos. Solo se daban cuenta de la belleza y alegría de aquella cálida noche mientras discurrían por los frondosos bulevares en dirección al café guiados por su alegre compañero.

4

El café favorito de Waddle no era ninguno de los grandes lugares iluminados con brillantez que ocupaban los rincones de la Platz. Los precios de estos elegantes centros le aterrorizaban. Y más que los precios… la gente. Se veían ingleses y americanos como las avispas, todos con sombreros austríacos y estableciendo comparaciones entre las cuentas de los hoteles.

Jim preguntose si Waddle abrigaba la ilusión de que había logrado enmascararse. Sus deformados pantalones de franela, su combada y vieja chaqueta de deporte, no podían proceder más que de Inglaterra, siendo de la más pura solera, madurada en el curso de muchas temporadas. Waddle era el arquetipo de todos aquellos viajeros ingleses a los que no importa un comino su aspecto y que, con una voluminosa maleta, hacen de Europa un lugar de placer muy económico, siendo expertos en viajar en tercera, alojarse en hoteles de segunda y procurarse diversiones de primera.

Salieron de la Platz desembocando en una tranquila calle, deteniéndose frente a un café muy pequeño. Waddle abrió la puerta, guiándoles hasta una habitación tapizada de felpa e iluminada por medio de unos globos que pendían de lámparas de tres brazos. El Herr Ober se levantó de un salto, dispensándole una cordial bienvenida. Waddle escogió cuidadosamente una mesa no demasiado cerca del pianista, que tocaba con sorprendente virtuosidad. El café estaba medio lleno, y tenía un triste aire de esplendor ridículo, con sus asientos de felpa, pesados espejos dorados y formidables pinturas al óleo representando preciosas escenas tirolesas. Jim y Betty se preguntaron el motivo por el cual Waddle lo había convertido en su guarida; no tenía ni vestigio de la cosmopolita alegría de los cafés que vieron antes.

Pero pronto se dieron cuenta de que Waddle estaba allí como en su casa. Tan pronto encargaron el café, el camarero regresó con una gran carpeta, un tintero y gran provisión de papel de escribir y sobres. Después de dejarlos sobre la mesa, recogió unos cuantos periódicos, depositándolos junto a Waddle.

—Quizá crean que el café es caro en Viena —explicó Waddle—, pero deben saber que pagan algo más que el café. Se les proporciona pluma y papel y un gran número de periódicos, y en invierno puede usted permanecer horas y horas sentado, ahorrándose el dinero del combustible en casa. Escribo toda mi correspondencia desde este café… son gente muy amable. Es el lugar favorito de los estudiantes de música pobres… algunos de los grandes genios del mundo musical vienen aquí desde sus alojamientos, para calentar sus ateridos miembros cuando no pueden costearse la calefacción. Ciertamente, habrán oído hablar de uno de ellos… este era el refugio favorito de un joven y solitario polaco llamado Paderewski cuando vino a Viena a estudiar con el gran maestro Leschetiziky.

El camarero les trajo el café y una bandeja llena de pasteles, cada uno encerrado en una cajita de vidrio.

—¡Oh! —exclamó Waddle, con placer, revolviendo aquella confusión de dulces—. Es una idea excelente… no se parecen a los nuestros, tan manoseados. ¡Mire!

Extrajo una pequeña moneda y la introdujo en una ranura practicada en el cristal que encerraba el pastel deseado, consiguiendo así que se abriese la cajita.

Insistió en escoger por Betty y Jim.

—Siento debilidad por estos armatostes. Hay un excelente café, donde todo se consigue automáticamente y en el que ceno con frecuencia. Sería muy feliz en los Estados Unidos; me han dicho que todas estas cosas provienen de América —manifestó Waddle agitando el café—. Y ahora, les ruego me perdonen, voy a escribir unas cartas urgentes —añadió, abriendo su abultada cartera—. Hallarán algunos periódicos ilustrados interesantes en este montón. ¡Ahora recuerdo, asistirán doscientos sesenta y cuatro delegados al Congreso de Danza Popular, representando a veinticuatro países! ¡Incluso hay un delegado de Chile!

Jim preguntó:

—¿Les va a dirigir la palabra?

Waddle pareció sobresaltarse ante esta idea.

—¿Hablarles?… ¡Oh, no, queridos, no! Siempre trabajo entre bastidores… ¿saben?, unas palabras aquí, otras allí y alguna sugerencia necesaria. Siempre hay gran cantidad de gente dispuesta a levantarse de sus asientos y tomar la palabra. Es la enfermedad del siglo. No soy político.

—Prefiere ser diplomático —sugirió Betty.

Las facciones de Waddle se iluminaron de satisfacción al oír sus palabras.

—Bueno, quizá esto sea algo adulador —dijo—. Siempre me han llamado intrigante de la causa. Me gusta recoger cabos sueltos. Y ahora, queridos, perdónenme.

Tomó una pluma y empezó a escribir. Ni el inspirado pianista, que en aquel momento tocaba un bello vals de Strauss, ni el zumbido general de la conversación le estorbaron en su tarea.

