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Gamay y Zavala aceleraron su descenso con poderosos movimientos de piernas utilizando el cabo de la boya como guía.

La claridad de la superficie del lago había sido engañosa. El tinte verde marrón se había acentuado hasta convertirse en algo opaco que reducía la visibilidad a un par de metros. La oscuridad fangosa se engullía los haces de luz de las linternas y amortiguaba el amarillo brillante de los trajes de neopreno.

A unos metros del fondo se detuvieron para no levantar una nube de sedimentos que les impidiese la visión. Consultaron la brújula y nadaron hacia el oeste hasta que una mancha sombría apareció en la oscuridad. Las luces alumbraron una superficie vertical. Las algas cubrían el exterior del hotel de dos plantas y se veían las piedras de las paredes. Los peces entraban y salían por las ventanas sin cristales que miraban como cuencas de una calavera.

Una voz como la del pato Donald sonó en los auriculares de Zavala.

—Bienvenido al Gold Stream, su hotel amigo —dijo Gamay.

—Todas las habitaciones tienen vistas al lago —añadió Zavala—. Debe de ser temporada baja porque no se ve a nadie por aquí.

El edificio no era muy grande, pero el tejado en mansarda y la construcción en piedra le daban una grandeza superior a su tamaño. Bajaron hasta la gran galería frontal. El pórtico se había caído. Un moho verdoso cubría la madera podrida donde los antiguos huéspedes se habían sentado una vez en las mecedoras para disfrutar del aire fresco del campo.

Espiaron a través de la puerta principal. La oscuridad era casi impenetrable, y el frío que salía del hotel traspasaba los trajes de neopreno. Nadaron hasta la parte trasera del edificio. Zavala apuntó con la luz a un anexo de una planta construido en la trasera.

—Ahí tuvieron que estar la cocina y la zona de servicios —afirmó Zavala.

—Buena vista —dijo Gamay—. Veo el tubo de una chimenea que sale del tejado.

Bajaron por una pendiente gradual, donde el césped había sido reemplazado por la vegetación marina de agua dulce, hasta una gran escalera de piedra. Al pie de esta había un muelle donde habían amarrado las barcas que iban a la caverna. Los noray de piedra aún estaban allí. Los dos buzos se metieron en la boca abierta.

Las estalactitas y las estalagmitas en el interior de la caverna se veían desgastadas como los dientes de un perro viejo, y la vegetación acuática opacaba sus antaño brillantes colores.

Las fantásticas formaciones de roca insinuaban el extraño mundo que una vez habían contemplado los turistas de principio de siglo.

Después de nadar unos cuatrocientos metros contra una ligera corriente, llegaron al final de la caverna. Unas enormes piedras cerraban el paso. Una cavidad en el techo parecía haber sido la fuente del desprendimiento. Como no podían superar el obstáculo, volvieron a la boca de la caverna, esta vez mucho más rápido gracias a la corriente que los empujaba.

Minutos más tarde, estaban fuera y de nuevo detrás del hotel. Zavala nadó por el exterior del anexo de servicios hasta llegar a un gran portal. Entró, seguido por Gamay. El espacio interior era lo bastante grande para haber sido el comedor. Zavala nadó junto a la pared hasta que encontró una puerta, y entraron en una habitación. Las luces de las linternas alumbraron los armarios vacíos y los grandes fregaderos.

Un pila de metal oxidado en una esquina debía de haber sido una cocina de hierro. Revisaron cada centímetro cuadrado del suelo. No encontraron nada que se pareciese a una trampilla.

—Me pregunto si no habremos caído en una «trampilla» —bromeó Zavala.

—No te rindas —dijo Gamay—. El pinche de cocina fue muy específico. Probemos en aquella habitación.

Nadó a través de una abertura para entrar en un espacio que era la cuarta parte del tamaño de la cocina. Las estanterías en las paredes indicaban que el cuarto había sido una despensa. Bajó hasta que la máscara estuvo a unos centímetros del suelo y, después de buscar durante un par de minutos, encontró un trozo rectangular elevado. Quitó el sedimento y aparecieron las bisagras y un candado oxidado.

Zavala buscó en la bolsa impermeable sujeta a una anilla de su chaleco y sacó una palanqueta angulada de unos treinta centímetros de largo. Insertó la palanqueta debajo de la tapa de la trampilla y vio cómo la madera podrida se hacía pedazos. Apuntó con la linterna hacia el interior del pozo. La negrura parecía prolongarse hasta el infinito.

—No te he oído decir «yo primero» —dijo Gamay.

—Eres más delgada que yo —le recordó Zavala.

—Suerte la mía.

El titubeo de Gamay era fingido. Era una intrépida buceadora y no habría tenido ningún problema en echar un pulso a Zavala por la oportunidad de encontrar la mina. Al mismo tiempo, llevaba buceando el tiempo suficiente para saber que debía tener muchísima cautela. Bucear en las cavernas exigía una calma absoluta. Cada movimiento debía ser preciso y bien pensado por adelantado.

Zavala ató el extremo de un cabo de nailon a la pata de un armario y el otro a la palanqueta. Dejó caer la herramienta en el pozo, sin que llegase al fondo después de haber soltado más de quince metros.

Gamay observó los costados del pozo revestidos con tablones. La madera estaba blanda al tacto, pero supuso que aguantaría.

La abertura no llegaba al metro cuadrado, el espacio justo para permitir el paso de las botellas de aire. Consultó su reloj.

