46

Austin se despertó con la sensación de que lo habían drogado. Había esperado como un tonto tener la mente clara antes de encontrase con Baltazar. En cambio, se sentía como si le hubiesen dado una paliza.

El rostro de un hombre apareció en su campo de visión a menos de un metro de distancia. El rostro tenía un grueso vendaje en el lado derecho.

—¿Se siente mejor? —preguntó el hombre con un tono de desinterés que sugería que no le importaba en lo más mínimo.

A Austin le dolía la cabeza, notaba la boca pastosa y tenía la visión difusa.

—Si lo comparas con verte atropellado en la carretera no está mal —respondió Austin—. ¿Quién es usted?

—Puede llamarme Escudero. Trabajo para Baltazar. —Ofreció a Austin un vaso con un líquido transparente. Al ver el titubeo de Kurt, separó los labios en una sonrisa que dejó a la vista que le faltaban algunos dientes—. No se preocupe. Si Baltazar lo quisiese muerto, ya estaría criando malvas. Eliminará los efectos de la droga que le inyectaron.

Austin bebió un sorbo. El líquido era fresco y tenía una dulzura artificial. Disminuyeron los latidos en la cabeza, y recuperó la claridad de la visión. Estaba tendido en un catre militar. Su nuevo amigo ocupaba una silla plegable. Se encontraban en una gran tienda rectangular. El sol se filtraba por las translúcidas rayas rojas y blancas.

—He estado inconsciente toda la noche —comentó Austin.

—Tuvo que ponerlos muy nerviosos. Le dieron anestésico suficiente para tumbar a un toro.

Austin se bebió toda la copa y se la devolvió. El hombre tenía el físico de un luchador profesional y vestía un mono azul.

Un par de muletas de aluminio estaban apoyadas en la silla.

—¿Qué le pasó en la cara? —preguntó Austin.

El lado izquierdo de la boca del hombre se movió hacia abajo en un medio gesto.

—Cosas —respondió—. Levántese.

Escudero utilizó las muletas para levantarse. Se apoyó en ellas y observó cómo Austin movía las piernas poco a poco por el costado del catre y se levantaba. Se sentía algo mareado, pero notó que recuperaba las fuerzas muy rápido. Abrió y cerró las manos.

Escudero observó el sutil movimiento.

—Por si acaso se le ocurre intentar lo que sea, hay dos guardias fuera de la tienda, y no son tíos amistosos como yo.

Tengo la autorización del señor Baltazar para ordenarles que le den un repaso. ¿Comprendido?

Austin asintió.

Escudero señaló hacia la puerta. Austin salió; la fuerza del sol lo obligó a parpadear. Sendos guardias estaban apostados a cada lado de la puerta. Las prendas medievales que vestían no hacían juego con las armas automáticas que apuntaban a Austin. Los hombres tenían una engañosa mirada de calma en los ojos, como si deseasen que les diese la oportunidad de aliviar el aburrimiento.

La tienda era una de la docena dispuesta en dos hileras en un gran campo abierto bordeado por el bosque. En el centro de la hilera opuesta había algo que parecía un palco. La estructura tenía techo y estaba cerrada por los costados. Las esquinas simulaban torres. Los estandartes con el emblema de la cabeza del toro chasqueaban en el viento.

Un espacio de unos quince metros de ancho separaba las hileras de tiendas. Una cerca de madera baja dividía el espacio en casi toda su longitud.

En cada extremo, separados por la cerca, había dos hombres con armaduras montados en enormes caballos. Sostenían lanzas de madera con puntas de metal romas. Los gigantescos animales también llevaban corazas que reflejaban el sol de la mañana.

Alguien en el palco agitó lo que parecía ser un pañuelo verde. Los hombres acorazados clavaron las espuelas en sus monturas y cargaron el uno contra el otro con las lanzas bajadas. La tierra temblaba con el impacto de los cascos. Los jinetes se encontraron a medio camino con un tremendo choque de lanzas contra los escudos. Las lanzas de madera se rompieron. Los jinetes cabalgaron hasta el final de la cerca, hicieron girar a sus caballos y cargaron de nuevo con las espadas en alto. Austin no vio la segunda fase del combate porque sus guardias lo llevaron entre dos tiendas.

Miró en derredor y vio campo y bosque. Algo rojo se materializó en un extremo entre los árboles. Era un coche que se movía a gran velocidad. En el último minuto, el conductor pisó los frenos y el Bentley se detuvo con su enorme parachoques a unos centímetros de las rodillas de Austin.

