25

LA VIDA DE LOS ANTEPASADOS

Tristeza de África

Al día siguiente, dieron una vuelta por la ciudad, pasando por la gran mezquita, la catedral y las mezquitas de bolsillo. El cielo estaba pálido; el sol, blanco; el mar, gris. A lo lejos, Teo divisó una línea de casas de tejados rosa, en una isla.

–Gorée –dijo la tía Marthe–. El símbolo de la trata de negros.

–Pero iremos más adelante, Teo –interrumpió Abdoulaye–. Me gustaría que descubrieras primero nuestras Áfricas. Habrá tiempo de ver en qué condiciones las dejamos.

–¿Nos quedamos en Dakar? –preguntó Teo–. Lo digo porque parece una ciudad francesa...

–...con su ayuntamiento, su estación de trenes, sus cuarteles, todo lo necesario para una prefectura. Los franceses construyeron Dakar, y nosotros la hicimos nuestra.

Bubús y caftanes se deslizaban con indolencia por las aceras. Por doquier se desarrollaba una actividad de panal: vendedores de loros, de máscaras y de amuletos, todo un gentío ajetreado que poblaba las avenidas bordeadas de árboles alineados. No era el África de Fatou.

Fatou hablaba de baobabs, de graneros sobre pilares, de piraguas con un ojo pintado en la proa, de túmulos de conchas, del vuelo de los pelícanos y más sobre baobabs. Fatou describía el rojo de la tierra, el verde de los bananos, el sabor almizclado del mango, la arena blanca de las playas, el tronco plateado del baobab. Fatou, con los ojos entornados, soñaba con árboles sagrados, con el regreso de los pescadores, con cielos cruzados por los relámpagos antes de la tormenta. Y siempre volvía el baobab.

–Vale, está muy bien –dijo Teo–. Pero ¿y los baobabs?

Fueron a verlos, sorteando filas de camiones. Pasaron por barriadas donde las calles ya no estaban bordeadas de árboles, ni asfaltadas, ni tenían escaparates. Avanzaron sorteando a los niños que decidían de repente cruzar la carretera para alcanzar un perro. Esperaron, bloqueados por un pequeño autocar en que se apiñaban los viajeros, dejando la puerta abierta. Siguieron, bordeando estanques brumosos donde pescaban las garcetas, extensiones yermas donde se secaba la sal en pequeños montones. Pasaron a través de alamedas de ligeras frondas bajo las que vendían mangos apilados en pirámides, extraños tallos de hierbas medicinales y cestería de colores. Se cruzaron con carretas tiradas por caballitos y burros conducidos por niños. Vieron vergeles de mangos oscuros cargados de frutos dorados. Vislumbraron extrañas siluetas en lontananza, un bosque de fantasmas inmensos y macizos con los brazos descarnados...

–Allí tienes tus baobabs, Teo –dijo la tía Marthe.

–¿Eso? –exclamó–. ¿Esos arbolotes desnudos?

Abdoulaye frenó en seco, los neumáticos chirriaron, el coche se detuvo.

–Aquí, los baobabs son sagrados –dijo–. Su corteza sirve para trenzar cuerdas, sus hojas se utilizan para dar consistencia a las salsas, y sus frutos están llenos de una especie de goma de mascar, blanda y dulce. Se chupa o se pone en remojo, es deliciosa. Dentro de una semana, la copa de los baobabs se cubrirá de abundantes hojas, y de esos arbolotes desnudos colgarán unas flores blancas llenas de agua. La piel leal de su tronco conserva las huellas de las generaciones pasadas y, si fuera necesario cortarlos, habría que regarlos con leche para que no se enfadaran.

–He metido la pata –dijo Teo.

–No pasa nada –dijo el padre de Fatou–. Pero, en África, hay que aprender a mirar. ¿Qué vas a decir de nuestras aldeas si no sabes ni ver un baobab?

–Ése gordo ¿es un cementerio de griots? –preguntó Teo con un hilo de voz.

–¿Quién sabe? –contestó Abdoulaye Diop–. En un país de salvajes como nosotros...

Teo se quedó callado. La tierra era seca; el suelo, polvoriento; el cielo, ardiente; los baobabs, inquietantes. Los transeúntes caminaban como en la India, con largos pañuelos alrededor del cuello, siguiendo la carretera terrosa. Las mujeres deambulaban, con el bubú al viento, llevando sus cargas sobre la cabeza con majestad. Un nudo de tristeza se formó en la garganta de Teo.

–Con las lluvias, en agosto, todo cambia –prosiguió Abdoulaye–. Senegal se cubre de verde tierno, las flores eclosionan, la vida renace, el cielo se llena de nubes y recupera el azul tras la tormenta...

–Es verdad que el Sahel es seco –murmuró la tía Marthe.

–Vamos al bosque de baobabs –propuso Abdoulaye–. Os voy a enseñar una cosa.

