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La voz del piloto del Tornado FB británico sonó en los auriculares.
—Bienvenido a la hermosa isla de Chipre, lugar de nacimiento de Afrodita, diosa del amor…
Austin iba sentado detrás del piloto en el asiento destinado al operador del sistema de armamento del avión supersónico. El aparato trazó un círculo sobre la base de la fuerza aérea británica cerca de la vieja ciudad romana de Curium antes de bajar en un rápido descenso. En cuanto el tren de aterrizaje tocó tierra, Austin miró las luces de la pista después de un vuelo de noventa minutos desde Inglaterra, y se asombró ante lo pequeño que se había vuelto el mundo.
Horas antes había viajado en un helicóptero de la CIA a Albany. Desde allí, un avión lo había trasladado hasta la base de Andrews en Maryland, donde el Blackbird estaba guardado en un hangar especial del que solo lo sacaban para los vuelos nocturnos. El SR-71 había sido diseñado como un aparato de reconocimiento estratégico de largo alcance que podía volar a velocidades superiores a Mach 3.2 y alcanzaba una altitud de casi treinta mil metros. El fuselaje achatado, más azul que negro, tenía más de treinta metros de largo, sin contar el afilado morro de un metro cincuenta. Dos estabilizadores verticales se elevaban en la parte de atrás como aletas de tiburón gemelas. Cada uno de los dos motores producía casi dieciséis mil kilos de empuje, lo que lo hacía capaz de remolcar hasta un trasatlántico.
Austin ingirió una comida abundante en proteínas de carne y huevos, pasó por un rápido examen médico, y le dieron un traje especial idéntico a los que utilizaban en el transbordador espacial. Mientras se vestía, respiró oxígeno puro para filtrar los gases de su cuerpo. Una furgoneta lo llevó hasta el hangar del Blackbird y lo hicieron sentar en un asiento construido especialmente para el pasajero. El SR-71 se encontró con un avión cisterna para repostar combustible. Menos de dos horas más tarde, aterrizó en una base de la RAF en Inglaterra.
Flagg lo había arreglado todo para que un caza de la RAF llevase a Austin en la última etapa del viaje porque pasaría más desapercibido que un avión norteamericano en Chipre, ya que los británicos habían mantenido allí una presencia militar durante años.
Un coche entró en la pista y siguió al caza hasta que se detuvo. Tres hombres vestidos con pantalón negro, jersey de cuello alto y boinas se apearon del coche para saludar a Austin cuando bajó del avión.
—Buenas noches, señor Austin —dijo el jefe del grupo, un moreno greco-americano. Se presentó a sí mismo como George, y añadió que había llegado de Atenas para reunirse con los agentes que venían del Cairo y de Estambul. También explicó que un cuarto hombre, que pertenecía a la embajada norteamericana en Nicosia, y que conocía la isla, se había adelantado para explorar el terreno.
—¿Va armado? —preguntó George.
Austin palmeó el bulto debajo de la chaqueta. Mientras Austin volaba a Maryland, Flagg había encargado a alguien de Langley que recogiese una muda y el revólver Bowen de la casa de Kurt y la llevase a Andrews.
—Tendría que haber sabido que no hacía falta preguntarlo a un antiguo hombre de la compañía —comentó George, con una sonrisa—. Pero estas cosas podrían serle útiles. —Dio a Austin unas gafas de visión nocturna y una boina.
Austin subió al Land Rover. Un vehículo de la fuerza aérea los escoltó hasta la salida, y el guardia les permitió el paso por la reja. Viajaron por una carretera a oscuras a velocidades de casi ciento sesenta kilómetros por hora antes de que el conductor frenase para tomar un camino que subía a las montañas.
George dio a Austin una foto de satélite y una linterna. La foto mostraba un edificio de planta cuadrada en lo más alto de una montaña con una única carretera de acceso. No podía ser más remoto.
Sonó el teléfono de George. Escuchó durante unos momentos y cortó. Se volvió hacia Austin.
—Un coche y una ambulancia acaban de llegar al castillo.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó Austin.
—Menos de una hora. En estas carreteras de montaña hay que ir despacio.
—Se trata de un asunto de vida o muerte —afirmó Austin.
George asintió y dio una orden al conductor. El coche aceleró, y varias veces el vehículo tomó las cerradas curvas de la carretera en dos ruedas.
Cuando se acercaban a su destino, George recibió una segunda llamada de su avanzadilla.
