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Durante los años del imperio otomano, cuando el harén de Topkapi estaba lleno con centenares de bellezas con velo, una entrada no autorizada en sus recintos prohibidos habría sido respondida con las afiladas cimitarras en las manos de los eunucos africanos que vigilaban el palacio.

Cuando Austin y Carina entraron en el gran patio, el apuesto guía turístico interrumpió su discurso y les dirigió una mirada cortante como una de aquellas armas.

—¿Sí?

Austin puso su mejor sonrisa de paleto.

—Lamentamos llegar tarde.

El guía frunció el entrecejo. Las visitas al harén se hacían de acuerdo con un horario estricto, nadie desde la taquilla le había llamado para decirle que había dos personas más.

Cogió la radio para llamar al guardia de seguridad.

Carina se adelantó y le obsequió al guía su más encantadora sonrisa. Buscó en el billetero y sacó cien liras.

—¿La propina se da ahora o más tarde?

El guía sonrió y enganchó la radio en su cinturón.

—Es costumbre dar la propina al final de la visita, pero solo si se está satisfecho.

—Estoy segura de que quedaré muy satisfecha —afirmó Carina con su más coqueta caída de ojos.

El guía carraspeó y se volvió hacia el grupo de extranjeros y turcos reunidos a su alrededor.

—Hubo un momento en que el harén albergaba más de mil concubinas, esclavos, esposas, y la madre del sultán. Era como una pequeña ciudad, con más de cuatrocientas habitaciones.

A su izquierda están los alojamientos de los eunucos negros y su jefe, que vigilaba el harén. Las otras puertas conducen a los aposentos del tesorero real y el chambelán. Pueden pasar por aquella puerta y visitar los apartamentos de los eunucos.

El guía dio el mismo discurso en turco y luego de dirigió hacia los dormitorios de los guardias como el flautista de Hamelin.

Austin retuvo a Carina hasta que se quedaron solos en el patio. Sus ojos azul verde observaron las puertas a la búsqueda de una posible vía de escape. Probó con una, la puerta estaba sin llave. Confiaba en perder a los perseguidores en el vasto laberinto de apartamentos y patios.

—Kurt —dijo Carina.

Se había abierto la Puerta del Carruaje. Buck entró en el patio con sus amigos de rostros duros e indicó a sus hombres que se desplegasen. Avanzaron hacia la pareja.

En aquel mismo momento, el guía y el grupo salieron de las habitaciones de los eunucos y crearon una barrera humana de turistas con cámaras. Austin y Carina se mezclaron con el grupo cuando pasó por una arcada al otro extremo del patio.

Austin miró por encima del hombro. Buck y sus hombres se abrían paso entre la multitud.

—¿Qué haremos? —susurró Carina.

—Por ahora disfrutar de la visita, y cuando yo diga corre, tú corre.

—¿Correr adónde?

—Todavía estoy tratando de averiguarlo —respondió Austin.

Carina murmuró en italiano. Austin no necesitó de un traductor para saber que maldecía. Interpretó su furia como una señal de que no se había rendido a la desesperación.

El guía los llevó por una sala con la cúpula cuadrada.

Cada pocos minutos se detenía para ofrecer explicaciones en turco e inglés, y les señalaba los aposentos de las concubinas, la escuela para los niños del harén y las cocinas donde se preparaba la comida para los ocupantes del enorme complejo.

Austin miraba con anhelo las puertas y los pasillos que ofrecían posibles rutas de escape. No había manera de que Carina y él pudiesen separarse del grupo. Con cada parada, Buck y sus amigos se acercaban cada vez más.

Se puso a sí mismo en el lugar de los perseguidores. Los tres hombres se acercarían para separarlo de la multitud. Dos de ellos acabarían con él a navajazos. El tercero cogería a Carina.

Buck y sus matones eran todos antiguos hombres de operaciones especiales. Su entrenamiento incluía la lucha a cuchillo y el asesinato. Una mano sobre su boca para impedirle gritar. Un rápido golpe de una hoja entre las costillas. Para cuando los demás comprendiesen que se había cometido un asesinato, Austin estaría dando su última bocanada. Buck y los suyos escaparían en medio de la confusión.

