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Un oficial del Ocean Adventure que también era asistente técnico sanitario estaba vendando el tórax a Austin cuando se abrió la puerta de la enfermería y el capitán Lange entró del brazo de Carina.

—Encontré a esta joven dama vagando por el barco —dijo Lange a Austin, que estaba sentado en la camilla—. Dice que un caballero de resplandeciente armadura le salvó la vida.

—Mi armadura tiene algunas abolladuras —manifestó Austin. Además del roce de la bala en el costado, su rostro estaba cubierto de moretones y tenía los nudillos pelados del roce contra el casco cuando había tropezado por la escalerilla del práctico.

—Lamento mucho sus heridas —manifestó Carina.

También el rostro de la joven mostraba las huellas donde el tripulante llamado Juan le había dado un puñetazo. Incluso con la barbilla hinchada, Carina era toda una belleza. Delgada, de piernas largas y un físico que hacía volver la cabeza de los hombres. Su tez de un moreno claro resaltaba el azul brillante de los ojos debajo de unas cejas perfectas. Llevaba recogido en una coleta el pelo negro largo hasta los hombros.

—Gracias —dijo Austin—, no es más que un rasguño. La bala solo me rozó. Me preocupa más usted.

—Es muy amable. Me puse una compresa fría en la barbilla y eso redujo la hinchazón. Tengo pequeñas heridas en el interior de la boca, pero mis dientes están intactos.

No sabe cuánto me alegro. Necesitará de todos sus dientes cuando cenemos juntos.

Carina le dedicó una sonrisa un tanto torcida.

—Aún no hemos sido presentados formalmente, señor Austin —Austin le tendió la mano.

—Por favor, llámeme Kurt, señorita Mechadi.

—Muy bien, Kurt. Llámeme Carina. ¿Cómo es que sabe mi nombre?

—Este caballero que esta haciendo un excelente trabajo remendándome me comentó que es una pasajera, y que trabajaba para Naciones Unidas. Más allá de estos escuetos detalles, es usted un misterio, Carina.

—No hay ningún misterio. Soy investigadora de la UNESCO. Mi trabajo es seguir la pista a las antigüedades robadas. Si alguien es un misterio, ese es Kurt Austin. Es usted quien surgió del mar como Neptuno y salvó al barco y la plataforma petrolífera, además de rescatarme.

—El capitán es quien merece los laureles. Desvió el barco de la plataforma. De haber estado yo al timón, todos estaríamos quitándonos petróleo de los dientes.

—Kurt es demasiado modesto —intervino Lange—. Nos liberó a mí y a mi tripulación. Mientras yo pilotaba el barco, él luchó con los dos asaltantes y salvó una pieza de su carga.

El rostro de Carina se iluminó de contento.

—¿Salvó El Navegante?

Austin asintió.

—Hay un gran objeto envuelto en lona en la cubierta.

Quizá sea su estatua.

—Haré que la lleven de inmediato a un lugar seguro —dijo Lange. Llamó al puente y ordenó al primer oficial que reuniese a un grupo de trabajo.

El segundo le informó de que una embarcación de la guardia costera estaba de camino y de que los representantes de los propietarios volaban hacia el lugar. El capitán se excusó y el enfermero se marchó con él después de dar a Austin unos calmantes.

—Me pica la curiosidad —dijo Austin—. ¿Qué tiene de especial El Navegante?

—Eso es lo más curioso —respondió Carina con el entrecejo fruncido—. La estatua no tiene demasiado valor y quizás incluso sea una falsificación.

—En ese caso, hablemos de cosas de las que sabemos. Como nuestra cita para cenar.

—¿Cómo podría olvidar su inesperada invitación, sobre todo después de su súbita aparición? Pero primero dígame de dónde demonios llegó.

—No de esta tierra. Del mar. Estaba cerca… capturando icebergs.

Carina miró los anchos hombros de Austin. No habría mostrado sorpresa si le hubiese dicho que estaba luchando contra los icebergs. Supuso que bromeaba hasta que él le explicó lo que había estado haciendo a bordo del Leif Eriksson.

