5
Cerca de Ma’arib, Yemen
—Aquí abajo, señor, ser tumba de la reina.
El beduino agitó una mano en el aire, su dedo huesudo señalaba una fisura de casi un metro de ancho y sesenta centímetros de altura en la ladera de una colina de piedra caliza.
Los bordes ásperos de los estratos por encima y debajo de la abertura eran como encías afectadas por una gingivitis severa.
Anthony Saxon se puso a gatas y miró dentro del agujero.
Apartó los pensamientos de serpientes y arañas venenosas, se quitó el turbante y la chilaba color arena para dejar a la vista los pantalones largos y la camisa. Encendió la linterna, alumbró el interior y respiró a fondo.
—Madriguera, allá voy —dijo con una despreocupada insolencia.
Se metió en la grieta, moviendo su larguirucho cuerpo como una salamandra, y desapareció de la vista. El pasaje se hundía como el túnel de una mina de carbón. Se sintió dominado durante unos segundos por un temor claustrofóbico cuando el túnel se angostó y se imaginó trabado en el lugar, pero se las ingenió para pasar con una creativa coordinación de los dedos de las manos y los pies.
Para su alivio, el pasaje volvió a ensancharse. Después de arrastrarse durante unos seis metros, salió del túnel a un lugar abierto. Con mucho cuidado para no golpearse la cabeza con el techo bajo, se irguió poco a poco y alumbró el entorno con la linterna.
El rayo de luz iluminó una pared en un espacio rectangular del tamaño de un garaje para dos coches. Había una abertura con un arco de un metro cincuenta de altura en la pared opuesta. Pasó por la brecha y siguió por otro pasillo de unos quince metros hasta que llegó a una especie de sala rectangular que medía más o menos la mitad de la superficie de la anterior, El polvo que lo cubría todo le produjo un ataque de tos.
Cuando se recuperó, vio que en la sala no había nada más que un sarcófago de madera tumbado. La tapa estaba un par de pasos más allá. Una forma vagamente humana envuelta en vendas de pies a cabeza estaba medio salida del viejo ataúd.
Saxon maldijo por lo bajo. Había llegado con unos cuantos siglos de retraso. Los ladrones de tumbas habían despojado aquella de cualquier objeto valioso centenares de años antes de que él naciese.
La tapa del sarcófago estaba decorada con una pintura de una joven, una adolescente de ojos oscuros muy grandes, boca sensual y pelo negro recogido apartado de la cara. Parecía llena de vida. Con mucho cuidado, puso a la momia dentro de la caja. El cuerpo disecado tenía el tacto de un saco de ramas secas. Colocó el sarcófago en la posición correcta y lo tapó de nuevo.
Alumbró las paredes de la tumba y leyó las letras talladas en la piedra. Las palabras que formaban eran un epígrafe árabe del siglo primero después de Cristo. Una diferencia de unos mil años.
—Mierda —murmuró. Dio una palmada a la tapa del sarcófago—. Que duermas bien, cariño. Lamento haberte molestado.
Con una última y triste mirada a la tumba, volvió por el pasillo hasta la abertura del túnel. Gruñó mientras pasaba por la salida estrecha y arrastraba su cuerpo cubierto de polvo por el agujero para llegar al exterior, donde hacía una temperatura de casi cincuenta grados. Tenía los pantalones rasgados, y los codos y las rodillas lastimados y sangrantes.
El beduino lo esperaba con una expresión expectante en su rostro moreno.
—Bilquis? —preguntó.
Anthony Saxon respondió con una carcajada.
—Ahí no hay nada.
El rostro del beduino mostró su desilusión.
—¿No reina?
Saxon recordó el retrato en el sarcófago.
—Quizá una princesa. Pero no mi reina. No es Saba.
Se escuchó el toque de una bocina al pie de la colina. Un hombre estaba junto a un viejo Land Rover con una mano apoyada en el vehículo y otra agitándola en el aire. Saxon respondió al gesto, se colocó de nuevo la chilaba y el turbante, y emprendió la bajada. El hombre que tocaba la bocina en el vehículo azotado por la arena era un árabe de aspecto aristocrático cuyo labio superior quedaba oculto por un soberbio mostacho.
—¿Qué pasa, Mohammed? —preguntó Saxon.
—Hora de irse —respondió el árabe—. Vienen los malos.
