El sensualismo: cerebro, nervios y órganos de los sentidos

A juicio de Diderot, la «simpatía» entre los órganos está regulada por la relación entre el cerebro (sistema nervioso central) y los nervios (sistema nervioso periférico). Para ilustrar su teoría de la sensibilidad psicofísica, es decir, de la sensibilidad del individuo humano en su totalidad, utilizará una imagen común también en d’Holbach: la de la araña en medio de la telaraña. La araña sería una representación del sistema nervioso central, o sea, del cerebro, y representaría el origen de la telaraña, es decir, de los nervios sensibles que impregnan todo el cuerpo hasta llegar a los órganos sensoriales (sistema nervioso periférico). Los nervios, organizados en haces, dirigen todas las sensaciones hacia el cerebro; están especializados en formas especiales de actividad sensibles y además mantienen y recuerdan las impresiones que reciben. El cerebro, a su vez, no es tan solo un receptor pasivo, sino que coordina y sintetiza de manera activa todas las sensaciones que los nervios le envían desde cada rincón del cuerpo. La sensación nace por tanto de la interacción entre el sistema nervioso y el cerebro, y este último es el que constituye el centro del organismo consciente.

En los años que van de 1753 a 1770, Diderot estudiará las bases orgánicas de los fenómenos psíquicos, lo que le permitirá esbozar una teoría que, partiendo del análisis de la sensación, acabará abrazando las facultades superiores como la memoria, la imaginación y el juicio; en pocas palabras, trazará una línea de continuidad entre la sensación y el pensamiento, resolviendo así el problema abierto por el dualismo cartesiano y suprimiendo cualquier forma de principio espiritual. Su perspectiva unitaria del aspecto físico y moral del hombre lo llevará a afirmar: «La organización y la vida: he aquí el alma».

La clave de esta perspectiva monista y materialista es el papel que juega el cerebro, que ya en el siglo XVIII se estudiaba con métodos experimentales bastante imprecisos. Las técnicas de la época permitían trabajar únicamente con cerebros de cadáveres o con síntomas de pacientes que presentaban lesiones cerebrales. Con todo, Diderot incorpora estos estudios experimentales, aún en fase embrionaria, a su reflexión filosófica y llega a definir el cerebro como una «máquina de pensar». En esta definición es donde se encuentra la superación de la distinción cartesiana entre res extensa (máquina) y res cogitans (pensamiento), que se tratan de manera unida a través de la capacidad que posee un órgano físico de producir funciones de pensamiento. Diderot no es el único pensador francés del siglo XVIII que viaja en esta dirección. Ya Buffon y Condillac asignaron algunos aspectos del «alma» humana a las funciones orgánicas. No obstante, con palabras de Aristóteles, estos se limitaron al alma vegetativa (que realiza las actividades biológicas más simples como la nutrición, el crecimiento y la reproducción) y a la sensitiva (que se encarga de las funciones animales como la sensación y el movimiento). La peculiaridad de Diderot será la de atribuirle también las actividades del alma racional, es decir, del llamado «espíritu humano» que diferencia al hombre de las bestias, interpretando el cerebro como la causa eficiente (o lo que es lo mismo, productora) de las sensaciones, de las percepciones y del conocimiento. La interacción entre fenómenos psíquicos y fenómenos somáticos tendría lugar a nivel de la corteza cerebral, donde todos los estados psíquicos se podrían explicar desde un punto de vista somático. Sin embargo, el hecho de que los fenómenos físicos generen los psíquicos no lleva todavía necesariamente a identificar el aspecto físico y el psíquico. Que el cerebro produzca, a través de sus funciones, los sentimientos y el pensamiento no siempre significa que conciencia y cerebro sean la misma cosa.

En sus Elementos de fisiología. Diderot analiza las diferentes facultades del cerebro y se concentra en la memoria, que caracteriza al hombre como ser pensante, es decir, capaz de asociar percepciones e ideas formuladas en el pasado y el presente. La vibración que los nervios conservan después de haber recibido una conmoción violenta, y que en ocasiones se prolonga largo tiempo, prueba de la mejor manera posible cómo dura la sensación y, por ende, cómo pueden asociarse dos ideas. Pero la asociación entre más ideas es exactamente lo que llamamos juicio. La memoria es la que permite encontrar (a nivel material) la unidad de los estados de conciencia pasados y presentes y que, en consecuencia, le permite al hombre tener conciencia de sí mismo. El cerebro, por su parte, es el elemento biológico que, organizando y memorizando la experiencia sensible, le permite al pensamiento producirse. Por otro lado, asociando las sensaciones, asegura la producción de ideas. Finalmente, organizando y sintetizando las ideas, produce el juicio, que garantiza la unidad del entendimiento.

