Capítulo XVI

LA CABALGATA EN LA PUSZTA

1

Cuando Jim y Betty bajaron al vestíbulo encontraron a dos muchachos.

—¿Cómo están ustedes? —preguntó una jovencita de piernas delgadas aparentando unos diecisiete años. Tenía largas pestañas negras y el pelo rubio partido en dos bandas, formando trenzas.

—Soy Fritzi, la sobrina de Tibi… y este es mi hermano Mihaly.

Mihaly hizo una reverencia.

—Le beso la mano —dijo.

Era delgado y rubio como su hermana, con pestañas igualmente hermosas y ojos negros. Llevaba un jersey de polo, pantalones de montar negros y botas altas de cuero verde. Betty se dijo que no había visto una pareja más encantadora que aquellos muchachos. Él tenía las facciones finas, los ojos expresivos, la boca sensual, las manos largas y el porte orgulloso. Su hermana hablaba con voz fascinante y ronca y un aire de retadora independencia.

—Habláis muy bien el inglés —hizo observar Betty.

—Francés, inglés, alemán, italiano, polaco y ruso —dijo Mihaly—. Tenemos tantas amistades extranjeras que hemos de hablarlos todos… en caso contrario nos criticarían a placer.

—Tenemos una institutriz escocesa muy fuerte —dijo Fritzi.

—¿Fuerte? —exclamó riendo Jim.

Mihaly hizo unos ejercicios imaginarios de contracción.

—Es muy obstinada… y por poco nos rompe el pescuezo con los ejercicios gimnásticos a que nos somete. Ha jugado al hockey por Inglaterra —dijo Mihaly.

—¡Escocia! —corrigió Fritzi.

—¡Inglaterra! —repitió Mihaly con firmeza—. Llevaba una rosa en el palo y no un cardo.

Mihaly y Fritzi les preguntaron si habían visto la casa. Aún faltaba media hora para la cena. Se la enseñarían con rapidez.

—Pasaremos por alto la habitación de estudio… no hay más que ruido y niños —dijo Fritzi.

—¿Niños? —repitió Betty—. ¿Qué niños?

—¡Sí! —gritó Mihaly—. «Había una vez una anciana que vivía en una choza y tenía tantos niños que…»

—Esto es lo primero que aprendió Mihaly. Está terriblemente orgulloso de ello —interrumpió Fritzi.

—¡Cállate! —dijo Mihaly.

—Hay cinco niños y… nosotros —continuó Mihaly—. En total siete nietos y formamos un grupo muy heterogéneo. Dos polacos, o sea nosotros, un alemán, que es Karl…

—¡Es austríaco!… ¡Tío Fritz es austríaco! —corrigió Fritzi con terquedad.

—No, no, ahora es alemán… ¡Austria no existe!

—Bueno, no le gusta ser alemán y dice que nunca lo será… y el pobre Karl llora si alguien grita Heil Hitler! —dijo Fritzi.

—Todo esto parece muy confuso —comentó Betty, mientras avanzaba a lo largo de un corredor.

—¡Oh, no es nada!… El pobre Stanislas no sabe lo que es. El tío Janos era húngaro, nacido en Munkacs, pero ahora pertenece a Checoslovaquia, de forma que es checo…

—Que no te oiga decirlo —advirtió Frtzi.

—Bueno, en resumidas cuentas lo es, y el pobre Stanislas, cuya madre es polaca, es realmente rutenio subcarpatiano, ya que nació en Ungvar.

—Querrás decir Uzhorod —dijo Mihaly.

—Muy bien, Uzhorod… que es el nombre que le han dado los checos después de robarlo —replicó Mihaly.

—Habéis conseguido hacerme creer que va a estallar una guerra de un momento a otro —exclamó Jim riendo.

—¡Es posible…! —dijo Fritzi.

—¡Tú no tomarás parte en ella! —replicó Mihaly.

—¿Y esto qué es? —preguntó Betty, al entrar en una habitación.

—La biblioteca… donde tío Tibi trabaja… —dijo Fritzi—. Miren… tiene una vista magnífica.

Cruzaron la habitación, dirigiéndose a la ventana. El sol se estaba ocultando tras los bosques de hayas. Una cordillera, al fondo, aparecía teñida del color rojizo del crepúsculo. Eran las montañas Hegyalja, en cuyas faldas se cultivaban los famosos vinos de Tokay, explicó Mihaly.

