30

EL VIAJE HA TERMINADO,

EMPIEZA EL VIAJE

La abuela Téano

Teo se sabía de memoria el aeropuerto de Atenas. La taquilla para comprar las fichas que daban derecho a un carro. La salida de las maletas, los ardides para evitar el gentío. Tomó la dirección de las operaciones e impartió sus órdenes a sus fieles: Rivkelé, Brutus y la tía Marthe, que obedecía sin rechistar. Esta vez, sabía perfectamente quién los esperaría fuera: la abuela Téano, erguida bajo su pelo cano.

Teo se lanzó a sus brazos, y ella lo estrechó con todas sus fuerzas.

–Mi pequeño, que he estado a punto de perder –dijo, sollozando–. Mi Teo, mi adorado...

–Ya pasó, abuela Téano, ya estoy curado –murmuró él, con la nariz hundida en su cuello–. No llores más...

–¡Un auténtico milagro! He rezado tanto...

–Has hecho bien... La prueba es que ha servido.

–¡Cómo has crecido! –exclamó, dando un paso atrás para mirarlo–. ¡Lo menos diez centímetros!

–La juventud crece con los viajes –concluyó Teo–. ¡Cuidado con la bolsa azul! Dentro, está mi gato, un pelirrojo que se llama Arthur...

–¿Has viajado todo el tiempo con un gato? ¿Y Marthe no ha dicho nada?

–No, porque me lo dieron en África. Además, es irresistible, míralo...

–El caso es que tiene los ojos azules –reconoció ella–. ¿Cómo has dicho que se llama?

–¡Arthur! –repitió Teo–. Bueno, abuela, los demás están esperando, sé amable con ellos, por favor. Rivkelé viene de Praga, donde es profesora. El señor mayor es el futuro marido de la tía Marthe. Se llama Brutus y es brasileño. No te hagas la extrañada... ¡es formidable!

–¡Marthe vuelve a casarse! –exclamó la abuela Téano–. Bueno, no le vendrá mal. Con un poco de suerte, así asentará esa cabeza de chorlito que tiene...

La abuela Téano, era cosa sabida en la familia, tenía de vez en cuando una lengua viperina. Pero, como era educada, felicitó a la tía Marthe con las necesarias efusiones y quedó encantada con el besamanos de Brutus. En cuanto a la tímida Rivkelé, fue adoptada inmediatamente.

Al llegar el atardecer, la abuela Téano mandó a los tres intrusos a cenar a una taberna de Plaka, porque quería quedarse a solas con su nieto.

Sentado en el comedor donde había pasado tanto tiempo de vacaciones, Teo contempló los iconos de las paredes, las viejas fotografías de su abuelo, la cabeza de Deméter comprada en Alejandría, el violín, el atril y las partituras.

–¿Sigues tocando? –preguntó.

–¡Claro! –contestó la abuela Téano–. ¡Todavía doy algún que otro concierto! ¿Por qué te ríes? Parece que no me tomas en serio.

–Me cuesta creer que seas violinista –suspiró–. Para mí, eres mi abuela y haces caldo de pollo con zumo de limón. Qué tontería, ¿eh?

–No. Pero, decididamente, ¡cómo has crecido! Nunca me habías preguntado por mi violín. Desde pequeño, siempre estabas metido en tus libros... Mi trabajo no te interesaba nada.

–Pues he cambiado. He pasado de los libros al mundo, que no está tan mal como dicen.

–Está muy bien, para empezar. Y la vuelta al mundo de las religiones, ¿qué te ha aportado?

–¡Huy! –exclamó Teo–. ¿Es un concurso de la televisión o qué? ¿Con cinco puntos o tres? ¿Para ganar un viaje a las islas o un mobiliario de despacho?

–Tienes todo el tiempo que quieras y puedes dudar, pero quiero saberlo, pequeño. No es que sepa mucho de asuntos religiosos, pero es que cuando se tiene un genio en la familia...

El genio se rascó la cabeza y bostezó.

–Vale. Pero entonces con un café turco y unos lukums.

–Lo tengo todo preparado –dijo ella, levantanto un tapete–. ¡Te conozco!

El árbol de Teo

–Bueno –murmuró, sacando su libreta–. Suerte y al toro. A medida que íbamos viajando, he ido apuntando cosas. Y he hecho dibujos, ¿ves? El último, es sólo de un árbol. Te explico. Escucha... Las religiones, las veo como las ramas de un árbol, un solo árbol muy grande, con las raíces subterráneas que reptan bajo toda la tierra... Todas crecen en la misma dirección, que es el cielo. Normal: es su destino de raíces. Luego, el tronco sale de la tierra, muy recto y muy limpio. El árbol es un baobab africano, porque uno puede grabar lo que quiera en la corteza. Léelo tú: «Dios es para bien del hombre», eso es lo que está escrito en el tronco.

–O sea que no has encontrado ningún dios malo –concluyó.

–¡Un momento! ¡El tronco común de las religiones no se conforma con afirmar que Dios es bueno! Al lado, en un cartel, he puesto las prescripciones, que no caben en el tronco. Las instrucciones de uso, digamos. Dios es benéfico para los hombres con unas cuantas condiciones: que se lo honre, que se le rece, que se le hagan sacrificios. ¡Si no, Dios se vuelve tremendo! Te manda el diluvio, el exilio, la guerra, la sequía, el relámpago, lo que prefiera.

