El contexto, la vida y las obras

El contexto histórico

La vida de Denis Diderot se extiende a lo largo de casi todo el siglo XVIII, un siglo lleno de contradicciones en la historia europea y, especialmente, en la francesa. Desde mediados del siglo XVII, de hecho, dos tendencias políticas opuestas recorren Europa: por una parte, el fuerte impulso absolutista, y por otra, el intento de dejar paso a la igualdad civil y política de todos los ciudadanos. Ambas tendencias encontrarán su lugar en Francia: la primera en la persona de Luis XIV, llamado «el Rey Sol», cuyo reinado transcurrió entre 1643 y 1715, y la segunda personificada a final de siglo en la Revolución francesa, que estalló en 1789.

A principios del siglo XVIII, Francia es sin duda el país más absolutista y conservador de todo el continente: a la muerte del cardenal Mazarino, quien había sido sucesor del cardenal Richelieu como primer ministro, el Rey Sol decide gobernar con total independencia y sin consejeros, llegando a identificar la idea de monarquía con su persona. El monarca se deshace también del control de parte de la nobleza, privando a los principales miembros de la aristocracia de toda responsabilidad de gobierno y obligándoles a vivir en el palacio de Versalles bajo su control directo y enteramente dependientes de las dádivas reales.

El absolutismo político representa la búsqueda de una unidad religiosa que no deje espacio a ninguna discrepancia. A las minorías religiosas se les opone una mayor resistencia y en 1685, el edicto de Fontainebleau revoca el edicto de Nantes, que en 1598 les había concedido derechos políticos y libertad de culto a los hugonotes (protestantes franceses). De este modo, los bastiones hugonotes son desmantelados y casi medio millón de ellos abandonan Francia para irse al extranjero. El control real se extiende hasta la Iglesia católica y se traduce en la persecución de los jansenistas y en la pretensión de controlar la elección de los obispos franceses. Esta maniobra política, que se conoce con el nombre de «galicanismo», conduce a una fuerte tensión con el papado y a la excomunión temporal de Luis XIV, aunque la recupera más tarde gracias al papa Inocencio XII (quien salió elegido en 1691), que reconocerá a los obispos nombrados por el rey de Francia.

Si en los albores del siglo XVIII Francia representaba el modelo de absolutismo político, el horizonte político que se perfilaba al otro lado del canal de la Mancha era completamente distinto. En 1642 estalló una guerra civil en Inglaterra, Oliver Cromwell proclamó el nacimiento del protectorado en 1649, que en la práctica fue un gobierno republicano que se hizo con las riendas del país hasta 1660, cuando la dinastía de los Estuardo reconquistó el poder.

El jansenismo

El jansenismo fue un movimiento teológico y cultural que se difundió sobre todo por Francia, Holanda e Italia y que tomó su nombre del obispo holandés Cornelio Jansenio, cuyo Augustinus fue publicado póstumamente en 1640. En Francia se propagó especialmente de mano del teólogo Antoine Arnauld y tuvo su centro en el monasterio de Port-Royal-des-Champs. Los jansenistas iban de una interpretación protestante del pensamiento de san Agustín y consideraban que el hombre está intrínsecamente corrompido por el pecado original y que la voluntad humana puede dirigirse al bien solo si recibe la «gracia eficaz», que sin embargo no es dada por Dios a cada hombre y está totalmente desvinculada de las buenas obras. El profundo pesimismo jansenista se mostró enemigo jurado de los jesuitas, a los que se acusaba de una excesiva condescendencia moral. El movimiento encontró la oposición del papado, que a partir de mediados del siglo XVII condenó explícitamente las enseñanzas de Jansenio, pero tuvo el apoyo de Blaise Pascal, en particular en las Cartas provinciales (1656-1657). La condena definitiva la firmó el papa Clemente XI en 1713 con la Bula Unigenitus.

En Inglaterra, las «guerras de religión» entre católicos y anglicanos también fue invocada como arma política, aunque la breve experiencia republicana, unida a las reflexiones de los filósofos de la política ingleses (Thomas Hobbes y John Locke), condujo a la definición de una monarquía constitucional, basada en las atribuciones del Parlamento y en las limitaciones del poder real. Este contexto monárquico, si bien no absolutista, desembocó entre 1688 y 1689 en la Revolución Gloriosa, llamada así porque fue una revolución que tuvo lugar sin derramamiento de sangre y sin la participación de las masas populares. La causa fue el enfrentamiento entre el rey legítimo inglés, Jacobo II, de confesión católica, y Guillermo III de Orange, que zarpó desde Holanda y desembarcó en Inglaterra para defender los derechos de los súbditos protestantes y apoyar al Parlamento inglés.

Si bien es cierto que en Inglaterra volvieron a derrocar al legítimo soberano, este episodio sucedió de una manera muy diferente de como ocurriría un siglo más tarde en Francia. Sin violencia ni muerte, el Parlamento inglés pudo promulgar la Bill of Rights, que fijaba definitivamente la independencia del Parlamento a la hora de aprobar las leyes e imponer impuestos; declaraba ilegítimo movilizar un ejército en el país en tiempos de paz; proclamaba el derecho a la libertad de opinión, de impresión y de expresión política para todos los ciudadanos, y obligaba al rey a someterse a la autoridad del Parlamento.