En esta lectura diderotiana del papel del cerebro es preciso señalar al menos dos aspectos peculiares. En primer lugar, el hecho de que incluso las funciones racionales más altas —la producción de ideas y su asociación en el juicio— se vinculan a la esfera material; así pues, tanto la memoria como la razón son funciones orgánicas, producidas naturalmente mediante el desarrollo evolutivo del propio cerebro. Por eso, Al ice Venditti puede hablar de una «antropología diferencial» en Diderot; es decir, si el hombre tuviese un cerebro diferente, crearía pensamientos diferentes y tendría una personalidad distinta.

Sin embargo, el cerebro no actúa por sí solo, sino que se encuentra dentro de un sistema orgánico (sistema nervioso central, sistema nervioso periférico, órganos sensoriales) donde cada parte condiciona al conjunto y viceversa. Cualquier enfermedad o alteración de los órganos sensoriales, por ejemplo, puede tener repercusiones psíquicas.

Y no se trata solo de eso: todo el sistema material de la producción de entendimiento está dentro de una situación externa, espacio-temporal, caracterizada por necesidades fisiológicas que pueden a su vez dar origen a alteraciones psíquicas, con consecuencias en los planos moral, intelectual y metafísico. Pero lo que caracteriza al hombre y representa su superioridad sobre los seres conscientes es el equilibrio en la distribución de los órganos sensoriales. Ninguno de ellos es superior a los demás y esto permite que el cerebro, auténtico órgano de la razón, se erija como juez sobre la mezcla sensible y sea más fuerte que cualquier órgano sensorial. En Refutación de Helvétius, escribe:

¿Por qué es el hombre perfectible y no lo es el animal? El animal no lo es porque su razón, si es que posee una, está dominada por un sentido déspota que la subyuga. Toda el alma del perro reside en la punta de su nariz, y él en todo momento olisquea. Toda el alma del águila reside en su ojo, y en todo momento acecha. Toda el alma del topo está en el oído, y él no deja de escuchar. Pero no ocurre lo mismo con el hombre. En sus sentidos se da tal armonía que ninguno predomina sobre los demás para aportarle la ley a su intelecto. Al contrario, es su intelecto, el órgano de su razonamiento, el que es más fuerte. Es un juez que no es ni corrupto ni está sometido a ninguno de sus testigos. Conserva toda su autoridad y la utiliza para perfeccionarse. Asocia todos los tipos de ideas y de sensaciones porque no siente nada profundamente.

De este modo, en la teoría del entendimiento diderotiano, el cerebro desempeña un papel fundamental, si bien no exclusivo. Además de la importancia concedida a los nervios y a los órganos sensoriales, el diafragma también se tiene en cuenta como sede de las emociones. Sin embargo, sigue siendo cierto que el sensualismo de Diderot no llega nunca a someter el cerebro a ninguna otra cosa, ni siquiera a los órganos sensoriales. Al contrario, es el cerebro el que predomina en todo el sistema y garantiza así la salud psíquica del hombre, además de la continuidad de su vida consciente. El sensualismo se une pues al racionalismo materialista (puesto que sentir y juzgar no son el mismo acto) y no olvida la evolución filogenética del cerebro, según la cual este está influenciado no solo por las adquisiciones culturales (es decir, por la evolución individual), sino también por la herencia genética (evolución de la especie).

Tal vez pueda parecer que este análisis de Diderot esté más relacionado con la fisiología médica que con la filosofía, pero el claro valor de dicha concepción reside en haber tenido muy en cuenta los descubrimientos anatomofisiológicos de la medicina de su tiempo y el haber hecho que interactúen con las posturas mecanicistas, vitalistas y espiritualistas de la época, llegando a una síntesis original que influirá también en su visión filosófica, en especial en cuanto al campo de la moral, y que tendrá respuesta en los hallazgos del siglo posterior en el campo biológico, médico, anatómico, neurológico, cognitivo y psicológico.

La mayor aportación de Diderot es la de haber leído el hombre como una unidad psicofísica, superando las dificultades de un dualismo que ya generaba más problemas de los que podía resolver. Sin embargo, no debemos cometer el error de considerar definitiva su doctrina. El mismo Diderot probablemente la habría reconsiderado tras los descubrimientos anatomofisiológicos de las décadas y siglos que le siguieron.