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Saxon abrió la puerta de su casa alquilada cerca de la bahía y encendió las luces. Con una amplia sonrisa, dijo:
—Bienvenidos al laboratorio de conservación arqueológica Saxon.
Las sillas y el sofá en la sala de estar habían sido arrimados a la pared para dejar espacio a un cubo de basura de grandes dimensiones y dos mesas plegables unidas por los extremos.
Apiladas sobre las mesas había tiras de papel grueso aplastadas con planchas de contrachapado.
El ánfora estaba en el sofá en dos piezas. La superficie verdosa del ahusado recipiente se veía marcada por la corrosión.
La tapa sellada había sido separada en el cuello y estaba a unos pocos centímetros del recipiente. Austin cogió una sierra de la mesa y observó el polvo verdoso enganchado en los dientes.
—Veo que utiliza los mejores instrumentos de precisión.
—En realidad es de la ferretería local —dijo Saxon. Pareció avergonzado—. Sé que piensa que soy un vándalo. Pero tengo una gran experiencia en la conservación de artefactos en condiciones originales; no quería que ningún conservador curioso hiciese preguntas. Había un riesgo, pero me habría vuelto loco del todo de haber tenido que esperar hasta ver qué había dentro del ánfora. Fui muy cuidadoso.
—Yo podría haber hecho lo mismo —admitió Austin, y dejó la sierra—. Confío en que me esté diciendo que el paciente murió pero que la operación fue un éxito.
Saxon abrió los brazos.
—Los dioses de la antigua Fenicia me sonreían. He tenido un éxito superior a todo lo imaginable. El ánfora contenía un gran rollo de papiro intacto.
—Ha estado sumergido durante mucho tiempo —señaló Zavala—. ¿En qué condición estaba?
—El papiro crece mejor en climas secos como el desierto egipcio, pero el ánfora estaba sellada herméticamente y el papiro se encontraba a salvo en una funda de cuero. Espero obtener el mejor resultado.
Austin levantó la tapa del cubo de basura.
—¿Más alta tecnología?
—Esa es mi cámara de humidificación ultrasónica. Las páginas estaban demasiado quebradizas para ser desenrolladas sin daño y había que humedecerlas. Puse agua en el fondo del cubo, envolví el rollo en hojas de papel secante, lo coloqué en el interior de un pequeño recipiente de plástico con agujeros y cerré bien la tapa.
—¿Este artilugio funciona?
—En teoría. Ya lo veremos. —Saxon miró hacia el sándwich de contrachapado en las mesas.
—Ese debe de ser el último modelo de deshumidificador iónico, ¿no?
—Cuando el rollo humedecido se ablandó, puse las páginas entre hojas de papel secante y Gore-Tex, que absorbe la humedad. El peso de la madera planchará las páginas mientras se seca el papiro.
—¿Vio algo escrito? —preguntó Austin.
—La luz puede oscurecer el papiro, así que lo desenrollé con las persianas cerradas. Le eché un vistazo con una linterna. Fue difícil entender mucho de lo escrito debido a las manchas que presenta en la superficie. Espero que se hayan aclarado cuando esté seco.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que podamos verlo? —Preguntó Zavala.
—Ya tendría que estar casi a punto. En teoría.
Una risa sonó desde lo más profundo de la garganta de Austin.
—El señor Saxon encajará a la perfección en la NUMA, ¿eh, Joe?
—Estoy de acuerdo. Es innovador, ingenioso, no tiene miedo a improvisar y es muy hábil en el delicado arte del TEC.
—¿Perdón? —dijo Saxon.
—Las siglas en español correspondientes a Taparse El Culo —explicó Zavala.
Saxon se retorció la punta del bigote como el villano de una película muda.
—En ese caso me alegro de que estén aquí. Si meto la pata, siempre podemos compartir la culpa. —Apagó las lámparas—. Caballeros, estamos a punto de probar que los fenicios llegaron a las costas de Norteamérica siglos antes de que Colón naciese.
Austin metió los dedos debajo del borde de la plancha de contrachapado.
—¿Levantamos?
Con mucho cuidado retiraron la tapa de la pila y la dejaron a un lado, y luego procedieron a quitar las capas de papel secante y de Gore-Tex. El papiro tenía unos cinco metros de largo, hecho de páginas sueltas de unos treinta centímetros de alto y cincuenta de ancho.