Almas gemelas al pie del baobab

Era un bosque sin hojas, sin amparo y sin oscuridad, un bosque mágico caído en el desierto. Las cabras mordisqueaban las ramas de los arbustos, los cebúes tendidos de costado esperaban el final del día. Abdoulaye descubrió un baobab cuyo enorme tronco ofrecía un poco de sombra. Allí pudieron sentarse. La tía Marthe sacó un pañuelo de bolsillo y se enjugó el escote.

–En otros sitios, lo que mata es la nieve de la montaña –dijo Abdoulaye–. Aquí, es la arena. Durante casi veinte años, las lluvias nos abandonaron. El desierto del Sahel iba devorando la tierra poco a poco. ¡Pero las lluvias han vuelto! Dentro de dos o tres meses, como mucho, podremos sembrar. La semilla es la vida... Es lo que dicen los ancianos del Sahel, los del país dogón.

Allí, empezó a explicar el señor Diop, los pueblos estaban colgados sobre altos acantilados de roca amarilla, tan altos que los dogones tenían que subir y bajar por escarpadas escaleras a buscar el agua que faltaba arriba. La menor cavidad, el más mínimo recoveco en la roca eran utilizados para cultivar cebollas, plantadas en minúsculos campos. Ese pueblo había conservado tan bien sus cultos y su religión que los turistas venían a visitar a los dogones como quien visita Notre-Dame de París... Los dogones, sus máscaras, sus danzas y sus graneros formaban ya parte del ritual del descubrimiento africano. No les venía mal del todo y, afortunadamente, sacaban provecho de ello sin perder nada de su soberbia.

–¡Los famosos dogones! –exclamó la tía Marthe–. Hasta se dice que su mitología está emparentada con los fundamentos de la cultura grecolatina, ¿no?

–Mire usted, mi querida Marthe: me parece muy bien que sus etnólogos hayan barrido nuestras religiones hacia las suyas, siempre vale más que llamarnos salvajes. Pero los dogones son de África, y África bien podría ser la madre de todos los mitos.

–Escucha con atención, Teo, te va a hablar de la cosmología africana –dijo la tía Marthe–. Escucha bien...

Abdoulaye tomó aire: el mito dogón era una larga epopeya.

–Al principio –dijo–, Dios creó la semilla más pequeña del universo, la semilla del cereal llamado fonio. La «semilla del mundo» estaba animada por un torbellino tal que estalló y se convirtió en el huevo del mundo. Dentro de las paredes de huevo, se encontraban dos pares de peces que se convirtieron en dos pares de gemelos... El huevo maduró lentamente, como un niño en el vientre de una mujer, y salió sólo un niño prematuro, Ogo.

–¡Vaya! –dijo Teo–. Sólo un...

–¡Precisamente! No era normal. Pues resulta que el astuto recién nacido se arrancó un trozo de placenta, lo dejó caer, y se formó la tierra. Decidido, Ogo entró en la tierra para buscar a su hermana gemela Yasigui, que, según creía, había nacido con él... Plantó la semilla de fonio en la sangre sucia de la tierra placentaria, pero no encontró a su gemela, porque Dios la tenía todavía en el resto del huevo.

–¡Pobre Ogo! –murmuró Teo–. Perder a su gemela no tiene ninguna gracia.

–¿Pobre Ogo? ¡Menudo bicho! Al ensuciar la «semilla del mundo» con sangre impura, había echado a perder el alimento en la tierra. Entonces, Dios transformó al malvado Ogo en Zorro Pálido, responsable de la desgracia del universo. Y, para reparar el mal, sacrificó a uno de los gemelos restantes y lo cortó en sesenta y seis pedazos que modeló, dándoles figura humana y utilizando la placenta para encolar su obra. Así se formó el primer hombre, llamado Nommo, que significa «dar de beber»... Nommo se convirtió en el señor de la palabra y del agua.

–Sacrificado, muerto y resucitado –observó Teo–. A veces, Dios es un poco repetitivo.

–¡No compares tan deprisa! El caso es que Dios envió a la tierra impura del Zorro cuatro pares de gemelos, niños y niñas, instalados en las cuatro esquinas de un arca hecha con sus placentas reunidas. Los astros se pusieron en movimiento, y el sol alumbró la tierra purificada... La pesadilla de la creación frustrada tocaba a su fin. Conforme a los cálculos divinos, los gemelos sagrados se multiplicaron, pero siempre a pares.

–Me gusta –dijo Teo–. ¡Cada cual tenía su gemelo!

–¡No por mucho tiempo! Porque, bajo la nueva creación, yacía todavía la impureza del fonio enrojecido por la placenta maldita... Al cuarto día, durante el primer eclipse de sol, Yasigui, la gemela perdida, llegó a la tierra en forma de mujer.

–¡Se había quedado olvidada!

–Se casó con uno de los gemelos como si nada, y le hizo comer por sorpresa la semilla sangrienta del fonio. Hubo que sacrificar al marido.

–Como era de suponer –observó Teo, recogiendo un puñado de arena–. El segundo sacrificio humano...

–Bueno, pero lo que sigue es curioso. Las gemelas embarazadas dieron a luz niños únicos... La humanidad acababa de perder el don precioso de la geminación.

–¡Vaya!