Jim y Betty hojearon los periódicos ilustrados.

El café estaba lleno de gente. El pianista, tomándose un reposo bien merecido, dio la vuelta al local con una bandeja… Waddle cesó de escribir un momento para aportar su óbolo.

—¡Ah! —exclamó sonriendo y subiéndose los lentes a la frente—. Dos cartas y he terminado.

—Continúe, continúe —dijo Jim encendiendo un cigarrillo.

Y de repente, como si un halcón hubiese proyectado su amenazadora sombra en un cielo inmaculado, prodújose un embarazoso silencio. Nadie profería una sola palabra, nadie se movía, pero todo el mundo se volvió en dirección a la puerta. Seis mocetones, con botas altas y uniforme, con la esvástica en rojo y blanco en sus brazos, habían franqueado la entrada. Escudriñaron el café con ojos hostiles, recorrieron lentamente todo el salón y examinando a cada cliente.

Waddle, consciente de que algo anormal sucedía a causa del repentino silencio, alzó la vista de sus escritos. A continuación dejó con calma la pluma sobre la mesa y contempló a aquellos hombres. El corazón de Betty empezó a latir con violencia. Se adivinaba arrogancia y reto en cada línea de sus poderosos cuerpos. La agresividad de sus mandíbulas quedaba acentuada por la gorra bajo la cual miraban con aire ceñudo. Los camareros se volvieron mortalmente pálidos. El pianista cesó de tocar.

Dos hombres de la S.S. cruzaron el café con estrépito, dejando a sus compañeros de guardia en la puerta.

—¡Que todos los judíos se pongan en pie! —gritó uno.

Reinaron unos momentos de terrible vacilación. Después, alrededor de unos quince hombres se levantaron en diversas mesas, con los ojos brillantes y las caras intensamente pálidas. El propietario, a quien el terror había dejado sin movimiento empezó a sudar. Quiso abrir la boca, pero no pudo pronunciar palabra.

Los dos nazis permanecieron en medio del café, contemplando a los clientes que se habían levantado a su voz.

—Los judíos solo pueden acudir a sus propios cafés —dijo el nazi más alto, un muchacho de unos veinticuatro años. Volviose hacia el judío de media edad que tenía más cerca—. Usted lo sabe perfectamente. ¿Cómo se atreve a venir aquí?

El horrorizado hombre intentó decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, el nazi le golpeó en la boca. El judío vaciló, desplomándose en la silla.

—¡Levántese! —rugió el segundo nazi.

El judío se levantó. Un hilillo de sangre corría por sus labios partidos.

Fijaron su atención en un delgado joven tembloroso de terror.

—¿Cómo te llamas?

—Jacob Wassermann.

—¿Cómo se encuentra aquí?

—Siempre vengo aquí —respondió el muchacho.

—¡Ah, sí! —gritó el nazi.

Un momento después le golpeaba en la cabeza y la cara con su porra.

Jim se incorporó, pero Waddle con rapidez obligole a sentarse de nuevo.

—No hará más que empeorar su situación. No se mueva —cuchicheó Waddle.

Uno de los nazis dirigiose al propietario.

—Su local necesita ser lavado después de haber permanecido aquí estos cerdos —dijo—. Provea de baldes y cepillos a dos de estos judíos. Nosotros ya nos ocuparemos de que laven el suelo y las ventanas.

Señaló a dos rollizos y viejos judíos que habían estado jugando al ajedrez.

—Ustedes servirán para ello —dijo.

—Tengo reumatismo —repuso el judío con los ojos saliéndole de las órbitas.

Los nazi prorrumpieron en una carcajada.

—Entonces le haremos hacer un poco de ejercicio. ¡Venga aquí!

—No, por favor —suplicó el hombre.

—¡Ven aquí, inmundo judío!

El hombre avanzó temeroso.

—¡Tóquese las puntas de los pies!

—¡Pero si no puedo!

Los dos nazis se consultaron con la mirada, cogiendo al judío entre ellos y obligándole a que doblara la cabeza hacia abajo. El hombre empezó a forcejear cuando uno de los nazis disparó repentinamente hacia arriba su rodilla, alcanzando al judío violentamente en las costillas. La víctima lanzó un grito de dolor, cayendo desvanecido en el suelo. Le dejaron allí tendido.

—¡No puedo soportarlo más! —exclamó Jim, levantándose.

Antes de que Waddle pudiese detenerle, cruzaba el salón. Los nazis que se hallaban en la puerta sacaron los revólveres. Los dos que estaban dentro del café se volvieron mirándole con cólera y diciendo unas palabras.

—Soy inglés. Si se atreven a tocarme, les pondré fuera de combate a los seis —dijo Jim.

Pero no le comprendieron. Él pasó por su lado en dirección al judío que yacía gimiendo en el suelo. Lo tomó en sus brazos ayudándole a sentarse en una silla. Todo el café le contemplaba en completo silencio. Jim volvió a su asiento, sin hacer caso de lo que hacían los nazis.

