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El profesor Pieter DeVries pensaba en el contenido del archivo de Jefferson mientras esperaba en la recepción de la Secretaría de Asuntos de Oriente Próximo del Departamento de Estado. Había leído cada línea y no había encontrado ninguna incongruencia.

La recepcionista cogió el teléfono interno e intercambió unas pocas palabras con la persona que la había llamado.

—El señor Evans lo verá ahora, profesor DeVries —dijo con una sonrisa—. La tercera puerta a la derecha.

—Gracias.

DeVries guardó las páginas en un portafolio, se lo metió debajo del brazo y caminó por un pasillo. Llamó a la puerta con los nudillos y entró en el despacho. Un hombre alto, de unos treinta y tantos años, y rostro alargado, lo recibió con un apretón de manos.

—Buenos días, profesor DeVries. Mi nombre es Joshua Evans. Soy analista de la secretaría. Por favor, siéntese.

DeVries se sentó.

—Gracias por recibirme.

Evans acomodó su cuerpo larguirucho detrás de una mesa, cuyo impecable orden sugería una personalidad compulsiva.

—No es habitual que reciba una visita de la ANS —comentó Evans—. Tienen fama de ser personas muy reservadas.

¿Qué lo ha traído aquí?

—Como le expliqué por teléfono, soy uno de los criptógrafos de la agencia. He encontrado cierta información que podría ser de interés para su sección y decidí acudir yo mismo al Departamento de Estado en lugar de seguir los canales de la ANS. Este es un asunto un tanto delicado.

—Tiene toda mi atención —manifestó Evans.

El profesor abrió el portafolio y le entregó la carpeta con las copias del original de Jefferson y el texto descifrado. Le hizo un breve resumen del contenido y de cómo había llegado a sus manos.

—Menuda historia —exclamó Evans con una ligereza de tono que sugería que había escuchado un cuento de hadas. Miró el gastado traje y la perilla del visitante—. Todavía no veo claro por qué cree que es algo de interés para la secretaría.

El criptógrafo separó las manos.

—Fenicia estaba en el área geográfica que es responsabilidad de su sección.

—Fenicia —repitió Evans con una débil sonrisa.

—Así es. Fue uno de los grandes imperios marítimos de todos los tiempos. Se extendió desde su territorio original hasta las costas de España y más allá de las Columnas de Hércules Evans se echó hacia atrás en su silla y entrelazó las manos en la nuca.

—Puede ser, doctor DeVries, pero Fenicia ya no existe.

—Así es, pero los descendientes de los fenicios todavía habitan en el Líbano y en Siria.

—A diferencia de esos dos países, Fenicia no fue miembro de Naciones Unidas, hasta donde yo sé —señaló Evans con una risita indulgente.

DeVries mostró una sonrisa. Era un viejo veterano del procedimiento burocrático. Sabía que debía abrirse paso por el organigrama a través de funcionarios autocomplacientes como Evans.

—Soy un matemático, no un diplomático como usted —manifestó, dispuesto a dar a Evans un poco de coba—. Pero a mí me parece que cuando hablamos de una zona tan inestable cualquier asunto que sacuda unas creencias muy enraizadas se merece una seria consideración.

—Me disculpo por parecer poco interesado. Pero ¿alcachofas? ¿Códigos secretos? ¿Un archivo de Jefferson perdido tiempo a? Debe admitir que la historia es fantástica.

DeVries soltó una corta carcajada.

—Sería el primero en admitirlo.

—Además, ¿cómo sabemos si algo de esto es verdad?

—No podemos autenticar el contenido, pero la traducción del mensaje cifrado a texto sencillo es acertada. El hecho de que el texto que tiene en su mano fue escrito por el tercer presidente de Estados Unidos y autor de la Declaración de Independencia debe darle algún peso.

Evans sopesó las hojas de papel como si estuviesen en una balanza.

—¿Ha verificado a Jefferson como la fuente de este material?

—Los expertos calígrafos de la ANS lo han analizado. No hay ninguna duda de que Jefferson lo escribió.

Una mirada de desconcierto apareció en el rostro de Evans. DeVries había visto la misma expresión de miedo en los burócratas cuando se les pedía que se desviasen de sus funciones habituales, que era poner trabas al funcionamiento del gobierno. La peor pesadilla de Evans se había hecho realidad. Quizá tendría que tomar una decisión. El profesor ofreció a Evans una salida.