La joven había conocido a docenas de hombres memorables en el curso de sus viajes por el mundo. Pero Austin era de verdad único. Había arriesgado su vida para salvar a centenares de personas y propiedades que valían millones de dólares, luchado contra los asaltantes e incluso matado a uno de ellos para recatarla. Y estaba allí ligando como un impetuoso colegial. Su mirada recorrió el fuerte y bronceado cuerpo. Por el aspecto de las pálidas cicatrices que marcaban su piel broncínea, esa no era la primera vez que se había puesto en peligro y pagado por ello.

Carina tendió una mano para tocar una cicatriz circular en el abultado bíceps derecho de Austin. Iba a preguntarle si era una herida de bala, pero, entonces, se abrió la puerta y un hombre moreno y delgado entró en la enfermería.

Los ojos de Joe Zavala se abrieron por la sorpresa, y luego sus labios se curvaron en su característica media sonrisa. Había oído que a Austin le estaban curando las heridas. Nadie le había hablado de aquella preciosa joven que parecía estar acariciando el brazo de su amigo.

—Solo he venido para ver que tal estas —dijo Zavala—. Por lo que se ve, lo estás haciendo muy bien.

—Carina, este caballero es Joe Zavala, mi amigo y colega.

Ambos trabajamos para la Nacional Underwater and Marine Agency. Joe pilotaba la embarcación que me llevó hasta el bar. No se asuste por su aspecto de pirata. Es del todo inofensivo.

—Es un placer conocerla, Carina. —Zavala señaló el vendaje de Austin—. ¿Estás bien? Los dos parecéis un poco machacados.

—Sí somos todo una pareja —dijo Carina. Se ruborizó ante la connotación de su comentario y apartó la mano del brazo de Austin.

Kurt acudió en su auxilio y llevó la conversación de nuevo a su persona.

—Me duele un poco en las costillas. Tengo unos cuantos moretones, y rasguños en otras partes del cuerpo.

—Nada que un par de tragos de tequila no puedan solucionar —afirmó Zavala.

—Veo que está en buenas manos —manifestó Carina—. Si no le importa iré a ver que está haciendo la tripulación con mi estatua. Gracias de nuevo por todo lo que ha hecho.

Zavala miró la puerta después de que se hubo cerrado detrás de Carina y soltó una tremenda carcajada que era poco habitual para su discreción.

—Solo Kurt Austin podría encontrar a un ángel como la señorita Mechadi en el callejón de los Icebergs. Y después me llaman a mí Romeo.

Austin puso los ojos en blanco. Se bajó de la camilla, se puso una camisa azul de trabajo que le habían prestado y se la abrochó.

—¿Qué tal el capitán Dawe?

—Ha llegado al final de su repertorio de chistes y ha comenzado a reciclar los viejos.

—Lamento saberlo, compañero.

—Dice que permanecerá aquí un día más, pero que luego debe ir a perseguir a Moby-Berg. Así que todavía no estás a salvo.

—¿Cómo es que has subido a bordo? Si mal no recuerdo la escalerilla del práctico estaba cortada.

—Tenían una de recambio. Lo pasaste muy mal subiendo. ¿Qué pasó?

—Te contaré toda la sórdida historia mientras tomamos un café.

Fueron al comedor, donde se sirvieron dos tazas de café y devoraron un par de sándwiches de pastrami. Austin comenzó por la aventura de subir al Ocean Adventure, y siguió con un relato detallado de sus proezas en el portacontenedores.

—Alguien ha invertido un montón de dinero y tiempo para robar la estatua —comentó Zavala después de silbar por lo bajo.

—Eso parece. Hace falta mucho dinero para comprar helicópteros y organizar un asalto en el mar. Por no hablar de los contactos necesarios para poner a un par de topos a bordo que diesen la bienvenida a los piratas.

—Podrían haberse limitado a robar la estatua y marcharse —señaló Zavala—. ¿Qué necesidad había de destruir el barco y la plataforma?