–De modo que el hombre tiene deberes hacia Dios –añadió la abuela Téano.

–Eso también está en el tronco común. ¡Las instrucciones de uso del árbol son larguísimas! Todas las religiones quieren reunir y proteger. Para conseguirlo, exigen, y no puede uno desviarse ni un pelo. Un árbol hay que regarlo con agua limpia. No hay que hacer pis encima, ni estropearlo echándole basura. ¡Tampoco tiene que haber contaminación! Así es que las religiones cuidan mucho la pureza. Eso, lo de la protección contra la contaminación, también está en el tronco común. El abono también: se llama sacrificio. De momento, todo es igual.

–¡Ah! Y, luego, ¿qué pasa?

–Pasa que los primeros jardineros de Dios se mueren. Los otros, se pelean: al parecer, es humano. Cada jardinero tiene sus propias ideas sobre el abono. Para el primero, es sangre animal; para el segundo, es vino y migas de pan; para el tercero, sólo es agua; el cuarto quiere agua mineral; el quinto, agua filtrada; el sexto sólo quiere fuego para quemar las hojas secas; el séptimo sólo quiere aire; vamos, que son ecologistas peleados. Un buen día, cada cual publica su manual de instrucciones para cuidar el árbol. Y se fastidia la cosa. Todas las religiones se ponen a prohibir y a luchar. Es un desbarajuste. Y cuando el árbol crece en cada primavera, cada jardinero se reserva una rama con su propio dios.

–Interesante –dijo la abuela Téano–. Y ¿qué piensas de las ramas?

–¿Cómo? Es un árbol, así que produce ramas: ¡es su trabajo! Y ¿sabes lo que pasa con el árbol? Si no lo podan, se muere... Entonces, cuando por casualidad una rama madre del árbol deja de echar hojas, sale un jardinero para cortarla. Y la rama vuelve a brotar. Cuando el judaísmo se marchita, el jardinero Jesús corta la rama muerta, y salen dos hermosas ramas en lugar de una: una nueva y una vieja. Cuando la rama del cristianismo se cubre de moho, el jardinero Lutero la arranca de cuajo, y pasa lo mismo. Cuando la rama del brahmanismo deja de crecer en primavera, el jardinero Buda se planta allí y la limpia. Y es el cuento de nunca acabar...

–Te caen bien los jardineros, por lo que veo... Pero ¿de dónde salen?

–No lo sé. Dicen que son enviados de Dios. Por lo que se ve, les soplaron alguna cosilla acerca del árbol, que es lo que llaman «revelaciones». Se subieron a una montaña, o se retiraron al desierto, al bosque, a la nieve, a la arena... lejos, en cualquier caso. Están un poco locos y son muy sabios... ¡Cómo se parecen! Moisés, Jesús, Mahoma, Buda, Joseph Smith...

–¿Quién? –preguntó la abuela Téano, extrañada.

–El americano que recibió de Dios el Libro de Mormón. Ahora que lo dices... Son muy buenos jardineros, ¿verdad? Entonces, ¿cómo es que hacen tan mal su trabajo? No son capaces ni de formar aprendices... ¡En cuanto se mueren, se arma la gorda! En vez de una sola rama, bien bonita, ves tres, seis, ¡tantas como nuevos jardineros! Me caen bien los podadores, pero, una vez que podan, ¡hala! Se acabó... Y se largan.

–No es exactamente culpa suya, si se mueren –dijo ella–. Pero ¡me haces decir tonterías! Si Cristo no está muerto, precisamente...

–¡Pues resulta que no es el único! –exclamó Teo–. Buda entró en el Nirvana; hay montones de imanes que desaparecieron sin morir... Moisés, sí: se murió de verdad. Pero los demás... Nadie quiere reconocer que esos jardineros excepcionales son seres humanos.

–¡Pero Cristo es Hijo de Dios, hombre! –replicó la abuela Téano, indignada.

–Es el único jardinero que dice de dónde viene –le concedió Teo–. Que uno se lo crea, ya es otra cosa. Yo no sé. Tú sí. A mí me interesa el árbol entero. A un árbol le pasan montones de cosas. Puede crecerle hiedra al pie, o una liana. Si los jardineros no tienen cuidado, la hiedra asfixia el árbol... Eso produce integrismos y mata.

–De acuerdo –admitió ella–. ¿Cómo se acaba tu árbol?

–No se acaba. Mi árbol es muy tenaz. Las ramas buenas aguantan. Cuando las podan, vuelven a crecer o producen otras ramas. Las demás, acaban cortadas o cayéndose... Pero el árbol sigue creciendo.

–Me irritas. Parece que nunca has oído hablar del árbol de la ciencia del paraíso...

–¡Al contrario! te voy a contar cómo veo yo la historia. Al principio, estaba el árbol. Los seres humanos sólo pensaban en trepar por él lo más alto posible, hasta allí donde las hojas del árbol llegaban a las nubes. Se inventaron la escala, que funcionó. Un día, un listo rompió la escala a ver qué pasaba. ¡Ya no había manera de subir! En todas las religiones hay un listo que rompe la escala entre el cielo y la tierra. Luego, llegaron los jardineros para probar otros métodos, hacer que el árbol creciera lo más posible y que los hombres pudieran trepar. Y no pararon de trepar...