Desde la biblioteca se trasladaron al salón, donde encontraron a la condesa y a Tibi, con la madre de Mihaly y su esposo, a quienes fueron presentados. Eran polacos. La conversación degeneró en seguida en una mezcla de polaco, magiar e inglés.

Tibi impidió que continuasen su visita.

—La cena está preparada… y tenemos mucha hambre —dijo abriendo la puerta para dejar pasar a su madre.

El comedor era una gran habitación escasamente amueblada, con cuatro ventanas que daban a la terraza. En un extremo, y en pie alrededor de una mesa separada, había cinco niños, presididos por una señorita de complexión robusta y cara ceñuda, que no podía ser otra que Miss MacPherson, la institutriz. Durante la cena se ocupó en aplacar el zumbido que alzaban los niños a su alrededor. Al terminar la cena, antes que los mayores pasasen al salón, los niños fueron presentados a Jim y Betty. Todos chapurreaban el inglés.

La madre de Mihaly y Jim pronto fueron buenos amigos. Ella hablaba inglés correctamente y parecía haber leído mucho. Por fortuna, Jim había leído obras de Hardy y Galsworthy. Ahora sentíase agradecido hacia Mr. Lincoln, del Lad Club, por haberle enseñado a montar y a leer algo mejor que Edgar Wallace. Jim buscó con la mirada a Betty, lal cual se hallaba al otro lado de la habitación. Parecía muy a gusto con la condesa, que le estaba enseñando una gran colección de miniaturas. Su destino aparecía más maravilloso cada día. En cuanto a él, no era totalmente feliz. Ayudados por la suerte y Waddle, habían sido lanzados en medio de aquel mundo de elevada posición social, del que en realidad no podían formar parte. ¿Y si los visitasen en Londres? Experimentó la sensación de pisar terreno falso. No tuvo ningún deseo de venir, pero Betty hizo caso omiso de sus recelos. Era una ocasión única en su vida, había dicho.

2

La amabilidad de los habitantes de la casa abrumó a Betty y a Jim. Mihaly encontró en este a un héroe. Un inglés que montaba a caballo formidablemente, boxeaba, nadaba y corría. Jim convirtiose en el tutor no oficial de Mihaly y en compensación el muchacho le seguía a todas partes, con la admiración pintada en su juvenil cara.

—¿Estuvo usted en Eton? —preguntó Mihaly—. Mi padre quería mandarme allí, pero mamá creyó que era demasiado lejos. Yo también quise ir.

—No… yo estuve en Craven Street —replicó Jim.

—¿Craven Street? Me temo no haberlo oído nombrar nunca —dijo Mihaly, mientras acariciaba el morro del caballo.

—No… no creo que lo hayas oído —dijo Jim conteniendo sus irreprimibles deseos de echarse a reír. Se imaginaba a los treinta y seis escolares, hacinados en la clase de Pimlico, con sus ventanas parecidas a las de las fábricas, el maestro de expresión aburrida y el olor de los cuerpos vestidos con harapos y sin lavar—. Es una de las escuelas públicas más importantes —añadió bromeando.

—Oh… debe de estar muy orgulloso —dijo Mihaly cortéstmente, sin caer en la ironía.

Nunca había visto Jim tantos caballos ni tantas monturas. La conciencia le remordía ligeramente por dejar tan a menudo a Betty abandonada a su suerte, pero ella apenas advertía la ausencia de Jim. La madre de Mihaly y la condesa le estaban enseñando la vida de la aldea y de la comarca circundante. Tuvo gran éxito con el padre de Mihaly, el cual se convertía en seguida en esclavo de todas las mujeres bonitas.

El martes por la mañana, a primera hora, un reducido grupo de jinetes emprendió la marcha hacia la Puszta. Comerían en Hajdunanas, en la gran llanura, adonde habían llevado sus caballos durante la noche. A las cinco, cuando la amplia salida del sol había iluminado ya con sus rayos toda la tierra, salieron en automóvil hacia el Sur, atravesando grandes plantaciones de cerezos y más tarde praderas de trigo maduro y maíz. La llana y árida estepa se extendía hasta donde la mirada no era capaz de alcanzar, desapareciendo en la curva del horizonte. Nunca había experimentado Jim una sensación tan completa de firmamento y espacio ilimitado. Las nubes flotaban a gran altura en un cielo sereno. Debajo, la gran llanura parecía reflejarlas. Era todavía demasiado temprano para que Jim y Betty pudiesen presenciar el espejismo de agua y sombríos árboles que muy a menudo, en la estación calurosa, engañaba a los pastores. Pero a medida que se aproximaron al mediodía, cabalgando por la llanura, se formó un vaho caluroso en el horizonte, apareciendo en el cielo un espejismo de árboles, agua y praderas que duró solo unos minutos.

