9

A LAS IMÁGENES DE DIOS

Reencuentro

Desde luego, fue una sorpresa, y gorda. Sentada sobre la cama, Melina cubrió de besos a su hijo. Con lágrimas en los ojos, Jérôme le cogía la mano y le daba palmaditas, sin saber qué decir. Sí, habían venido; no, no se quedarían mucho tiempo, sólo el fin de semana. Su visita estaba prevista desde el principio: de París a Roma, volando, nada más fácil. Pero después...

–¿Después de Roma? –dijo Teo–. Entonces, si no podéis ir a verme donde esté, es que vamos a ir mucho más lejos...

Melina suspiró. ¿Comía bien, por lo menos? ¿Y qué tal dormía? ¿No estaba cansado de hacerse análisis de sangre en cada etapa?

–Pregúntaselo a la tía Marthe –masculló.

Para disimular su angustia, Melina sugirió dar la vuelta a la manzana después de desayunar, muy tranquilamente, y luego volver al hotel a descansar.

–¡Ni hablar! –dijo Teo–. Estoy de descanso hasta la coronilla.

–De acuerdo –contestó Jérôme–. Pues vamos a hacer turismo. ¡Vístete!

Teo fue corriendo a ducharse.

–Jérôme, no es razonable –dijo Melina.

–Le han subido las plaquetas –interrumpió Jérôme–. Es inexplicable, pero allí están los resultados.

–Pero ¡puede tratarse de un error! Los hospitales de Italia...

–¡Ya está bien! Hemos seleccionado los mejores de cada lugar del mundo. ¿Prefieres verlo consumirse en un hospital de París? ¿No? Entonces, tranquilízate.

–¿Adónde vamos? –gritó Teo, desgreñado, saliendo del cuarto de baño–. ¡Tengo muchas ganas de desayunar!

El primer balance de Teo

Bollos, tostadas, mermeladas... Teo lo engullía todo bajo la mirada arrobada de Melina. Indudablemente, había mejorado. Lo menos que se podía decir era que la extraña terapia de la tía Marthe empezaba a dar fruto.

–Cuéntanos, hijo –dijo mamá–. ¿Qué es lo más interesante de lo que has visto?

–¡Todo! –exclamó Teo–. He visto mezquitas e iglesias, he visto las orillas del Nilo, los ibis con sus patas negras, las campesinas con un cántaro en la cabeza, los papiros, y ¡también he visto las pirámides!

–No es muy religioso todo esto –dijo papá–. Parece que vas de turista.

–De eso nada –dijo Teo–. Porque lo más interesante es la gente. Son los amigos de la tía Marthe; conoce a un montón de gente: el rabino Eliezer, el padre Antoine, el shaij Suleymán, Amal, que es estupenda, ese viejo tan raro que hace arqueología en Luxor, y hasta ese cardenal tan divertido a quien llama por su nombre...

–¿A quién prefieres? –preguntó Melina–. ¿A Amal?

–Todos son muy simpáticos –contestó Teo–. Amal me enseñó cosas de la mitología egipcia. Me cae muy bien, pero los demás tampoco están mal, ¿sabes?

–Seguro que ya tienes tus preferencias –dijo papá–, que te conozco.

–Bah –dijo Teo–, no creas. Todos son muy creyentes, menos Amal. Hasta el arqueólogo es creyente, a su manera.

–¿Qué quieres decir?

–¡Pues que cree en los dioses egipcios! –exclamó Teo–. ¡Si hasta yo creo en ellos!

–Vaya por Dios –dijo papá–. ¿Y las otras religiones?

–Son todas iguales –dijo Teo–. Creen en Dios, quieren el bien de la humanidad y se pelean todo el rato. ¡Hablan de paz y no paran de buscarse las pulgas! Los cristianos, por ejemplo: ¿sabíais vosotros que los había de tantas especies distintas? Los armenios, los coptos, los etíopes, los ortodoxos... Es el cuento de nunca acabar...

–¡Vaya lío! –dijo papá, riéndose.

–No tanto –dijo Teo–. Al principio, el cristianismo reunía a un puñado de gente; pero, cuando empezaron a instalarse en todas partes, cada cual empezó a luchar por su modo de vida. Es que tenían sus tradiciones, es comprensible. Así que poner orden en todo ese follón ha llevado tiempo; lógico.

–Lógico –repitió papá, pensativo–. Y ¿qué tal te ha ido con el judaísmo?