–¿Y la serpiente diabólica? ¿Y la manzana? ¿Qué haces con el fruto del conocimiento prohibido? –preguntó ella, indignada.

–¡Lo de la serpiente diabólica es mucho decir! ¡Yo conozco ramas indias del árbol donde las serpientes son muy respetables y muy divinas! Además, ¿qué quieres que te diga? Yo no me creo que Dios pueda prohibir el conocimiento. Si no, qué hago yo en el instituto, ¿eh? ¡A ver si nos aclaramos!

–O sea que no crees en el pecado –dijo ella, inquieta.

–¿Cuál? ¿Beber alcohol, fumar, comer vaca o cerdo, o enseñar el pelo si eres mujer? ¡Hay tantas definiciones del pecado como ramas! Está escrito en el tronco: Dios prohíbe. ¿El qué? Eso es asunto de los jardineros.

–¡Dios mío! –suspiró ella–. Marthe lo ha conseguido: ¡te nos has vuelto ateo, como ella!

–¡En absoluto, abuela! ¡He sentido la fuerza de lo divino, te lo aseguro! Lo que pasa es que la he encontrado en todas partes, eso es. Las raíces son las que hablan a través de las ramas. Ahora, si hubiera que escoger una rama, ¡entonces sí que sería un dilema!

–Espera... ¿O sea que tú también quieres trepar al árbol?

–Tengo la impresión de que los hombres no tienen más alternativa –murmuró–. Parece que la raíz les crece por dentro del cuerpo: tiene que subir más y más... Y cuando luchan contra las religiones surge otra guerra santa, así que...

–No me has contestado, Teo.

–Sí, tengo ganas de trepar. No demasiado. Me gustaría instalarme en una rama algo baja, desde donde pudiera vigilar la hiedra. Ver al jardinero trabajar, decirle que no corte demasiado, que lo haga limpiamente, que no estropee el árbol astillándolo por todas partes. También le diría que lo dejara tranquilo en primavera: hay un tiempo para podar y otro para abonar. Le pediría que no pusiera rejas a las ramas, que no quitara los nidos de pájaros, aunque hagan porquerías. Las porquerías forman parte de la vida del árbol.

–¡Está visto que sigues igual de ecologista! –suspiró–. No veo nada religioso en lo que cuentas.

–Lo siento, abuela –dijo, tras un silencio–. Tú has encontrado tu rama. Yo la estoy buscando, que no es lo mismo.

–¡Déjame en paz con este árbol que no produce frutos! –gritó ella.

–¡Sí que los produce! Cidras, racimos de uvas, granos de trigo o de fonio, melocotones de la eterna juventud, toda una cesta de frutas... ¡Mi árbol es fantástico: en él crecen todos los frutos del mundo! Y todos esos animales que viven a su pie... el toro, la cabra, el carnero, el gallo, la serpiente, el águila, el cordero, la garza, la rata, además de los pájaros de san Francisco. ¡Éste sí que es el árbol del paraíso!

–Cuidado con el pecado, jovencito –amenazó ella–. ¡Que se sale expulsado del paraíso en un santiamén!

–Lo de Dios es una lata. ¡Es muy violento! Cuando se enfada, te saca el rayo. Se pasa un poco.

–¿Quién eres tú para juzgar a Dios, gusarapo? –exclamó ella.

–Sólo soy yo. Vale, no es mucho. Pero, si eres lógica, reconocerás que Dios me hizo así.

–¡Pues sí que la hizo buena!

–¡Ah! ¿Ves como tú también lo juzgas? ¿Por qué no quieres dejarme mi propia rama?

–Porque... ¡No lo sé! Me aturdes. No es el concepto que tengo de las cosas. No me esperaba a... En fin, ¿quién te ha curado, Teo?

–Gente. Buenos jardineros. Los hay por todas partes.

–Entonces, ¿no ha sido Dios? –dijo ella, temerosa.

–Ha sido el árbol –contestó él, testarudo–. Puedo llamarlo Dios, si te hace ilusión.

–¡Has cambiado tanto, Teo! –gimió ella–. ¡Dame tiempo para acostumbrarme! Ven a cenar. Te he hecho...

–¿Caldo de pollo al limón con huevo batido? –exclamó Teo–. ¡Bien! Porque, de tanto hablar del árbol y sus frutos, tengo un hambre...

Cuando lleguen los cargamentos

Al día siguiente, durante el desayuno, la abuela Téano tenía cara de estar cansada. Dijo que no había pegado ojo en toda la noche por culpa del árbol de Teo, que había pasado horas pensando y que, al final, harta ya, había cogido su violín y se había pusto a tocar Bartok para recobrar la calma.

–No he oído nada –dijo Teo, bostezando–. ¿Has tocado bien?

–Bajito, para no despertarte –dijo ella–. Me gustaría volver a hablar de tu árbol. No quiero molestarte, Teo, pero explícame una cosa... Todas esas ramas, ¿tienen el mismo valor a tus ojos?

–¡Valor! –exclamó Teo–. ¿Acaso un árbol juzga sus ramas? Las hay que se mueren y caen. ¡Pero también hay, a veces, unas ramitas minúsculas, con unas hojas bien verdes y bonitas! ¿Acaso son menos buenas que las grandes?

–¡Ya me parecía a mí! –espetó ella–. ¡Justificas la existencia de las sectas!