El grupo estaba compuesto por Matany, Mihaly, el cual parecía un joven jinete extraído de un friso del Partenón, con su pelo rubio echado hacia atrás sobre su delicada y ávida cara; la hija de un vecino, Jim, el padre de Mihaly, Fritzi, delgada, erguida en su fogosa montura y dos csikos, los vaqueros nativos de la Puszta, con sus lazos y látigos de cuero de treinta pies de longitud. Montaban sus caballos con sillas sin cincha, mantas sencillas y estribos echados sobre el lomo, sin sujetar. Llevaban sus szurs, los cuales les conservaban calientes en invierno y frescos en verano, grandes capas de grueso fieltro blanco y grandes golillas, intensamente adornadas con llamativos bordados. No ponían las manos en las mangas, ya que estas estaban cosidas en los extremos y hacían las veces de bolsillo. Un sombrero de plumas redondo, con cinta para sujetarlo bajo la barbilla y botas altas de cuero completaban el atuendo de aquella pareja.

Aquí y allá, en la ilimitada llanura cubierta de hierba veían, como únicas señales de vida, los pozos para abrevar los caballos y el ganado. Como en las escenas bíblicas, estos eran los lugares de reunión de los pastores solitarios. Los mismos pozos eran sumamente primitivos. Cada uno tenía un palo largo. Atravesando a este, como la verga del mástil de un buque, oscilaba una viga, en uno de cuyos extremos había un cubo y en el otro un contrapeso. Al tirar del cubo hacia abajo la viga oscilaba, y cuando estaba lleno, el contrapeso lo hacía subir automáticamente. Jim había visto estos pozos primitivos en todas las aldeas por las que atravesaron.

Aquella mañana, envueltos en una atmósfera vigorizante, vieron maniobrar a los csikos con sus grandes rebaños de caballos. Un centenar de animales emprendía rápido galope al estallido de los látigos, que crepitaban como detonaciones, con sus crines y colas flameando al viento. ¡Qué poesia de movimientos y vigor originaba aquella escena, con el congestionado torrente de morenos cuerpos, con los cuellos tendidos, batiendo el suelo con sus cascos en aquella nítida atmósfera! Jim sintió envidia hacia aquellos muchachos de ojos claros, caras morenas y expresión franca, con su magnífica salud y su inimitable maestría en el manejo de los caballos.

Más tarde, en la csarda, la pequeña posada donde aquellos centauros se reunían y en cuyo lugar el grupo comió al aire libre, Jim tuvo ocasión de charlar con uno de ellos. Siendo muy pequeño había emigrado a Texas con su familia, pero cuando todos murieron, siendo todavía un muchacho, regresó a su país, a casa de sus familiares. Recordaba algo del inglés. Enseñó a Jim su caballo. Hablaba con voz suave y dulce, en consonancia con sus soñolientos ojos azules. ¿Era feliz allí o tenía ganas de marcharse?

—¡Oh, no! —respondió riendo y dejando al descubierto dos hileras de blancos dientes—. Esta es una buena vida… excepto en invierno.

Jim le ofreció un cigarrillo, que aceptó delicadamente con sus fuertes y morenos dedos.

—¿Lucky Strike? —dijo con una lucecita en sus ojos.

—No —respondió Jim sonriendo—. Cigarrillos ingleses.

Hizo que Jim tocase su caballo, pasando la mano suavemente por su lustroso costado y fuerte cerneja.

—Un caballo hermoso y una mujer bonita… Dos grandes fortunas, ¿eh? —preguntó sonriendo.

—Supongo que también tendrás una novia bonita —respondió Jim.

El muchacho hizo una mueca, con mirada hosca.

—Las mujeres escasean aquí en la Puszta… quizá sea mejor así —respondió—. Los muchachos se volverían locos.

En el interior de la csarda, donde descansaron durante el calor del mediodía, Tibi llamó aparte a Jim.

—Fíjate en aquel hombmre que está junto a la puerta —dijo.