Se abrió la puerta y Baltazar se apeó. La luz del sol se reflejaba en la cota de malla que llevaba debajo de la túnica con el emblema de la cabeza de toro. Una gran sonrisa apareció en su ancho rostro.

—Nervios de acero como siempre, Austin.

—Solo camino poco a poco gracias al cóctel que me dieron sus hombres, Baltazar.

El millonario dio una palmada. Escudero llevó dos sillas de cuero, que dispuso de forma tal que quedasen uno frente al otro. Baltazar se sentó en una y ofreció la otra a Austin.

—¿Qué opina de nuestro pequeño torneo? —preguntó.

Austin echó una ojeada a la armadura y a la túnica de Baltazar.

—Creí que estaba en el rodaje de Un yanqui en la corte del rey Arturo.

—Considérelo como un viaje en el tiempo. Aquí he recreado todos los detalles como si fuese un torneo francés del siglo quince.

Austin miró el coche.

—¿El Bentley también?

Baltazar recibió la broma de Austin con expresión ceñuda.

—En los días de la caballería, el torneo servía para entrenar a los hombres para la guerra y separar a los valientes de los timoratos. Aquí lo utilizo para el mismo propósito con mis mercenarios. Es algo que me tomo muy en serio.

—Me alegra que tenga una afición, Baltazar, pero ambos sabemos por qué acepté su invitación. ¿Dónde está Carina Mechadi?

—Por ahora sana y salva, como le dije por teléfono. —Miró a Austin como si fuese una cobaya—. Debe de tener a la joven en mucha estima para permitir que mis hombres le cogiesen.

—Echaba de menos su rostro, Baltazar. —Austin sonrió—. De esta manera me han traído hasta usted sin pagar nada.

Baltazar adelantó su considerable barbilla.

—Entonces hable, señor Austin. Estoy ansioso por saber si tiene algo que valga la pena decir.

—Para empezar sé qué necesita para permitir que Carina se marche.

—Ah, una proposición. ¿Qué tiene para ofrecer?

—La ubicación de la mina del rey Salomón.

—Es un farol, Austin —dijo Baltazar con un tono de burla—. Además, tengo El Navegante original, con su mapa.

¿Por qué necesito negociar con usted?

—Porque si supiese dónde está la mina, no habría tenido necesidad de secuestrar a Carina y utilizarla como cebo para pescarme.

—A lo mejor lo hice para acabar con una mosca molesta, Austin. Pero le haré caso. Hábleme de la mina. Quizá pueda utilizar la información como algo para el trueque.

Austin hizo una mueca como si se enfrentase a una dolorosa elección.

—Los dibujos en el gato de bronce eran un mapa. Las ampliaciones en el ordenador mostraron la ubicación de un pecio fenicio. Una ánfora rescatada del naufragio contenía un papiro con los detalles de la mina.

—¿Sabe usted quién fue el autor de ese fabuloso papiro? —Preguntó Baltazar.

—Su nombre era Menelike, hijo de Salomón.

—¿Menelike? —Sonó como un siseo.

—Así es. Transportó una reliquia sagrada a Norteamérica.

La reacción de Baltazar fue más calma de lo que había esperado Kurt.

—Su intento de asombrarme con su conocimiento solo demuestra que no comprende en absoluto cuál es la situación.

¿Tiene alguna idea de cuál es la reliquia sagrada?

—Quizá usted me lo pueda decir…

Baltazar sonrió.

—Es el original de los Diez Mandamientos, escrito en tablillas de oro puro.

—No me lo creo. Los Mandamientos estaban escritos en tablillas de arcilla.

—Sus palabras reflejan su ignorancia. Se cree que había tres versiones de los Mandamientos, todas en arcilla. Pero en realidad había cuatro. La primera era anterior a las otras. Dicha versión se basaba en las creencias paganas de mis antepasados pero se consideró que eran demasiado polémicas. Se aceptó que las tablillas habían sido destruidas. En cambio, fueron ocultadas y luego entregadas a Salomón, quien decidió enviarlas a los confines más lejanos de su imperio.

—Es más rico que Creso —señaló Austin—. ¿Qué son un par de kilos de oro para usted?

—Las tablillas pertenecen por pleno derecho a mi familia.

—No parece ser un tipo de familia, Baltazar.

—Todo lo contrario, Austin, este es desde todos los ángulos un asunto de familia. Mira en derredor, ve la violencia ritualizada y asume que eso es lo único que representa la familia Baltazar. No somos peores que los gobiernos. ¿Por qué cree que tenemos tantos conflictos como antes del final de la Guerra Fría? La enorme infraestructura militar no solo sobrevivió sino que prosperó cuando acabó la Guerra Fría.