Los bordes irregulares de las páginas estaban intactos. El papiro presentaba muchas manchas oscuras sobre la superficie marrón. Se veía la escritura en algunos lugares, pero la mayor parte se confundía con las manchas.
Saxon parecía un chico al que le hubiesen regalado un par de calcetines para su cumpleaños.
—¡Maldita sea! Está cubierto con moho.
Su alegría desbocada había chocado contra la pared de la realidad. Miró con ojos pétreos el papiro, y luego fue a una ventana para contemplar el mar. Austin no estaba dispuesto a dejar que Saxon se viniese abajo. Fue a la cocina y sirvió tres vasos de agua. Volvió, dio uno a Zavala y otro a Saxon, y levantó el suyo.
—No hemos brindado por el hombre que entregó su vida para rescatar este papiro del fondo del mar.
Saxon lo comprendió. Su desilusión no era nada comparada con el destino del buzo que había encontrado el pecio y rescatado el ánfora.
—Por Hutch, y su adorable viuda —dijo mientras chocaban las copas.
Se reunieron una vez más alrededor del papiro.
Austin aconsejó a Saxon que se centrase.
—Por ahora no haga caso de la escritura, y háblenos de las cualidades físicas del papiro.
Saxon cogió una lupa y miró a través de la lente.
—El papiro está hecho de juncos nacidos en la región del Nilo —explicó—. Estas páginas son de la mejor calidad, hechas de cortes que provienen del centro de la planta, machacadas hasta darle la forma de tiras que luego se entrecruzaban.
La tinta también era de excelente calidad. La cola tiene una base de almidón. Utilizaban pigmento y goma, y escribían con un cálamo, lo que le da a la escritura ese aspecto continuo.
—Ahora háblenos de la escritura —dijo Austin—. ¿Es fenicio?
Saxon estudió el papiro con calma.
—No hay ninguna duda. El alfabeto fenicio de veintidós letras fue la más grande contribución que su cultura dio al mundo. La palabra «alfabeto» en sí es una combinación de las dos primeras letras. El árabe, el hebreo, el latín, el griego y también el inglés pueden remontarse hasta los fenicios. Escribían de derecha a izquierda, de forma continua, porque no utilizaban todas las consonantes. Los trazos verticales actúan como puntuación para separar frases y palabras.
—Olvídese de lo que no podemos leer —le pidió Austin—. Comience por leer lo que puede. Incluso a la piedra Rosetta le faltaban partes del texto.
—Usted tendría que haberse dedicado a la terapia motivacional —dijo Saxon.
Cogió una libreta y un boli, y se inclinó sobre un extremo del papiro. Se humedeció los labios, escribió en su libreta y luego pasó al siguiente fragmento. Algunas veces, observaba una única palabra; otras, varias líneas de escritura. Murmuraba para sí mismo mientras trabajaba a lo largo del papiro.
Al final, miró a Kurt con un brillo de triunfo en sus ojos.
—¡Sería capaz de besarlo, muchacho!
—Tengo por norma no besar a nadie con bigote. Hombre o mujer —replicó Austin—. Por favor, díganos qué hay escrito.
Saxon dio unos golpecitos en la libreta.
—El primer fragmento está escrito por Menelike, que se describe a sí mismo como el hijo favorito del rey Salomón.
Habla de su misión.
—Menelike también es el hijo de Saba —apuntó Austin.
—No se sorprenda si no aparece mencionada. Salomón tenía muchas esposas y concubinas. —Señaló unas líneas de texto—. Aquí dice que está agradecido por la confianza. Lo repite varias veces, algo que encuentro muy interesante.
—¿En qué sentido? —quiso saber Austin.
—Según la leyenda, cuando Menelike era joven, él y su hermanastro, el hijo de la doncella de Saba, robaron el Arca de la Alianza del templo y la llevaron a Etiopía para fundar una dinastía de reyes salomónicos. Algunos sostienen que fue hecho con el conocimiento de Salomón, y que se construyó una copia para que ocupase su lugar en el templo. Otro relato afirma que se llevó el Arca Sagrada a Etiopía. En otro se redime.
Acosado por la culpa, devolvió el Arca y Salomón lo perdonó.
—Veo que Salomón también practicaba la terapia motivacional —dijo Austin—. ¿En quién puede confiarse más que en alguien que intentaba hacer mérito por un mal pasado?
—La reputación de Salomón como sabio estaba bien merecida. Hay fragmentos en el papiro que indican que Menelike transportaba una carga de gran valor.