Jim miró en la dirección que le indicaba, viendo un csikos endurecido por la intemperie, de corta estatura, apoyado contra un poste, fumando su larga pipa con tapa de metal.

—Ese individuo mató a su rival en un duelo a lazo —dijo Tibi.

—¿Un duelo a lazo?

—Sí. Hace algunos años que discutieron por una muchacha, desafiándose al estilo de los csikos. Se dirigieron con sus caballos a la llanura y empezaron a describir círculos, esperando la ocasión para el lanzamiento del lazo fatal. Este pudo pescar al otro. Una sacudida, un balbuceo y pronto estuvo listo.

—Pero, ¿y la ley…? —exclamó Jim—. Seguramente que…

Tibi se encogió de hombros.

—Aquí, en la Puszta… rigen las leyes primitivas. Nadie se interfirió. Es caballerosidad de csikos —dijo—. Sea como fuere, helo aquí con su aspecto bastante pacífico, aunque actualmente desee que el lazo hubiese rodeado su cuello.

Salieron de la posada a primera hora de la tarde. Delante de ellos se percibía una nube de polvo, que se fue aproximando lentamente. Un gran rebaño de ganado con larga cornamenta avanzaba hacia ellos conducido por jinetes. Eran magníficos bueyes, de amplios cuerpos, muy aptos para ser utilizados en las granjas. Cruzaron un pequeño puente que salvaba una corriente de agua. Cuidaban de ellos cuatro gulyas, vaqueros nativos. Después de los orgullosos csikos, llegaban estos gulyas, maestros del rodeo, dominadores de las estampidas y los galopes. A veces, instigado por los venenosos tábanos, el rebaño enloquecía.

—Entonces debiera usted verlos galopar… deteniéndolos —dijo Tibi.

A diferencia de los csikos llevaban látigos de mango largo.

A última hora de la tarde, avanzando en dirección al Norte, la llanura cambió. Grandes rebaños de ovejas pacían con indolencia, bajo la mirada vigilante del pastor. Uno de ellos, que parecía también una oveja, cubierto con su lanuda piel, dio la impresión de que se desarrollaba al erguirse para presenciar el paso del grupo. Llevaba el suba, dijo Tibi, el mejor amigo del habitante de las llanuras. Se envolvía en él en las noches desapacibles, le preservaba del viento y la lluvia y del calor en verano. Había subas mejor fabricados, vueltos al revés, con la amarillenta piel embellecida con plumas de pavo real, tulipanes y rosas bordados.

Cerca ya de la casa pasaron junto a un bosquecillo de pinos donde se había instalado un campamento de gitanos. Muchachos medio desnudos y mujeres morenas con faldas de llamativos colores, amamantando a bebés en sus senos repletos, salieron a contemplar el paso de los jinetes.

—¡Oh… ya me lo imaginaba! —exclamó riendo Tibi.

Se refería a tres muchachos, guapos y con expresión de tunantes, que solo llevaban pantalones, los cuales surgieron con sus violines. Un momento después, saltando alegremente, siguieron el paso de los caballos, arrancando una alegre melodía de sus instrumentos.

—¿Qué es esto?… Lo he oído a menudo —preguntó Jim.

—Es una famosa canción de la Puszta… La canción del Pavo de Debreczen —dijo Tibi.

Hizo una seña al muchacho despeinado y con el torso color cobrizo para que se acercase, ordenándole tocar más despacio. La cabalgata se detuvo.

- Cántala, Mihaly —dijo a su sobrino.

El muchacho se echó el pelo rubio hacia atrás y con voz limpia y juvenil que afinó un momento, empezó a cantar:

Iremos a la Feria de Debreczen

Y un buen pavo compraremos allí.

¡Por favor, conductor, vigila o…

La canción terminó. Tibi arrojó algunas monedas a los gitanos y continuaron la marcha.

—¿Qué extensión tiene esta llanura? —preguntó Jim, contemplando la inmensidad cubierta de hierba, en la que solo se divisaban algunas cabañas de pastores. Parecían avanzar por un mundo deshabitado.

—Cerca de cien millas cuadradas… pero cada día se gana terreno a la misma para el cultivo de trigo y maíz por procedimientos modernos —respondió Tibi—. Existe todavía un rebaño de cincuenta mil cabezas de ganado y cuarenta mil caballos en Hortobagy. Algún día abrirán carreteras para los automóviles de los turistas a través de la Puszta y entonces ya podemos despedirnos del Gran Silencio.