—Si hundían el barco, eliminaban las pruebas y los testigos. La plataforma no era más que un medio para conseguir un fin. Hay una cierta limpieza clínica. El mar lo reclama todo.

Zavala sacudió la cabeza.

—¿Qué mente sería capaz de tramar algo tan sangriento como eso?

—Una muy fría y calculadora. Los helicópteros debieron de venir de alguna otra plataforma flotante. Estamos al alcance del radio de vuelo de los helicópteros, pero la costa es bastante escarpada. No me los imagino volando una gran distancia con un gran peso colgado al extremo de una cuerda.

—Un ataque lanzado desde el agua a un blanco en movimiento tiene más sentido —admitió Zavala.

—Lo que significa que quizá estamos perdiendo el tiempo. Aún podrían estar en la zona.

—Por desgracia, no hay apoyo aéreo en este barco —comentó Zavala.

Austin ladeo la cabeza mientras pensaba.

—Recuerdo que el capitán Dawe dijo que un helicóptero venía camino de regreso a la plataforma. Veamos si ha llegado.

Se tragó un calmante con el último sorbo de café y salió del comedor. El capitán Lange le dio la bienvenida al puente.

Austin pidió prestados unos prismáticos y miró hacia la plataforma. Vio al helicóptero posado.

—Este es un punto de observación muy ventajoso —dijo Austin—. ¿Vio en qué dirección volaron los asaltantes?

—Desafortunadamente no. Todo ocurrió muy rápido.

—El rostro de Lange enrojeció de furia al recordarlo.

—¿Qué sabe de los dos tripulantes filipinos que trabajaban con los asaltantes?

—Fueron contratados por el sistema habitual. No había nada en sus antecedentes que indicase que fuesen unos malhechores.

—Es posible que los hombres que subieron a bordo no fuesen los verdaderos propietarios de los documentos —señaló Zavala.

—¿A qué se refiere?

—Bien pudieron robar los documentos a los verdaderos tripulantes o haberlos matado —añadió Zavala.

—En ese caso, podremos agregar otros dos asesinatos a la lista de crímenes de esa pandilla —manifestó Austin.

El capitán maldijo por lo bajo en su idioma nativo.

—¿Saben?, a veces cuando estás aquí arriba, comandando este gran barco a través del océano, te sientes como el rey Neptuno. —Movió los carrillos—. Entonces ocurre algo como esto y te das cuenta de lo impotente que eres. Prefiero mucho más enfrentarme al mar que a los monstruos de mi propia especie.

Austin sabía por experiencia propia de qué hablaba el capitán, pero tendrían que posponer su debate filosófico para mejor ocasión.

—Me pregunto si no le importaría ponerse en contacto con la gente de la plataforma —dijo. Habló al capitán de lo que Zavala y él tenían en mente.

Lange llamó por radio de inmediato. Los jefes de la plataforma titubearon en un primer momento en decidir el envío del helicóptero, pero cambiaron de opinión en cuanto Lange les dijo que la petición la formulaba el hombre que había salvado la plataforma y a su tripulación.

Veinte minutos más tarde, el helicóptero despegó de la plataforma y voló la corta distancia hasta el portacontenedores. El aparato se posó en la cubierta de proa. Austin y Zavala corrieron agachados por debajo de los rotores de movimiento. El helicóptero despegó un segundo más tarde. Apenas había acabado de colocarse los auriculares cuando el piloto preguntó:

—¿Adónde vamos, caballeros?

Los asaltantes llevaban una gran ventaja, y eso significaba que era poco probable que estuviesen en algún lugar cercano al barco. Austin pidió al piloto, que se llamaba Riley, que fuese en cualquier dirección en un radio de cinco millas, y después comenzase a volar en una espiral cada vez más grande con el barco como centro.

Riley levantó el pulgar y llevó al helicóptero en dirección oeste a una velocidad de unos ciento sesenta kilómetros por hora.

—¿Qué buscamos? —preguntó Riley.