Así pues, a finales del siglo XVII, Francia e Inglaterra, aun siendo gobernadas por una monarquía, representaban dos ejemplos opuestos de cómo puede entenderse y ponerse en práctica el poder monárquico. Cuando en 1707 nació el Reino Unido de Gran Bretaña, formado por Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda (considerada como una colonia), el gobierno recayó en un consejo de ministros, entre los que destacaba el primer ministro, que debía rendir cuentas de su actuación política al Parlamento y no al rey. En Francia, por el contrario, bajo el reinado de Luis XV, el sucesor del Rey Sol, el absolutismo comenzó a tambalearse al intensificarse las presiones de los nobles, del clero y de la burguesía emergente. Estas influencias no bastaron, sin embargo, para provocar un replanteamiento del sistema de gobierno, y durante todo el siglo XVIII, la monarquía francesa se enrocó cada vez más en sus privilegios, que se resquebrajaron únicamente por la violenta embestida de la Revolución de 1789.

A lo largo de todo el siglo, Europa se vio envuelta en una ola de guerras más o menos extensas que en muy raras ocasiones desequilibraron de forma radical la vida social, económica y cultural de su población, tratándose por lo general de guerras de sucesión concebidas por la razón de Estado.

De este modo, el norte de Europa vio cómo se consolidaba la hegemonía sueca en el mar Báltico y el nacimiento de la potencia rusa (1700-1721); hubo guerras de sucesión en España (1701-1713/1714), Polonia (1733-1738) y Austria (1740-1748), hasta la guerra de los Siete Años (1756-1763), que asentó, entre otras cosas, el triunfo definitivo de la potencia marítima y colonial inglesa.

Mientras los reyes se alternaban en los tronos y los intelectuales trataban de definir y alcanzar una forma de gobierno alternativa frente al absolutismo, en tres países se llevaron a cabo formas de «absolutismo o despotismo ilustrado»: en la Rusia de Pedro I el Grande (1682-1725) y Catalina II (1762-1796); en la Prusia de Federico II el Grande (1740-1786), y en la Austria de María Teresa I (1740-1780) y José II (1765-1790). Zares y emperadores (o zarinas y emperatrices) tuvieron como ministros y consejeros a intelectuales abiertos a las nuevas ideas que permitieron modernizar el Estado sin cuestionar por ello la forma de gobierno absolutista. Las principales reformas emprendidas en Rusia, Prusia y Austria trajeron consigo la racionalización de la burocracia y del sistema fiscal; la apertura al liberalismo en el terreno económico; la implantación de nuevos códigos civiles en los que se limitaban o abolían la tortura y la pena de muerte; el fomento de los derechos individuales con la instauración (si bien moderada) de una libertad de prensa y de debate; el establecimiento de la educación básica obligatoria; la limitación del poder de la nobleza, así como la promulgación de medidas de tolerancia hacia las minorías religiosas y la limitación de los privilegios eclesiásticos, lo que condujo a un lento proceso hacia el laicismo del Estado.

De entre los soberanos que pusieron en marcha estas reformas, la más relevante para nosotros es Catalina II de Rusia, quien intentó occidentalizar su vasto país, el cual se estaba convirtiendo entonces en una gran potencia europea, y quien contó entre sus consejeros con el mismo Diderot, al que además ayudó económicamente en sus últimos años de vida.

No obstante, el banco de pruebas más significativo de las nuevas ideas de tolerancia e igualdad estuvo fuera de Europa, lo que tal vez fue inevitable. Derribar monarquías centenarias y superar la idea de que un rey llegara a ser rey por derecho divino era un proceso largo y complejo, mientras que resultaba un poco más sencillo construir un Estado según los principios de la democracia y la libertad desde cero. Y así estos principios triunfaron por primera vez en el continente americano, con el conflicto entre las colonias y la metrópoli inglesa durante la guerra de Independencia estadounidense. Cuando, el 4 de julio de 1776, las trece colonias declararon su independencia de Inglaterra y constituyeron de forma oficial los Estados Unidos de América, lo hicieron en realidad motivadas por razones fiscales: no querían seguir pagando todos los impuestos que les exigía la madre patria europea y reclamaban el derecho a decidir cómo gestionar la presión fiscal en su territorio. Pero desde el primer momento, el conflicto se convirtió, además, en una batalla ideológica por los derechos de libertad e igualdad civil y política, y como tal fue acogido por muchos europeos que apoyaron a las colonias a nivel intelectual, como hizo Diderot, o viajando a Norteamérica a luchar junto a los revolucionarios, como hizo el marqués de La Fayette.

Los Estados Unidos de América no representaron un laboratorio solamente en la fase revolucionaria, sino también una vez que se conquistó la independencia en 1783. De hecho, llegados a este punto el objetivo era organizar un Estado desde la nada y por fin era posible hacerlo siguiendo los nuevos ideales antiabsolutistas. La Constitución estadounidense, que desde el inicio establecía la posibilidad de incluir enmiendas, es decir, modificaciones y correcciones del texto en cualquier momento después de su promulgación, se basaba en la tutela de las libertades fundamentales (palabra, prensa y expresión política) y en el derecho a la propiedad privada, así como en los principios de un gobierno representativo. La organización del Estado, a su vez, se estructuró de acuerdo con el principio de la división de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, y con el principio de equilibrio recíproco entre poderes, de modo que ninguno de ellos fuese claramente predominante sobre los demás.

En 1789, unos años después de la proclamación de la independencia de los Estados Unidos, estalló la Revolución francesa en París, un acontecimiento que pondrá Europa patas arriba y cambiará para siempre el rostro y la sensibilidad política del continente. Esta revolución no habría sido posible sin la experiencia política de la guerra de Independencia estadounidense y sin las ideas abrazadas por los ilustrados.