Una pareja de cigüeñas alzó de repente el vuelo delante de ellos, batiendo el aire indolentemente con sus alas. Sobre sus cabezas pasó una bandada de patos silvestres. El sol declinaba rápidamente hacia el horizonte. Poco antes de las siete, cuando el dorado crepúsculo iluminaba la vasta y silenciosa llanura, llegaron a una pequeña aldea, donde les esperaban los coches para la etapa final hasta casa. Se separaron de los csikos.

—Beso su mano —dijeron con galantería a las mujeres, desmontando y quitándose el sombrero en el que llevaban prendida su elegante pluma.

3

Jim experimentó un sobresalto al regresar a la casa. Al salir de los establos, pasando delante del gran cobertizo que hacía las veces de garaje, vio un objeto familiar: el Merces Benz de carreras propiedad de Zarin. Tibi también lo había observado.

—¡Caramba!… ¡Es el coche de Karoly! ¡Estupendo! —exclamó—. Ya debe haber regresado de Plecs.

—¿De dónde? —preguntó Jim, no del todo satisfecho ante el giro que tomaban las cosas.

—Plecs… es un lugar de caza, allá en los Cárpatos, cerca de Mukacevo. Se halla en Rutenia, que antes pertenecía a Hungría.

Llegaron a la casa. Sí, el conde Zarin había llegado hacía cosa de una hora. Se encontraba en alguna parte de la planta baja en compañía de la condesa y Mrs. Brown.

Jim subió a su habitación para tomar un baño y cambiarse de ropa. Se sentía fatigado después de aquel magnífico día en la Puszta. Le entristecía pensar que solo les quedaban dos días para regresar a Budapest. Parecía extraño creerlo, pero antes de una quincena estarían de regreso en Londres. ¡Qué irreal le parecía la antigua vida! Contempló sus manos morenas. Estaban suavizándose y las callosidades causadas por el transporte de equipajes y la carretilla habían desaparecido. Sí, iba a resultarles beneficioso volver a la realidad. Aquella vida fácil no era para él ni para Betty.

¡De forma que Zarin había entrado nuevamente en escena! Resultaba extraño que el conde hubiese venido tan de repente. Abrigó la esperanza de haberse separado definitivamente de él. No se debía a los celos, sino sencillamente al ajetreo en que colocaba a Betty, la cual ya estaba medio mareada por aquella forma de vivir. La persistente y extravagante hospitalidad de Zarin contribuía a que Betty construyese castillos imposibles en el aire. Bueno, pronto estarían de regreso en Inglaterra, con los autobuses de penique y la leche cada mañana en el rellano. Oyó venir a Betty mientras se estaba desnudando. Jim abrió la puerta de comunicación.

—¡Hola, querida! —gritó aproximándose para besarla.

—¡Oh!… Apártate… hueles a sudor —dijo ella con irritación, empujándole. Al propio tiempo le lanzó una rápida mirada, sonrojada.

—¿Qué te ocurre? —la increpó Jim.

—¡Nada… pero detesto a los hombres que huelen a caballo!

—Lo siento… pero no creo…

—No crees que hueles a caballo… ¡pero hueles! Ya estoy harta de tus caballos. ¡Caballos! ¡Caballos y caballos! No hablas de otra cosa. ¡Me entran ganas de gritar! —dijo ella.

—¿De qué quieres que hable… de condes encantadores? —preguntó Jim, molesto.

Arrepintiose de haber formulado la pregunta, pero ya estaba hecho.

—¡Oh… ya me lo esperaba! Supongo que creerás que he mandado llamar a Karoly, ¿no?

—¿Karoly?

—¡El conde Zarin pues! —estalló Betty.

—Betty, ¿qué te sucede? —protestó Jim.

—Nada; es a ti a quien sucede algo —replicó ella con un rictus de desdén—. ¿Por qué te portas de forma tan estúpida cuando yo pongo toda mi atención en que esta gente no sepa de dónde hemos salido? No se trata de los hombres… no; sé cómo manejarlos, sino de estas curiosas mujeres. La pasada noche, durante la cena, oí cómo te sonsacaba la madre de Fritzi. ¿Por qué diablos debes decirle que no has estado nunca en la corte? ¡No es nada agradable declarar esto!

—Bueno, pero yo no he estado.