—Cualquier cosa lo bastante grande para recibir a dos helicópteros —respondió Austin.

Riley levantó otra vez el pulgar.

—Comprendido.

Al cabo de unos minutos viró para iniciar la espiral. La niebla se había despejado y la visibilidad era entre dos y tres millas. Vieron un puñado de barcos pesqueros y grandes montañas de hielo, incluida una que bien podía haber sido Moby-Berg. El único buque grande era un carguero, pero la cubierta era demasiado pequeña para acoger a dos helicópteros y estaba obstruida por las grúas, que habrían hecho el despegue y el aterrizaje imposibles.

Austin pidió al piloto que realizase otras dos vueltas. En la segunda, vieron un gran navío recortado contra el resplandor del océano.

—Un transporte de minerales —dijo Zavala desde el asiento trasero.

El helicóptero bajó a una altura de unos pocos centenares de metros y se puso a la par del barco de casco negro. Las escotillas rectangulares que cubrían las bodegas estaban repartidas regularmente en la larga cubierta entre la superestructura en la popa y la alta proa en el otro extremo.

—¿Qué le parece? —preguntó Austin al piloto.

—Demonios. Sería muy fácil aterrizar con un helicóptero en esa cubierta —dijo Riley—. Es como un portaaviones.

—Si quieres esconder algo, hay lugar más que suficiente en esas bodegas —añadió Zavala.

—Solo habría que modificar unas pocas cosas —manifestó Riley—. Nada importante.

Austin pidió al piloto que comprobase el nombre del barco.

El helicóptero voló sobre la estela de la nave, para tener una visión clara de las grandes letras blancas en el espejo de popa: SEA KING.

El barco estaba registrado en Nicosia, Chipre. Había un logo de lo que parecía la cabeza de un toro junto al nombre.

Austin había visto suficiente.

—Volvamos a casa.

El helicóptero viró y el barco se perdió en la bruma.

A medida que el ruido de los rotores se alejaba, unos ojos redondos y claros miraron desde el puente hasta que el helicóptero se redujo al tamaño de un mosquito. Adriano bajó los prismáticos con una tensa sonrisa en los labios. El helicóptero se había acercado lo suficiente para permitirle ver un rostro en la ventanilla de la cabina.

El cazador se había convertido en la presa.

En el momento en que el helicóptero se acercaba al portacontenedores vieron una embarcación de la guardia costera, anclada un poco más allá. El piloto aterrizó en la cubierta del Adventure. Cuando Austin y Zavala bajaron del aparato, el capitán Lange los esperaba. Dijo que estaba a bordo un equipo de investigadores de los guardacostas para interrogar a los testigos.

Austin se movía por pura voluntad nerviosa. Tenía el cerebro fundido. Le dolían los costados del tórax. Lo que menos le apetecía era tener que soportar un tedioso interrogatorio. Dormir el máximo de horas sería preferible. Sabía que la guardia costera daría una nueva perspectiva a los enloquecidos acontecimientos del día, pero en aquel preciso momento estaba agotado.

El teniente de los guardacostas que dirigía la investigación en la sala de descanso era un hombre práctico y eficaz.

Tomó las declaraciones de Austin y los demás, y dijo que ya seguiría con el resto de la tripulación. Austin debía de haber hecho algún gesto de dolor más de una vez porque el teniente le sugirió que se hiciese tratar la herida en un hospital. El capitán añadió que el helicóptero podía llevarlo a tierra firme por la mañana.

Carina preguntó si podía acompañarlo. Dijo que quería asistir a una recepción en Washington al día siguiente y que no le preocupaba la seguridad de la carga con un navío de la guardia costera escoltando al barco. Zavala quería marcharse para continuar con la preparación de su viaje a Estambul.

Austin llamó al capitán Dawe y le dijo que tendría que disculparlos de la caza del Moby-Berg.

—Me desilusiona —respondió Dawe—; tenía preparados unos cuantos chistes nuevos para cuando volviesen.

—No puedo esperar —declaro Austin.