–¡Huy! –dijo Teo–. Me cae bien José, que es muy tranquilo, y Moisés, porque siempre tiene razón. Me leeré la Biblia. ¡Está llena de historias! La de Rut me gusta mucho, porque Dios se hace un lío que no se aclara: ¡primero prohíbe a los judíos que se casen con las paganas, pero luego va y se las arregla para que ocurra de todos modos! Dios es muy raro. Tan pronto se pone hecho un basilisco, como tú cuando te enfadas, como se vuelve tierno como un peluche, como tú cuando me das besos. Los judíos no lo nombran nunca, de lo mucho que lo quieren. Se supone que tienen que obedecerlo, pero la cosa tiene tela marinera... Eso sí, aguantan lo que les echen, pero ¡qué pelmas llegan a ponerse, a veces, en lo que es la vida de todos los días!

–Me imagino que también serás duro con el islam –añadió Melina.

–¿Por qué? –dijo Teo–. Una vez, mi amigo el shaij vino a verme por la noche, a mi habitación. No sé qué me hizo exactamente, pero dormí, y dormí...

–Ah –dijo Melina–, o sea que todavía no has conocido a ningún integrista musulmán. Pues ya verás...

–¡Melina! –intervino Jérôme–. Deja que juzgue él.

–Eso es porque mamá es griega... –dijo Teo, con una gran sonrisa.

–¿Por qué dices eso, Teo? –preguntó papá, sorprendido.

–Es que, después de la caída de Bizancio, los musulmanes turcos ocuparon Grecia... –masculló Teo–. Entonces, los ortodoxos resistieron. ¿No fue así?

Jérôme y Melina intercambiaron una mirada. Teo no había perdido nada de su precocidad.

–¿Por qué te llenas la cabeza de cosas? –murmuró Melina con voz ahogada–. ¿No puedes disfrutar simplemente del viaje?

–Además, las religiones siempre tienen que resistir –prosiguió Teo, que no la había oído–. Así es como se vuelven fuertes, lo tengo claro. Sin grandes desgracias, no hay religión. Necesitan márt...

–¿Por qué no paras de comerte el coco, Teo? –interrumpió papá.

–Ya me gustaría a mí –replicó Teo–, pero es que no puedo... ¡Ah, sí! Mira, una vez, en Luxor, no me acordaba...

Se quedó callado. De repente, le vino el recuerdo confuso de la danza de la shaij, y su cabeza empezó a darle vueltas deliciosamente.

–¡Teo! –dijo mamá–. ¡Baja de las nubes!

No contestó. Sangre de gallo, cuello rajado, humo, vértigo... Los tambores retumbaban, el olor a rosas y a incienso, el primo del mundo subterráneo, la novia...

–¡Teo! –gritó mamá, asustada.

–Sí –dijo él, con voz sofocada–. ¿Sabes, mamá?, no te lo había dicho, pero ahora tengo un hermano gemelo.

–Dios mío –murmuró ella–, protégenos...

–Lo sentí –prosiguió Teo–. Yo era la novia y bailaba con él... Mi gemelo del mundo subterráneo. En Luxor.

Melina derramó su café en el mantel. Jérôme le cogió la mano y la estrechó con todas sus fuerzas.

–Muy bien, Teo –farfulló–, pero no pienses demasiado en eso, hijo.

–Si no pienso –dijo Teo–. Pero me hace bien.

«Habrá que pedir explicaciones a Marthe», pensó Jérôme. «¿Qué estará tramando?»

Un dios con una cobra alrededor del cuello

La tía Marthe se había tomado su día de asuntos propios. «Iréis a pasearos con Teo», había dicho. Jérôme decidió que visitarían la villa de Adriano. Teo contempló las estatuas con mirada sombría.

–Precioso, ¿no te parece, Teo? –dijo papá, deteniéndose ante los etruscos yacentes.

–Bueno –contestó Teo.

–¿Te aburres?

–Un poco –dijo Teo–. ¿Cuándo veremos a la tía Marthe?

Entonces, al Foro. Teo seguía aburriéndose. En el Capitolio, Teo escuchó sin rechistar las explicaciones de papá acerca de las ocas, que advertían a los romanos del ataque de los galos; y sintió indiferencia ante la roca Tarpeya, desde la cual, en los tiempos antiguos, se despeñaba a los traidores.

–¿Dónde está la tía Marthe? –repitió al bajar de la colina.

–¡Qué pesado estás con Marthe! –protestó mamá.

–Es verdad, Teo, hemos venido a verte desde París –dijo papá, incómodo–. ¡Haznos un poco de caso!

