8

LA GLORIA Y LOS POBRES

Ya era mañana, y «ellos» estaban previstos para el día siguiente. Teo ardía de impaciencia. ¿Quién iba a aparecer para darle el próximo mensaje? ¿Detrás de qué pilar iban a ocultarse los brujos de turno? El día anterior, durante la cena, Dom Levi y la tía Marthe no habían dejado de discutir sobre la política, la mafia y, naturalmente, los curas, contra los que la tía Marthe, para hacer rabiar a Ottavio, arremetía con la misma alegría con que devoraba sus raviolis de trufas blancas. Teo se había quedado dormido en la mesa y apareció en su cama.

Pero, después de que la tía Marthe hubiera cerrado suavemente la puerta de su habitación, Teo sacó el teléfono móvil de debajo de la almohada. En vano. Sus padres estaban por ahí: debían de haberse ido al cine. Y era demasiado tarde para llamar a Fatou, que se acostaba siempre como las gallinas. Mala suerte. Y, para acabar de arreglarlo, amaneció lloviendo. Teo puso sus lentejas en el balcón por si acaso. Nostálgico, pensó en el gran sol de Egipto, y se puso a soñar con su mellizo. ¿Cuándo volvería? A saber. Seguro que, sin sol, el hermano gemelo no querría venir.

Un Estado distinto de los demás

El desayuno fue mal. A Teo le habría gustado remolonear en la cama, pero ¡naranjas de la China! Sacudido por una tía Marthe en plena forma, se vistió sin entusiasmo. El cardenal esperaba en el vestíbulo del hotel, había que darse prisa. ¡Venga!

–¿Has dormido bien, bambino?

–¿Y tú, viejo? –respondió Teo inmediatamente.

–Bastante bien –dijo el cardenal–. ¿No estás cansado?

–Regular –dijo–. ¿Qué hacemos hoy?

–Nos vamos de Italia –contestó el prelado majestuosamente.

–Entonces, ¿tomamos el avión?

–En absoluto. Vamos al Vaticano. Es que es un Estado, bambino, de cuarenta y cuatro hectáreas, pero con su gobierno, su bandera, su moneda, sus sellos, su radio, su periódico...

L’osservatore romano –interrumpió la tía Marthe–. El órgano oficial del papado. Pero, como Estado, el Vaticano es un pañuelo.

–¡Ah! Naturalmente, no hay puesto fronterizo. Pero, en el Vaticano, uno se encuentra en otro mundo.

–¿Un mundo donde eres ministro? –preguntó Teo con curiosidad.

–Viceministro adjunto, ¡hala!, seamos modestos.

–Y ¿cuántos habitantes sois allí dentro?

–Entre siete y ochocientos –contestó el cardenal.

–Pues no es para tirar cohetes –concluyó Teo.

–Pero tenemos nuestras leyes y nuestras costumbres. Y también tenemos nuestras elecciones, cuando el papa fallece.

–Entonces, si tenéis elecciones, ¡es que sois una democracia! –afirmó Teo, muy seguro de sí.

–No exactamente –intervino la tía Marthe–. Cuéntele cómo son las elecciones del papa.

–Todos los cardenales del mundo se reúnen en un lugar cuidadosamente cerrado, y allí permanecen hasta que el nuevo papa sea elegido. Es lo que se llama un «cónclave». Puede durar mucho tiempo. ¡Incluso sucedió alguna vez en la historia que emparedaron a los cardenales para que fueran más rápido! Y es que esta elección es un asunto de gran importancia. Designar al representante de Cristo no es una decisión sin consecuencias para la tierra... En cada votación se enciende una pequeña fogata: si la votación no es concluyente, el humo que salga del edificio será negro, mientras que, si es resolutoria, el humo será blanco. Eso significa que el papa ha sido elegido.

–Antes, se comprueba un detalle –dijo la tía Marthe–. Lo palpan en el sitio adecuado para asegurarse de que es un hombre de verdad.

–¡Vaya idea! –dijo Teo–. ¿Qué pasa, que no se ve?

–Pues... –masculló el cardenal–. La leyenda cuenta que una vez, por error, se eligió a una mujer, la papisa Juana. Pero apuesto a que tu querida tía va a indignarse: ¿por qué no una papisa, al fin y al cabo?