Había visto el coche que subía y pedía al conductor que hiciese un guiño con los faros para identificarse. El conductor hizo luces un par de veces. Segundos más tarde alguien hizo una señal con una linterna desde un margen del camino.
El coche se detuvo y George bajó la ventanilla. El rostro de un hombre apareció enmarcado tras el cristal de otro vehículo.
—El camino de entrada está unos cincuenta metros más adelante —informó.
—Iremos a pie a partir de aquí —dijo George a su interlocutor—. Muéstrenos el camino.
Austin se apeó del Land Rover y se colocó las gafas de visión nocturna. Él y los demás siguieron al agente por una carretera a un paso tan ligero que enseguida atajó la distancia.
Baltazar cargó a Carina por la escalera y la colocó en los brazos alzados de la estatua.
El efecto de la droga que la había mantenido inconsciente durante horas se estaba disipando. Se despertó con un olor a petróleo en la nariz. Cuando se aclaró su visión, vio el siniestro rostro de bronce de Ba’al. Tenía los brazos y las piernas ligados por las vendas, pero podía mover la cabeza. Dobló el cuello y vio a Baltazar de pie en la base de la estatua.
—Le recomiendo que no se mueva, Saba. Está en un lugar precario.
—No soy Saba, loco. Quiero que me deje marchar.
—Su soberana altivez la traiciona —replicó Baltazar—. Es descendiente de Saba. Lleva la sangre de Saba en sus venas.
Me tentó como su antepasada tentó a Salomón. Pero Ba’al envió a Austin para recordarme mi deber familiar.
—Además de estar loco, es usted un idiota.
—Quizá.
Baltazar observó los elementos de la escena como un artista que contempla un posible tema. Se disponía a coger una antorcha de la pared cuando escuchó lo que parecían disparos.
Austin se había detenido en la entrada del camino de acceso con una rodilla en tierra.
Una cerilla se había encendido más adelante, y la brisa le trajo el olor del tabaco. Aunque poco nítida y verdosa, vio con las gafas de visión nocturna una figura que se movía de un lado a otro.
George le tocó el brazo. Se señaló a sí mismo y después al centinela.
Austin le respondió con la señal de okey. El hombre de la CIA se agachó para avanzar hacia el centinela que nada sospechaba. Austin vio cómo las figuras se unían por un momento.
Se escuchó un quejido, y el guardia cayó al suelo. George hizo una seña a los demás para que avanzasen.
—No lo he hecho bien —dijo George, junto al guardia inconsciente—. Lo lamento.
Algunos de los guardias habían escuchado el quejido del centinela y se acercaron a la carrera para investigar. Los gritos llegaban de todas las direcciones. El rayo de una linterna iluminó de pleno a George, y este levantó las manos para protegerse los ojos.
Austin derribó a George como si fuese un jugador de rugby. No pudo ser más oportuno porque una fracción de segundo después las balas pasaron por encima de sus cabezas. George se levantó de un salto y disparó una corta ráfaga con su pistola ametralladora.
Se escucharon gritos de dolor al tiempo que se apagaba la luz.
Austin corrió hacia el castillo y cruzó el puente sobre el foso seco. El mercenario que vigilaba la puerta intentaba deducir a qué se debían los gritos, las luces en movimiento y los disparos. A diferencia de Austin, no tenía la ventaja de la visión nocturna. No vio a la figura que corría hacia él con los hombros bajos hasta que fue demasiado tarde.
Austin golpeó al hombre como una bala de cañón. El guardia cayó hacia atrás y dio de cabeza contra el muro. Se desplomó, inconsciente.
Austin abrió la pesada puerta y entró en el frío del castillo. Con el Bowen sujeto con las dos manos, recorrió rápidamente la planta baja y encontró la habitación con la gran chimenea. La puerta en el fondo del hogar estaba entreabierta y permitía que se filtrase un poco de la luz de las antorchas.
Austin se quitó las gafas de visión nocturna, abrió la puerta de un puntapié y corrió escalera abajo. Cruzó un portal y vio la escena. La sala circular con sus grotescas estatuas.
El fuerte olor del petróleo. Carina en los brazos alzados.
A Baltazar detrás de la estatua como si hubiese estado esperándolo.
—¡Austin! —gritó, el rostro convertido en una máscara de furia—. De alguna manera, sabía que era usted.
Para empezar, Austin quería a Baltazar lejos de Carina.
Apuntó con el Bowen.
—Se acabó la diversión, Baltazar. Baje de ahí.
