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Para ser un organismo gubernamental supersecreto, la Agencia Nacional de Seguridad es del todo visible para el mundo en general. El cuartel general de la ANS está en Fort Meade, Maryland, entre Baltimore y Washington, en dos edificios de pisos, con la fachada de cristal azul negro, como si hubiesen sido creadas por un cubista en un día deprimido.

Los edificios de oficinas son una ilusión. Las estructuras representan solo una parte del gran complejo que se dice que ocupa una hectárea y media de instalaciones bajo suelo. La ANS es quien tiene en plantilla al mayor número de matemáticos de Estados Unidos y quizá del mundo, y entre los veinte mil o más empleados de la agencia están los mejores expertos criptoanalistas del país.

Angela Worth, la bibliotecaria adjunta de la Sociedad Filosófica Americana, pasó por delante del complejo de la ANS y entró en el aparcamiento del Museo Nacional de Criptografía. Se había levantado muy temprano, había llamado para decir que estaba enferma y había salido de Filadelfia en dirección sur. Encontró una plaza de aparcamiento, recogió un viejo maletín del asiento del pasajero y fue hacia la puerta principal del museo.

Preguntó a la recepcionista en el vestíbulo si podía ver a D. Grover Harris. Unos minutos más tarde, se presentó un joven muy delgado vestido con vaqueros. Estrechó la mano de Angela.

—Hola, Angela —dijo con una gran sonrisa—. Es muy amable de tu parte haber venido hasta aquí.

—Ningún problema, Deeg. Gracias por recibirme.

Angela había conocido a Deeg en una convención de aficionados a los crucigramas. Se habían caído bien de inmediato. Ambos eran unos fanáticos. Deeg era agradable, apuesto y muy inteligente. Como Angela, estaba en los primeros peldaños de la escalera institucional. La llevó a su atestado despacho y le acercó una silla. El espacio era poco mayor que un armario, y confirmaba el bajo estatus de Harris en la cadena alimentaria de la entidad.

Harris se sentó detrás de una mesa cubierta de papeles que habría sido considerada como una trampa mortal en caso de incendio por cualquier inspector competente.

—Parecías muy alterada cuando hablamos por teléfono.

¿Qué está pasando?

Angela abrió el maletín. Sacó las copias del archivo de Jefferson y se las dio a Harris sin comentarios. Él echó una ojeada a las páginas y encontró la plantilla perforada al fondo de la pila. La sostuvo a la luz, y luego colocó la plantilla sobre una página.

—Esto no será una plantilla de cifrado ¿verdad?

—Esperaba que tú me lo dijeras —respondió Angela—. Tú eres el experto en códigos y claves.

—Solo soy un aspirante a experto que ha asistido a algunos cursos en la Escuela Nacional de Criptografía.

—A mí ya me basta —dijo Angela. La escuela de ANS formaba en análisis de criptografía a personas de todos los departamentos gubernamentales.

—No te vendas tan barato. Tú eres la que ha encontrado esto —afirmó Deeg—. ¿Qué puedes decirme al respecto?

—Creo que lo archivaron mal por error. Tendría que haber ido con los archivos de Thomas Jefferson.

Deeg se irguió en la silla.

—¿Jefferson?

—Ajá. Estoy segura de que la escritura es suya. La he comparado con la Declaración y hay una pequeña TJ en la esquina inferior derecha de la página de cubierta.

Él levantó la página y soltó un silbido silencioso.

—Jefferson. Eso tiene sentido.

—Me alegra que lo digas —manifestó Angela con un suspiro de alivio—. Me preocupaba hacerte perder el tiempo.

—¡Demonios, no! —Harris sacudió la cabeza—. La mayoría no sabe que Jefferson era un gran criptólogo. Utilizaba textos cifrados para comunicarse con James Madison y otras personalidades del gobierno. Se hizo un experto en códigos y claves cuando era embajador en Francia. —Se levantó de la silla—. Ven, te mostraré una cosa.

La llevó a una de las salas, se detuvo delante de una vitrina donde había un cilindro de madera montado sobre un huso.

El cilindro tenía unos cinco centímetros de diámetro y veinte centímetros de largo y estaba formado por una serie de discos. En los bordes de los discos había letras.

—Esto lo encontraron en una casa cerca de Monticello —explicó Harris—. Creemos que es una rueda de cifrado que Jefferson inventó cuando era secretario de Estado en Washington. Escribes el mensaje y haces girar los discos para mezclar las letras. La persona que recibe el mensaje lo descifra utilizando un aparato similar.

—Parece algo sacado de El Código Da Vinci.