Los camareros trajeron dos baldes y cepillos, que entregaron a los judíos y bajo las órdenes de los nazis se arrodillaron, empezando a fregar el suelo. El primer judío a quien habían golpeado era atendido por otro.

—Dejadle solo… vuelva a su asiento —gritó el nazi.

—Le han roto la nariz.

—¡Y a ti te romperé la crisma si dices otra palabra! —gritó el joven nazi.

—Vámonos. Pida la cuenta al camarero —dijo Jim a Waddle, a la vez que se levantaba—. Si no me marcho cometería alguna barbaridad.

Se levantaron sin que ni un solo camarero se moviese. Permanecían petrificados. Los judíos continuaban fregando el suelo. A continuación fue Waddle quien se puso en evidencia. De repente se encaminó con rapidez hacia la puerta, apartando de un empujón al nazi que estaba de centinela. Jim y Betty le vieron marchar con sorpresa. ¿Se había vuelto loco?

Jim pagó la cuenta. Los seis nazis le miraron mientras se dirigía hacia la puerta en compañía de su esposa. En el momento de alcanzarla, Waddle penetraba nuevamente en el café en compañía de dos nazis más. Uno de ellos era un hombre de edad avanzada, con monóculo, en uniforme de oficial de la S.S. alemana. Se hizo cargo de la situación de una ojeada. Los nazis austríacos se pusieron firmes. Les dirigió unas cortas palabras, ordenándoles que salieran del café. Dijo a los judíos que fregaban el suelo que interrumpiesen su trabajo y se levantasen. Miró a los dos hombres que sangraban de la cara y al que yacía acurrucado en la silla donde le había colocado Jim.

—Llamen a un médico si es necesario —dijo el oficial alemán—. Daré parte de estos hombres. Diga a sus clientes judíos que se vayan a sus casas tranquilamente.

Saludó al propietario y a Waddle y salió seguido de su compañero.

—Por favor, vámonos —dijo Betty, muy pálida, mientras Waddle empezaba a charlar con los clientes.

Jim la cogió del brazo. Se apresuraron a salir a la calle. Waddle llamó un taxi. Subieron al coche, ordenando al conductor que les llevase al hotel. Por espacio de algunos minutos nadie profirió palabra.

—¿Quién era aquel hombre con monóculo que trajo usted? —preguntó Jim.

—Un oficial alemán… estos mocetones austríacos han perdido completamente la cabeza. Le vi pasar a través de la ventana y salí corriendo en su busca —dijo Waddle.

—¿Cree usted que castigarán a estos hombres? —preguntó Jim.

—No… ahora es la ocasión para que los instintos se desmanden. Nunca lo hubiese creído, si no lo hubiese visto —dijo Waddle.

—Ni yo —repuso Betty—. Creía que los austríacos eran personas civilizadas.

—Lo son… en esto estriba la paradoja —comentó Waddle—. Parece como si un microbio se hubiese infiltrado en su sangre. Pero ustedes no han experimentado el golpe que he recibido yo.

Miraron a Waddle con aire inquisitivo.

—Conocía a uno de esos hombres… uno que estaba junto a la puerta. Me vio y tuvo la suficiente vergüenza de hacer como si no me viera. Le conozco de niño. Tenía la costumbre de llevarle a montar en los tiovivos del Prater. Se trata del hijo de mi anfitrión, Karl Kummer. ¡Es posible, Karl portándose de tal manera!

Guardaron nuevamente silencio por espacio de unos momentos. El taxi pasaba por Kartnerring, brillantemente iluminado. Betty fue la primera en tomar la palabra.

—Mr. Waddle, quiero hacer algo que estoy seguro que Jim aprobará. Nos arriesgaremos, haciendo lo posible para sacar el niño de Gollwitzer de Austria. Será para mí un placer engañar a los nazis.

—Estoy de acuerdo con Betty. ¡Qué alegría poder chasquear a esos hombres! —exclamó Jim—. La sangre me hervía en las venas de tener que permanecer allí inmóvil.

Waddle tomó la mano de Betty.

—Será una magnífica venganza, querida —dijo Waddle—. Me alegro de que piense así.

Unos minutos más tarde les dejó en el hotel, prometiéndoles ir a buscarles por la mañana. Después regresó lentamente al piso de los Kummer. La visión de Karl mezclado en aquella expedición de castigo contra los judíos fue un severo golpe. Había amado al muchacho. Habían dado juntos deliciosos paseos. Recordaba los emocionantes cuentos que le contaba por la noche, mientras yacían en sus camas y el verano en que le llevó a nadar y recorrer con una embarcación a vela el lago Atter. Karl siempre fue el Adonis de la familia, con su fresca cara juvenil, su pelo rubio y ondulado, su delgado cuerpo de atleta, su habilidad para toda clase de juegos y su alegría contagiosa. Y ahora, creyendo portarse como un hombre, había vestido aquel extraño uniforme. ¿Se debía acaso al espíritu sádico de la raza teutónica? ¿O era algo común en toda la humanidad una vez se quiebran las tradiciones establecidas a costa de tantos esfuerzos? Quizá la civilización no constituía más que una débil costra sobre el volcán de las pasiones humanas.