—Voy a entrar —avisó.

Su cuerpo flexible se deslizó por el borde de la abertura y desapareció en el negro agujero cuadrado. Los golpes de las botellas contra los lados arrancaban trozos de madera, pero el pozo permaneció intacto. Zavala observó cómo se iba apagando la luz a medida que Gamay bajaba.

—¿Qué tal es estar ahí abajo? —preguntó Zavala.

—Es como cuando Alicia bajó por la conejera en el País de las Maravillas.

—¿Ves algún conejo?

—Hasta ahora no he visto una maldita cosa… Epa.

Silencio.

—¿Estás bien? —preguntó Zavala.

—Mejor que bien. He salido del pozo. Estoy en un túnel o cueva. Baja. Hay una caída de tres metros después de salir del pozo.

Zavala se deslizó al interior de la abertura y se unió a Gamay en el espacio en el fondo.

—Creo que esta es una continuación de la caverna de las barcas —dijo Gamay—. Estamos al otro lado del desprendimiento.

—No me extraña que la dirección del hotel se inquietase.

La corriente podía llevar los desperdicios de la cocina al interior de la caverna.

Zavala se puso otra vez en cabeza. Nadó al interior de la cueva al tiempo que alumbraba las paredes con la linterna. La formación de roca desapareció al cabo de unos pocos minutos.

—Estamos en una mina. ¿Ves las marcas de los picos?

—Esta podría ser la fuente del oro que recogían los huéspedes.

Zavala alumbró la oscuridad que tenía delante.

—Mira.

En la pared izquierda habían abierto un túnel.

Dejaron la caverna principal para explorar el túnel. El pasaje tenía unos tres metros de altura y dos de ancho. El techo era curvo. Habían practicado huecos en las paredes para poner las antorchas.

Después de unos cien metros, el túnel se cruzaba con otro en un ángulo recto. Decidir cuál sería el siguiente paso motivó una discusión breve pero acalorada. Podían estar en la entrada de un laberinto. Sin un cabo guía, muy pronto perderían el camino. La limitada cantidad de aire en las botellas podía convertir en fatídica una decisión equivocada.

—Tú hablas —dijo Zavala.

—El suelo del túnel a la derecha está más gastado que los otros —señaló Gamay—. Propongo que recorramos un centenar de metros. Si no encontramos nada, volvemos.

Zavala formó un círculo con el pulgar y el índice para mostrar su asentimiento, y entraron en el túnel. Nadaron en silencio para ahorrar aire. Ambos eran conscientes de que cada golpe de aleta que daban los acercaba al peligro. Pero la curiosidad los incitó a seguir hasta llegar al final, y salieron a un lugar abierto después de nadar unos cincuenta metros.

El túnel se acababa en un gran recinto. El techo y la pared opuesta estaban fuera del alcance de la luz de las linternas.

Habían llegado a la parte más arriesgada de la inmersión. Era muy fácil desorientarse en un gran lugar abierto. Decidieron limitar la exploración a no más de cinco minutos. Gamay se quedaría en la boca del túnel. Zavala se encargaría de la exploración. En ningún momento el buceador estaría fuera de la vista de la luz de la otra linterna. Zavala avanzó en la oscuridad, sin apartarse de la pared.

—Ya es suficiente. Comienzo a perderte —avisó Gamay.

Zavala se detuvo.

—Vale. Ahora nado apartándome de la pared. El suelo es liso. Este lugar parece haber visto mucho tráfico. Nada indica para qué se utilizaba.

Gamay le advirtió de nuevo. Zavala dio media vuelta y se dirigió hacia su luz. Siguió un camino en zigzag que le permitiría observar el máximo de suelo.

—¿Has visto algo?

—No… ¡Espera! —Nadó hacia una silueta amorfa.

—Te estoy perdiendo de vista.

La linterna de Gamay se había convertido en un punto difuso. Sería una locura avanzar mucho más, pero Zavala no podía detenerse en ese momento.

—Solo un par de metros más.

Luego silencio.

—Joe. Apenas si te veo. ¿Estás bien?

La voz excitada de Zavala sonó en los auriculares.

—¡Gamay, tienes que ver esto! Deja la linterna para marcar el túnel y sigue mi luz. La agitaré.

Gamay calculó que tenían el aire justo para recorrer el túnel, subir por el pozo y regresar a la superficie.

—No nos queda mucho tiempo, Joe.

—Esto solo nos llevará un minuto.

Gamay era conocida por utilizar un lenguaje fuerte, pero se guardó sus pensamientos. Colocó la linterna en el suelo y nadó hacia la luz en movimiento. Encontró a Zavala junto a una tarima de piedra circular de unos noventa centímetros de altura y casi dos metros de diámetro. La superficie de la plataforma estaba cubierta con trozos de madera podrida y piezas de metal amarillas.

—¿Eso es oro?

Zavala sostuvo un trozo de metal amarillo cerca de la máscara de Gamay.

—Podría ser. Pero es esto lo que llamó mi atención.

Al apartar la madera, Zavala había dejado a la vista una caja metálica de unos treinta centímetros de largo y veinte de ancho. Las letras en relieve en la tapa de la caja estaban en parte oscurecidas por una película negra, que Zavala quitó al pasarle el guante. Murmuró una exclamación en español.

Gamay sacudió la cabeza.

—No puede ser —exclamó.

Pero no había manera de negar lo que sus ojos hacían evidente. Un nombre estaba escrito en la tapa: THOMAS JEFFERSON.