–¡Ah, te referías a eso! ¿Sabes? Me comí mucho el coco a propósito de las sectas de mi árbol. Las sectas son asquerosas... Pero, en definitiva, lo veo claro: cuando un payaso que pretende ser profeta no para de pedir dinero a sus adeptos, los encierra y los hace trabajar para él solo, ¡es una secta! Tranquila, que ya lo sé.

–Sí, pero ¿las sectas están en tu árbol, Teo? ¡Es importante!

–No están en el árbol. Están al pie del árbol. ¿Sabes, cuando hay brotes que se niegan a pasar por el tronco? Piensa en tu fresal... Si el jardinero no quita los vástagos, ¡no hay fresas! Con las sectas, pasa lo mismo. No sólo no forman parte del árbol, sino que molestan. Son maleza.

–No estoy convencida. Tomemos un ejemplo. La tía Marthe te habrá hablado de los cultos del Cargo, ¿no?

–¿El Cargo? –dijo Teo–. No. ¿Tú sabes qué es, Arthur?

–Es curioso –comentó la abuela Téano, pensativa–. Sin embargo, ella fue quien me habló de la existencia de esas extrañas sectas de Oceanía...

–Es que no hemos estado allí –admitió Teo–. ¿De qué se trata?

–Trataré de acordarme –dijo, vacilante–. En ciertas islas de Oceanía, en medio del Pacífico, los indígenas...

–Los habitantes –corrigió Teo–. Todos somos indígenas.

–Bueno, vieron llegar los primeros europeos en barco. Esos blancos llevaban cajas de todo tipo, chismes raros, bebidas desconocidas... En definitiva, que un buen día nacieron los cultos del Cargo.

–Porque los barcos milagrosos eran cargueros –concluyó Teo.

–En inglés, cargo significa «cargamento» –explicó ella–. Los indíg... los habitantes de las islas se pusieron a adorar el Cargamento. Hasta entonces, se practicaba en las islas el culto a los antepasados protectores que volvían a pasar un tiempo entre los vivos. Según creen, algún día llegarán a las islas de Oceanía barcos inmensos cargados de víveres y de riquezas que compartirán con perfecta igualdad...

–Es importante, la igualdad –afirmó Teo–. ¡Apuesto a que esperan a su Mesías!

–No lo sé. Su creencia es tan fuerte que, para anticipar la llegada de los cargamentos, los habitantes de las islas destruyen todos sus bienes con la esperanza de que se apiaden los navegantes divinos. ¡Ésa sí que es una secta destructora!

–Para ti, los cultos del Cargo son sectas –murmuró Teo, pensativo–. Pero ¿quién gobierna el timón de los barcos? ¿Los blancos?

–¡Ah, no! ¡Son los antepasados, que vuelven!

–¡No me habías dicho lo esencial! –exclamó Teo–. Entonces, si los ancestros andan por medio, no, no son sectas. Es la rama de Oceanía que vuelve a brotar. ¿Por qué no iban a llegar las raíces de mi árbol bajo la tierra de las islas del Pacífico? A mí, me parece interesante la idea de los cargamentos. ¡Es verdad! El paraíso llega por el mar... Los antepasados sacan sus bultos, distribuyen los alimentos, dan regalos... ¡Siempre son formidables los antepasados! Eso, lo aprendí en África. ¡Vivan los antepasados!

–¡Destruirlo todo por una ilusión! –objetó ella, indignada.

–¿Dirías que el panteón de los dioses griegos era una ilusión, abuela?

–Vamos, Teo, no irás a comparar los dioses griegos con...

–¿Con esos salvajes? –completó Teo–. ¿No es eso lo que ibas a decir? ¿No te da vergüenza?

–De acuerdo –concedió ella–. Digamos que tengo miedo de verte demasiado tolerante con las sectas de cualquier tipo.

–Mi árbol sabe diferenciar. Ya ves que hacen falta jardineros... Creo que no soy demasiado negado en jardinería. Tranquila, abuela.

–Bueno, tenemos trabajo, mi niño –concluyó ella, levantándose de la mesa–. ¡Mañana, merendola general en Delfos! Vamos a hacer la compra.

Como de costumbre, la abuela Téano compró mucho más de lo necesario para Brutus, la tía Marthe, Rivkelé, ella y él. Incluso muchísimo más, de lo contenta que estaba. Teo trató de hacerla entrar en razón, pero no quiso saber nada. Venga: diez botellas de raki, veinte cajas de lukums, cinco kilos de aceitunas, tres latas para Arthur, treinta kilos de tomates... ¡treinta!

La noche fue buena consejera de la abuela Téano, que dejó de discutir el árbol de Teo. En cambio, se ensañó contra la incompetencia de los médicos, que no habían visto, no habían sabido, no habían encontrado, no habían...

–Hicieron lo que pudieron –interrumpió Teo–. ¡Déjalos en paz! Nadie es capaz de explicar cómo me he curado.

–¡Dicen que se equivocaron en el diagnóstico!

–¿Y qué? ¿Qué más da? Si estoy vivo...

–Me gustaría entenderlo –dijo ella, empecinada.

–Pues te voy a decir una cosa –murmuró–. La primera vez que oí la voz de mi hermana gemela, sentí un peso sobre mí... hasta el momento en que mamá me contó su secreto. Entonces, fue claramente mejor.