–Pues sí, hijo. Por eso, en recuerdo de ese don perdido, cada individuo está provisto de un solo cuerpo, pero de dos almas gemelas. Una es la que anima el cuerpo: si es niño, es el alma masculina. Si es niña, es el alma femenina. Pero el alma gemela nunca anda lejos del cuerpo: desde el fondo de una charca guardada por el Nommo, el antepasado resucitado, el alma femenina protege al alma masculina que está en el cuerpo del niño, y el alma masculina protege al alma femenina que está en el cuerpo de la niña. Cada cual guía a su mitad de alma en secreto... porque todos los seres humanos descienden del Nommo primordial, sacrificado y resucitado en pares de gemelos niños y niñas.

–Así que todos tenemos un alma gemela en alguna parte –murmuró Teo–. Eso es lo que me pasa, sólo que yo he encontrado a mi gemela, ¡no como el Zorro Pálido! Y, sin embargo, soy francés, no dogón... ¿Cómo lo explica, Abdoulaye?

–Puede que los dogones expresen una verdad que otros todavía desconocen. África entera vive bajo el signo de los gemelos... La gente los honra o los teme, les ofrece las primeras cosechas o mata a uno de los dos al nacer, pero nunca se deja a dos gemelos juntos.

–¿Quién se atreve a matar a los gemelos? –preguntó la tía Marthe, sorprendida.

–¡Ya no se hace! No olvide que los gemelos son los antepasados de la humanidad: su nacimiento en el mundo actual está relacionado con lo sobrenatural.

–Si no he entendido mal, con mi gemela perdida, no nací normal –concluyó Teo–. Soy casi divino...

–¡Al contrario! –exclamó Abdoulaye–. Eres único, o sea normal. Lo singular de tu caso es que tu hermana muerta llegue a hablarte.

–Ah, ¿estás al corriente? –dijo Teo, poniéndose rojo–. ¡La tía Marthe ha vuelto a chivarse!

–Ésa es exactamente la razón de que te haya contado la historia del Nommo –contestó–. El padre de la humanidad, el gemelo sacrificado que hace beber y hablar, indica los dos elementos esenciales de la vida: el agua y el habla. Cuando dijiste ayer que, si hablas, te vistes, tenías razón. Estar desnudo es estar sin habla: efectivamente, el habla viste al hombre... En nombre del antepasado, lo abriga. La salvación viene siempre del ancestro muerto. Por eso nosotros, los africanos, no nos conformamos nunca con un documento de identidad... Un hombre no es él mismo si no es hijo, hermano, nieto, sobrino, sobrino segundo o primo de los miembros de su familia. Un niño o una niña nunca están solos en el mundo. Muertos o vivos, sus parientes visten su cuerpo.

–¿Y el amor, en todo eso? –preguntó la tía Marthe–. ¿Dónde lo mete?

–¿El amor? –vaciló Abdoulaye–. Puede que, igual que Ogo el impuro buscaba a Yasigui, cada mitad de alma busque su mitad gemela...

–Yo sé lo que es –dijo Teo–. El amor es dejar el petate de antepasados en casa de la que uno quiere. Se dejan las maletas, y en paz.

–Aquí, hacemos ofrendas a los antepasados –dijo Abdoulaye–. A ellos dejamos el petate, como reparación. Tampoco está mal.

Se levantó, sacudiéndose el bubú. Levantando el brazo, combó una ramita y señaló una hoja minúscula de un verde tierno.

–Esto es lo que quería enseñaros –dijo–. Sin agua, solito, el baobab prepara su follaje. Igual que nosotros, se las apaña.

El nacimiento de los muertos

La etapa siguiente era la del agua.

A medida que se aproximaban a la zona serere, las aldeas cambiaban de aspecto. Entre los bosquecillos de acacias, Teo vio las primeras chozas de tejado de paja, conformes a las descripciones de Fatou. Llegaron a Joal, aparcaron el coche, cruzaron a pie los puentes de madera que pasaban por encima de los manglares de raíces enlodadas...

Fadiouth era verdaderamente un pueblo extraordinario. Los graneros sobre pilares dominaban el agua negra que iba erosionando los mangles cubiertos de ostras. Pero lo más singular era, en la otra orilla, el cementerio de conchas inmaculadas, lleno de cruces blancas y baobabs centenarios. En su mayoría católicos, los habitantes de Fadiouth habían heredado ese extraño cementerio de la antigua religión serere.

El suelo crujía bajo sus pasos. Ordenados montones calcáreos, las tumbas estaban alineadas al costado de los túmulos. La tía Marthe tropezó, echó pestes y recobró el equilibrio como pudo. Teo, en cambio, trepó con tanta ligereza que parecía una de las garcetas que sobrevolaban la tierra serere. ¡Qué altas eran las colinas fúnebres! De no ser por estar hechas de conchas, parecían pirámides elevadas para la inmortalidad...

–Nunca mejor dicho, Teo –observó Abdoulaye, instalándose al pie de la inmensa cruz, sobre la colina mayor.

–¿Porque son pirámides? –preguntó Teo, extrañado.

