23

El sargento Colby esperaba a Austin en el puesto de enfermeras de la sala de urgencias del Hospital Universitario de Georgetown. El policía conversaba con un hombre vestido con la chaquetilla verde de los médicos. Colby se fijó en el paso decidido de Austin y dedujo que era el hombre que lo había asediado a preguntas en su conversación telefónica.

—¿El señor Austin?

—Gracias por llamarme, sargento. ¿Qué tal está la señorita Mechadi?

—Bastante bien. Una de nuestras patrullas recorría un barrio conflictivo y la encontró tumbada sobre el volante del coche.

—¿Alguien sabe lo que pasó?

—No tenía mucho sentido lo que dijo cuando recuperó el conocimiento —manifestó el sargento con una sacudida de cabeza—. Ahora mismo hablaba con el doctor Sid sobre las pruebas físicas.

Se volvió hacia Siddhartha Choudary. El doctor Sid era uno de los anestesistas residentes que había sido llamado a consulta.

—Al parecer por el análisis de sangre de su amiga le dieron una dosis de thiopental sódico, ya fuese por vía nasal o a través de la piel. Tuvo que dormirla en cuestión de segundos.

—No creemos que el robo fuese el motivo —manifestó Colby—. En la cartera tenía todo el dinero, junto con su tarjeta de identificación y su número de teléfono. Mandaremos los técnicos de laboratorio que examinen el coche. Con todas sinceridad, no es algo que vaya a ser de inmediato. Los asesinatos tienen prioridad, y hay una lista de espera en la morgue.

—Me gustaría verla —dijo Austin.

—Ahora está despierta —manifestó el médico—. Se sentirá cada vez mejor a medida que la droga desaparezca del torrente sanguíneo. Es como haber bebido un Martini de más. Una leve resaca, mareo y tal vez náuseas. Puede marcharse en cuanto sienta que es capaz de caminar, siempre que tenga ayuda. Nada de conducir por un tiempo. La tercera puerta a la derecha.

Austin dio las gracias a los dos hombres y se alejó por el pasillo.

—Yo no me acercaría demasiado —le advirtió el policía—. Está hecha una furia.

Carina estaba sentada en el borde de la cama, intentando ponerse un zapato. Tenía problemas con la coordinación manos-ojos. Parecía más furiosa con su pie que con cualquier otra cosa.

Austin se detuvo en el umbral.

—¿Necesita que le echen una mano?

La profunda expresión de enfado en el rostro de Carina desapareció. Mostró una gran sonrisa, y soltó una exclamación de triunfo cuando consiguió calzarse. Intentó levantarse, pero le fallaron las piernas. Se caía cuando Austin entró en la habitación. La sujetó y la colocó en la cama.

Grazie. Me siento como si hubiese bebido demasiado vino.

—El doctor dijo que el efecto de la droga no tardará en desaparecer.

—¿Droga? ¿De qué demonios habla? No tomé ninguna droga.

—Ya lo sabe. A usted la durmieron con un anestésico. Lo respiró o se lo inyectaron a través de la piel. ¿Puede decirme qué pasó?

Una expresión de miedo apareció en los ojos de la joven.

Vi al asaltante del barco portacontenedores. Aquel gigantón con el rostro de un bebé malvado.

—Será mejor que comience por el principio.

—Buena idea. Ayúdeme a sentarme.

Austin cogió a Carina por la cintura, la levantó con mucha suavidad y después le sirvió un vaso de agua. Sentada en el borde de la cama, le relató la historia entre sorbo y sorbo.

—Los encargados del transporte vinieron a buscar al Navegante. Un hombre llamado Ridley estaba al mando. Seguí al camión en mi coche. Entraron en un barrio horrible. Se detuvo en un aparcamiento. Recuerdo el viejo cartel de una pizzería. Se abrió la puerta trasera. Vi al asaltante por el espejo retrovisor.

Austin recordó la pisada en la ribera del río cerca de su casa.

—Continúe.