–¡Ah, la hermanita muerta! –gruñó la abuela Téano–. Siempre he regañado a Melina por no haberte dicho la verdad. No quiso saber nada. Tenía miedo por ti. Se preocupaba tanto...

–Tanto que acabé enfermando de verdad –dijo él–. Bueno, no de verdad, pero como si lo fuera. ¡Otra vez el árbol! Hubo que podar...

–Siempre le he dicho que te protegía demasiado –añadió precipitadamente la abuela Téano.

–Me gustaba... ¡Tampoco hay que podar tan rápido! El desayuno en la cama, por ejemplo...

–¡Gandul! –soltó ella–. ¡Ya no tienes edad para esas cosas!

–Oye, abuela, a propósito de mi hermana gemela, ¿sabes cómo se llamaba?

–No se da nombre a los niños muertos al nacer –murmuró–. Tendría que llamarse Teodora, creo.

–Debería habérmelo imaginado –dijo Teo, soñador–. Teodora ya casi no me habla. Por cierto, ¿por qué no me llama mamá? Espero que esté bien.

–Mejor, imposible –contestó la abuela Téano, con una extraña sonrisa–. En fin... Cuando la veas, ya entenderás por qué está tan callada ahora.

–¿Cuándo la veré? –exclamó, entusiasmado–. ¿Mañana?

–Mañana. Cuando estemos en Delfos. No te pierdas el final de tu viaje, Teo.

–Ahora sí que no entiendo –murmuró Teo–. Ya no hay dioses en Delfos...

–¡Por muy buena ortodoxa que sea, yo creo que el espíritu sigue respirando en Grecia! –protestó la abuela Téano–. ¡No me quites mis dioses griegos, que me enfado!

–¡Tengo una abuela pagana! –gritó Teo, dando un brinco–. La rama del árbol rebrota... ¡Viva Dios!

El oráculo de la pitonisa

La tía Marthe, Brutus y Rivkelé fueron por su cuenta. La abuela Téano se puso al volante de su coche nuevo, un descapotable que conducía a toda velocidad. Zigzagueando entre los camiones, la abuela adelantaba, triunfante, pisando la línea continua, pitaba furiosamente y corría como una loca... Aplastado en su asiento, Teo no se atrevía a decir nada: cuando conducía, la abuela Téano no estaba en su estado normal. Con la cabeza fuera de la bolsa, Arthur maullaba hasta desgañitarse... Aldeas, curvas, patinazos, pueblos, embotellamientos, frenazos, estridencias de neumáticos. ¡Cuidado con el niño en el arcén! ¡Ay, el perro!

Con la cabellera al viento, arrogante como un general, la abuela Téano llegó a Delfos en un tiempo récord. Eran alrededor de las doce: el sol estaba en su cenit, las cigarras chirriaban con frenesí. En esa época, los turistas no eran ya muy numerosos. Teo contó los coches: un, dos, tres microbuses... Podía pasar. Curiosamente, cuando empezaron a subir por la escalera del antiguo lugar, no había nadie, como si los turistas de los microbuses se hubieran desvanecido en la sombra del santuario.

–O sea que tengo que reunirme con la pitonisa –dijo, pensativo–. El problema es que siempre me has dicho que no se sabe muy bien dónde oficiaba.

–¿No tenías tantas ganas de trepar? ¡Pues venga! –ordenó la abuela Téano–. Al dios Apolo también le gustaban las alturas.

–Por cierto, él también tenía una hermana gemela, ¿no?

–Sí, señor –contestó ella–. La diosa Artemisa, nacida bajo una palmera al mismo tiempo que él. Apolo es el Sol, y Artemisa es la Luna. No se reúnen demasiado, es mejor así.

–¿Por qué? –preguntó Teo, extrañado–. ¡Qué tristeza!

–Los dioses, cada cual en su sitio –dijo ella, sentenciosa–. Y a cada cual su trabajo. No se les pide que den su opinión. Artemisa se ocupa de las parturientas, y Apolo, del oráculo. Ella trabaja de noche, y él, de día. Imagínate que se encuentran... ¡Sería el mundo al revés!

–Bueno, ¿dónde se habrá escondido la dama del oráculo? ¿Tengo que encontrar un último mensaje?

–¿Qué dice tu papel, Teo? –sugirió ella–. Que tienes que encontrar a tu pitonisa. Tu pitonisa personal. Mira a tu alrededor.

Teo abrió los ojos y no vio más que piedras calientes de sol. Una lagartija que ganduleaba, tendida en una mano de mármol. Un gorrión extraviado. Un buitre en el cielo. Olivos y cipreses. Piedras por todas partes. Una gran columna tumbada y, en la columna...

¡Sentada en la columna, una silueta con velo blanco! ¿Un espejismo? Pero los dedos de los pies del espejismo se agitaban en sus calcetines floreados...

–No puede ser verdad –exclamó–. ¡La tía Marthe ha encontrado una pitonisa de verdad!

–Para empezar, no soy una pitonisa cualquiera –gritó la silueta velada–. ¡Soy tu pitonisa, maleducado!

¡Fatou! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Corrió, le quitó el velo y besó las trenzas de las que pendían abalorios de todos los colores. Besó las mejillas, la frente, la barbilla y los labios de Fatou. Los ojos negros de Fatou.

–Dame mi oráculo, preciosa –murmuró.