–Eso, al fin y al cabo, ¿por qué? –dijo Teo–. Y ¿por qué los curas siempre son hombres? ¿Por qué no se casan?

–¡Ya estamos! –dijo el cardenal, lanzando un suspiro–. En los inicios de la Iglesia, los sacerdotes vivían a menudo con mujeres. Pero la cosa no funcionaba bien: desatendían su cargo, tenían la cabeza en otra parte y, al final, se prohibió. ¿Qué quieres que te diga? El sacerdote debe estar disponible para todos y, si escoge a una mujer, por fuerza hay preferencia... Por eso los curas no pueden casarse.

–Y ¿qué lugar ocupan las mujeres en el catolicismo, mi pobre amigo? –intervino la tía Marthe.

–¡Cómo, Marthe! No lo dirá en serio... ¡Examine detenidamente el papel de las mujeres en la Biblia! Sin la vieja Sara, Abraham no habría sido el primer patriarca; sin la admirable Raquel, Jacob no habría sido el segundo. ¡Jesús no habría tenido cuerpo sin María! Y no olvido a las grandes heroínas: Judit, que salvó a su pueblo seduciendo al jefe enemigo para decapitarlo mejor; Ester, que se casó con un rey pagano y supo convencerlo de que fuera tolerante con los judíos; y las pequeñas, las oscuras... Mire: Rut la moabita y su suegra Noemí; una pobre muchacha no judía, una pagana a quien la anciana madre de su difunto marido pide que tenga un hijo para garantizar la descendencia, pues sus hijos han muerto. Ambas mujeres están exiliadas, arruinadas y hambrientas... Rut no sabe qué hacer. Entonces, se da cuenta de que un pariente lejano de su difunto suegro, el rico Booz, podría ser un padre honorable para cumplir el propósito de Noemí, que lo aprueba.

–¡Ah, claro! –dijo Teo–. ¡Hacía falta un marido!

–Es una de las historias más conmovedoras de la Biblia. Rut propone sus servicios para ayudar a cosechar en los campos de Booz; éste se fija en la hermosa y trabajadora joven. Él le ofrece el pan de la comida. Ya casi está... Pero hay un obstáculo en el camino: la ley de los judíos, que les prohibía tomar a una pagana como esposa.

–¡Ay! –dijo Teo–. ¡La cosa se pone fea!

–La anciana Noemí le sugiere la solución: deslizarse a los pies de Booz mientras éste duerme y entregarse a él... Rut obedece; espera a que caiga la noche y se desliza junto a su amo, que se despierta, sorprendido: «¿Quién eres?», le dice, porque no la ve en la oscuridad. «Soy Rut, tu sierva», contesta ella. «Extiende tu ala sobre tu sierva.» Y el judío Booz tomó a Rut como esposa pese a las leyes religiosas, porque oyó la plegaria de la humildad.

–O sea que se acostó con ella en la oscuridad –concluyó Teo.

–¿Acaso no es sublime? A la mañana siguiente, le dijo: «Ahora, mujer, nada temas. Todo lo que digas, lo haré por ti, porque eres virtuosa». ¡Virtuosa, la pagana que seduce a su amo mientras duerme! ¡Y la Biblia celebra la virtud de la que se convertiría en bisabuela del rey David! Lo encuentro... No tengo palabras, Teo... ¡magnífico!, ¡exaltante!

–Vaya entusiasmo –dijo con frialdad la tía Marthe–. En resumidas cuentas, las mujeres sólo valen para tener hijos.

–¡Pero es que los hombres no los llevan en su seno! –dijo acaloradamente el cardenal–. ¿Cómo puede rebajar así la maternidad? ¡La maternidad da la vida! ¡Es divina!

–Vale –dijo Teo–. Pero, en ese caso, no hay razón para que se prohíba el sacerdocio a las mujeres, ¿no?

El cardenal se calló. Sin duda, la tía Marthe se encargaría de dar la respuesta. Fulminaría la misoginia de la Iglesia, recordaría el movimiento a favor del sacerdocio femenino, la injusticia hecha a la primera mujer, Eva, la devoradora de manzanas, la responsable de todos los pecados del mundo...