Si pretendía intentar alguna cosa, tendría que hacerlo pronto.

El grupo entró en una gran habitación alfombrada. Las paredes estaban decoradas con mayólicas azules y blancas del siglo XVII. Un gran diván con cojines de brocado ocupaba una plataforma debajo de un dosel dorado de cuatro columnas. Las paredes estaban decoradas en una combinación de estilo barroco y rococó. La luz entraba por las vidrieras de colores de la cúpula.

El guía les dijo que se encontraban en la sala del trono.

A un lado de la habitación había otra tarima destinada a las concubinas, las esposas y la madre del sultán, donde se sentaban en las audiencias o para disfrutar de la música y el baile.

La multitud comenzó a separarse, y eliminó la barrera humana que Austin y Carina habían utilizado para mantenerse apartados de Buck y su banda. En cuanto el grupo acabó de dispersarse, Austin se enfrentó a los tres hombres con solo un puñado de turistas entre ellos.

Ahora o nunca.

Austin susurró a Carina que le siguiese el juego. La cogió de la mano y se acercó al guía.

—¿Sería posible dejar la visita? —preguntó Austin—. Mi esposa no se siente bien. Está embarazada.

El guía observó el delgado perfil de Carina.

—¿Embarazada?

—Sí —dijo Carina con una sonrisa tímida—. Solo de pocos meses.

Carina apoyó la palma abierta de la mano sobre el abdomen plano. El guía se sonrojó y se apresuró a señalarle una puerta.

—Pueden salir por allí.

Le dieron las gracias y se dirigieron a la salida.

—¡Esperen! —dijo el guía. Se acercó la radio a los labios—. Llamaré al guardia para que los escolte.

Habló por la radio. El guardia llegaría en unos minutos.

Les dijo que permaneciesen con el grupo mientras esperaban.

Buck había visto a Austin hablar con el guía. Cuando el guía utilizó la radio, dedujo que Austin había pedido ayuda.

—Vamos a hacerlo —dijo a sus hombres.

Austin había estado guiando a Carina de un lado a otro de la habitación, siempre buscando aumentar la separación entre ellos y los perseguidores. Estaba aprendiendo que jugar al escondite era algo que no podía hacerse en campo abierto.

Los tres hombres se acercaron. Buck estaba lo bastante cerca para que Austin viese el brillo asesino en sus ojos. Buck metió la mano debajo de la chaqueta.

Un fornido guardia de seguridad entró en la sala del trono, el guía le señaló a Austin y Carina. Austin jugó su carta de triunfo, Apuntó con un dedo a Buck y los otros dos hombres al tiempo que gritaba a voz en cuello:

—¡PKK! ¡PKK!

PKK eran las siglas correspondientes a Partiya Kerkerén Keridstan, o Partido de los Trabajadores del Kurdistán, una organización guerrillera marxista leninista que quería establecer un estado kurdo independiente en el sudeste de Turquía. El PKK llevaba realizando una violenta campaña contra el gobierno turco desde 1978, con ataques a las propiedades del gobierno y las zonas turísticas, y en el proceso, matando a miles de personas.

La amable expresión del guardia desapareció en el acto, y echó mano al revólver. En Turquía, gritar PKK es el equivalente a echar gasolina en una hoguera. El guardia acabó por desenfundar el arma.

Vio el puñal en las manos de Buck. Con el revólver sujeto con las dos manos, gritó en turco. Buck se volvió y al ver el cañón que le apuntaba al pecho, dejó caer el puñal al suelo y levantó las manos bien arriba.

Uno de los hombres de Buck apuntaba con una pistola al guardia. Austin se le echó encima como un jugador de rugby que frena a su rival, le descargó un tremendo golpe con el hombro en el vientre y el arma salió volando. Cayeron al suelo y Austin echó un brazo hacia atrás y le dio tal puñetazo en la barbilla que lo dejó fuera de combate.

La sala del trono se había vaciado. El guía se había escondido en un portal y pedía refuerzos por radio.