–Vale. Pero tengo que llamar a Fatou. A menos que me ayudéis a descifrar el siguiente mensaje...

–Tienes tiempo de sobra –dijo papá–. ¡Mira a tu alrededor! Estamos en la Ciudad Eterna...

Hubo que pararse en un café, instalarse en una mesa, desdoblar el papel y leer el mensaje estropeado. Sentado sobre mi... sagrado, soy el eterno danzarín.

Para la primera palabra que faltaba, papá insinuó que podría tratarse de un animal.

–¿Un caballo? –preguntó Teo.

–No –dijo papá–. ¡Piensa!

–Entonces, ¿un burro? ¿Una vaca?

–¡Caliente!

–Un toro –dijo Teo–. ¿Zeus transformado en toro? ¡Pero Zeus no baila!

–No era Zeus. Y el resto no estaba más claro.

Ven a la orilla de mi río, ven a la ciudad más antigua del mundo.

Ríos hay en todas partes –dijo Teo–. El Nilo, ya lo hemos visto. El Tíber, en Roma, lo mismo. La ciudad más antigua del mundo es Tebas, en Egipto. ¿Es que volvemos a Egipto?

Pero no era Egipto. Teo marcó el número de Fatou.

–¿Eres tú, Teo? –dijo con ternura la voz lejana–. ¿Cómo estás?

–Bien –dijo Teo–. Tengo un problema con el tercer mensaje. Además, ¡la lluvia ha borrado dos palabras!

–¡Qué lata! ¿Quieres el indicio?

–Hombre –dijo Teo–, no me queda más remedio.

–Espera... Mensaje número 3... Aquí está: «Tengo una serpiente alrededor del cuello y llevo un tridente en la mano».

–¡Venga ya! Y ése ¿quién es? ¿No dice nada más?

–Sí –dijo la voz–. «Mirar las ilustraciones del diccionario de mitología.» ¿Vale así?

–Tendrá que valer –suspiró Teo–. ¿Y tú, estás bien?

–Te echo de menos –dijo la voz–. Tengo muchas ganas de verte.

–Yo también. Pero, ¿sabes?, estoy mejor.

–Me alegro. Entonces, ¿te vas a curar?

–¡Ya me gustaría a mí saberlo! Ya veremos.

–Te mando un beso –murmuró la voz–. Como siempre.

¡Clic! Desapareció Fatou. Teo se secó una lágrima y pidió que volvieran al hotel para consultar los libros. En el diccionario, los dioses estaban sentados sobre rocas, aves o tronos, encaramados a las ramas, tendidos sobre cestas, ensartados en lanzas, acribillados de flechas. Alrededor del cuello, no llevaban nada, aparte de collares. Teo iba pasando las páginas sin encontrar al danzarín con una serpiente al cuello. Y, encima, ¡sentado en un toro!

Fastidiado, iba a cerrar el libro cuando la tía Marthe irrumpió en la habitación.

–¿Qué, renacuajo, no lo encuentras? –dijo, dándole un beso.

–¡Tía Marthe! –exclamó Teo, acurrucándose entre sus brazos–. Te necesito tanto...

–¿Qué es este ataque de cariño, Teo? –susurró, acariciándole el pelo.

–Ya veo que se ha acostumbrado a ti sin problemas –dijo Melina con un atisbo de celos.

–Vamos,vamos...–mascullólatíaMarthe,incómoda–.¡Hazunesfuerzo, Teo!

–No lo encuentro –dijo, lastimero–. ¡Ayúdame!

La tía Marthe volvió a abrir el libro y puso el dedo en una página.

–Aquí –dijo–. Mira. Claro que la ilustración es pequeña, por eso no la habías visto.

Era un dios desnudo, con la piel azul y un montón de brazos. En una mano, tenía un tridente; en otra, un pequeño tambor; en la tercera, una llama; y, en la cuarta, una especie de sonajero. Estaba riéndose y tenía una serpiente alrededor del cuello: una cobra risueña con la cabeza erguida.

–¡Vaya pinta! –dijo Teo–. ¿Quién es? Shiv... Shiva. ¡Pero si no baila!

–Sí que baila –dijo la tía Marthe–. No lo parece, pero sus piernas están bailando.

–¿Por qué tiene cuatro brazos y sólo dos piernas? –preguntó Teo.

–¡Ya empezamos! –dijo ella–. ¡Siempre con preguntas y más preguntas! Por cierto, hay una que no haces, Teo. No preguntas adónde vamos.

