Jean-Baptiste le Rond d’Alembert
Jean-Baptiste le Rond d’Alembert (1717-1783) fue hijo ilegítimo de madame de Tencin y del caballero Destouches, por lo que no fue criado por sus padres, sino por la mujer de un cristalero. Sin embargo, el padre le pagó los estudios y se convirtió en matemático con una cierta inclinación por la filosofía.
Frecuentó numerosos salones literarios franceses y fue miembro de la Academia de Ciencias de Francia, de la Academia de Berlín (que se negó a presidir) y de la Academia de las Artes de San Petersburgo (pero no quiso trasladarse a Rusia para ser preceptor del heredero al trono, el futuro zar Pablo I). Escribió en su mayoría obras de carácter científico, como el Tratado de dinámica (1743), el Tratado del equilibrio y del movimiento de los fluidos (1744), los Estudios sobre las cuerdas vibrantes (1747), los Opúsculos matemáticos (1761-1780, 8 vols.).
Su investigación estaba inspirada por la física de Newton y, desde el punto de vista filosófico, era un empirista, heredero de Descartes y Locke. No produjo obréis de filosofía especialmente originales, pero contribuyó de manera importante a la difusión del espíritu ilustrado, sobre todo en calidad de editor de la Enciclopedia, para la que revisó todas las voces científicas y redactó algunas de su puño y letra.
En 1759 abandonó el proyecto, en parte por las muchas críticas recibidas, y en parte para evitar problemas con la censura, en un momento particularmente delicado para el futuro de la obra y para el trabajo de Diderot. La obra más interesante que escribió d’Alembert, y que algunos estudiosos incluso han definido «entre las páginas más logradas de la literatura filosófica dieciochesca» (P. Quintili), es el Discurso preliminar de la Enciclopedia, en el que se exponen el origen metafísico y la conexión de las ciencias, además de su clasificación, que se basa en el arbor scientiarum de Bacon, y, por último, la evolución histórica que muestra cómo se ha llegado al estado de las ciencias en el siglo XVIII.
Los temas filosóficos tratados en esta última fase no son particularmente originales respecto a la fase anterior. Se habla del movimiento como atributo esencial de la materia, se rechaza el dualismo cartesiano de res cogitans y res extensa, se deja espacio a un monismo fundado sobre la sensibilidad, «cualidad general y esencial de la materia» que permite contemplar la evolución desde la materia inorgánica a la orgánica, se hace referencia a una visión monista de la realidad, sin suponer una causa externa a la materia. Las fuentes de estos textos son Spinoza (en positivo) y Descartes (a quien busca superar pero que sigue siendo imprescindible), la visión del mundo de Lucrecio (la potencia fecundadora de la naturaleza, las generaciones espontáneas, la eternidad de la materia), nuevamente el atomismo de Demócrito y la filosofía de Epicuro, pero —una vez más— también los estudios biológicos, anatómicos, fisiológicos e incluso cosmológicos del siglo XVIII. En palabras de d’Alembert, que llega a abrazar los postulados de Diderot, convergen, por una parte, la capacidad de analizar de forma racional los fenómenos y estudiar los experimentos de laboratorio y, por otra, la de formular hipótesis universales que den una visión global, «total» —aun necesariamente solo hipotéticas— del mundo.
Así pues, en El sueño de d’Alembert (que, de los tres, es el texto más completo) vuelve a aparecer la naturaleza como un todo vivo donde todos los elementos están conectados al conjunto. Cuando habla de sí mismo durante el delirio del sueño, d’Alembert afirma:
Soy así porque fue necesario que fuese así. Cambiad el todo y me cambiáis necesariamente; pero el todo cambia sin cesar… El hombre no es más que un efecto común, el monstruo solo un efecto raro; los dos son igualmente naturales, igualmente necesarios, igualmente en el orden universal y general… ¿Y qué tiene eso de asombroso? […]
Toda cosa es más o menos, una cosa cualquiera, más o menos tierra, más o menos agua, más o menos aire, más o menos fuego, más o menos de un reino o de otro… Nada es, pues, la esencia de un ser particular… No, sin duda, puesto que no hay ninguna cualidad de la que algún ser no participe… Y es la relación más o menos grande de esta cualidad, la que nos hace atribuirla a un ser exclusivamente o a otro… Y habláis de individuos, ¡pobres filósofos! Dejaos de individuos y respondedme: ¿acaso hay un átomo en la naturaleza rigurosamente igual a otro átomo?… No… ¿No convenís en que todo está en la naturaleza y que es imposible que haya un vacío en la cadena? ¿Qué queréis, pues, decir con vuestros individuos? No los hay, no, no los hay… No hay más que un solo gran individuo, que es el todo. En ese todo, como en una máquina o en un animal cualquiera, hay una parte que llamáis tal o cual; pero cuando le dais el nombre de individuo a esa parte, es por un concepto tan falso como si, en un pájaro, dieseis el nombre de individuo a un ala, o a la pluma del ala.
En toda la producción filosófica de Diderot, de los Pensamientos filosóficos a los Elementos de fisiología, se demuestra la confianza del pensador en la razón humana, único criterio para conocer la verdad cuando no queda más espacio para la fe en una revelación divina. Pero la fe en la razón no es ciega y absoluta, ya que esta también tiene límites. Así, desde sus Pensamientos, Diderot profesa el escepticismo:
¿Qué es un escéptico? Es un filósofo que ha dudado de todo lo que cree, y que cree lo que un uso legítimo de su razón y de sus sentidos le ha demostrado como verdadero.
Y también:
Lo que jamás ha sido puesto en duda no puede ser de ninguna manera probado. Lo que no ha sido examinado sin prevención no ha sido jamás bien examinado. El escepticismo es, por consiguiente, el primer paso hacia la verdad, y debe ser general puesto que constituye la piedra angular.
Como primer paso hacia la verdad, el escepticismo no pretende entenderla al instante (y tal vez nunca) en su conjunto, pero resulta, con todo, indispensable para acercarse a ella. El verdadero filósofo debe dudar de todo y comenzar desde lo que sus sentidos perciben y su razón comprende, pero está claro que la razón humana puede y debe captar de vez en cuando nuevas cosas, iluminar poco a poco con su propia llama —débil pero imprescindible— aspectos distintos del mundo. Esta actitud hacia el conocimiento no es patrimonio de cualquiera:
El escepticismo no conviene por igual a todo el mundo. Supone un examen profundo y desinteresado: que el que duda solo porque no conoce las razones para creer no es sino un ignorante. El verdadero escéptico ha contado y sopesado las razones. Pero sopesar razonamientos no es asunto de poca monta. ¿Quién entre nosotros conoce exactamente su valor? […]
Puesto que es tan arduo sopesar razones y puesto que apenas hay cuestiones que no tengan pros y contras, y casi siempre en igual medida, ¿por qué actuamos tan precipitadamente? ¿De dónde nos viene ese tono tan decidido?
Y citando a Montaigne, Diderot destaca que las cosas más verosímiles pueden convertirse en odiosas cuando se presentan como ciertas e infalibles. Sin duda es mejor enseñar a ser críticos y a valorar de forma racional cualquier viejo saber y cualquier nuevo conocimiento adquirido antes que ofrecer certezas inquebrantables.
[mejor] conservar la actitud de alumno a los sesenta años en lugar de convertirse en doctores a los quince.