Buck metió la mano debajo de la chaqueta y sacó un arma. Fue un error fatal. El guardia de mediana edad era un veterano del ejército turco. Aunque había echado algo de tripa, recordaba la disciplina que le habían enseñado. Austin se levantó, gritó de nuevo «PKK», y señaló a Buck.

El guardia se volvió, apuntó con tranquilidad al corazón del asesino y apretó el gatillo. La bala alcanzó a Buck en el pecho y lo lanzó contra el diván del sultán.

Austin se levantó de un salto, cogió a Carina, que se había quedado inmóvil, y la llevó hacia la salida. Corrieron por un pasillo, dieron la vuelta y volvieron por donde habían llegado hasta una pequeña habitación con una puerta en una esquina.

La puerta daba a una terraza bañada por el sol.

En la terraza se encontraron con los dos hombres que los habían perseguido por la aldea abandonada. Austin se puso delante de Carina para protegerla. Los dos tipos avanzaban hacia Austin y Carina, cuando se abrió la puerta del harén y los hombres de Buck salieron al aire libre con las armas en la mano. Parpadearon al enfrentarse a la cegadora luz del sol y no vieron a los turcos que sacaban de debajo de las chaquetas las armas con silenciador. Dispararon al mismo tiempo. Los mercenarios se desplomaron en el suelo de la terraza.

Mientras uno de los turcos mantenía el arma apuntada a la puerta, el otro cogió a Austin por el brazo.

—Vamos —dijo—. No pasa nada. Somos amigos. —Dio una palmada amistosa a Austin en la espalda y le dedicó un guiño a Carina.

El otro hombre se ocupaba de la retaguardia. Hablaba por el móvil y miraba una y otra vez por encima del hombro para ver si alguien los seguía.

Los turcos ocultaron las armas cuando entraron en la zona pública y los guiaron a través de un laberinto de edificios y patios hasta la salida del palacio. Un Mercedes plateado esperaba en el bordillo con el motor en marcha. El turco que iba en cabeza abrió la puerta del copiloto.

Austin y Carina se sentaron en el asiento trasero y descubrieron que ya estaba ocupado.

Su viejo amigo Cemil les sonrió y dio una orden en voz baja al chófer. El Mercedes se apartó del palacio y se mezcló con el tráfico de Estambul.

—¿Eran sus hombres? —preguntó Carina.

—No se preocupe. No están furiosos por el neumático que su amigo estropeó. Fue culpa de ellos. Les dije que los vigilasen, pero se acercaron demasiado.

—Le pagaré un neumático nuevo —dijo Austin.

Cemil se rio. Como turco, explicó, no podía rechazar el ofrecimiento.

—Me disculpo si mis hombres los asustaron.

Añadió que después de haber estado con ellos en las cisternas, había escuchado unos rumores inquietantes. Unos mercenarios habían llegado a la ciudad. Habían entrado en el país desarmados para no llamar la atención y habían comprado armas a un traficante local, que era amigo de Cemil. Más preocupante aún, habían llegado el mismo día que Carina y Austin y se alojaban en el mismo hotel.

Había enviado a sus hombres para que vigilasen a sus amigos. Después de que sus hombres se quedasen tirados en la aldea abandonada, habían regresado a Estambul y vigilado el hotel, ante la suposición de que Austin y Carina irían a recoger el equipaje. Habían seguido a Austin desde la excavación arqueológica hasta Topkapi, donde lo habían vuelto a perder cuando Carina y él entraron en el harén. Habían visto a Buck y a sus hombres entrar detrás de ellos y que habían corrido hacia la salida.

Carina dio un gran beso a Cemil en la mejilla.

—¿Cómo podremos darle las gracias?

—Hay una manera. Tomé una mala decisión comercial que ha llamado la atención de las autoridades nacionales. Sería de gran ayuda si usted me avalase si la situación se vuelve incómoda.

—Trato hecho.

La alegre disposición de Cemil cambió.

—Su hotel ya no es seguro. Mis hombres recogerán sus equipajes y los llevarán a una posada donde pasar la noche. Tengo muchos amigos en Turquía, pero es fácil comprar y vender a la gente, y no puedo garantizar su seguridad indefinidamente.