–A la India –contestó Teo sin vacilar–. Lo pone aquí. O sea que el río es el Ganges, y la ciudad, Benarés. Lo sé desde el principio. Lógico. Pero me sigue faltando una palabra en el mensaje: «Me adoran, y yo...» ¿Yo qué?

–«Libero» –dijo papá–. La palabra borrada es «liberar». Lo comprenderás más adelante, Teo. Mientras tanto, ¡a descansar, y sin rechistar!

El gran enfado de Melina

En cuanto cerraron la puerta, Melina estalló. ¡Su cuñada había faltado a su palabra! ¿No había jurado no contar nunca a Teo la existencia de un hermano gemelo muerto al nacer? ¿Cómo había podido...?

–Pero Melina, te juro... –musitó la pobre mujer, temblando–. ¡No le he dicho nada!

Melina no la creyó. Teo había hablado de su hermano gemelo. ¡Más aún, creía haberlo visto! ¿Entonces?

–Entonces, ya os había dicho que, en Luxor, Teo asisitió a una ceremonia del zâr... –contestó la tía Marthe.

–Efectivamente –dijo papá–. Incluso añadiste que Teo había salido de allí con más energía. Pero no veo la relación.

–Pues... –empezó la tía Marthe, vacilante.

La relación no era fácil de explicar, y la cosa les parecería increíble. Marthe había visto a Teo desmayarse de repente, y renacer bailando...

–¿Renacer? –dijo Melina, conmocionada–. Pero ¡si no se ha muerto!

Bueno, el caso es que, al salir del trance, Marthe lo oyó perfectamente hablar de su hermano gemelo.

–Teo en trance... –dijo Jérôme–. En el fondo, no me sorprende. Es tan soñador...

–Sí, ¿verdad? –dijo Marthe, aliviada–. En cualquier caso, según la shaij, Teo ha visto realmente a su gemelo. Me pregunto si no sería mejor que le dijerais la verdad.

–¡No! –gritó Melina–. ¡Es demasiado frágil!

–¿Y si ese gemelo oculto se lo llevara sin que os enterarais al reino subterráneo? –murmuró la tía Marthe–. Los secretos de familia, a veces, provocan desgracias...

–¿Y si la verdad lo trastorna aún más? –replicó Jérôme–. Teo está gravemente enfermo, ya lo sabes.

–¡Claro que lo sé! –exclamó–. Y soy la primera en querer protegerlo. Vamos a dejarlo.

–Será mejor –dijo Melina inmediatamente–. Lo importante es que los resultados vayan a mejor, y no veo qué tiene que ver mi hijo muerto con los análisis de sangre...

La tía Marthe estuvo a punto de decir que sin duda el gemelo muerto al nacer había tenido alguna influencia, pero se contuvo. Marthe tenía sus propias ideas sobre la curación de Teo, y la primera etapa había cumplido todas sus esperanzas.

El dios cuya mujer había ardido

Dom Levi reapareció al día siguiente. Y, puesto que las noticias eran buenas, propuso una breve visita al museo del Vaticano.

–No en su totalidad –añadió–. ¡Ya he aprendido la lección! Sólo la parte etnológica. Creo que te interesará, bambino.

–Con la condición de que no me cojas de la mano.

–Los edificios del Museo Misionero Etnológico son completamente nuevos –explicó Dom Levi al entrar en el vestíbulo de una construcción moderna–. En ellos se encuentran los regalos hechos al papa, así como unas colecciones bastante curiosas. Vas a ver representadas las religiones del mundo entero, bambino. Un resumen de tu viaje, en definitiva.

–Pero, en todos esos países, hay cristianos, Teo –añadió la tía Marthe–. Por esta razón el museo se llama «misionero»: vas a ver los antiguos dioses que los curas católicos quisieron reemplazar por el suyo.

–Todos los dioses se reducen a un solo Dios –murmuró el cardenal–. Lo importante es la creencia en la divinidad. Ya hemos discutido cientos de veces sobre este tema, Marthe. Deje que Teo descubra lo que quiera.

Teo acarició dos leones chinos, pasó junto a la maqueta del templo del Cielo de Pekín, se detuvo un instante delante del altar a los antepasados, echó una ojeada a las estatuas budistas, cruzó la sección japonesa con aire indiferente...

–¡Vas demasiado deprisa, Teo! –exclamó Melina.

–Busco a alguien –dijo Teo, apresurando el paso–. Tíbet... no. Mongolia... nada. Indochina... ¡Ah, aquí está! India.