—Ni yo tampoco. Pero no iba a decirle que nunca me habían presentado en la corte cuando empezó preguntándome si no creía que nuestra corte es muy pomposa. Era un lazo que me tendía, pero no me dejé engañar.

—Si empiezas a mentir, chiquilla, vas a meterte en un lío —dijo Jim bruscamente.

—No hace falta que me taches de embustera —replicó Betty con los ojos centelleantes—. Solo les daba a entender que me habían presentado. Además, oí que decías a Tibi que nunca has disfrutado de más de diez días de vacaciones.

—¿Y qué hay de malo en esto?

—Los caballeros no tienen vacaciones… no tienen vacaciones unos días determinados como los empleados de las oficinas —dijo Betty.

Jim paseó por la habitación, mientras Betty empezó a cambiarse.

—Oye, chiquilla —dijo después de un embarazoso silencio—. ¿Quieres explicarme qué estamos intentando conseguir? Conocimos a Waddle y después a sus simpáticos amigos. Antes de darnos cuenta ya estábamos alternando en sociedad, con extranjeros, y alojándonos en casas que de hallarnos en Inglaterra tendríamos que visitar entrando por la puerta de servicio. ¿Qué beneficio nos reportará todo esto? Son muy amables, pero no soy de su esfera y para mí constituye un esfuerzo poner atención en los pasos que doy y en lo que digo.

—Lo has hecho admirablemente… a no ser por unas cuantas estupideces —concedió Betty, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos.

Sacudió su vestido de noche, de muselina roja, muy escotado y con manga corta muy amplia.

—Quizá… pero no me encuentro a gusto, te lo aseguro, y no quiero engañar a nadie —dijo Jim—. Ellos son ellos y nosotros no hacemos más que representar un papel… y ¿para qué?

—¿Acaso no vale la pena disfrutar de todo esto? —preguntó Betty, extendiendo sus manos por la habitación, abarcando la terraza cargada de flores, el lago y el rápido crepúsculo que iluminaba el paisaje—. Siempre he creído que sucedería algo. Estamos aquí en una de las mejores residencias e Hungría; y hace dos meses, ¿dónde nos hallábamos?

—En el mismo sitio donde nos hallaremos dentro de otro mes… absortos en un negocio de confitería —replicó Jim con aire burlón.

—¡No, esto no! —dijo Betty con firmeza.

—¡Oh! ¿Qué propones, pues, que hagamos?

—No sé; pero creo que sucederá algo. Nunca fue mi destino poseer una confitería en una calle de segundo orden. ¡Creo en mi sangre!

Jim miró sorprendido a su esposa. A veces decía las cosas más extraordinarias.

—No hace falta que me mires así, Jim. No estoy loca. Sabía que no era mi destino ahogarme en una horrible calle en Pimlico, entre un grupo de gente ordinaria. Me casé contigo porque eras distinto… hay algo en ti…

—Creí que te habías casado conmigo porque me amabas —le echó en cara Jim.

—Sí, por esto y algo más. Creí que existía en ti algo capaz de desarrollarse… un refinamiento natural. Esto es lo que tu Mr. Lincoln había percibido también… por esto te invitó al campo, te enseñó a montar y a portarte dignamente en los lugares adonde ibas. Y tienes…

—¿Qué?

—Atractivo. Las mujeres se vuelven locas por ti. Lo veo en sus ojos. ¡Oh, sí, no hace falta que pongas esa cara de sorprendido! Y yo gusto a los hombres, sí, como lo oyes… esta es lal razón porque nos invitan.

—Lo expones muy crudamente —dijo Jim—. ¿De forma que nuestro sostén es la atracción del sexo?

—No hace falta burlarse de la atracción del sexo… es más positiva en este mundo que la inteligencia o el dinero. Siempre ha sido lo mismo en el curso de la historia —dijo Betty.

—Bueno… será mejor que me vaya a vestir —dijo Jim, haciendo un esfuerzo para aparentar indiferencia a pesar de la intensa confusión que experimentaba.

Ella le brindó la boca para que la besase. Él lo hizo negligentemente. Betty le cogió, besándole de lleno en los labios, sujetando su cara con las manos.

—No te desanimes. Creo en mi estrella, Jim. Algo sucederá. ¡Lo sé! —declaró Betty.

Él penetró en su habitación, donde el baño estaba ya preparado. El traje de etiqueta yacía sobre la cama. Lo miró como si fuesen las ropas de un actor, de un actor muy malo.