Filósofos y científicos que influyeron en el pensamiento de Diderot

  • Giulio Cesare Vanini (1585-1619), carmelita, jurista y teólogo condenado por ateísmo y herejía que se inspira sobre todo en el pensamiento del filósofo y humanista Pietro Pomponazzi (1462-1525) para identificar a Dios con la naturaleza, negando la creación del mundo, la inmortalidad del alma, el valor de la religión y de los milagros.
  • Nicolás Malebranche (1638-1715), religioso, filósofo y científico francés que estudió el pensamiento de san Agustín y Descartes y analizó el problema de la creación del mundo por parte de Dios y la superación del dualismo cartesiano a través de acciones puntuales de Dios (ocasionalismo).
  • Pierre Nicole (1625-1695), filósofo y teólogo francés, próximo a los exponentes del jansenismo de Port-Royal, en 1662 publicó con Arnauld La lógica o el arte de pensar, que durante mucho tiempo fue el manual más usado en las universidades francesas. La obra está dividida en cuatro partes, respectivamente dedicadas a concebir, a juzgar, a razonar y al orden.
  • Blaise Pascal (1623-1662), filósofo, teólogo, matemático y físico francés. Aunque elaborara varias teorías de fluidostática y fluidodinámica, estudiara la presión y el vacío, además de la teoría de la probabilidad, Diderot parece tenerlo en consideración esencialmente como filósofo, quizás, sobre todo, para la redacción de los Pensamientos (1670, póstumos), que recogen diferentes reflexiones sobre el hombre y sobre Dios.
  • Marcello Malpighi (1628-1694), médico, anatomista y fisiólogo italiano. Estudió anatomía a nivel microscópico, observó el sistema sanguíneo de los animales y, por primera vez, descubrió los glóbulos rojos en el microscopio. También con esta herramienta pudo conocer que algunos insectos no respiran gracias a los pulmones, sino a través de la piel.
  • Ralph Cudworth (1617-1688), teólogo y filósofo inglés perteneciente a la escuela platónica de Cambridge. La admiración que Diderot sentía por él se debía posiblemente a la obra El verdadero sistema intelectual del universo, donde el pensador inglés construye un modelo de universo basándose en un vasto Corpus de datos cosmológicos antiguos y modernos.

Aunque parezca que el ateísmo es hostigado en algunos Pensamientos y se hable de «peligrosa hipótesis materialista», en otros puntos de la misma obra da la impresión de que Diderot prefiere que Dios no exista antes que pensarlo como tanta «superstición» religiosa lo ha representado, es decir, «injusto, iracundo, voluble, celoso, vengativo». Hasta el extremo deseo de ateísmo:

Partiendo del retrato que se me hace del Ser Supremo, de su inclinación a la cólera, del rigor de sus venganzas, de ciertas comparaciones que expresan numéricamente la relación de aquellos a los que deja perecer frente a los que se digna tender su mano, el alma más recta estaría tentada de desear que no existiese. Habría bastante tranquilidad en este mundo si se tuviese la seguridad de que no debe temerse nada del otro: pensar que Dios no existe nunca ha asustado a nadie, lo que asusta es pensar que existe uno tal y como me lo han descrito.

Así, se hace evidente por qué, ya en julio de 1746, el Parlamento de París condenó el libro a la hoguera, acusándolo de ser escandaloso, contrario a la religión y a la moral, por presentar las «más criminales y absurdas opiniones de la que es capaz la depravación de la razón humana», equiparando todas las religiones y terminando por no considerar verdadera ninguna de ellas. Pese a estas condenas, los Pensamientos filosóficos serán traducidos al alemán en 1748 y se volverán a imprimir en francés una decena de veces antes de final de siglo.

Sin embargo, la reflexión de Diderot sobre la religión no acaba con los Pensamientos. Más bien, su ateísmo se radicaliza en las obras de los años siguientes. Sin duda, la postura atea no es una creación de los philosophes franceses del XVIII. El nacimiento de corrientes acusadas de ser ateas se remonta al menos a la Reforma protestante, en cuyo seno algunas sectas adoptan comportamientos civiles y sociales así como formas de práctica religiosa que los alejan de la tradición y los conducen a gran velocidad a ser acusados de no reconocer la existencia de Dios.

De hecho, entre los siglos XVIXVII, los apologetas protestantes, al igual que sus homólogos católicos, lanzan con mucho gusto la acusación de ateísmo, a menudo acompañada de la de libertinaje espiritual, sobre todo a los que profesan el individualismo religioso. Entre estos defensores de la ortodoxia en la Francia del siglo XVII cabe recordar por lo menos al padre Mersenne y al jesuita François Garesse, con sus escritos dirigidos contra deístas, ateos, libertinos y «espíritus bellos». Una de las acusaciones típicas que las iglesias dirigen a los heterodoxos tiene que ver con la cuestión moral: los ateos, y también los místicos, que hacen hincapié en el valor del Espíritu Santo y del amor hasta la completa pérdida del alma en Dios se enfrentan a la inmortalidad en los comportamientos sociales; esto llevaría —según una determinada tradición religiosa de la que también habló Shaftesbury— a la negación de la existencia de Dios. Así, por ejemplo, las comunidades de los Hermanos del Libre Espíritu, que predicaban la liberación de la moral sexual dominante, son perseguidas en Francia desde el siglo XIV al XVI.