Y se paró en seco delante de la estatua de un dios con una serpiente al cuello, una gran cobra con la cabeza erguida. Estaba, efectivamente, sentado encima de un toro.

–Es él –dijo–. Mi dios indio. ¡Anda, no está escrito igual!

–Hay varias maneras de transcribir los nombres de la India –dijo el cardenal–. Civa con C, o Shiva con S, es lo mismo. Su toro se llama Nandi.

–¿El toro también tiene nombre?

–Nandi es divino, bambino. También se lo adora.

–¿Y la señora que está al lado de Shiva?

–Es su mujer Parvati –contestó la tía Marthe–. Los dioses indios no suelen estar solteros. Shiva había estado casado anteriormente con una diosa llamada Sati; pero el padre de ésta recibió muy mal a su yerno divino, porque Shiva era un dios muy mal educado, arisco y brutal. Sati se sintió tan ofendida en su orgullo de esposa que decidió arder viva para vengarse del grosero de su padre.

–¿Y lo hizo? –preguntó Melina, horrorizada–. ¡Estos mitos son de una crueldad!

–Ardió, y la tierra se la tragó.

–¡Pobre Shiva! –dijo Teo–. Se quedó solo...

–No, porque, más tarde, Sati se reencarnó en Parvati. Resulta que, desde la muerte de su mujer, Shiva se había sumido en una meditación eterna de la que nada conseguía sacarlo. Para reconquistar a su esposo, Sati, convertida en Parvati, se entregó a increíbles austeridades: se sostuvo sobre una sola pierna durante millones de años, las plantas empezaron a treparle por el cuerpo, de modo que se volvió como un árbol. Al final, conmovido por esa mujer a la que no había reconocido, Shiva salió de su éxtasis y la tomó como esposa.

–Espera –dijo Teo–. ¿Era la misma?

–Sí y no. Los hindúes creen que, en cuanto el alma sale del cuerpo, se reencarna inmediatamente en otro. El alma no cambia, pero el cuerpo es diferente.

–¡Qué interesante! –dijo Teo–. Y ¿cuántas veces puede uno reencarnarse?

–Millones –contestó la tía Marthe–. Hasta que el alma haya avanzado lo suficiente para alcanzar la perfección y disolverse por fin. Porque, no te creas, Teo, el ideal de los hindúes es poner fin a la reencarnación. Y Shiva, precisamente, es el único capaz de detener el ciclo.

–Es el que libera –dijo Teo–. Ya entiendo. «Me adoran, y yo libero». Pero yo no tengo ganas de que me liberen. Prefiero reencarnarme.

Melina se estremeció, y Jérôme la cogió por los hombros. El cardenal carraspeó.

–Falta mucho para eso, bambino... –intervino éste–. Además, ¡los hindúes tienen un gran aprecio por la vida! ¿Verdad, mi querida Marthe?

–¡Huy, sí! –suspiró ella–. Shiva es, a la vez, el dios de la vida y de la muerte, de la danza y de la música, ¡así que ya ves!

–He visto películas en que los indios se bañan en el Ganges, en Benarés. ¡Parece fantástico! –exclamó Teo, entusiasmado–. ¿Yo también podré bañarme?

–Ya veremos –dijo la tía Marthe–. Te llevaré a ver al sumo sacerdote, que te explicará los ritos mejor que yo.

–¡Caramba! –dijo el cardenal–. ¿Un sumo sacerdote? ¡Decididamente, tiene usted conocidos en todas partes!

–Y sumo sacerdote del Templo del Mono Divino, a ver qué se cree...

–¡Un mono divino! –dijo Teo, pensativo–. Entonces, en India, ¿hay dioses que no son hombres?

–¡Muchos, Teo! –contestó la tía Marthe–. Pueden ser monos, vacas, toros, águilas, caballos, o piedras...

–¿No es exactamente lo que llaman ustedes «idolatría», señor cardenal? –preguntó Jérôme, riéndose.

El cardenal se encogió de hombros. El cristianismo era más tolerante con los dioses animales que el islam y el judaísmo: admitía las representaciones de Dios.

–Los ídolos se limitan a anticipar la forma del hombre, eso es todo –contestó tras un leve silencio–. Con el tiempo, la humanidad descubrió al Hijo del Hombre, creado a la imagen de Dios. Lo divino está presente en todas partes... No hay que escandalizarse.

–Precisamente, en Egipto tienen una diosa gata –dijo Teo–. ¡O sea que la India y Egipto son iguales! ¡Bien!