—Escuché un siseo. Luego me desperté en este lugar. —Recordó una cosa más—. Se llevaron la estatua. Tendré que decírselo a la policía. —Se levantó y se apoyó en la cama—. Todavía estoy un poco mareada.

Austin le dio un beso en la frente.

—Hablaré con la policía mientras descansa.

Colby estaba acabando una conversación telefónica cuando se le acercó Austin.

—¿Le habló del camión y de la estatua desaparecida?

—Sí —respondió el sargento—. Creí que deliraba. Acabo de llamar a la comisaría. Un camión que concuerda con la descripción que nos dio volcó en la autopista y se incendió.

Encontraron cuatro cadáveres incinerados a tal punto de quedar irreconocibles.

—¿Alguna señal de una estatua de bronce?

—No. El incendio fue tremendo. Es probable que su estatua se haya fundido.

Austin dio las gracias a Colby y volvió para informar Carina. No le mencionó los cadáveres en el camión incendiado. La muchacha miró el reloj en la pared.

—Tengo que salir de aquí. Voy a perder mi cita con ese Benson, el fotógrafo de National Geographic que le mencioné.

—¿A qué hora ha quedado con él?

—Dentro de una hora o poco más. —Carina le dijo la dirección—. ¿Cree que podremos llegar?

—Si nos marchamos ahora. Depende de cómo se sienta.

—Me siento bien. —Dio un par de pasos antes de tambalearse—. De todas maneras, no me importaría una ayuda.

Caminaron por el pasillo cogidos del brazo. Colby había dejado una nota en el puesto de las enfermeras para que lo llamasen cuando Carina estuviese en condiciones de ser entrevistada. Para cuando acabó de firmar los papeles de la salida, Carina parecía mucho más fuerte. La enfermera insistió en que cruzase el vestíbulo en una silla de ruedas. Apenas si se tambaleaba cuando salió por la puerta principal.

En el viaje a Virginia, Carina intentó llamar al fotógrafo. Nadie atendió la llamada. Se dijo que Benson había salido y que regresaría a la hora acordada.

Los efectos del anestésico desaparecieron del todo gracias al aire fresco y puro que entraba por la ventanilla del coche.

Llamó a Baltazar para informarle del robo. Escuchó la respuesta del contestador automático y le dejó un mensaje.

—Usted no cree que Saxon tenga algo que ver con esto, ¿verdad? —preguntó tras un momento de reflexión.

—Saxon no parece de esa clase de tipo —contestó Austin—. Quizá pueda ser una ayuda. Podríamos utilizar las fotos que tomó del Navegante para anunciar su pérdida.

Carina buscó en su agenda y encontró la tarjeta que Saxon le había dado en la recepción de la embajada iraquí. Llamó al número escrito en la parte de atrás de la tarjeta y respondió alguien del hotel Willard. El recepcionista le informó de que el señor Saxon se había marchado. Carina se lo comunicó a Austin con una sonrisa presumida.

Diez minutos más tarde, Austin dejó la carretera principal y condujo por un camino de tierra hasta una granja de una sola planta. Aparcaron junto a una camioneta cubierta de polvo y subieron los peldaños de la galería. Nadie respondió a las repetidas llamadas a la puerta.

Miraron en el granero y después volvieron a la galería.

Austin probó de abrir la puerta. Estaba sin llave. La abrió.

Carina asomó la cabeza y llamó.

—¿Señor Benson?

Carina se arrodilló a su lado. La sangre había dejado de manar de la herida abierta en la cabeza El estudio parecía haber sido azotado por un tifón. Los cajones de los archivadores estaban abiertos. Las fotos desparramadas por el suelo. Habían destrozado la pantalla del ordenador. Solo las portadas de National Geographic colgadas en las paredes se habían salvado. Austin llamó a la policía y recorrió las otras instalaciones. El resto de la casa estaba desierto.

Cuando Austin regresó al estudio, Benson se había sentado con la espalda apoyada en la pared. Carina mantenía una toalla con cubitos de hielo apretada en la herida. Le había limpiado la baba de los labios. Tenía los ojos abiertos y al parecer estaba consciente.