–Cuando moría un jefe en tierra serere –explicó Abdoulaye–, lo metían en una choza funeraria hecha con el tejado de su choza. Después de un tiempo, los lugareños venían a participar en la edificación del túmulo, en cuyo interior plantaban una viga de madera de palmito, que tiene un tronco imputrescible, ¿sabes?, una palmera con hojas en forma de mano. Más tarde, cuando se convirtieron, los sereres católicos edificaron sus tumbas sobre los túmulos de conchas que disimulaban los alimentos enterrados con el muerto para su largo viaje hacia la Ciudad de los Antepasados.

–¡Qué curioso! –observó Teo–. ¿Aquí también preparan comida para el viaje de los muertos, como en Egipto?

–¡No es el único parecido entre la tierra serere y Egipto! También aquí el toro era el doble del hombre, de modo que los grandes jefes eran cosidos en la piel del animal antes de ser enterrados... Aquí, igual que en Egipto, el espíritu del muerto se agita si no está alimentado. A partir del cuarto día, hay que ofrendar al difunto cuscús, agua o leche, según los gustos. Incluso he oído hablar de un rico patriarca serere que aumentaba sus rebaños con la esperanza de que sus descendientes le ofrecieran leche en cantidad suficiente...

–¿Suficiente para qué? –preguntó Teo.

–Pues ¡para llegar a la Ciudad de los Antepasados, hombre! El viaje se parece al de Egipto: para convertirse en un muerto como es debido, hacen falta víveres; si no, no se muere uno del todo... El hombre de que te hablo tenía once antepasados sagrados. Estaba seguro de convertirse en el decimosegundo antepasado, siempre y cuando le ofrendaran suficiente leche para conseguirlo.

–¿Porque puede fallar la cosa? –preguntó Teo.

No todos los muertos lo lograban. Para acceder al rango de antepasado, era necesario haber «triunfado en la vida», haber tenido hijos, haberse garantizado por adelantado un buen funeral, haber previsto el buey del sacrificio, en fin, haber preparado el linaje para convertirse en su protector. Y es que, una vez que se convertía en antepasado, el difunto vivía en el pensamiento de sus descendientes. A la inversa, la supervivencia de éstos dependía de él. El antepasado sabía curar a sus descendientes, pero, sin descendientes, el muerto no podía ser antepasado. El antepasado servía de intermediario entre sus hijos y Dios, siempre y cuando su familia supiera acompañarlo a lo largo del viaje. Entre vivos y muertos, el orden era recíproco, y la ayuda, mutua.

Lo que no era del todo egipcio, eran los funerales de los Gelwar, los descendientes de la princesa y el griot. Se los enterraba dos veces. Los primeros funerales tenían lugar en el sitio en que se había producido la muerte: cosían al jefe en la piel de toro y bajaban el cuerpo, en pie dentro del ataúd, a un pozo de tres metros de profundidad. El jefe iba a convertirse en dios-toro, y ese entierro era secreto... En cambio el segundo funeral se celebraba oficialmente, en público, delante de un ataúd lleno de tierra y de amuletos. ¡No se engañaba a nadie! Todo el mundo sabía que el ataúd oficial estaba vacío... Pero nadie conocía el lugar secreto del pozo en cuyo fondo el jefe muerto iniciaba su transformación en inmortal.

–¿Ah, sí? –dijo Teo–. ¿No era instantánea?

En África, prosiguió el muy paciente Abdoulaye, nada era instantáneo en la vida de un hombre. El niño, en el vientre de su madre, no se limitaba a formarse a lo largo de nueve meses, en absoluto; también iba almacenando la herencia de los nombres de su linaje, algunos de los cuales le serían dados al ver la luz. Una vez nacido, seguía constituyéndose a través de las etapas previsibles: su circuncisión, su iniciación. Cuando moría, su formación no se detenía. De ahí el sentido del doble funeral: se celebraba la muerte social del jefe serere delante del ataúd vacío, pero su evolución en el más allá seguía produciéndose en el pozo.

–No entiendo nada –protestó Teo–. ¿Qué le pasa al muerto? En el Antiguo Egipto, era juzgado y punto. Pero ¿y en África?

–Tomemos otro ejemplo, el de los yoruba del sur de Benín –dijo Abdoulaye–. La familia empieza por enterrar a su muerto. Antes del entierro, visten al difunto con ropa nueva, dejándole algunos objetos familiares para que se lleve cosas nuevas y viejas. El resto se quema, para liberar al muerto del lastre del pasado. Luego, se hace una fiesta para celebrar el principio de una nueva vida. Por último, empieza una larga espera...

–¿Qué pueden esperar? –preguntó Teo.

–¡Que los envoltorios del cuerpo hayan desaparecido! El muerto sigue el camino inverso al del nacimiento. Se deshace poco a poco de su carne y, un buen día, cinco o seis años más tarde, está preparado. Se puede empezar entonces su iniciación a la muerte.

–Un momento –intervino Teo–. ¿Cómo se sabe que está preparado? ¿Dice «¡cucú!» bajo tierra?