—¿Nada más específico? —preguntó Austin.
—Por desgracia, no. El resto del papiro no es más que un diario de a bordo. Menelike es el autor, y eso significa que debió de ser el capitán. Encontré la palabra «escita» repetida un par de veces. Los fenicios a menudo contrataban a mercenarios para vigilar sus naves. Hay una referencia a un gran océano, algunas observaciones meteorológicas, pero la parte principal del diario está oscurecida por el moho.
—Ahora es su turno para alegrarme —manifestó Austin y sacudió la cabeza.
—Creo que pudo hacerlo —afirmó Saxon. Señaló varias de las partes no manchadas—. El rollo estaba muy apretado en estos puntos. El moho no pudo penetrar. Estas líneas describen un desembarco. El capitán habla de entrar en una gran bahía, casi un pequeño mar, donde ya no podía oler el océano.
Austin prestó atención.
—¿Chesapeake?
—Es una posibilidad. La nave ancló cerca de una isla en la desembocadura de un río muy ancho. Describe el agua con un tono más marrón que azul.
—Me fijé en el color fangoso del agua cuando zarpamos —dijo Zavala—. Pasamos por una isla cerca de Aberdeen Proving Grounds.
Austin todavía llevaba la carta de la bahía de Chesapeake en un sobre de plástico. Desplegó la carta en el suelo. Con un rotulador que pidió a Saxon, marcó una equis cerca de Havre de Grace en la desembocadura del Susquehanna.
—Tenemos a nuestros fenicios aquí. ¿Qué hicieron con la carga?
—Quizá la escondieron en una mina de oro —sugirió Saxon.
—Su libro proponía que Ofir estaba situado en Norteamérica. ¿Está diciendo que ocultaron esa cosa en una mina del rey Salomón?
—Cuando comencé a buscar por primera vez las minas de Salomón, me centré en la región alrededor de Chesapeake y Susquehanna —contestó Saxon—. Había grandes explotaciones mineras de oro a una distancia que podía cubrirse a pie desde Washington cien años antes de la gran Fiebre del Oro de mil ochocientos cuarenta y nueve en California.
—Eso lo sabemos —dijo Austin.
—Thelma Hutchins mencionó que su marido sabía de las minas de oro —recordó Zavala.
Saxon asintió.
—Había más de media docena de minas a lo largo del Potomac, desde Georgetown hasta Greater Falls, a principio de siglo. Al menos cincuenta minas funcionaban en Maryland a ambos lados del Chesapeake. El oro se encontraba en las rocas de la Meseta Piedmont, que va de Nueva York a Carolina del Sur.
—Eso es mucho territorio a cubrir —opinó Austin.
—Estoy de acuerdo. Comencé a buscar pruebas de la presencia fenicia. No las encontré en Maryland sino más al norte, en Pensilvania. Un grupo de piedras con escrituras fenicias fue descubierto cerca de la capital del estado en Harrisburg.
—¿Qué clase de piedras? —preguntó Austin.
—Un hombre llamado W.W. Strong reunió casi cuatrocientas piedras encontradas cerca de Mechanicsburg en el valle del río Susquehanna. El doctor Strong interpretó las marcas en ellas como símbolos fenicios. Barry Fell cree que la escritura es vasca. Otros dicen que las marcas son naturales.
—Retenga ese pensamiento —dijo Austin.
Salió para ir al Jeep y regresó con la piedra que había recogido del pecio. Saxon se quedó boquiabierto.
—¿De dónde demonios ha sacado eso?
—La subí de mi inmersión en el pecio.
—¡Asombroso! —exclamó Saxon. La cogió de las manos de Austin, y la sostuvo como si estuviese hecha de cristal, y resiguió la frase escrita con el dedo—. Aquí está la beth, el símbolo fenicio correspondiente a casa, que más tarde se convertiría en la beta griega. Liga con el naufragio en Mechanicsburg, Austin trazó una segunda equis en el lugar del pecio en la bahía, y una tercera en la desembocadura del río. Unió las equis con un trazo y lo extendió río arriba.
—La pista se pierde en Mechanicsburg —señaló.
—No del todo. He estudiado esa zona durante años. Recorrí gran parte a pie y en vehículo. Si hay algún lugar prometedor, es este.
Dibujó un círculo alrededor de la zona al norte de Harrisburg.