Harris se rio.

—El viejo Leonardo se habría sentido fascinado por la siguiente evolución de la rueda de cifrado.

La llevó a otra vitrina donde había varios artilugios que parecían grandes máquinas de escribir. La muchacha leyó la placa.

—Máquinas de cifrado Enigma —dijo en voz alta con un brillo en los ojos—. He oído hablar de ellas.

—Fueron uno de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial. Estaban dispuestos a matar por conseguir uno de estos aparatos. No son más que versiones glorificadas de la rueda de cifrado de Jefferson. Estaba muy avanzado para su tiempo.

—Es una pena que no podamos utilizar uno de estos trastos para descifrar uno de sus escritos —dijo Angela.

—Quizá no sea necesario.

Volvieron al despacho de Harris, donde él se sentó de nuevo detrás de la mesa. Se echó hacia atrás en la silla y formó una pirámide con los dedos.

—¿Cómo te has metido en los códigos y claves? —preguntó.

—Soy buena en matemáticas. Hago las palabras cruzadas y me gustan los acrósticos desde que era una niña. Mi pasión en los acertijos me llevó a leer libros sobre el tema. Es ahí donde me enteré de las plantillas de cifrado y el interés de Jefferson por las claves.

—La mitad de los criptólogos que hay en el mundo me habrían dado la misma respuesta —comentó Harris—. Fue ese interés el que te permitió intuir la posibilidad de un mensaje oculto en estas páginas.

La bibliotecaria se encogió de hombros.

—Algo me pareció curioso.

—Las cosas curiosas son las que tratamos normalmente en la ASN. Jefferson se habría sentido como en casa en la agencia.

—¿Dónde encaja su rueda de cifrado?

—No encaja. Jefferson abandonó las máquinas de cifrado al final de su carrera. Yo creo que solo utilizó la plantilla para crear un esteganógrafo y así ocultar que el escrito sobre las alcachofas contenía un mensaje secreto. Habría escrito el mensaje en las aberturas y construido frases a su alrededor.

—Me he fijado en que la sintaxis en el texto parece forzada e incluso extraña en algunas frases.

—Buena observación. Vamos a suponer que Jefferson lo utilizó como una capa de encubrimiento adicional. Primero, tendremos que copiar las letras que quedan a la vista en los agujeros de la plantilla.

Angela sacó una libreta del maletín y se la dio.

—Eso ya lo he hecho.

Harris miró las líneas de letras al parecer no relacionadas.

—¡Fantástico! Eso nos ahorrará mucho tiempo.

—¿Dónde empezamos?

—Unos dos mil años atrás.

—¿Perdón?

—Julio César utilizó un cifrado de sustitución para enviar un mensaje a Cicerón durante la guerra de las Galias. No hizo más que sustituir las letras griegas por romanas. Mejoró más adelante el sistema. Cogía el texto sencillo y creaba un alfabeto de cifrado cambiando las letras tres lugares. Colocas un alfabeto sobre el otro y puedes sustituir las letras de una fila por las de las otras.

—¿Es eso lo que tenemos aquí?

—No del todo. Los árabes descubrieron que si calculabas la frecuencia de la aparición de una letra en el lenguaje escrito, podías deducir el cifrado de sustitución. María, reina de los escoceses, perdió la cabeza después de que los descifradores de la reina Isabel de Inglaterra interceptasen los mensajes utilizados en el complot Babington. Jefferson desarrolló una variante de un sistema conocido como el método Vigenere.

—Que es una ampliación de la sustitución de César.

—Correcto. Creas una serie de alfabetos de cifrado cambiando un número equis de letras sobre cada una. Las colocas en filas para formar una matriz de Vigenere. Luego escribes una palabra clave varias veces en la parte superior de la matriz.

Las letras en la palabra clave te ayudarán a ubicar las letras en la palabra cifrada, algo así como los puntos en un gráfico.

—Eso significa que las letras en un texto sencillo estarían representadas por letras diferentes.

—Esa es la belleza del sistema. Evita el uso de las tablas de secuencia de letras.

Harris se volvió hacia el ordenador y, después de escribir a toda velocidad durante varios minutos, creó columnas de letras dispuestas en un formato rectangular.

—Esta es la matriz estándar de Vigenere. Solo hay, problema. No sabemos la palabra, clave.

—¿Qué te parece utilizar «alcachofas»?

Harris se echó a reír.

—¿La carta robada de Poe a plena vista? «Alcachofa» era la palabra clave que Jefferson y Meriwether Lewis utilizaron para descifrar el código que acordaron para la expedición por el territorio de Luisiana.