–¡Más o menos! Alguien enferma, los cónyuges discuten... Se entiende que el muerto los llama, que ha llegado la hora. Entonces, se extrae la calavera de la tumba, se lava con una planta purificadora, se sacrifica un pollo, se vierte su sangre sobre la calavera, se parte el pollo en dos: una parte para la familia y la otra para el difunto. Ésa es la iniciación del muerto.

–Espera, ¡no van a iniciar a una calavera! –exclamó Teo–. ¿Qué sentido tiene?

–Es una iniciación en toda regla –insistió Abdoulaye–. «Iniciación» significa «introducción a los secretos»... Se enseña al muerto sus nuevos secretos. Como si fuera un joven, se viste la calavera con ropa blanca. Se saluda su regreso, ¡porque ha vuelto! Por último, se encierra en un saco la calavera vestida con el pollo y se cuelga en la choza del muerto. Pero no se acaba aquí. El segundo funeral todavía no ha empezado. El muerto ha vuelto pero todavía está solo. Gracias a los últimos ritos, se reunirá con la comunidad de la aldea...

–Tía Marthe, ¿a que nunca hemos visto un entierro tan complicado? –exclamó Teo–. Está visto que la muerte hay que domesticarla...

–Escucha la continuación –dijo ella–. Ya filosofarás después.

–En la etapa siguiente participan varias familias: cada una trae la calavera de su muerto en una cesta, ante la choza colectiva de los antepasados. Llega entonces el momento crucial. La persona encargada del rito lava las cabezas, teniendo cuidado de recoger el agua del lavado. Se les hace las últimas ofrendas antes de encerrarlas en jarras, que son vestidas, paseadas, alimentadas y presentadas en las aldeas, exactamente como si se tratara de recién nacidos.

–¡Bebés-muertos! –dijo Teo.

–Exactamente. Luego, las entierran definitivamente en un gran agujero secreto. Se dice que los muertos se han ido en piragua hasta el mar.

–¡Uf! –dijo Teo–. ¡Se acabó!

–Todavía no. Es necesario que el muerto tenga su sitio en la aldea. Se coloca, pues, un parasol con su nombre en la choza de los antepasados, y ya está instalado. Por fin, es ancestro.

–¿Esta vez, ya está? ¡Es larguísimo!

–En vuestros países, se entierra en un día, una sola vez. Pero, después, ¿qué queda de los muertos en las familias? Les ponéis flores cada año por Todos los Santos. ¡O sea nada! Habéis perdido el sentido del linaje. A mi entender, eso os hace muy infelices. En África, no se puede vivir sin los antepasados. Ellos nos soportan, nos sostienen, nos sujetan. En cambio, vosotros nos conocéis ya el apoyo de los ancestros. ¡Estáis solos!

–¡De eso nada! –dijo Teo, indignado–. ¡Estamos en familia!

–De acuerdo, pero ¿y después? ¿Dónde está la continuidad con el pasado? Además, ya que hablamos de la familia: en vuestros países, es raquítica. Sois pequeños grupos apiñados en barcas minúsculas en medio del océano.

–¡No querrás que vaya a desenterrar al abuelo para lavarle la calavera! –dijo Teo.

–No es tu costumbre. Lo triste es que, en Europa, ya casi no tenéis costumbres. Os conformáis con un solo Dios que perdona, y ¡hala! Se acabó. Con nuestros antepasados, generamos nuestras propias divinidades, es más seguro.

Hacía ya tiempo que la tía Marthe se había sentado sobre las conchas, entre las tumbas.

Dios no se cansa

–¿Podríamos comer ostras en el restaurante que había en Joal? –dijo–. ¡Estas conchas me están pinchando el trasero!

Confuso, Abdoulaye reconoció que el lugar no era de los más confortables. El viento seguía soplando sobre la laguna surcada por garzas negras y zarapitos furtivos. Volvieron a bajar con cautela, cruzaron de nuevo los dos puentes y fueron hasta el restaurante para probar las ostras de los manglares. Después de la comida, Abdoulaye se tomó su zumo de acedera roja; Teo, su Coca-Cola; y la tía Marthe, su vino blanco.

–Oiga, Abdoulaye, ¿cómo es que los cristianos no cambiaron las tumbas? –preguntó Teo.

–Pero bueno, ¡eres incombustible!

–Ya le había dicho que esta dichosa cabeza no se para nunca –le recordó la tía Marthe.

Teo se quedó callado, contempló las palmas de los cocoteros, examinó las ostras y se agitó en su silla.

–Me aburro –suspiró–. ¿Puedo levantarme?

–¡Ponte el sombrero! –gritó la tía Marthe.

Salió disparado. La tía Marthe y Abdoulaye siguieron cada cual con su vaso, saboreando su tranquilidad. Sedienta, la tía Marthe pidió otra jarra de vino blanco.

–Teo está metamorfoseado –dijo Abdoulaye después de un silencio–. ¡Ni lo reconozco! Ha crecido, tiene buena cara, nunca diría que está tan enfermo...

–Ya no lo está –declaró la tía Marthe.

–¿De verdad lo cree? ¡Sería demasiado pedir!