—Saint Anthony’s Wilderness siempre me ha intrigado debido a las historias de una mina de oro perdida. Incluso hay una carretera a la mina de oro que la atraviesa. La zona está llena de leyendas de ciudades abandonadas y pueblos mineros. Es muy escabrosa. Uno de los pocos lugares del territorio que no ha sido urbanizado.
—Las leyendas son una cosa y los hechos otra —le recordó Austin.
Saxon volvió su atención al papiro.
—Hay un único trozo sin manchas donde se hace mención de una mina. Las palabras que la rodean han sido borradas por el moho, excepto por una frase que describe un meandro en el río con forma de herradura. —El largo dedo de Saxon recorrió el curso hasta una pronunciada curva del Susquehanna—. Saint Anthony’s Wilderness está al este del meandro. —Sacudió la cabeza—. Es un área enorme. Podríamos buscar durante años sin encontrar nada.
Austin sacó un trozo de papel del sobre y lo colocó junto al mapa. Una línea curva en el papel concordaba con el meandro del río. Otros trazos marcaban montañas y valles al este del río.
—Esta es una copia del mapa fenicio de la mina del rey Salomón. La encontraron entre algunos documentos de Thomas Jefferson.
—¿Jefferson? Eso no tiene ningún sentido.
—Esperamos que lo tenga en su momento. ¿Qué opina del mapa?
Saxón leyó las palabras fenicias en el papel.
—Esto muestra con toda exactitud dónde está la mina en relación al río.
—Antes de que nos entusiasmemos demasiado, debo señalar un problema con esto —advirtió Austin—. El Susquehanna tiene un kilómetro y medio de ancho y treinta centímetros de profundidad, como dicen los lugareños. Está lleno de rápidos e islas. Es imposible que una nave de Tarsis pudiese navegar río arriba.
—Pero pudo haberse bajado por él una carga —replicó Saxon—. El río sería lo bastante profundo para una barca de remos que lo recorriese durante el deshielo de primavera.
—Difícil, pero posible con la barca adecuada —admitió Austin.
—La embarcación correcta se llamaba «arca de Susquehanna» —dijo Saxon con una sonrisa—. Comenzaron a utilizarlas en el siglo diecinueve desde Steuben County, en Nueva York, río abajo hasta Port Deposit, en Maryland. No eran más que grandes balsas, de veinticinco metros de eslora y cinco metros de manga. Navegaban río abajo con el deshielo de primavera, trasladando los productos al mercado. Luego desmantelaban las arcas, vendían la madera, y las tripulaciones regresaban a casa a pie. Tardaban ocho días en bajar por el río y seis días en el camino de regreso. Transportaron millones de dólares en cargas antes de que los ferrocarriles los dejaran sin trabajo.
—Un simple pero brillante concepto —manifestó Zavala—. Los fenicios pudieron utilizar la misma técnica para transportar el oro.
Saxon soltó una fuerte carcajada.
—Rider Haggard se estará retorciendo en la tumba. Él y el resto del mundo siempre creyeron que las minas del rey Salomón estaban en África.
Zavala había estado mirando los mapas.
—Yo también tengo un problema. Hay una extensión de agua que cubre el lugar señalado en el viejo mapa.
La mirada de Saxon siguió el dedo de Zavala.
—Así es. Eso complica el asunto.
—Solo un poco —dijo Austin—. Propongo que reunamos al Equipo de Misiones Especiales para una operación submarina mañana. No es más que un corto viaje en helicóptero hasta Saint Anthony’s Wilderness. Podemos estar allí a primera hora de la mañana.
—¡Espléndido! —exclamó Saxon—. Releeré el papiro, y profundizaré en la investigación, por si acaso he pasado algo por alto.
Austin se sujetó la barbilla con el pulgar y el índice.
—Salomón se tomó mucho trabajo para ocultar esta reliquia de los ojos de los hombres.
Zavala advirtió la gravedad en la voz de su colega.
—Creo que estás diciendo que podríamos estar cogiendo a un león por la cola.
—Digamos que algo así. Supongamos que encontremos ese objeto. ¿Qué debemos hacer con él?
—Nunca lo había pensado —admitió Saxon—. Los objetos religiosos tienen la virtud de alterar a las personas.
—Eso es lo que quería decir —afirmó Austin con un tono que hizo que Saxon frunciese el entrecejo—. Puede que Salomón fuese mucho más sabio al ocultar esta cosa que nosotros al buscarla.