Escribió la palabra «alcachofa» varias veces en lo alto de la matriz e intentó descifrar el mensaje oculto en las letras copiadas en los huecos de la plantilla. Probó con el plural y sacudió la cabeza.

—Quizá esto es demasiado obvio —señaló Angela. Probaron con Adams, Washington, Franklin e Independencia todos con el mismo decepcionante resultado.

—Podríamos pasarnos todo el día haciendo esto —dijo Angela.

—En realidad podríamos pasarnos décadas. La palabra clave ni siquiera necesita tener sentido.

—¿Así que no hay manera de resolver una clave Vigenere?

—Se puede resolver cualquier código. El Vigenere fue abierto en el siglo diecinueve por un tipo llamado Babbage, un genio que ha sido llamado el padre de los ordenadores. Su sistema buscaba secuencias de letras. Una vez que las tenía, podía deducir la palabra clave. Algo que supera mis habilidades. Por fortuna, estamos a un paso de los grandes descifradores de códigos del mundo.

—¿Conoces a alguien en la ANS?

—Llamaré a mi profesor.

El profesor estaba dando clase, así que Harris le dejó un mensaje. Con el permiso de Angela copió los documentos.

Había estado tan atento al texto escrito que había prestado poca atención al dibujo.

Angela lo vio observar las líneas y las equis.

—Esa es otra parte del misterio —manifestó—. Al principio creí que se trataba del plano de un huerto. —Le dijo lo que ella había encontrado en la página web de lenguajes antiguos.

—Fascinante, pero por ahora vamos a concentrarnos en el texto del mensaje principal.

Harris acabó de copiar las hojas. Angela guardó los documentos originales en el maletín. Harris la acompañó hasta la salida y le prometió llamarla para decirle lo que había averiguado. Dos horas más tarde, recibió la llamada de su profesor. Comenzó a explicarle el problema del cifrado. Solo había llegado hasta el nombre de Jefferson cuando el profesor le dijo que fuese a su despacho de inmediato.

El profesor Pieter DeVries lo esperaba al otro lado del control de seguridad. El profesor casi lo arrastró a su despacho en la prisa por ver al archivo.

DeVries era la encarnación máxima del brillante pero despistado matemático. Le gustaban los trajes de mezclilla, incluso en los meses cálidos, y tenía el hábito de tirarse de la barbita blanca cuando estaba sumido en sus pensamientos, que era la mayor parte del tiempo.

Echó un vistazo al archivo de las alcachofas.

—Dice que esto se lo trajo una joven que trabaja en la Sociedad Filosófica.

—Así es. Trabaja en la biblioteca de investigación.

—No le echaría una segunda mirada sino fuese por la plantilla. —Cogió la plantilla perforada que Angela había dejado a Harris, la miró con desdén y la dejó a un lado—. Me sorprende que Jefferson pudiese haber utilizado algo tan burdo.

—Todavía no estoy convencido de que el texto encierre un mensaje —comentó Harris.

—Hay una manera de saberlo.

Escaneó las columnas de letras en el ordenador y estuvo tecleando unos minutos. Las letras se movieron una y otra vez en la pantalla hasta que apareció una palabra.

ÁGUILA.

Harris miró la pantalla y se rio.

—Tendríamos que haberlo sabido. Águila era el nombre del caballo favorito de Jefferson.

El profesor sonrió.

—Babbage habría vendido su alma por tener un ordenador con la décima parte de capacidad de aquella máquina.

Escribió la letra clave en la pantalla y luego puso en marcha el programa informático para descifrar el mensaje que había escaneado antes.

La carta que Jefferson había escrito a Lewis en 1809 apareció en texto sencillo.

Harris se inclinó sobre el hombro del profesor.

—No puedo creer lo que estoy leyendo. Esto es una locura. —Harris sacó el papel con los extraños dibujos—. Angela cree que estas palabras son fenicias.

—Eso coincide con lo que la fuente de Jefferson en Oxford dijo en su carta.

Harris se sintió dominado por un gran cansancio.

—Tengo la sensación de que podemos haber tropezado con algo demasiado grande.

—Por otro lado, este cuento de hadas podría ser un fraude, el producto de una astuta imaginación.

—¿De verdad lo cree, señor?

—No. Creo que el documento es real. La historia que cuenta es otra cosa.

—¿Cómo vamos a ocuparnos de esto?

El profesor se tiró de la barbilla con tanta fuerza que fue una maravilla que no se la arrancase.

—Con mucho cuidado —respondió.