–Seguro –soltó ella.

–No está usted muy parlanchina, Marthe. ¿Qué le pasa?

–Es el vino –gimió–. ¡Me atonta!

Incómodo, Abdoulaye se concentró en su vaso. Apenas tuvo tiempo de dar un trago, y, con los codos apoyados en la mesa, Marthe roncaba como una bendita. De vez en cuando, un hipido le sacudía la cabeza, resbalaba de su silla, y Abdoulaye tenía que reincorporarla. El hombre miró el reloj. Y ¡este Teo, que no venía!

–¡Ah, aquí estás, por fin! –le dijo cuando lo vio–. ¿Dónde te habías metido?

–En el mercado. La tía Marthe... ¡Si está roncando!

–Creo que ha bebido demasiado –dijo–. Siéntate. Hace un momento, me has hecho una pregunta. ¿Por qué los cristianos conservaron los túmulos?

–¡Ah, sí! –dijo Teo–. No me acordaba.

–Pues yo sí. En África, no está prohibido mezclar lo antiguo con lo nuevo. El Dios de los cristianos no molesta a los antepasados. ¡Al contrario! La resurrección de Jesús concuerda bastante con el viaje de los muertos.

–¡Tía Marthe! –gritó Teo–. ¡Se va a caer!

–No te preocupes –dijo Abdoulaye, incorporándola de nuevo–. ¿Has entendido lo que te he dicho?

–No. Me pregunto dónde está Dios en todo eso.

–El dios de los africanos no está presente entre los hombres. Los dogones lo llaman Amma. Aquí, en tierra serere, lleva el nombre de Roog- Sen. Pero tanto si se llama Roog-Sen como si se llama Amma, no es más que el creador del mundo.

–¡Que ya está bien! –dijo Teo.

–Pero no es perfecto... Dios no tiene mala intención, es razonable, hace lo que puede. Cuando su creación escapa a su control, como el Zorro Pálido, la expulsa y repara el daño. No es él quien dirige la vida de los hombres, son los espíritus, son los antepasados. Dios no interviene más que en caso de catástrofe.

–¿Un diluvio? –preguntó Teo.

–En el país serere hay cosas peores –contestó Abdoulaye–. Al principio, vivían en el bosque los hombres, los animales y los árboles. Y se pelearon. Un día en que hombres y fieras se mataban unos a otros en el bosque, los árboles se volvieron asesinos a su vez... Hay que decir que, en aquellos tiempos, los árboles hablaban, oían y se movían. La guerra era total entre las tres especies, árboles, animales y hombres, y Dios tuvo que intervenir. Castigó a los árboles: mudos y paralizados, quedaron inmovilizados para la eternidad. Pero Roog-Sen no les quitó las orejas: por eso los árboles son sagrados, porque oyen todo...

–Pero no pueden chivarse –dijo Teo.

–Eso no es tan seguro. Hay que ser prudente con los árboles. En cuanto a los animales, Roog-Sen les infundió la locura. Son desordenados, pero Roog-Sen no les quitó el instinto. Con los hombres, se conformó con acortar su tamaño y su vida, no su mente. Desde entonces, Roog-Sen ya no intervino más.

–O sea que no lo adoran –concluyó Teo.

–¡Sí que lo adoran! A menudo, en el patio, Roog-Sen tiene una estela de madera. Junto a ella, ponen en una calabaza cuernos, raíces, piedras. Si la cosecha es buena, el cabeza de familia vierte leche sobre la estela. Pero la ayuda se pide a los pangols, no a él.

–¡Repite! –gritó Teo–. ¡Que está roncando cada vez más fuerte!

–¡Los pangols!

La tía Marthe se despertó sobresaltada.

–Oye, vieja, ¡menudos ronquidos! –dijo Teo.

–¿Qué? –murmuró ella, atontada–. ¿Cómo?... ¿Me he dormido? ¿Qué hora es?

–La hora de ir a ver los pangols –dijo Abdoulaye, levantándose.

Una piel de sirena y un mazo de mijo

Desde Joal, siguieron una pista que cruzaba el bosque de eucaliptos hasta una ancha extensión de agua azul unida al mar, a penas turbada por la pesca de un ibis falcinelo.

–¿Este estanque es un pangol? –preguntó Teo.

–No –contestó Abdoulaye–. Un pangol es un espíritu. Pero un gran poeta serere cuenta que las sirenas venían a beber a este estanque. ¡Los pescadores de aquí conocen bien a las sirenas! Para poder pescarlas en el mar, hay que consolar a su pangol. Se amansa a la sirena mediante cantos y sacrificios. Sólo entonces se deja coger, ya que los pescadores la han tratado bien.

–¿Sirenas de verdad, con pechos de verdad y cola de pez y que cantan?

–Bueno, no exactamente. Son los manatíes, una especie de vacas marinas. Como esos animalotes tienen mamas, a menudo han sido confundidos con las sirenas de las leyendas. Aquí, el espíritu de los manatíes está vestido de mujer, con un pareo blanco...