Teo absuelve al cardenal

Era el último día en Roma. Teo utilizó su cámara de fotos y acribilló a sus padres, para llevárselos con él, según dijo. Llegó incluso a despertarlos en la cama, deslumbrándolos con el flash, de madrugada. En la mesa, el cardenal, que estaba empeñado en completar el aprendizaje de Teo, intentó en vano encajar las parábolas del Evangelio.

–Y, sin embargo, son tan bellas... –insistió Dom Levi, tenedor en mano–. Deja que te cuente la parábola de la higuera.

–No es temporada de higos –respondió Teo, con la boca llena de espaguetis.

–Entonces, ¿la de las vírgenes prudentes? ¿No? La de los tres sirvientes...

–Otra vez será –dijo Teo amablemente–. Si no, me voy a hacer un lío, ¿entiendes?

–Tiene razón, Ottavio. Ya veremos cristianos en otros sitios –le hizo observar la tía Marthe.

–Lástima –dijo el cardenal–. En Roma, es mejor.

–¡Pecado de soberbia! –dijo Jérôme, levantando su vaso con ironía–. Eso no está bien, señor cardenal...

–Oiga, ¡que el confesor, aquí, soy yo! –protestó el cardenal–. ¡No confunda los papeles, señor director de investigaciones!

–Nunca he entendido lo que significa «confesar» –dijo Teo.

–Un cristiano puede hacerse perdonar todos sus pecados –contestó Dom Levi, solícito–. Basta con que los cuente a un cura, que le da la absolución en nombre de Dios. «Absolución» significa «solución total». O sea «disolución», «desvanecimiento».

–Muy práctico –dijo Teo–. Así, se puede hacer lo que se quiera. ¿Y tú, no pecas nunca?

–Claro que sí –dijo el cardenal–. Pero tengo el poder de confesar; en cambio, tu papá no lo tiene. Así es la vida: yo no tengo mujer ni hijos, pero puedo dar la absolución. ¡No se puede tener todo!

–Es muy triste –dijo Teo.

–¿Te parezco triste, Teo? –preguntó el cardenal–. En serio, dime...

–No –dijo Teo–. Eres incluso muy divertido, en el fondo.

–¡Magnífico! –exclamó el cardenal–. ¡Divertido para mayor gloria de Dios!

–Los cardenales como usted reconcilian a uno con la Iglesia –reconoció Jérôme–. A mí, que no me gustan los curas...

–Ya me había dado cuenta –interrumpió el prelado–. Su hijo me lo ha dicho bastantes veces. Pues ya verán que acabará siendo creyente, les guste o no.

–¿A que no? –dijo Teo–. ¿Creyente en qué, según tú?

–Eso, no lo sé –contestó Dom Levi–. Pero de lo que estoy seguro es de que, a fuerza de descubrir todas las formas de Dios, alguna habrá que te seduzca.

–Si ocurre, te escribiré para decírtelo –concluyó Teo.

El cardenal organiza el protocolo

Los padres de Teo se fueron a tomar el avión para París, la tía Marthe y Teo iban a volar rumbo a Delhi. En el aeropuerto, Melina lloró tanto que Teo se puso a sollozar. Jérôme y la tía Marthe no se atrevieron a separarlos. El tiempo apremiaba.

Entonces, el cardenal sacó su gran pañuelo.

–Suénate –le ordenó, en un tono que no admitía réplica.

Sorprendido, Teo paró bruscamente de llorar y se sonó ruidosamente.

–Y usted también, señora, haga el favor –dijo, tendiendo el pañuelo a Melina–. No se hacen ningún bien con tanta lágrima. Un poco, vale, pero no hay que exagerar.

Melina se sonó a su vez y dejó de llorar.

–Perfecto –dijo el cardenal doblando pausadamente su pañuelo–. Ahora, van a darse besos como está mandado. Así... Da un beso a tu padre, bambino... Señora, váyase con su marido, se lo ruego. Y tú, Teo, ven aquí, con tu tía.

Todo estaba en orden.

–Es usted un jefe de protocolo admirable, amigo mío –murmuró la tía Marthe–. ¡Ha resuelto el asunto en un abrir y cerrar de ojos!

–El Vaticano es una buena escuela –susurró el cardenal–. Somos muy competentes en cuestión de ceremonial, ¿sabe?

–¡Mamá! –gritó Teo, corriendo hacia Melina–. ¡Llévate mis lentejas! ¡Brotarán para ti!

–Gracias, cariño –murmuró Melina–. Las cuidaré mucho. Vete, mi tesoro...