La tía Marthe cumplió su cometido con exactitud. Durante un cuarto de hora largo, lanzó sus relámpagos. El cardenal aguantó el chaparrón, cabizbajo, y Teo se lo pasó de lo lindo.

La Iglesia más grande del mundo

El coche se detuvo delante de la columnata de Bernini. Reluciente bajo la lluvia, la plaza estaba casi desierta; tan sólo algunos paraguas protegían a unas monjas que avanzaban, fervorosas, a pasitos cortos.

–Me gusta este sitio cuando está vacío –observó la tía Marthe–. Se ve la amplitud de las columnas, llama la atención la armonía. Teo, tienes ante ti el corazón de la Iglesia católica, la Iglesia más grande del mundo, edificada sobre la tumba de san Pedro.

–Y, al papa, ¿lo veremos por la ventana?

–No –dijo el cardenal–. ¡No aparece todos los días! Pero supongo que lo habrás visto por televisión, el día de Pascua, para la bendición urbi et orbi.

–¿Urbiqué? –preguntó Teo.

–Es latín: urbs, «la ciudad», orbs, «el universo». La bendición del papa se extiende urbi et orbi, a la ciudad y al universo. Y de la palabra «universo» viene «universal»: ese día, el papa, jefe visible de toda la Iglesia, da la bendición en todas las lenguas de los cristianos. Como antiguamente los apóstoles el día de Pentecostés.

–O sea que había cristianos en el Antiguo Egipto –afirmó Teo.

–¡Claro que no! –dijo Dom Levi, espantado–. ¡El cristianismo nació tres mil años más tarde!

–Entonces, ¿por qué está ese obelisco en medio de la plaza?

–Lo ves todo, bambino... El obelisco era uno de los ornamentos del circo del emperador Nerón, donde fue crucificado san Pedro. Lo trasladaron aquí y le añadieron, en la cima, un trozo de la cruz de Cristo.

–Eso es reciclaje –dijo Teo–. En cualquier caso, es bonito. ¿Por qué no entramos?

No pudo reprimir un ¡oh! maravillado al penetrar en la inmensidad de la basílica. Rumorosa de turistas alegres y de prelados con sotana, la nave parecía hecha para contener mil mundos. Tan altos que producían vértigo, los techos tormentosos describían escenas indescifrables; y, cuando los ojos de Teo hubieron recorrido el conjunto, se detuvo en el baldaquino negro con columnas de espirales doradas, al fondo.

–No es una iglesia –murmuró, impresionado.

–Entonces, según tú, ¿qué es? –preguntó la tía Marthe.

–No lo sé –dijo–. Una iglesia es sencilla y blanca, con un altar, una cruz, y unos ramos de flores puestos delante. Además, una iglesia es un sitio tranquilo. ¡Pero esto...!

–En cierto modo, tienes razón –reconoció el cardenal–. Aquí, todo está hecho para expresar la fuerza y el esplendor de Dios. ¡Si vieras las ceremonias con toda su magnificencia! El papa está sentado en el trono, rodeado de los cardenales vestidos de gala, los coros entonan unos cánticos admirables, y se celebra el Dios soberano en la cúspide de su gloria. Es verdad, esta basílica no es una iglesia, es una obra maestra de la cristiandad. Miguel Ángel, el más importante de los artistas italianos del Renacimiento, trazó los planos de la basílica, pero tardó tanto en construirse que no llegó a verla. Las estatuas más bellas del mundo están aquí, los pintores y los escultores más grandes están representados, y lo que ves allí, el baldaquino pontificio, es una de las maravillas del Vaticano.

–A mí no me gusta –dijo Teo–. Es demasiado grande.

–¡Bueno! Entonces, te voy a enseñar otra cosa –dijo el cardenal, arrastrándolo con energía.

Y Teo descubrió, tras un grueso vidrio, un grupo escultórico de mármol muy blanco ante el que se agolpaban los turistas.

–Miguel Ángel esculpió estas estatuas que representan a María, la madre de Cristo, y su hijo, que acaba de morir –susurró el cardenal–. Mira el rostro de esta mujer tan bella, que sufre... ¿No es conmovedor?

–Parece que tienen la misma edad –murmuró Teo.

–Efectivamente, María era muy joven cuando recibió la visita del ángel que le anunció la Buena Noticia. Así que, a la muerte de Jesús, no era muy mayor.