—Creo que Cemil nos está diciendo que el clima de aquí ya no es saludable.

—Su amigo lo ha expresado muy bien —señaló Cemil—. Mi consejo es que salgan de Estambul lo más rápido posible.

Austin no era de los que desaprovechaban un buen consejo.

Pero tenía asuntos pendientes. El Mercedes los dejó en la excavación en el Bósforo, y convinieron con el chófer que los recogería al cabo de dos horas.

Encontraron a Hanley en un cobertizo que había montado como laboratorio. Los moldes de yeso estaban sobre una mesa. Tenían un color gris oscuro.

—He pintado todos los rebordes y las hendiduras para que resalten —explicó el arqueólogo—. Es algo fascinante.

¿Dónde dijiste que la encontraste?

—Estos diseños estaban grabados en una estatua fenicia. Se los mostraremos a un experto cuando regresemos a casa —dijo Austin.

Hanley se inclinó sobre el molde del gato que formaba parte del Navegante.

—Tengo tres gatos en casa, así que con este me he divertido mucho.

Austin miraba las líneas ondulantes que eran las rayas del gato cuando sus ojos comenzaron a ver unos patrones que no parecían ser al azar. Acercó una lente de aumento a la parte de las costillas del gato. Casi perdido entre las rayas del felino había un símbolo que reproducía la zeta mayúscula invertida.

A diferencia de los demás, que eran horizontales, este estaba cabeza abajo.

Pasó la lente a Carina, quien observó la marca y preguntó:

—¿Qué significa?

—Este es el símbolo de una nave, que se ha hundido o está hundiéndose. —Austin miró las líneas y las espirales—. Creo que esto es algo más que el capricho de un artista. Estamos mirando un mapa. Estas líneas representan las costas.

Las hendiduras son bahías y calas.

Consiguió una cámara digital y un trípode. Carina sostuvo los moldes en un ángulo vertical. Austin tomó docenas de fotos y las descargó en un ordenador portátil prestado y las envió al correo electrónico de la NUMA.

Mientras Hanley y Carina envolvían los moldes en espuma de plástico, Austin llamó a Zavala en el aeropuerto. Su amigo le dijo que se reuniría con ellos a la mañana siguiente para el vuelo de regreso a Estados Unidos. El Subvette dañado ya estaba cargado en el avión.

Llegó el Mercedes con el equipaje y llevó a Carina y a Austin a un pequeño hotel que daba al Bósforo. Se acostaron temprano, demasiado cansados para disfrutar de la vista, y se durmieron tan pronto como apoyaron la cabeza en la almohada. Cuando se levantaron a primera hora de la mañana siguiente, el Mercedes los esperaba para llevarlos al aeropuerto.

Zavala los recibió a bordo con una cafetera recién hecha.

Menos de una hora más tarde, el Citation había despegado y volaba hacia el oeste a una velocidad de ochocientos kilómetros por hora.

—¿Qué tal Estambul? —preguntó Zavala cuando el avión volaba sobre el Egeo.

Austin le relató el encuentro con Buck y su pandilla en Topkapi, la loca fuga al interior del harén, y el rescate de Cemil y sus hombres.

—¡El harén! Me habría gustado estar allí —dijo Zavala.

—A mí también. Habrías sido de gran ayuda cuando comenzó el tiroteo.

—No era en eso en lo que pensaba. Desearía haber estado allí cuando el harén estaba lleno de hermosas mujeres.

Austin tendría que haber sabido que no podía esperar ninguna comprensión por parte de su mujeriego amigo.

—Tengo entendido que hay un puesto para un eunuco —dijo Austin.

Zavala apretó las rodillas.

—Ay… Gracias pero no. Creo que iré a hablar con el piloto.

Austin sonrió ante la incomodidad de su compañero. Su buen humor solo duró un momento. Buck y Ridley estaban muertos y sus cohortes neutralizadas, pero si las sospechas de Austin respecto a Viktor Baltazar eran correctas habría más hombres de mirada dura en su futuro.

Todavía peor, el asesino con rostro de niño aún corría por ahí.