—Algo que es muy bueno para las compañías de asesores paz y estabilidad como la suya —replicó Austin.

—El miedo y la tensión forman parte de nuestro interés empresarial.

—Cuando no hay miedo o tensión, ustedes lo crean.

—No tenemos ninguna necesidad de incitar las pasiones humanas. Las personas continuarían matándose las unas a las otras existiésemos o no. Aquí hay mucho más en juego de lo que parece a simple vista. El descubrimiento de las tablillas sembraría dudas sobre los fundamentos de los gobiernos y las religiones. Se producirían tensiones en todas parte.

—El primer lugar sería Oriente Próximo.

—Comenzaría allí pero no acabaría.

—Eso le daría mayor riqueza y poder. ¿Cuál es el siguiente objetivo, Baltazar, el mundo?

—No la intención de dominar el mundo como un villano de James Bond. Sería muy difícil de gobernar.

—Entonces ¿qué quiere?

—La exclusividad en el negocio de la seguridad mundial.

—Tiene mucha competencia. Hay docenas de compañías metidas en el negocio de la paz, para no hablar de los ejércitos.

—Las barreremos del mercado o las compraremos hasta que quede una sola importante: PeaceCo. Nuestras compañías mineras y de armamento se complementarán las unas con las otras. Las naciones industrializadas pueden quedarse con sus preciosos ejércitos y marinas. Nuestras fuerzas privadas se alquilarán para ofrecer seguridad a cambio de los recursos naturales de las naciones pobres de África, Sudamérica y Asia.

Construiré un imperio económico-militar sin rival en el mundo entero.

—Los imperios nacen y mueren, Baltazar.

—Este durará muchos años. Dado que no tengo herederos, quizá pase mi legado a Adriano. Es como un hijo para mí.

—Es usted un hombre malvado.

—Solo soy un empresario que se beneficiará de un continuo de pequeños conflictos. Una Pax Bartazar. Pero lo primero es lo primero, Austin. Necesitamos encontrar las tablillas.

—Entonces quizá podamos hacer un trato. La ubicación de la mina a cambio de la señorita Mechadi.

Bartazar levantó la mano enfundada en el guantelete.

—Todavía no. Dígame lo que sabe. Mandaré a alguien para que lo verifique.

Austin se echó a reír.

—No soy tonto, Baltazar. Me mataría en cuanto confirmase la ubicación de la mina.

—Vaya, sí que es desconfiado. Le ofrezco un compromiso. La oportunidad de escapar de mis terribles garras. Defiende la causa de una dama. De acuerdo con las leyes de la caballería, es su campeón y debe actuar como tal.

Austin decidió a la vista de lo dicho que Baltazar estaba loco perdido. Se obligó a sonreír.

—Dígame en qué ha pensado.

Baltazar se levantó de la silla.

—Se lo mostraré. Suba al coche.

Abrió la puerta del pasajero del Bentley para Austin y se sentó al volante. Puso en marcha el poderoso motor y aceleró hasta los ciento cincuenta kilómetros por hora por la carretera recta.

Poco después redujo la velocidad, pisó el freno y el coche se detuvo a unos metros del borde de una profunda garganta.

A través del abismo habían tendido un puente de acero de unos catorce metros de longitud y seis de ancho. No había barandillas. Una cerca de madera pasaba por la línea central.

Se veía nueva, como si la hubiesen instalado hacía poco.

Se bajaron del coche y caminaron hasta el borde. Las laderas casi verticales descendían hasta un arroyo con el cauce de piedras unos cien metros más abajo.

—Los lugareños lo llaman Zanja del Muerto —explicó Baltazar—. Mandé construir el puente para unir partes de mi propiedad. He introducido algunas modificaciones para su visita.

—No tendría que haberse tomado tantas molestias —dijo Austin.

—En absoluto. Esta es mi propuesta. Colocaré mi coche con la señorita Mechadi al otro lado de la garganta. —Señaló el campo verde al otro lado—. Yo estaré en el medio, interpretando el papel del mítico dragón. Combatiremos por el favor de la bella dama.

Austin se volvió para mirar al par de cuatro por cuatro que los había seguido.

—¿Qué pasa con sus gorilas?

—Daré órdenes a mis hombres para que se queden de este lado.

—¿Dejará que escapemos?