Aprende a leer –espetó ella.

–¿Me tomas el pelo? –protestó él–. ¿Qué pasa, que no sé leer?

–¡No tu último mensaje! –replicó ella–. Ponía «tu» pitonisa. Estaba claro, ¿no? A menos que hayas encontrado otra pitonisa por el camino...

–¡No, no! Te quiero a ti, lo sabes perfectamente.

–Ya veremos –dijo ella, bajando de la columna–. Ahora, abre bien los ojos, Teo.

A través de los cipreses y los olivos, surgidos de las ruinas de los templos, venían sonriendo los guías de Teo. Patidifuso, Teo reconoció el sari rosa de Ila, los pendientes de la egipcia Amal, el ligero velo blanco sobre el pelo de Nasra, la hermosa mirada de Rivkelé, la kipá en la cabeza rubia del rabino Eliezer, el bubú bordado de Abdoulaye, la túnica de color ciruela de Rayo Bendito, el hábito rojo del cardenal, la barba negra del padre Dubourg, Sudharto con tejanos último grito y, detrás, Aliosha, que llevaba a Irina de la mano, lagrimeando de emoción.

–Estáis todos aquí... –murmuró–. ¡Es el mejor cargamento del mundo!

No contestaron nada. Rodearon a Teo y lo miraron con ojos rebosantes de alegría. No se atrevían a tocarlo, tan sólo lo contamplaban con amor. Teo tomó la mano de Ila por un lado, y la de Amal por el otro, y reunió a sus guías junto a él.

–Ésta es mi Jerusalén –murmuró–. Estamos todos juntos en Delfos. ¡Increíble!

–Casi todos –observó Nasra, tras un silencio.

–¡Es verdad! ¡Falta uno! ¿Dónde está el shaij Suleymán? –dijo Teo, extrañado–. ¿Llegará tarde?

–No ha podido venir –contestó el rabino Eliezer, confuso–. Tenemos que darte una triste noticia.

–Nuestro viejo amigo nos ha dejado hace un mes, Teo –suspiró el padre Dubourg–. Estuvimos los dos junto a él hasta el final.

–¿Está muerto? –murmuró Teo–. ¿Por qué?

–Porque le había llegado la hora –contestó el rabino–. Se extinguió apaciblemente. Sabía que ya estabas curado. Te quería mucho, Teo...

Teo se sentó en una piedra y se puso a llorar. Los brazos de sus guías lo rodearon, todo un árbol de manos cariñosas...

–Uno de nosotros no había de sobrevivir –dijo Rayo Bendito–. Estaba escrito en las estrellas. Era tu guía más viejo, Teo... Pero su alma permanece, tú lo sabes.

–¡No es lo mismo! –precisó Teo–. ¡Falta alguien!

–También falta, a ver, ¿cómo se llama?... –dijo la abuela Téano, consultando su lista–. La señora Ashiko Desrosiers.

–¿Ashiko? –exclamó Teo, levantando la cabeza–. ¿Ya está casada? ¡Pues sí que se ha dado prisa!

–Te ha enviado un telegrama que habla de flores de cerezo, pero me lo he dejado en casa –se disculpó la abuela Téano.

–No hay ninguna prisa –masculló Teo–. Ashiko no está muerta. Eso es lo que cuenta.

–Nuestro santo amigo subió al paraíso de Alá –añadió el padre Dubourg–. Nadie tenía un corazón mejor que el suyo, ¿verdad, Eliezer?

–Sobrevivirá en nuestras memorias –contestó el rabino–. Ése es el concepto que tenemos los judíos de la eternidad. Los muertos perviven en nosotros. ¡Busca en ti, Teo! Encontrarás a tu amigo.

–Me lo imagino rodeado de huríes –murmuró Teo, con lágrimas en los ojos–. ¡Debe de estar con un corte!... ¿Qué va a hacer con tantas tías a su edad, eh?

–¡Teo! –exclamó el rabino, indignado–. ¡No se bromea con estas cosas! Suleymán era un excelente musulmán... Yo lo veo muy bien con las huríes. ¡Tú no lo conociste de joven!

–¿Así que ya sólo sois dos para hacer las paces entre religiones? –preguntó Teo, tristemente.

–Contigo, seguimos siendo tres –contestó el rabino–. Ya sabes, ¿el año que viene, en Jerusalén? Te predije que te liberarías... ¡Tienes que venir!

–¡Me gusta la idea! –exclamó Teo–. ¡Volveré y haré lo mismo que Suleymán! Cuando haya acabado mis estudios, ¿queréis?

–El año que viene, pequeño –insistió el rabino–. ¡La paz es una urgencia!

–No lo he olvidado –dijo Teo–. Pero ¡déme tiempo para recobrarme! Han pasado tantas cosas en mi vida... Por cierto, ¿dónde están la tía Marthe y Brutus? ¿Y mis padres?

–Paciencia –dijo Fatou con solemnidad–. En Delfos, mando yo. Te he preparado un desfile. Mis queridos guías, para el saludo de los artistas, ¡formen el círculo! Papá, ayúdalos...

Bajo la batuta de Abdoulaye, las mujeres se sentaron en círculo, y los hombres se quedaron en pie detrás de ellas. Fatou se subió a la columna y ajustó la muselina.

Sed bondadosos con vosotros mismos

–¡Los novios! –anunció–. La señora Marthe Mac Larey y el señor Brutus da Silva!