–Él parece muy tranquilo, en su muerte. ¿Por qué los tienen enjaulados?

–Porque, no hace mucho, intentaron destruirlos. Hubo que proteger la obra de Miguel Ángel. Antiguamente, los bárbaros que invadían Roma rompían las estatuas cristianas. ¡Pues, ya ves! Nada ha cambiado. En cuanto a la antigua estatua de san Pedro, vas a ver.

La cabeza del santo contemplaba, altiva, el horizonte, pero uno de los pies de bronce negro parecía laminado por un implacable cepillo. Los fieles habían depositado tantos besos, a lo largo de los siglos, que el metal había ido cediendo. A Teo, ese milagro le pareció estupendo. El cardenal prosiguió la visita. La estatua de esto, el monumento de lo otro, la tumba de fulano, la de mengano...

–No mucho tiempo –advirtió la tía Marthe–, que se va a cansar.

–¡Bah! ¡Está muy animado! –dijo el cardenal, tirando a su bambino de la mano.

Preocupada, la tía Marthe vio que Teo respiraba muy mal.

–¡Pare, Ottavio! –gritó–. ¡El niño no puede más! ¡Mírelo, hombre, si se está tambaleando, se va a caer!

Presa de remordimientos, el prelado decidió llevar a Teo en brazos hasta los jardines, donde podrían descansar. A pesar de sus protestas, lo cogió por los hombros y, ¡hop!, lo llevó sujeto por la cintura. Teo forcejeó en vano.

–¡Para de moverte, bambino! –exclamó Dom Levi–. Estás débil, y soy bastante fuerte para llevarte. Aprende a ser humilde...

Pero, cuando Dom Levi quiso dejarlo en pie, Teo se desplomó en el suelo, desmayado. La tía Marthe se precipitó hacia él. El cardenal echó a correr en busca de ayuda, y Marthe, con el corazón palpitante, frotó las sienes a Teo con un bálsamo chino que siempre llevaba encima, una sustancia amarilla que olía a alcanfor.

–No te vayas, Teíllo –murmuró–, no es el momento... ¡Vuelve!

Pasaron largos segundos. Y Teo entreabrió los ojos, vio un rayo de sol y parpadeó.

–Anda, esta vez no me he muerto –dijo.

–Pero ¡Teo! –susurró la tía Marthe, asustada–. ¡Te está ocurriendo a menudo!

–Bastante –murmuró–. Ya estoy acostumbrado. Es mi enfermedad, ¿sabes? Un día, no me despertaré.

–Te prohíbo...

–No eres Dios –contestó él–. No puedes hacer nada.

–Te juro que sí –dijo ella–. Pero tenemos que irnos de aquí. ¿Dónde está Ottavio?

El cardenal volvía, acompañado de tres monjas que llevaban una bombona de oxígeno y una camilla sobre la que tendieron a Teo. En el puesto de socorro, un médico lo examinó, vio las manchas azuladas por todo el cuerpo, le tomó la tensión frunciendo el entrecejo, y se levantó con expresión preocupada.

–Bueno –murmuró Teo, con lágrimas en los ojos–. Basta ya. Me apetece un té con tostadas, por favor. ¡Y no pongáis esas caras de funeral!

–Eres muy bueno, bambino –dijo el cardenal, emocionado–. ¡Rápido, las tostadas y el té, presto!

Poco a poco, Teo recobró algo de color. Masticó despacio el pan con mantequilla y bebió el té a sorbitos, como una medicina. El cardenal se mantenía apartado, y la tía Marthe seguía enfurruñada.

–Se lo había advertido, Ottavio –masculló–. ¡Es usted como el pedernal!

–Pero, mi querida...

–¡Cállese y rece! –rugió.

El cardenal obedeció y se sumió en una meditación dolorosa.

Mensajes para Teo

Marthe quería volver al hotel, pero Teo se negó. Sí, se encontraba bien; sí, podía andar; no, no tenía sueño; no, no iba a desmayarse otra vez. Pero estaba empeñado en saber quiénes eran «ellos».

–Mira, Teo, no han llegado todavía –dijo la tía Marthe, apurada–. No tardarán... ¡Ten paciencia! ¿Y si fuéramos a buscar el siguiente mensaje?