El pensamiento de Diderot llega a posturas ateas mucho antes de ocuparse de la filosofía de la naturaleza. La primera obra en la que quedan al descubierto es Carta sobre los ciegos para uso de los que ven (1749), a la que seguirá —en dirección a una visión materialista cada vez más firme— El sueño de d’Alembert (1769) y, naturalmente, Elementos de fisiología (1770-1784), última obra del autor, donde también surgen con claridad sus ideas sobre la antropología, la moral y el estudio de las pasiones. El ateísmo de Diderot, sin embargo, a diferencia del de otros autores coetáneos suyos, no puede definirse como «militante». El filósofo no tiene en realidad ningún interés en «convertir» a su religión de la razón a los devotos cristianos, pues acepta la posición de estos como una más de las posibles. En Carta sobre los ciegos, el ateísmo queda afirmado por negación: el ciego Saunderson no puede reconocer la existencia de un Dios omnipotente a partir de la alegación de la planificación, es decir, admirando las maravillas de la creación y aceptando, pues, la idea de que exista un «gran arquitecto», el cual ha puesto en marcha todo lo que vemos. El ciego, sencillamente, no ve esta maravilla. El argumento de la planificación era entonces un argumento deísta: en la existencia de Dios no se cree por fe en una revelación, sino que se demuestra de forma racional a partir de la experiencia sensible. Por otra parte, en las Sagradas Escrituras se habla de las maravillas de la Creación como prueba de la existencia de un Creador:

Los cielos narran la gloria de Dios, y la obra de sus manos anuncia el firmamento. Un día transmite el mensaje al otro día, y una noche a la otra noche revela sabiduría (Salmo 19,2-3).

En Elementos de la filosofía de Newton (1738), Voltaire mencionaba de buen grado estos versículos para afirmar su fe en el «gran relojero» que había diseñado y le había concedido las maravillas al mundo: una realidad natural tan perfecta no puede haber nacido por casualidad ni por sí misma, sino que necesita que alguien la haya llevado a cabo. Pero cuando por un defecto físico (que ya de por sí parece negar que el Creador sea omnipotente) no es posible admirar ni el cielo ni el día ni la noche, la existencia del arquitecto supremo ya no tiene razón de ser. En su lecho de muerte, el ciego Saunderson recibe la visita de «un pastor muy hábil, el reverendo Gervaise Holmes», quien intenta de todas las maneras llevarlo a la fe en Dios. Diderot narra esta conversación, de la que surgen las dos posturas contrapuestas:

—¡Pero, señor —le decía el filósofo ciego—, deje ese espectáculo maravilloso donde lo encontró, porque no ha sido hecho para mí! Yo he sido condenado a pasar mi vida en las tinieblas y usted me cita unos prodigios que yo no puedo entender y que solo pueden ser prueba para usted y para los que ven como usted. Si usted quiere que yo crea en Dios, tiene que hacérmelo tocar.

—Señor —replicó hábilmente el reverendo—, lleve sus manos hacia usted mismo y en el mecanismo admirable de sus órganos encontrará la divinidad.

—Señor Holmes —le respondió Saunderson—, se lo repito, todo esto es más hermoso para usted que para mí. Pero si el mecanismo animal fuera tan perfecto como usted lo presume, y yo no tengo por qué no creerle, puesto que usted es un hombre honrado que no se atrevería a engañarme, ¿qué tiene en común con un ser soberanamente inteligente? Si tanto le asombra, es tal vez porque usted está acostumbrado a tratar de prodigio todo lo que le parece superior a sus propias fuerzas. He dado tan a menudo un objeto de admiración para usted, que tengo una mala opinión de lo que lo sorprende. He atraído gente de lo más profundo de Inglaterra que no podía concebir que yo fuera geómetra: convenga conmigo que dichas personas no tenían nociones muy precisas sobre la posibilidad de las cosas. ¿Un fenómeno nos parece estar por encima del hombre? Decimos corriendo que es obra de un Dios: nuestra vanidad no se conforma con menos. ¿No podríamos dar a nuestro discurso un poco menos de soberbia y algo más de filosofía? Si la naturaleza nos ofrece un nudo difícil de deshacer, tomémoslo por lo que es, y no empleemos para cortarlo la mano de un Ser que enseguida se nos convierte en un nudo más indisoluble que el primero. Preguntad a un indio por qué el mundo permanece suspendido en el aire, os responderá que está encima de un elefante: ¿y en qué se apoyará el elefante?, en una tortuga: ¿y quién sostendrá a la tortuga?… Ese indio os da lástima y podrían decirle como a vos: señor Holmes, amigo mío, confesad primero vuestra ignorancia y ahorradme el elefante y la tortuga.

Negando tanto las pruebas de la existencia de Dios que proceden de la naturaleza como las que derivan del papel central del ser humano, Diderot llega a la imposibilidad a través de la razón de demostrar dicha existencia y, por tanto, a un ateísmo que, después de la publicación de la Carta, le costaría tres meses de cárcel en 1749. A estas alturas, el materialismo biológico parece ser la mejor forma mentis para defender el ateísmo crítico sobre una base científica, y precisamente en este planteamiento se inspirará Diderot después de escribir Carta sobre los ciegos. Además, en Diálogo de un filósofo con la Marquesa de XXX, escrito en 1774, señala que el ateísmo es superior a la fe no solo porque es más racional, sino también por una evidente superioridad moral, al contrario de todo lo que habían afirmado sus predecesores y devotos contemporáneos.