–¡Mazel tov! –exclamó el rabino Eliezer–. ¡Aplaudid todos para recibirlos!

La tía Marthe salió del bosquecillo con un sencillo vestido negro y flotante, muy elegante. La llevaba del brazo Brutus, resplandeciente de felicidad. Teo corrió a darles un beso.

–Tu vestido es precioso –susurró al oído de la tía Marthe–. ¡Por una vez que no te disfrazas!

–Lo escogió Brutus –contestó ella en voz baja–. ¿De verdad te gusta?

–Mucho –dijo él–. ¿Eres feliz, vieja?

–¡Ay, sí! ¿Irás a vernos a Olinda?

–Claro, señora Da Silva –dijo Teo–. Con Fatou.

–¿No olvidarás tu viaje?

–¡Ésta sí que es buena! –gruñó Teo–. ¡Me salva la vida y me pregunta si lo voy a olvidar! Mi tierna y tonta tía Marthe...

–La tonta te ha reservado una oración para el final del viaje –murmuró ella, deslizándole un papel en la mano–. La leerás con Fatou cuando estéis solos tú y ella.

–¿Habéis acabado con vuestros secretitos, querida? –preguntó Brutus–. ¡La pitonisa está esperando!

–¡Las hermanas de Teo, y primero Atena! –dijo Fatou desde la columna, presentando a Ate, que se había cortado el pelo–. ¡Seguidamente, Irene Fournay y Jeff Malard!

Teo frunció el ceño. ¿Jeff Malard? ¿De dónde salía ése? Un tipo alto y rubio que llevaba a Irene de la mano...

–Mi novio –presentó Irene–. Jean-François, pero puedes llamarlo Jeff.

–¡Despejen! –ordenó la pitonisa–. ¡Ahora, el padre de Teo!

¿Solo? Teo se estremeció.

–¿Dónde está mamá? –le preguntó echándosele a los brazos–. ¿No está aquí?

–Claro que sí –contestó papá, riendo–. ¡No seas tan impaciente!

–¡Por último, aquí tenemos a nuestra estrella! –vociferó Fatou–. ¡La madre de Teo!

Radiante, risueña, Melina avanzó con precaución, protegiendo con sus manos un vientre ligeramente abombado. Con los ojos como platos, Teo contempló a su madre, estupefacto. ¿Embarazada, mamá? Loco de alegría, se precipitó hacia ella y la levantó por los aires.

–¡Teo, cuidado! –gritó papá–. ¡No me la estropees!

–¡No hay peligro, me he hecho fuerte como un roble! –exclamó Teo, dejándola en el suelo–. Bueno, ¿para cuándo es?

–Para fin de año –susurró–. ¡Con suavidad, Teo! Es una niña.

–¡La hermana que había pedido! –exclamó Teo–. ¡Bien! ¿Cómo se llamará?

–Zoé –contestó mamá–. En griego, zoé significa «la vida». ¿Te gusta?

–Zoé Fournay –dijo él–. No está mal. La llamaré Zote.

–Zote, lo serás tú –le regañó mamá–. Y, ahora, devuélveme el anillo, ¡vamos!

Teo se sacó la alianza del dedo y la deslizó en el anular de su madre, besándole la mano.

La pitonisa de La ira de los dioses no había mentido: al final del viaje, encontraría a su familia entera. El círculo de guías se estrechó y pronto, procedentes del mundo entero, sus cabezas sonrientes se aproximaron alrededor de Melina y Teo.

Dos turistas alemanes que avanzaban, jadeantes, por el camino, se detuvieron al ver a Fatou en pie sobre la columna.

Was ist das? –exclamó el señor, elegante–. Ein film?

–Bingo, Domingo –contestó Fatou, saltando de su altura–. En cinemascope, estéreo, y con final feliz. Yo hago de pitonisa.

Ach, ein schwarze pythie! –dijo la señora, reanudando su caminata–. Etwas ganz neues, wie interessant!

La abuela Téano empezó a reunir a todo el mundo. Había llegado la hora de meterse en los microbuses e ir a merendar a la playa. Pero el grupo de guías de Teo carecía de disciplina... Irene andaba rezagada con Aliosha, Rivkelé estaba atendida por Sudharto, Irina hablaba alemán con el padre Dubourg, el rabino Eliezer felicitaba a la tía Marthe a más no poder, Nasra charlaba con Brutus; Dom Levi, con Ila; Abdoulaye, con Ate; papá, con mamá, y Rayo Bendito flirteaba con Amal la egipcia.

–¡Deprisa! –dijo la abuela Théno, desgañitándose–. ¡Un poco de orden, amigos míos! Señor cardenal, ¿puede encargarse del gato?

–¿Podremos bañarnos, señora Chakros? –aventuró Dom Levi, agarrando a Arthur por la piel del lomo.

–¡Oh! –exclamó Ila, azorada–. ¡Pero si no tengo traje de baño!

–Se meterá en el mar en sari, querida niña –contestó él, paternal–. Es lo que hacen las mujeres de su país, ¿no?

–Me gusta el mar –dijo Aliosha–. ¿Y a usted, Irina Yereméyevna?

–No demasiado –contestó Irene.

–Yo no pienso bañarme –decretó Nasra–. En septiembre, el agua está demasiado fría.