—Le daré una oportunidad deportiva, que es más de lo que tiene ahora.

—¿Qué pasa si declino su invitación?

—Mandaré que lo arrojen al fondo de la garganta delante de los ojos horrorizados de su dama.

—No veo cómo puedo pasar por alto tan generosa oferta.

El millonario le dirigió una sonrisa desagradable y le hizo un gesto para que volviese al coche. Condujeron a una velocidad de vértigo hacia la zona principal de torneo. Se detuvo para dejar que Austin bajase delante de la tienda. Escudero estaba apoyado en las muletas delante de la entrada.

—Su hombre se ocupará de vestirlo con el equipo adecuado —dijo Baltazar—. Solo llevaremos cota de malla y un yelmo. No sería caballeroso cargarlo con una armadura completa. Dispondrá de un escudo y una lanza. Los caballos no llevarán corazas, cosa que hará que todo sea más rápido. Nos vemos en el puente. —Apretó el acelerador y salió disparado, los neumáticos resbalando en la hierba.

Escudero miró cómo se alejaba el coche y dijo a Austin que entrase en la tienda. Lo ayudó a ponerse la cota de malla y le dio una túnica sin ningún emblema. La capucha de la cota de malla tenía una abertura para el rostro. Escudero colocó un gorro tejido en la cabeza de Austin y le probó el yelmo. Le iba un poco suelto pero no podía hacerse otra cosa. Abrochó un cinto con espada alrededor de la cintura de Austin y le colocó las espuelas. Luego le entregó un escudo con forma de cometa.

Miró a Austin, y separó los labios en una sonrisa torcida.

—No es sir Lancelot que digamos, pero es lo que hay.

Siéntese y le daré algunas indicaciones.

Austin se quitó el yelmo y se sentó en el catre.

—Escuche con atención. A Baltazar le gusta hacer las cosas en tríos. En la primera pasada jugará con usted. Fallará el golpe. En la segunda, descargará un golpe muy fuerte con toda probabilidad en el escudo. La tercera vez es la que cuenta. Lo atravesará con la lanza como a un cerdo. ¿Alguna pregunta?

—Dígame dónde puedo conseguir un AK-47.

—No lo necesitará. Baltazar emplea una lanza con la médula de metal. Se asegura de que el oponente reciba una lanza de madera, que se romperá contra la armadura y podrá desviarse con el escudo.

—Eso no parece muy caballeroso —dijo Austin.

—No lo es. Solo que esta vez será usted quien tendrá la lanza con la médula de acero. A él le daré una lanza de estilo alemán hecha con una madera más pesada. Si nos acompaña la suerte, Baltazar tendrá tantas ganas de matarlo que no notará la diferencia en el peso.

—¿Por qué hace esto, Escudero?

El hombre se llevó la mano al rostro vendado.

—El muy cabrón me hizo esto con su lanza reforzada.

Los médicos dicen que quedaré con el rostro de Cuasimodo.

No hay píldora en el mundo que pueda calmar el dolor de la lesión en mis piernas. Olvídese de mí. La tercera pasada es la que cuenta. Irá a por su escudo, convencido de que la lanza atravesará el cuero y la madera. Apunte al estómago. Es el objetivo más grande. No falle.

—¿Qué le pasará a usted si fallo?

—Para mí no significa nada. Pase lo que pase, yo estoy fuera. Quizá pueda conseguir trabajo en un banco.

Un guardia asomó la cabeza en el interior de la tienda.

—Es la hora.

Un todoterreno estaba aparcado delante de la tienda. Acompañado por otro vehículo donde viajaban los guardias, Escudero llevó a Austin hasta el puente donde reinaba un ambiente de fiesta. Estandartes con la cabeza de toro ondeaban en lo alto de mástiles improvisados. La noticia de la justa se había corrido entre las fuerzas mercenarias de Baltazar. Además de los guardias, todo el borde la garganta estaba ocupado por hombres ataviados con prendas medievales que se habían reunido para ver a Austin atravesado por la lanza o arrojado al fondo del abismo.

—No me dijo que íbamos a una fiesta —comentó Austin.

—A Baltazar le gusta tener público. —Escudero señaló un par de enormes caballos que bajaban de unos remolques—. El gris es el caballo de Baltazar. El manchado es el suyo. Se llama Valiente. Baltazar quería que montase un jamelgo, pero me aseguré de que tuviese una buena montura.

Val es un caballo noble y fuerte. No se echará atrás en una carga.

Escudero aparcó cerca de los remolques de los caballos.