Benson era un hombre fornido de mediana edad con la tez curtida por el sol en los lugares exóticos donde había trabajado. Llevaba el pelo gris recogido en una coleta. Vestía vaqueros, una camiseta y un chaleco de fotógrafo que era un anacronismo en la era de la fotografía digital.

Austin se arrodilló a su lado.

—¿Cómo se siente?

—Hecho una mierda —respondió Benson—. ¿Qué aspecto tengo?

—Un aspecto de mierda —respondió Austin.

Benson consiguió esbozar una sonrisa.

—Cabrones. Me estaban esperando cuando volví de paseo para encontrarme con la señorita de la UNESCO. ¿Es usted?

—Soy Carina Mechadi, investigadora de la UNESCO. El señor Austin está con la National Underwarter and Marine Agency.

Una luz de reconocimiento brilló en los ojos grises de Benson.

—Hice un par de reportajes de sus equipos hace algunos años.

—Díganos qué pasó cuando regresó de su paseo —le pidió Austin.

—Vi un coche aparcado delante. Un todo terreno negro, con matrícula de Virginia. Siempre dejo la puerta abierta. Estaban dentro buscando entre mis cosas. —Hizo una mueca—. Por si acaso me desmayo, digan a los polis que eran cuatro.

Todos enmascarados y con armas. Uno era un tipo grandullón. Creo que era el jefe.

Austin y Carina intercambiaron una mirada.

—¿Dijo alguna cosa?

—Quería todos mis negativos. Le dije que se fuese al infierno. Me pegó con el cañón del arma. Supongo que debo estar agradecido que no me disparase. Solo mareado. Me hice el muerto. Lo vi a él y sus amigos buscar en mis archivos de negativos. Lo guardaron todo en bolsas de basura. ¿Se llevaron mi ordenador? El portátil.

Austin miró en derredor.

—Aquí no queda nada.

—Supusieron que había hecho copias de seguridad. Cada foto que he tomado estaba en el disco. Veinticinco años de trabajo. —Benson se rio—. Imbéciles. Estaban tan ocupados pegándome que no descubrieron que había hecho una copia de seguridad de la copia. ¿Qué demonios buscaban?

—Creemos que buscaban las fotos que tomó en un yacimiento arqueológico en Siria —respondió Carina.

El fotógrafo frunció el entrecejo.

—Lo recuerdo. Los fotógrafos recordamos todas las fotos que hacemos. Mil novecientos setenta y dos. Reportaje de portada. Hacía un calor de mil demonios.

—La copia de seguridad. ¿Podemos tomarla prestada? —preguntó Austin.

—¿Ayudará a capturar a esos cabrones?

—Quizá. —Austin se levantó la camisa para mostrar el vendaje en el tórax—. No es usted el único que tiene una cuenta pendiente.

Benson abrió los ojos de par en par.

—Por lo que se ve, usted les debe caer muy mal. —Sonrió—. Vayan al establo. Tercera cuadra a la derecha. Hay una puerta de acero debajo del heno. La llave está colgada en la cocina y tiene una etiqueta en la que pone «puerta trasera».

—Había una gran estatua en aquel yacimiento arqueológico en Siria —dijo Carina—. Se llamaba El Navegante.

—Sí. Parecía un indio con un sombrero puntiagudo. No sé qué le pasó. —Los ojos se le pusieron en blanco como si fuese a desmayarse, pero se recuperó—. Vayan a mirar en el estante de la chimenea.

Austin encontró en la cocina la llave de la caja donde estaba guardado el disco de seguridad y fue a la sala de estar. La repisa de la chimenea estaba cubierta con trozos de roca y figurillas que Benson debía de haber coleccionado en sus viajes. Una figura llamó su atención. Cogió el modelo a escala del Navegante de unos diez centímetros de altura.

Se escuchó un ruido de neumáticos en el camino. Una ambulancia entraba, con las luces rojas y azules encendidas.

Austin se guardó la estatuilla en el bolsillo y fue a atender a los sanitarios. Eran dos médicos, un hombre y una mujer jóvenes. Austin los llevó al estudio.