–Quiero verlo –dijo Teo, inclinándose sobre el estanque–. Si estás aquí, sirena manatí, ¡asómate!

Sorprendido, el ibis levantó el vuelo, y el estanque se estremeció. Y nada. Teo metió la mano en el agua y sacó un trozo de piel viscosa, cubierta de barro negro.

–¡La piel de la sirena! –exclamó–. ¡Una piel de espíritu!

–O una muda de serpiente –dijo Abdoulaye–. En ambos casos, tienes suerte, Teo, porque el espíritu de la serpiente también es un pangol.

–Huele mal –gruñó la tía Marthe–. A ver si la limpias... Mientras tanto, ponla en esta bolsa de plástico.

–Aquí, lo pondrían en un árbol sagrado, como ése –dijo Abdoulaye, señalando un conjunto de viejos trocos llenos de trapos–. Así, te haces aliado del pangol. ¿No quieres ofrecer tu piel de serpiente a ese árbol?

–¡Ni hablar! –dijo Teo.

De ese modo, blandiendo su trofeo enlodado, Teo siguió a Abdoulaye hasta la primera choza de la aldea. En medio de tres grandes árboles, protegido por dos ayudantes, se encontraba el curandero en su cabaña.

Abdoulaye intercambió con el guardián de la puerta inacabables saludos al estilo senegalés: «–¿Qué tal? –Bien. –¿La familia? –Bien. –¿Su madre? –Está bien. –¿Los niños? –Bien. –¿El trabajo? –Bien. –¿La salud? –Bien»; y, luego, vuelta a empezar a la inversa. Por fin, una vez cumplido el rito, el guardián dejó entrar a Abdoulaye y a Teo. La tía Marthe prefirió sentarse a la orilla de la laguna para que se le despejaran los vapores del vino.

Apoyada en tres grandes troncos, la choza oscura era como un pañuelo. El tejado de palmas, una empalizada, una sábana tendida... En el centro, había una calabaza gigante llena de agua verde. Unas patas de pollo y mollejas abiertas se amontonaban en una esquina. El curandero estaba esperando en la sombra.

El anciano tenía una sola pierna y llevaba un gorro de lana, varios pañuelos rojos alrededor del cuello, un bastón labrado en la mano, y el palo de su prótesis apoyado en el suelo con dignidad. En su rostro surcado de arrugas se leía una desconfianza divertida. ¿Qué iba a entender ese joven toubab? Los saludos volvieron a empezar. El anciano parecía suspicaz. Abdoulaye bromeó, suplicó, se deshizo en zalamerías... Por fin, tras largas negociaciones, el cojo se echó a reír. ¡De acuerdo, hablaría!

Cuando alguien venía a consultarlo, para empezar, el curandero sacrificaba un pollo. En las mollejas partidas, encontraba la causa de la enfermedad que padecía su paciente. Luego, lo trataba administrándole el baño ritual en la gran calabaza. Desnudo en la bañera diminuta, el paciente agachado recibía el agua terapéutica que vertía el curandero con un cucharón de madera. Qué rara era esa agua turbia y mágica...

–¿Qué hay en el fondo? –preguntó Teo.

–¡Mete la mano! –contestó Abdoulaye–. No está prohibido.

Sin vacilar, Teo sacó unos guijarros grises de singulares formas. En la superficie, flotaban trocitos de madera que el paciente se llevaba tras el baño ritual, como protección. ¿Y las piedras? Gracias a la inspiración sobrenatural, habían sido encontradas en el bosque, en un lugar en que había caído el rayo, mucho, muchísimo tiempo antes de que las descubriera el curandero. Pero ¿cómo se identificaban las piedras fulminadas? Sólo el curandero sabía reconocer su virtud divina.

–¿Hay algo más? –preguntó Teo, algo decepcionado.

–Sí –contestó el viejo, señalándose la boca desdentada–. Las palabras que echo. Si quieres, también puedo enseñarte el pangol del lugar.

Empuñó su bastón y se levantó. Justo detrás de la choza, en medio de un círculo rastrillado, se encontraba un minúsculo poste cubierto de leche seca. ¡El pangol! Una maza para el mijo clavada en el suelo y cuyo secreto se transmitía de tío a sobrino desde hacía generaciones. Alrededor del espíritu lechoso, se hizo el silencio. No era más que una vieja maza a la sombra de tres árboles, pero la fuerza de un espíritu estaba allí oculta... Teo intentó enterarse de algo más, pero el viejo curandero se negó con lo que le quedaba de energía. Estaba prohibido hablar del pangol.

La estrella serere

El día se acababa pronto en África. Ya era hora de irse. El coche recorrió el camino inverso; las palmeras y los bosquecillos de acacias desaparecieron. La tía Marthe dormitó. A medida que se aproximaban a la ciudad, iban volviendo los grandes baobabs.

–¡Allí! –gritó Teo–. ¡Es nuestro baobab!

Abdoulaye detuvo el coche.

–Ve a ver si están los griots –ordenó–. No te pregunto si te apetece o no, Teo. ¡Ve!

Teo avanzó de puntillas, con su trozo de piel en la mano. Asomó con cautela la cabeza por un hueco, y vio un papelito enrollado en el suelo.