–Yo ya me lo imaginaba –intervino Sudharto–. ¡Me he traído el traje de goma!

–¡Qué previsor!

–¿Cree que hay tiburones?

–¿En el Mediterráneo? Claro que no...

–¡Ah! Es que dicen que...

–¿Y el gato? ¿Qué vamos a hacer con el gato?

–Lo cuido yo...

–Déjemelo, querida...

–¿Está seguro de que a los gatos no les gusta el agua?

–Es posible que...

Sus palabras iban alejándose con ellos entre las ruinas. Teo se quedó a solas con Fatou.

–¡Pobre, mi viejo colega de Jerusalén! –suspiró–. El primero que se empeñó en curarme...

–Siento no haberlo conocido –dijo Fatou–. Era muy viejo, ¿no?

–Mucho –dijo Teo–. Y lleno de bondad. Iremos a Jerusalén a poner una rosa en su tumba.

–¿Por Navidad? –dijo ella con los ojos brillantes.

–¡Olvidas el nacimiento de Zoé! Iremos algún día... Porque, ¿sabes?, más adelante, ¡viajaremos tú y yo juntos!

–Así que se acabó el viaje de Teo –murmuró–. ¡Qué largo ha sido!

–¿Tanto? Desde Navidades hasta septiembre... ¡Nueve meses de nada!

–¡Te he echado tanto de menos! –suspiró ella–. ¡Alá es grande! Has vuelto vivo.

–¡Ahora que me acuerdo! –exclamó–. La tía Marthe me ha dado una oración para que la leamos tú y yo solos. Toma, léemela.

Avanzad tranquilamente, en medio del ruido y la agitación –empezó Fatou a media voz–, y recordad la paz que puede existir en el silencio. Sin alienación, vivid mientras podáis en buenos términos con todo el mundo. Decid suave y claramente vuestra verdad, y escuchad a los demás, incluso al simple y al ignorante, que también tienen su historia. Evitad a los individuos ruidosos y agresivos, que son una vejación para la mente. No os comparéis con nadie: podríais volveros vanidosos. Siempre habrá mayores y menores que vosotros...

Es verdad –dijo Teo–. Espera, que te relevo: Disfrutad de vuestros proyectos tanto como de vuestros logros; interesaos siempre por vuestra carrera, por modesta que sea: es una auténtica posesión en las prosperidades cambiantes del tiempo. Sed prudentes en vuestros asuntos, que el mundo está lleno de engaño.

Esta parte no me gusta demasiado. A ver después... Pero no seáis ciegos respecto a la virtud que existe: hay individuos que buscan grandes ideales y, por todas partes, la vida está llena de heroísmo. Sed vosotros mismos. ¡Sobre todo, no simuléis la amistad! Tampoco seáis cínicos en el amor, ya que es tan eterno como la hierba frente a cualquier esterilidad o desengaño...

¡Viva la hierba! –exclamó Teo–. Sigo: Aceptad con benevolencia el consejo de la edad y renunciad con donaire a vuestra juventud. Id fortaleciendo la prudencia de la mente para protegeros en caso de súbita desgracia. Pero ¡no os entristezcáis con quimeras! Muchos miedos nacen del cansancio y de la soledad... Más allá de una disciplina sana, sed bondadosos con vosotros mismos. Sois hijos del universo, igual que los árboles y las estrellas: tenéis derecho a estar aquí...

¿Has oído? –dijo él–. Tenemos derecho a estar aquí...

–Déjame leer el final –suplicó Fatou–. Y, tanto si os parece claro como si no, sin duda el universo se desarrolla como debe. Quedad en paz con Dios, cualquiera que sea el concepto que tengáis de él; y, sean cuales sean vuestros trabajos y sueños, conservad en el ruidoso desconcierto de la vida la paz en vuestra alma. ¡Pese a todos, sus penosos afanes y sus sueños quebrantados, el mundo es bello! Tened cuidado... Tratad de ser felices.

¿Quién ha escrito esto? –murmuró Teo.

–Al final de la hoja, aquí –dijo ella–. Mira... Hay una línea: «Encontrado en una vieja iglesia de Baltimore en 1692. Autor desconocido».

–La tía Marthe habría podido escribirlo –dijo Teo, soñador–. Al final, ha encontrado la mejor oración para todo el mundo.

Fatou dobló la hoja y se acurrucó entre los brazos de Teo.

Tened cuidado –susurró–. Tratad de ser felices... ¿Qué vas a hacer mañana, Teo?

–¿Yo? Volver a París, desenvolver los regalos, recuperar el curso y ver a mis amigos... ¡Tengo unas ganas de jugar al fútbol! Bueno, ¿vamos a la playa?

–¿A sacrificar el toro? –dijo ella, con mirada pícara.

–¡A revolcarse en las olas!

«¡Teo!», gritó la voz de Melina. «¿Has visto qué hora es? ¡Ya es hora de comer! ¡Teo!...»

Fatou y Teo intercambiaron una sonrisa y bajaron corriendo las escaleras del santuario de Delfos, brincando como cabritillos. Sobre la columna tumbada quedó el velo olvidado de la pitonisa. El imperio de las cigarras recobró su calma; el sol reanudó el curso de su carro en el azul del cielo; la lagartija volvió a su tranquilidad, y el lugar, a su soledad. A lo lejos, bajo los olivos, resonaba el eco de la risa de Teo.