La mujer echó una mirada al caos.

—¿Qué ha pasado aquí?

Carina la miró desde el suelo.

—Lo atacaron y destrozaron el estudio.

Mientras la mujer examinaba a Benson, su colega llamó a la policía. Después de comprobar las constantes vitales de Benson, y aplicarle una compresa, acomodaron al fotógrafo en una camilla y lo subieron a la ambulancia. Dijeron que Benson tendría dolor de cabeza durante un tiempo, pero, gracias a su excelente estado físico, no tendría otro problema.

Austin les informó de que Carina y él se quedarían para hablar con la policía. En cuanto la ambulancia se hubo marchado, fueron al establo. Apartaron el heno de la tercera cuadra para dejar a la vista una trampilla de metal. Un corto tramo de escalera llevaba a un cuarto con la temperatura controlada del tamaño de un armario grande. Las paredes estaban cubiertas con cajones marcados de acuerdo con los años. Austin encontró el disco con la etiqueta que decía: EXCAVACIÓN HITITA, SIRIA. 1972.

Se guardó el disco en el bolsillo. Carina y él volvieron a la casa. Minutos más tarde, llegó la policía. El hombre larguirucho que se apeó por la puerta del conductor parecía el palurdo perfecto. Se acercó a ellos con una andar lento y se presentó como el jefe Becker. Anotó sus nombres en una libreta.

—Los técnicos sanitarios dijeron que el señor Benson fue atacado.

—Eso fue los que nos dijo —manifestó Carina—. Volvió de dar un paseo y se encontró con cuatro hombres en la casa. Intentó evitar que le robasen las fotos y lo golpearon con un arma.

El jefe sacudió la cabeza.

—Sabía que era un gran fotógrafo de National Geographic, pero nunca habría imaginado que nadie cometería un asalto en pleno día para robar unas fotos. —Hizo una pausa mientras intentaba deducir qué pintaban allí la exótica mujer y su fornido compañero—. ¿Podrían decirme cuál era el asunto que tenían con el señor Benson?

—Yo pertenezco a la NUMA —respondió Austin—. La señorita Mechadi trabaja para la UNESCO, y se dedica a investigar el robo de antigüedades. El señor Benson tomó unas fotos hace unos años de un objeto desaparecido, y creíamos que podría ayudarnos a recuperarlo.

—¿Creen que tiene algo que ver con que le hayan dado una paliza?

El jefe era mucho más astuto de lo que parecía. Vigilaba sus reacciones con mucha atención.

Austin le dijo la verdad.

—No lo sé.

El jefe pareció satisfecho con la respuesta.

—¿Les importaría mostrarme dónde encontraron al señor Benson?

Austin y Carina lo llevaron a la casa. El policía silbó por lo bajo cuando vio los destrozos en el estudio.

—¿Tocaron alguna cosa? —preguntó.

—No —contestó Austin—. ¿Habría supuesto alguna diferencia?

El jefe se echó a reír.

—Llamaré a la gente de la escena del crimen.

Apuntó la información personal de ambos en su libreta, y dijo que quizá los llamaría más tarde si tenía que hacerles nuevas preguntas.

Mientras Austin conducía hacia la carretera general, Carina comentó:

—No ha sido del todo sincero con el jefe.

—Habría complicado las cosas si le hablaba del asalto al barco y el robo de la estatua, y el hecho de que el común denominador es El Navegante.

Carina se relajó en el asiento.

—Me siento de alguna manera responsable de todo esto.

—No se culpe de nada. Las únicas personas culpables son los matones que han estado exhibiendo un comportamiento antisocial. ¿Quién más aparte de nosotros sabía lo de las fotos de Benson?

—Solo se lo dije a usted y al señor Baltazar. No creerá…

—Otro común denominador.

Carina se arrellanó en el asiento y miró al frente. Después de unos pocos minutos de reflexión, pareció animarse.

—Está bien. ¿Adónde vamos a partir de aquí?

Austin sacó el disco del bolsillo y se lo dio.

—Vamos a una excavación arqueológica.