—Comprendo que el material que le he traído pueda parecerle algo fuera de lo normal. Por eso confiaba en la asesoría del Departamento de Estado. ¿Quizá podría usted hablar con su superior de esta conversación?

Pasar la pelota era una estrategia que Evans comprendía.

Una expresión de alivio apareció en el rostro del joven.

—Lo hablaré con mi jefe, Hank Douglas. Es el director de asuntos culturales de la secretaría. Le llamaré a usted después de hablar hablado con él.

—Es muy amable de su parte. ¿Podría llamar al señor Douglas mientras estoy aquí? Así no tendré que molestarlo de nuevo.

Evans vio que DeVries no hacía ningún gesto de levantarse de la silla. Cogió el teléfono y marcó el número de Douglas. Esperaba que su superior no estuviese en el despacho y se molestó cuando este atendió la llamada.

—Hola, Hank, aquí Evans. Me preguntaba si podrías dedicarme unos minutos.

Douglas respondió que disponía de una hora antes de su próxima cita y lo invitó a pasar por su despacho.

—De acuerdo. —Evans colgó y dijo a DeVries—: Ahora mismo, Hank está ocupado. Lo veré esta tarde.

DeVries se levantó y le tendió la mano.

—Gracias. Si alguna vez necesita algo de la ANS estoy seguro de que lo trataremos con la misma cortesía. Lo llamaré más tarde.

Después de que el visitante se hubo marchado, Evans miró la puerta cerrada un momento, exhaló un suspiro y recogió la carpeta con los textos de Jefferson. Pasar la pelota tenía sus riesgos. Al salir del despacho, pensó que debería tener cuidado en cómo manejaba aquella patata caliente.

Douglas era un risueño afroamericano en la cincuentena, con una calva circular que le hacía parecer un monje tonsurado.

Se había licenciado en historia en la Universidad Howard con notas sobresalientes. Los estantes del despacho estaban cargados con libros que abarcaban la historia del ser humano desde los tiempos de los cromañones.

Era una de las personas más respetadas en la secretaría.

Respaldaba sus capacidades diplomáticas con el conocimiento práctico, por haber pasado varios años en Oriente Próximo y Medio. Era un experto en la política y religión de la zona, las dos a menudo entrelazadas, y hablaba hebreo y árabe.

Evans había planeado una aproximación que le permitiese salvar la cara. Hinchó los carrillos cuando entró en el despacho.

—No te creerás la extraña conversación que acabo de tener.

Le ofreció una descripción bastante ajustada de su charla con DeVries. Douglas lo escuchó con atención mientras Evans hacía lo posible para presentarse como la víctima de un encuentro con un profesor chiflado. Douglas le pidió ver el archivo que había dejado DeVries. Leyó las páginas durante unos minutos.

—A ver si entiendo lo que tu profesor sostiene —dijo Douglas cuando acabó de leer la última página—. Un experto en claves en la ANS ha descifrado la correspondencia secreta entre Thomas Jefferson y Meriwether Lewis. El texto sugiere que los fenicios visitaron América del Norte.

—Lamento ocupar tu tiempo con esto. —Evans sonrió—. Me pareció que encontrarías la historia divertida.

Douglas no rio ni sonrió. Cogió la copia del plano del huerto de alcachofas y leyó las extrañas palabras. A continuación leyó las traducciones hechas hacía tanto tiempo por el profesor amigo de Jefferson. Pronunció la primera en voz alta.

—Ofir.

—Sí. ¿Qué significa?

—Ofir era la legendaria ubicación de las minas del rey Salomón.

—Siempre creí que eso era algo que alguien se había inventado.

—Quizá —admitió Douglas—. El hecho es que Salomón reunió grandes cantidades de oro durante su vida. El origen del oro siempre ha sido un misterio.

—Por lo que dices, y según estos textos, Jefferson creía que Ofir estaba en América del Norte. ¿No es una locura?

Douglas no respondió. Leyó la segunda traducción.

—Reliquia sagrada.

—Más locuras. ¿Qué se supone que eso significa?

—No estoy seguro. La reliquia más sagrada relacionada con Salomón sería el Arca de la Alianza.

—¿Estás diciendo que el objeto bíblico de Jefferson es el Arca?