Harto de insistir, Teo aceptó. Con mil precauciones, el cardenal lo sostuvo por el brazo, caminando a paso lento. Irían hacia la fuente de los Papas y cogerían el coche. Sí, sí, no había tu tía. Aunque sólo fuera para recorrer doscientos metros.

El mensaje estaba disimulado entre dos grandes tiaras de piedra gris, justo encima de las bocas gemelas que escupían agua clara. El papel estaba un poco mojado, de modo que se habían borrado dos palabras. Sentado sobre mi... sagrado, soy el eterno danzarín. Ven a la orilla de mi río, ven a la ciudad más antigua del mundo. Allí me adoran, y yo... ¡Ven!

¿Sentado sobre su culo? –preguntó Teo.

–¿Un trasero sagrado? ¡Qué cosas dices, Teo! –dijo la tía Marthe.

–Entonces, ¿un trono? ¿Un árbol? ¿Un tambor?

Nada de eso. La tía Marthe reconoció que el enigma se había oscurecido y sugirió que recurrieran a la pitonisa de turno nada más volver al hotel. Solícito, el cardenal hizo subir a Teo al coche.

–¿Para qué sirve todo este montaje? –preguntó Teo tras un largo silencio.

–Me imagino que, con «montaje», te refieres a la Ciudad del Vaticano. A decir verdad, a veces también me lo pregunto a mí mismo. Ya sé que aquí se celebra la gloria divina en todo su esplendor, pero ¿qué sabe de esto una mente joven?

–Que es muy rico –dijo Teo.

–¡Ya estamos! –suspiró Dom Levi–. ¿Conoces el mensaje de Cristo? Apuesto a que no.

–¡Sí! –afirmó Teo–. Era hijo de Dios y murió para salvar al mundo y redimir a todo quisqui de sus pecados. Su madre era virgen, y su padre José lo adoptó. En general, la cosa tiene su gracia.

–Si no estás muy cansado, te propongo pasear en coche por la ciudad. Eso también tiene su gracia.

El coche bordeó el Tíber hasta el castillo de Sant’Angelo en recuerdo del arcángel san Miguel, que abatió el dragón para la eternidad. El cardenal no dio una sola explicación. Luego, el chófer llegó hasta las afueras. Dom Levi seguía sin decir nada. De cuando en cuando, la tía Marthe señalaba a Teo los monumentos y las iglesias. Bruscamente, se encontraron ante los pinos y los cipreses, el lugar donde empezaban las catacumbas. El coche se detuvo.

–¡No irá a hacernos bajar otra vez! –exclamó la tía Marthe.

El cardenal se arrellanó en su asiento gris y salió por fin de su mutismo.

–Perdónenme por traerlos aquí una vez más –se disculpó–. Pero es que no conozco otro lugar mejor para hablar a Teo del mensaje de Nuestro Señor. En esta vía antigua se encuentra en cierto modo la inspiración de los primeros tiempos: uno se imagina los rebaños, los pastores, casi se siente uno en el campo. Jesús era un hombre del campo y del valle, un hombre que conocía la arena del desierto y el retorno de las flores en primavera. La Jerusalén de hoy en día no es donde se puede encontrar su huella...

–¡Desde luego! –dijo Teo.

–...sino en cualquier parte y en ninguna en particular, lo importante es sentir la paz.

–¡No sólo traía paz! –exclamó la tía Marthe–. ¡Exigía mucho! ¡Expulsó a los mercaderes que vendían en la plaza del Templo sus baratijas sagradas!

–A latigazos –confirmó Dom Levi–. Pero es que rechazaba la pompa y la gloria. Quería la igualdad entre los hombres: en tiempos en que reinaban la esclavitud, la injusticia y la desigualdad, ¡era una revolución! Y, para expresar con fuerza esa igualdad fundamental, el hijo de Dios inventó el bautismo. ¿Estás bautizado, Teo?

–No –contestó éste–. Mis padres me han dicho que podré escoger cuando sea mayor.

–¡Ah! –murmuró el cardenal–. Claro. Pero ¿ves? Jesús no inventó el bautismo bautizando, sino pidiéndolo a Juan Bautista. Primero, el agua purifica del pecado; pero, sobre todo, el agua del bautismo hace que todos entren en la comunidad... Por eso Jesús, aun siendo Dios, pidió que lo bautizaran también.