–¡Conque los griots! –exclamó–. ¡Es un mensaje!

–Sí, pero junto a un árbol sagrado. Haz el favor de tratarlo correctamente.

–Y éste, ¿en qué es sagrado? ¡Hace un momento, no me dijiste nada!

–Puede que tu baobab esté encantado... ¿Ves el rayo del sol poniente a través de las ramas? ¿Sí? Pues así es como se manifiesta un espíritu. Un día, dos sereres vieron la misma luz en la copa de un baobab. Pero, cuando se acercaron, ¡ya no había baobab! Entonces, fueron a consultar a la adivina. La mujer fue al lugar indicado y, al final del día, vio con sorpresa un baobab que se elevaba lentamente del suelo.

–¡Vamos, anda! ¿Jugaba al escondite?

–Era un baobab tímido. Por la noche, salía de la tierra para reunirse con sus hermanos baobabs, pero, durante el día, se hundía en el suelo. La adivina ató un jirón de tela en la punta de una rama, y el baobab se quedó fijo en el sitio.

–¡Ooohhh! –exclamó Teo–. ¡Allí arriba se ve un trapo todo roto! ¿Es ése el baobab encantado?

–¿Quién sabe? –murmuró Abdoulaye con una sonrisa–. En tierra serere, basta con una estaca de madera como signo masculino, o un bote vuelto del revés para la mujer... Pero escúchame bien, Teo: ni los pangols ni Roog-Sen tienen sentido si no conoces la estrella serere. Mira.

Abdoulaye se agachó, apartó las ramitas y dibujó en la arena, de un solo trazo, una estrella de cinco puntas.

–Aquí, en lo alto de la estrella, está el sitio de Roog-Sen. Aquí, abajo, en el hueco entre estas dos puntas, está el sitio del hombre, unido con Dios por el eje del mundo, ¿lo ves?, la bifurcación. En lugar seguro, en el centro de la estrella. Siempre en el centro del universo. Ahora, ponte bajo el baobab y lee tu mensaje, haz el favor.

Blanca y morena, soy la diosa de las aguas. Te espero en mi tierra, en el país de las sirenas, leyó Teo.

–Pero si ya estoy en el país de las sirenas –murmuró, volviendo a meterse en el coche–. ¿Qué significa?

–Consulta a los adivinos... –sugirió Abdoulaye–. ¡Los tenemos excelentes!

–No sé –dijo Teo, mohíno, manoseando la bolsa del fetiche–. Necesito el diccionario.

–Bueno, te daré una pista. Hay otro país de sirenas. Lejos, muy lejos de aquí, pero también muy cerca.

–¿En África?

–Sí y no. Es otra África. ¡Y ya te he dicho demasiado!

–Y un cuerno –dijo Teo entre dientes–. Ahora sí que necesitaré a mi espíritu, ¿eh, piel de sirena?

Electrochoque a la vista

Cuando llegaron a la villa, la tía Marthe fue a acostarse sin más. Abdoulaye soltó un gran discurso para explicar a su venerable madre que la señora Marthe había sufrido un pequeño mareo durante el paseo, pero que no era necesario prepararle una infusión de hierbas medicinales, de verdad que no. Teo exhibió su piel de sirena, y le rogaron que fuera a aclararla inmediatamente. Después de cenar, la dobló y la colocó debajo de su almohada...

En el comedor, Anta y su hermano estaban comentando los acontecimientos del día. Teo aguzó el oído.

–Entonces, ¿qué piensas del chico, tú que lo conoces bien? –preguntó ella.

–Pienso... –reflexionó Abdoulaye–. Pienso que no sé muy bien. Es un chico muy listo y bromea demasiado para no creer en lo sagrado. Y escucha. En cambio, nuestra amiga Marthe parece que ya no puede más...

–El cansancio, seguramente –dijo Anta.

–Yo creo que está deprimida. Ahora que Teo está casi curado, ella se descuida. Me preocupa.

–Sin embargo, todavía queda lo más duro...

–¡Ya lo sé! Mañana empezamos el recorrido.

–Pero pasado es cuando las cosas se ponen difíciles. ¡Espero que el chico aguante!

–Si tiene miedo, no seguimos –dijo Abdoulaye–. Sería demasiado arriesgado.

Y siguieron en una lengua desconocida a la que volvían de vez en cuando palabras en francés: «hospital principal», «trauma», «síncope», «electrochoque»... ¿Electrochoque? Teo sintió helársele la sangre. ¿Qué pasaría al día siguiente? ¿Adónde se lo llevarían? ¿Era un tratamiento, el más terrible de todos? La tía Marthe no lo había preparado...

Buscó un modo de escaparse, pero las ventanas tenían rejas de hierro forjado. Entreabrió la puerta, pero Anta y su hermano estaban a la vista. La tía Marthe roncaba todavía más. Teo contempló con desazón las luces vacilantes reflejadas en la pared del jardín, el vuelo silencioso de un enorme murciélago de pelo rojizo, tres estrellas en una esquina de la noche...