Austin se apeó del todoterreno y fue a presentarse a su montura. Visto de cerca el animal parecía tan grande como un elefante. Austin le palmeó el costado y le susurró a la oreja: «Ayúdame esta vez, Val, y te daré toda el azúcar que puedas comer».

El caballo resopló y alzó la cabeza, lo cual Austin interpretó como un sí. Fue a inspeccionar el puente donde se libraría la justa. En aquel angosto espacio parecía difícil que pudieran cruzarse dos caballos. No habría margen para el error si era desmontado.

Austin escuchó los gritos de la multitud. El Bentley se acercaba a gran velocidad al barranco. Cruzó el puente, escoltado por un Escalade negro, y se detuvo a unos cien metros de la garganta. Baltazar se apeó de su coche y abrió la puerta del todo terreno.

Una figura vestida de blanco salió del coche, acompañada por dos guardias. La figura consiguió hacer un gesto de saludo antes de ser introducida en el lado del pasajero del Bentley. Baltazar y sus guardias cruzaron de nuevo el puente.

Baltazar se acercó a Austin. Le señaló el Bentley.

—Allí tiene a su dama.

—He cumplido con mi parte del pacto. Ahora es su turno.

Austin tendió la mano.

—La llave del coche.

Baltazar levantó el casco que llevaba debajo del brazo. Un llavero colgaba de uno de los dos cuernos metálicos que sobresalían de la corona.

—Son suyas, Austin. No queremos que sea demasiado fácil.

—Necesitaré papel y pluma —dijo Austin.

Baltazar dio una orden. Uno de sus hombres corrió al todoterreno y volvió con un bloc y un boli. Austin utilizó el capó como un improvisado escritorio y escribió una serie de direcciones y el dibujo de un mapa. Subrayó las palabras MINA DE ORO.

Baltazar tendió la mano. Austin se guardó el papel en el yelmo.

—Como usted dijo, Baltazar, no queremos que esto sea demasiado fácil.

Sabía que Baltazar podía ordenar a sus hombres que lo sujetasen, le arrebatasen el mapa de la mina y lo arrojasen a la garganta. Había apostado a que el ego desmesurado de Baltazar le impediría hacer cualquier cosa que estropease el espectáculo que había organizado para sus hombres.

—Es hora de probar su valor, Austin.

Con una mirada tan encendida que habría provocado un incendio en el bosque, Baltazar se volvió y fue hacia su caballo. Montó con una facilidad increíble. El escudero sujetaba las riendas. Era un hombre grande, vestido con un traje con capucha escarlata, y daba la espalda a Austin. Se volvió y miró a Austin, que reconoció al asesino de rostro de bebé. Adriano sonrió y señaló el Bentley.

La implicación era clara. Si Austin fracasaba, Adriano se haría con Carina.

Baltazar clavó las espuelas a su caballo. Galopó a través del puente e hizo girar a su montura para mirar a Austin.

Kurt se acercó a Val y montó en la silla. No estaba acostumbrado al peso de la cota de malla y era considerablemente menos ágil que Baltazar. Escudero le alcanzó el yelmo y le dijo que mantuviese la cabeza inclinada hacia delante para poder ver por las rendijas.

Luego le entregó el escudo y la lanza y le explicó cómo sostenerlos.

—Observe el pendón cerca de la punta de la lanza. Le indicará dónde está la punta.

—¿Algún otro consejo? —La voz de Austin resonó dentro del yelmo.

—Si —respondió Escudero—. Deje que el caballo haga su trabajo, recuerde la tercera pasada, y rece para que se produzca un milagro.

Dio al caballo una palmada en la grupa y el gigantesco animal avanzó. Austin intentó que el caballo hiciese un círculo. Val respondió bien al toque de las rodillas. El peso y el equipo de combate eran un incordio, pero la montura era alta por atrás y ofrecía cierto apoyo.

El breve ensayo estaba a punto de acabar.

Un hombre vestido con un traje verde de heraldo sopló una nota en su trompeta. La señal para prepararse. Austin giró el caballo para enfrentarse a Baltazar. El segundo toque de trompeta indicó que debían bajar las lanzas. El tercer toque sonó un segundo después.

Baltazar clavó las espuelas antes de la señal.

Austin solo se demoró una fracción de segundo.

Los caballos aceleraron hasta un brutal galope que arrojaba trozos de tierra al aire como pájaros espantados. El suelo tembló mientras los enormes animales y las criaturas con piel de acero en sus lomos volaban el uno hacia el otro en una estruendosa carga.