—No necesariamente. La reliquia sagrada podría ser el calcetín de Salomón. —Douglas jugueteó con un bolígrafo—. Señor, cuánto desearía poder fumar mi pipa en momentos como este.

—¿Qué pasa, Hank? Jefferson o no, este asunto sobre el Arca suena a cuento chino. Lo más probable es que no haya ni una palabra de verdad en todo esto.

—Da lo mismo que sea verdad o no. Todo esto va de símbolos.

—No lo entiendo. ¿Qué es tan importante?

—Es un problema lo mires por donde lo mires. ¿Recuerdas lo que pasó en el monte del Templo en mil novecientos sesenta y nueve y de nuevo en mil novecientos ochenta y dos?

—Por supuesto. Un fanático religioso australiano incendió la mezquita en la montaña y más tarde detuvieron a un grupo religioso por intentar volarla.

—¿Qué habría sucedido de haber conseguido su propósito de limpiar el monte para hacer lugar y reconstruir el tercer templo de Salomón?

—Sus acciones habrían provocado como mínimo una reacción muy fuerte.

—Ahora imagínate la reacción si el descubrimiento de la reliquia más sagrada de Salomón es utilizada como una excusa para construir un nuevo templo y encima se sabe que esa reliquia está en Estados Unidos.

—Dada la naturaleza paranoica de aquella parte del mundo, algunas personas dirían que es otra conspiración estadounidense contra el Islam.

—Así es. Nos veríamos acusados de querer borrar del monte del Templo cualquier presencia musulmana. Los extremistas de todas las grandes religiones participarían en ese follón.

—¡Maldita sea! —exclamó Evans—. ¡Esto es una bomba!

—Trabajo para los artificieros —afirmó Douglas.

Evans palideció.

—¿Qué vamos a hacer con esto?

—Tendremos que ir al secretario de Estado. ¿Quién más sabe del archivo de Jefferson?

—El profesor DeVries y su estudiante del museo del ANS.

Después está la bibliotecaria de la Sociedad Filosófica Americana. La gente de la ANS sabe mantener la boca cerrada.

—No hay nada que se mantenga en secreto más de seis meses en Washington —afirmó Douglas—. Tenemos que pensar en la manera de quitar validez a la historia de forma tal que cuando salga a la luz, este país tenga una negativa plausible.

—¿Cómo lo hacemos? La ANS dice que el material es auténtico.

—La ANS es una organización secreta. Puede decir que nunca ha tenido noticias de este asunto. Yo digo que ataquemos la premisa básica. Que sería imposible que una nave fenicia hubiese hecho el viaje desde el Mediterráneo oriental hasta América del Norte. Los conocimientos de navegación y la tecnología de aquel entonces no lo habrían posibilitado.

—¿Lo sabemos a ciencia cierta?

—No. Necesitaremos una fuente que nos ayude a buscar los fundamentos para nuestra sugerencia.

—¿Qué te parece la Nacional Underwater and Marine Agency? La NUMA tiene expertos, la base de datos, y saben ser discretos. Tengo allí algunos contactos.

—Tú ocúpate de eso. Pediré una cita con el subsecretario.

Llámame dentro de una hora.

En cuanto Evans se hubo marchado, Douglas abrió el cajón de la mesa, sacó la pipa y la bolsa de tabaco. Aunque en su despacho estaba prohibido fumar, llenó la cazoleta con tabaco y la encendió. Con el humo flotando alrededor de su cabeza, se reclinó en la silla y dejó volar los pensamientos.

Todo parecía demasiado fantástico. Quizá se trataba de un fraude, como había dicho Evans. Volvió a coger el archivo de Jefferson, y esta vez leyó todas las palabras.

Como la mayoría de los afroamericanos, Douglas era ambivalente respecto a Thomas Jefferson. Admitía el genio y la grandeza del hombre pero le costaba reconciliar eso con el hecho de que había tenido esclavos. Mientras releía el archivo, no pudo menos de identificarse con su autor en el aspecto humano. Aunque la correspondencia de Jefferson con Lewis lo mostraba como una persona serena y competente, no había duda de que estaba preocupado.

A Douglas se le podía perdonar si las manos que sujetaban las páginas le temblaban.

El potencial para el caos en el mundo presente era mucho más grande de lo que Jefferson habría podido imaginar.