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Carina se sentía como si estuviese entre las nubes.

La comida con los dos organizadores de la exposición en el Museo Metropolitano de Arte había ido mucho mejor de lo que había esperado. Por fin las cosas estaban saliendo a su manera.

Los organizadores habían aceptado con entusiasmo la sugerencia de que un bien publicitado robo del Navegante atraería a los visitantes al museo. Apenas habían podido contener el entusiasmo cuando ella les había explicado la larga búsqueda de la estatua, el primer intento de robo y el segundo que sí había tenido éxito.

Los organizadores habían intercambiado ideas como jugadores de tenis de mesa y tomado notas en sus agendas electrónicas.

El Navegante tendría su propia sala, como si se tratase de una muestra individual dentro de la exposición, con enormes fotografías de National Geographic de la estatua cuando la desenterraban en Siria. Fotografías del Museo Arqueológico iraquí. Las pirámides de Egipto. El barco portacontenedores.

El Smithsonian. Todas piezas del rompecabezas, y en el centro una tarima vacía, reservada para la estatua, algo que añadiría una nota de misterio.

El tema musical de la exposición no podría ser otro: Missing.

La exposición sería el supremo logro en la jerga de los museos: una bomba. Cuando Carina tomó el ascensor en la terraza del café restaurante sonrió para sus adentros. Norteamericanos. Podían tener problemas compitiendo en una economía global, pero no habían perdido su capacidad para vender aire. Pensar en norteamericanos le recordó que tenía que llamar a Austin.

Se sintió tentada de recorrer algunas de las impresionantes exposiciones del museo, pero una mirada al reloj le indicó que la comida había durado más de lo previsto.

Cruzó con paso enérgico el gran vestíbulo y salió por la entrada principal. Se detuvo por un momento entre las columnas en lo alto de la gran escalinata que bajaba a la Quinta Avenida y sacó el móvil del bolso. Buscó en la agenda, pero se detuvo al recordar que Austin había arrojado el teléfono al mar en Turquía.

Carina llamó a información y pidió el número de la centralita de la NUMA. Se sintió complacida cuando una persona de carne y hueso atendió la llamada. El almirante Sandecker detestaba las voces electrónicas, y la NUMA probablemente era la única agencia gubernamental en Washington que aún tenía telefonistas.

Dejó un mensaje a Austin en el contestador diciéndole que se disponía a tomar un taxi para ir a la estación Pensilvania y que lo llamaría desde el tren o cuando llegase a Washington.

Dejó el mismo mensaje en su casa. Si no podían encontrarse, tomaría un taxi para ir al hotel y esperaría la llamada de Austin.

Mientras Carina hacía sus llamadas, cada uno de sus movimientos era vigilado desde el asiento delantero de un taxi aparcado cerca de la entrada principal del museo.

Sin desviar la mirada de su objetivo, el conductor dijo por el micrófono:

—Recojo un pasajero en el Met.

Carina guardó el teléfono y bajó la escalinata. El taxi avanzó a velocidad lenta, y el conductor encendió la luz para indicar que estaba desocupado. Con una gran precisión, se detuvo delante de Carina cuando ella llegó al bordillo.

La joven no podía creer su buena suerte.

Carina abrió la puerta y se sentó en el asiento trasero.

—¿Adónde vamos, señora? —preguntó el taxista por encima del hombro.

—A la estación Pensilvania, por favor.

El conductor asintió y cerró la ventanilla de plástico del tabique que separaba el asiento delantero del trasero. El vehículo se puso en marcha y se sumó al intenso tráfico de la Quinta Avenida. Carina contempló la escena ciudadana a través de la ventanilla. Nueva York era una de sus ciudades favoritas. Le encantaba la energía de la ciudad, su cultura y poder, y su incesante variedad de personas.

Algunas veces le preocupaba no tener un hogar. Era una hija de Europa y África, con un pie en cada continente. París era donde vivía y trabajaba, pero pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Esperaba con verdaderas ganas alojarse de nuevo en la casa de Austin. Le gustaba el valiente y apuesto norteamericano, y envidiaba la manera como equilibraba los viajes con la vida de hogar. Tendría que hablar con él para saber cómo conseguía obtener lo mejor de ambos mundos.

Carina se dio cuenta de una dulce fragancia, como si una mujer con demasiado perfume hubiese subido al coche. El olor comenzaba a marearla. Intentó abrir la ventanilla pero la manivela no funcionaba. El olor se hizo más fuerte. Tuvo la sensación de que se ahogaba. Se movió a lo largo del asiento y probó con la otra manivela. Enganchada.

Se mareaba cada vez más. Se desmayaría si no conseguía respirar aire fresco. Golpeó en el tabique para llamar la atención del taxista. Él no le hizo caso. Miró la tarjeta de identificación del chófer y le pareció que la fotografía no concordaba con el rostro del taxista. Se le aceleró el pulso y comenzó a sudar frío.

—Debo… salir.

Golpeó con los puños en la ventana de plástico. El conductor la miró por el espejo retrovisor. Vio dos ojos. Inflexibles. La imagen en el espejo comenzó a borrarse.

Le pareció que los brazos le pesaban como barras de plomo. No podía levantar los puños. Se tendió en el asiento trasero, cerró los ojos y perdió el conocimiento.

El taxista miró de nuevo por el retrovisor. Seguro de que Carina estaba inconsciente, apretó el interruptor en el tablero para cerrar la entrada de gas en la parte trasera. Salió de la Quinta Avenida y fue hacia el río Hudson.

Minutos más tarde, llegó a una garita de la entrada de una zona vallada. El guardia le permitió pasar hacia un helipuerto en la orilla del río. Dos hombres de rostros duros estaban cerca del helicóptero cuyos rotores giraban a marcha lenta.

El taxi aparcó cerca del helicóptero. Los hombres abrieron las puertas de atrás, sacaron el cuerpo inmóvil de Carina y lo cargaron en el helicóptero.

Uno de los hombres se sentó en el sillón del piloto y el otro junto a Carina con una botella, dispuesto a administrarle un poco más de anestésico si daba muestras de recobrar el conocimiento.

Los rotores comenzaron a girar a gran velocidad. El helicóptero se sacudió y luego despegó. En cuestión de segundos, solo era un punto en el cielo.