Baltazar se escondió detrás de la estatua y habló por el tubo de voz. Sus palabras parecían salir de la boca abierta de la efigie.
Austin escuchó un chirrido debajo de los pies y se apartó cuando las puertas se abrieron para dejar a la vista el pozo lleno de petróleo.
Con los dientes apretados para concentrarse, permaneció con las piernas bien separadas, apuntó con el Bowen al rostro de Ba’al y apretó el gatillo. Volaron las esquirlas de metal. La nariz de la estatua se desintegró para dejar a la vista el interior hueco. Austin disparó de nuevo. El pesado proyectil arrancó una mejilla. Luego continuó disparando metódicamente al rostro malvado de la estatua.
Se escuchó un alarido de dolor. Baltazar salió de detrás de Ba’al. Tenía el rostro ensangrentado por los trozos de metal.
Cogió una tea de la pared. Austin disparó al azar. Falló, pero en su prisa por ponerse a cubierto, Baltazar dejó caer la tea sobre la escalera. Bajó los escalones para recogerla. Austin había agotado la munición. Guardó el revólver en la funda y corrió escalera arriba.
Baltazar recogió la tea e intentó golpear con ella el rostro de su rival. Kurt se agachó y descargó un tremendo golpe con el hombro en el vientre del millonario, quien dejó caer la tea, pero ambos hombres tenían más o menos la misma corpulencia y la furia daba a Baltazar una fuerza añadida. Lucharon por un momento, perdieron el equilibrio y rodaron escalera abajo hasta el borde del pozo.
Baltazar dio un cabezazo a Austin, se puso de pie y le descargó una patada en las costillas. Intentó dar otro puntapié en el rostro de su oponente. Austin no hizo caso del terrible dolor, sujetó la bota antes de que hiciese impacto y la retorció.
Baltazar se aguantó sobre un pie y buscó con desesperación mantener el equilibrio, pero acabó cayendo de cabeza en el pozo.
Austin se levantó y vio que su enemigo intentaba nadar en el líquido espeso. El petróleo que le cubría el rostro y la cabeza reflejaba la luz de las antorchas.
—¡Retrocede, Kurt!
Las vendas que sujetaban a Carina se habían aflojado durante el viaje. Se había soltado ella misma y bajado de los brazos de la estatua. Estaba en la escalera, con la tea en la mano.
Con el vestido blanco, y sus hermosas facciones desfiguradas por la rabia, parecía un ángel vengador.
—Espera —gritó Austin. Corrió escalera arriba.
Carina titubeó. Comenzó a bajar la tea. Entonces vio que Baltazar intentaba salir del pozo, una tarea harto difícil debido al petróleo en las manos. Consiguió llegar hasta el borde como un monstruo que emergía de las profundidades. Carina echó el brazo hacia atrás y lanzó la antorcha. Trazó un arco en el aire seguida por una estela de chispas que acabó en el centro del pozo.
Se escuchó un fuerte sonido como el de una descarga de aire comprimido.
Austin corrió escalera arriba y sujetó a Carina por la cintura.
La empujó en el espacio detrás de la estatua y la cubrió con su cuerpo.
La efigie los protegía del terrible calor pero corrían el peligro de asfixiarse debido a la nube del grasiento humo negro que subía hacia el techo. Las rejillas de ventilación no eran suficientes, y la sala se llenó con humos tóxicos en cuestión de segundos.
Austin rodeaba con fuerza el cuerpo delgado de Carina cuando sintió el contacto con una manija en la pared. Sujetó la manija y al moverla se abrió una parte del muro. El aire fresco entró por la abertura rectangular. Austin apenas si pudo pronunciar las palabras pero gritó a Carina que pasase por el agujero. Luego la siguió y cerró la puerta.
Sacó una linterna del bolsillo y alumbró en derredor. Se encontraban en una habitación apenas más grande que un armario. Olía a humedad, pero la habitación estaba libre de humo. Dedujo que había sido construida por los antepasados de Baltazar para protegerse cuando hacían los sacrificios a Ba’al.
Permanecieron en el cuarto hasta que el petróleo acabó por consumirse. Austin entreabrió la puerta. El aire era pestilente pero estaba casi libre de humo. Utilizaron parte de las vendas de Carina para improvisar unas máscaras. Salieron de detrás de la estatua y bajaron la escalera para ir a la puerta.
Al pasar junto a la humeante hoguera, Carina desvió la mirada. Austin sí que miró al interior como si esperase ver a Baltazar salir de las profundidades. Pero lo único que vio fue la negrura del abismo.