Movió el cañón de su fusil de asalto Kalashnikov hacia un punto a un poco más de medio kilómetro de distancia. Se acercaba un vehículo que levantaba una densa nube de polvo.
—¿Cómo sabes que son los malos? —preguntó Saxon.
—Por aquí todos son malos —afirmó el árabe con una sonrisa que dejó a la vista sus dientes de oro. Sin decir nada más, se sentó al volante del vehículo y puso en marcha el motor.
Saxon había aprendido a respetar la capacidad de Mohammed para mantenerlo con vida en el interior del Yemen que se parecía mucho al Salvaje Oeste. Cada jefe en la zona parecía disponer de su propio ejército particular de bergantes, y una gran afición por el robo y el asesinato.
Se sentó en el asiento del acompañante.
El beduino se acomodó en la parte de atrás. Mohammed pisó el acelerador. El Land Rover levantó una nube de tierra y arena. Mientras el conductor cambiaba de marchas, se las apañaba para conducir y sujetar al mismo tiempo el arma.
Mohammed no dejaba de mirar por el espejo retrovisor.
Después de varios minutos palmeó el salpicadero como si fuese el cuello de un noble semental.
—Ya estamos a salvo —anunció con una gran sonrisa—. ¿Has encontrado a tu reina?
Saxon le habló del sarcófago y de la momia de la adolescente.
Mohammed señaló con el pulgar al beduino en el asiento trasero.
—Te lo dije. Este hijo de un camello y todos los de su aldea son unos ladrones.
Convencido de que lo alababan, el beduino les dedicó una sonrisa desdentada.
Saxon exhaló un suspiro y contempló el paisaje desértico.
Los habitantes cambiaban, pero la escena era siempre la misma. Algún nativo le contaba excitado que la reina que buscaba estaba literalmente debajo de sus narices. Saxon se jugaba el pellejo para llegar al interior de alguna antigua necrópolis que los antepasados del estafador habían saqueado siglos atrás.
Había olvidado ya el número de momias que había encontrado. A lo largo del camino había conocido a muchas personas buenas. Era una pena que todas estuviesen muertas.
Sacó unos cuantos riales del bolsillo del pantalón. Le entregó las monedas al encantado beduino y declinó la oferta de este de mostrarle la tumba de otra reina muerta.
Mohammed dejó al beduino cerca de un grupo de tiendas, y luego continuó viaje hacia la vieja ciudad de Ma’arib. Saxon se alojaba en el Garden of the Two Paradises Hotel. Pidió a Mohammed que fuese allí a la mañana siguiente para decidir la actividad del día.
Después de una ducha caliente, Saxon se puso unos pantalones de algodón y una camisa y bajó al vestíbulo, con la boca seca como si se hubiese comido medio kilo de arena del desierto. Se sentó en el bar y pidió un Martini con Bombay sapphire, y la astringente dulzura de la bebida le quitó el ardor de la garganta.
Habló con un par de paletos de una compañía petrolera de Texas. Un segundo cóctel reavivó sus ánimos, hasta que uno de los hombres le preguntó qué estaba haciendo en Ma’arib.
Saxon podría haber respondido que aquella era la última etapa de una fracasada búsqueda para dar con la fabulosa reina de Saba entre las ruinas de la vieja Ma’arib, la ciudad que se decía que había sido su lugar de residencia.
—Estoy aquí para probar las aguas —respondió, en cambio.
Los dos hombres intercambiaron una mirada y luego se echaron a reír. Antes de marcharse a sus habitaciones, invitaron a Saxon a un tercer Martini con ginebra.
Saxon había llegado a aquel maravilloso punto donde toda la actividad cerebral queda suspendida en una nube alcohólica cuando un botones entró en el bar y le entregó una nota escrita en una hoja con el membrete del hotel:
Creo que puedo presentarlo al hombre del mar. Si todavía está interesado en conocerlo hágamelo saber cuanto antes.
A fuerza de pestañear se quitó el velo de sus ojos y leyó de nuevo. El remitente era un buscador de antigüedades del Cairo llamado Hassan, con quien había hablado por teléfono antes de ir a Yemen. Garabateó una respuesta al pie de la nota y se la entregó al botones con una propina y la orden de que le buscase un medio de transporte para la mañana siguiente.
Luego pidió la primera de varias cafeteras de café bien cargado y se dedicó a la tarea de recuperar la sobriedad.