René Descartes

Re­tra­to de Des­car­tes

René Descartes (1596-1650), cuyo nombre se latinizó como Renatus Cartesius, fue definido por Bertrand Russell como «el fundador de la filosofía moderna» por su capacidad de introducir en un sistema filosófico de estructura todavía en parte escolástica el nuevo enfoque físico-astronómico que había dado sus mejores resultados con Galileo y que daría mejores resultados aún con Newton.

Entre las obras fundamentales de Descartes hay que mencionar el Discurso del método (escrito entre 1633 y 1637 y publicado a modo de premisa de los tres ensayos científicos La dióptríca, Los meteoros y La geometría); las Meditationes de prima philosophia (publicadas junto con las Respuestas que habían generado, en 1641, con el título Meditaciones metafísicas en las que se demuestran la existencia de Dios y la inmortalidad del alma), y Las pasiones del alma, última obra publicada en vida.

La filosofía cartesiana, que va de la crítica a la filosofía tradicional y de la búsqueda de un método nuevo fundamentado sobre reglas bien precisas, divide todo el mundo existente en dos sustancias: la res extensa (sustancia extensa) y la res cogitans (sustancia pensante). La primera está formada por el mundo material, cuya propiedad esencial es la extensión; la segunda está formada por el alma humana, entendida como principio espiritual, cuya propiedad esencial es la capacidad de pensar. Justo en el ser humano es donde la sustancia extensa y la sustancia pensante se encuentran, en la glándula pineal, localizada en el centro del cerebro. Pero ¿cómo se produce dicho encuentro, puesto que el alma no puede ejercer presión física sobre una res extensa? Descartes no responde a esta pregunta, dejando la aporía pendiente de resolver.

La sensibilidad básica, desde donde parte todo el proceso, es sin embargo algo muy distinto que la simple organización de las moléculas, que por sí sola podría justificar el paso de la materia bruta a la vida; la sensibilidad es, pues, una energía o, podría decirse, una propiedad física de la materia, el único modo de explicar la evolución de la vida sin recurrir a un principio transcendente. Para Diderot, toda la materia está viva y es sensible, según las formas aristotélicas del acto y la potencia. La sensibilidad inerte es la energía potencial de las moléculas, mientras que la sensibilidad activa es la energía actual. El 10 de octubre de 1765, el filósofo escribe en carta a Duclos:

La sensibilidad es una propiedad universal de la materia, propiedad inerte en los cuerpos brutos, como el movimiento en los cuerpos pesados detenidos por un obstáculo, propiedad que se hace activa en los mismos cuerpos por su asimilación con una sustancia animal viviente.

La organización de la materia es lo que la hace pasar de la potencia al acto. Así, en Elementos de fisiología:

Un día conseguiremos demostrar que la sensibilidad o el tacto son sentidos comunes a todos los seres […].

Entonces, la materia en general tendrá cinco o seis propiedades esenciales, la fuerza muerta o viva, la longitud, la anchura, la profundidad, la impenetrabilidad y la sensibilidad.

Y en El sueño de d’Alembert:

Todos los seres circulan los unos en los otros, por consiguiente en todas las especies […]. Todo está en un flujo perpetuo […]. Cada animal es más o menos hombre; cada mineral es más o menos planta; cada planta es más o menos animal. No hay nada exacto en la naturaleza.

De acuerdo con esta doctrina, Diderot propone, al menos como hipótesis, que los organismos vivientes se desarrollen y se transformen poco a poco los unos en los otros, un tipo de evolucionismo biológico ante litteram, que en su filosofía no asume sin embargo una estructura definitiva y conclusa.

Pero ¿qué relación existe entre la sensibilidad elemental de las moléculas orgánicas y la sensibilidad psicofísica de todo el organismo vivo? Según Diderot, el animal (y, por tanto, también el hombre) es más que la suma de sus partes y la sensibilidad animal no es solo la del animal en su totalidad, sino que también existe una sensibilidad independiente de cada parte, de cada órgano, que es definido como un animal autónomo dentro del animal más grande (animal in animali). Así, por ejemplo, de nuevo en Elementos de fisiología, el autor escribe: «El ojo es un animal en un animal, el cual por sí solo ejerce muy bien sus funciones». En cambio, esto no vale únicamente para los órganos complejos como el ojo, sino que:

cada órgano tiene su gusto particular y su dolor particular, su posición, su composición, su cadena, su función, sus enfermedades accidentales y hereditarias, sus aversiones, sus apetitos, sus remedios, sus sensaciones, su voluntad, sus movimientos, su nutrición, sus estimulantes, sus tratamientos apropiados, su nacimiento, su desarrollo. ¿Qué más tiene un animal?

En consecuencia, cada órgano exige sensibilidad. A partir de Théophile de Bordeu y de Maupertuis. Diderot compara el cuerpo vivo con un enjambre de abejas, cada una de las cuales está dotada de una sensibilidad individual pero que comparte asimismo con sus compañeras una sensibilidad más general que garantiza el buen funcionamiento del propio enjambre. Lo mismo ocurre para los órganos dentro del cuerpo. Desde su perspectiva, por tanto, ya no es suficiente con estudiar la estructura de los órganos vivos a través de la anatomía, sino que además es necesario comprender la función dentro del conjunto del organismo, tanto animal como humano, mediante la fisiología. De nuevo, leemos en sus Elementos:

El hombre puede ser considerado como un ensamblaje de animales, cada uno de los cuales conserva su función particular y simpatiza, tanto de manera natural como por costumbre, con los demás.

Así pues, Diderot sale de un mecanicismo que considera al animal (y al hombre) como la suma de sus partes y lo hace precisamente subrayando el valor de la «simpatía», es decir, de la coordinación entre las partes, pero no cae en el espiritualismo que acepta la existencia de otro principio junto al material.

Más bien parece inclinado a una cierta forma de vitalismo. Para Diderot, en realidad, la sensibilidad es exclusivamente una propiedad de la materia, que pasa del nivel más elemental en la sensibilidad de los órganos hasta llegar a la sensibilidad psicofísica de todo el organismo vivo. Es precisamente esa sensibilidad la que hace posible el «paso» de la materia a la racionalidad (que en Diderot es solo una función de la materia), sin necesidad de introducir un principio espiritual en el hombre.