–¿Para demostrar que era igual que los demás? –preguntó Teo.

–Más o menos. Luego, para reforzar su mensaje, Jesús salvó a los parias, a los malditos. No apartó a nadie: ni a la prostituta arrepentida, ni al samaritano despreciado, ni a la mujer adúltera, ni a los pobres, ni a los lisiados. Simplemente, los curó o los consoló, con dos palabras y una mirada.

–Y resucitó a un muerto –añadió Teo–. No recuerdo cómo se llama.

–Lázaro. Cuando Jesús llamó a ese hombre, su cadáver salió de su tumba a pesar de que llevaba ya tres días enterrado. Jesús quería vencer a la muerte, y lo consiguió, lo que demuestra que era hijo de Dios. La igualdad, la resurrección y la vida: ése es su mensaje. ¿Conoces las bienaventuranzas, Teo?

–Pues... –dijo Teo, vacilante–. ¿Es cuando se está contento?

–Precisamente. Jesús acababa de escoger a sus doce primeros discípulos y bajaba de la montaña donde había rezado a su Padre. Siempre se reza mejor en la montaña, lo verás en el mundo entero, Teo: los verdaderos inspirados suelen estar en las cimas.

–¡Ah, sí! ¡Moisés, en el monte Sinaí! –exclamó Teo.

–Moisés, o el dios Shiva en la India, o muchos otros... Y, al pie de la montaña, la multitud lo estaba esperando. Jesús les habló de la felicidad. Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que tienen hambre, los que lloran, los odiados, los marginados, los insultados a causa del Hijo del hombre, porque el reino de Dios os pertenece, les dijo.

–Espera –dijo Teo–. ¿El Hijo del hombre? Pero yo creía que era el hijo de Dios...

–No sólo. Al ser hijo de mujer, también era un hombre. Como Hijo del hombre, conocía los dolores de la vida. La felicidad sería, pues, para los más desgraciados de todos, ésa era la esencia de su mensaje.

–Me gusta –reconoció Teo–. Pero ¿y las guerras?

–A eso iba. Luego, Jesús habló de la inteligencia o, por lo menos, del modo en que los hombres la conciben. Bienaventurados los pobres de espíritu. Bienaventurados los niños. Quien se vuelva pequeño como un niño será el más grande en el reino de los cielos.

–¡Oye! ¿Insinúas que los niños son idiotas? –preguntó Teo.

–¡Nunca he dicho eso! –protestó el cardenal–. ¡Ah, es por lo de los pobres de espíritu! Pero, Teo, Jesús quería hablar de la simplicidad misma. Un niño va derecho al grano. Plantea preguntas simples, no tiene malicia...

–¿Tú crees? –dijo Teo.

–Tú, por ejemplo, Teo, eres muy listo para tu edad, pero tu mente es directa. No vacilas, preguntas...

–Entonces, ¿no te molesto? –dijo Teo con cierto aire de decepción.

–¡Pues no! –exclamó el prelado–. A pesar de todos tus esfuerzos, no me molestas. Tienes un corazón puro, como el de los niños. Como los lirios de los campos o los pájaros del cielo. En la Edad Media, en Italia, san Francisco extendió, en su convento de Asís, su amor por Jesús a los animales. Hablaba a los herrerillos, a los mirlos, a las currucas, les predicaba el Evangelio igual que a los pobres, igual que a los niños... Eres un pájaro de cuenta, Teo, pero un alma simple.

–¿Ah, sí? –dijo Teo, incómodo–. Y ¿qué más dijo Jesús?

–Habló de la desgracia. Desventurados los ricos, dijo, desventurados los que tienen la barriga llena, aquellos a quienes honran demasiado.

–¡Es el mundo del revés! –dijo Teo.

–¡Revolucionario! Los poderosos de la época lo entendieron muy bien: fueron los notables quienes condenaron a Jesús. Los molestaba: criticaba a los sacerdotes, a los mercaderes, al clero, a las instituciones...

–Jesús era como el Che Guevara –dijo Teo–. O como el subcomandante Marcos.

El cardenal no encontró contestación alguna. En un rincón, la tía Marthe ahogó discretamente una risita.

Amar a sus enemigos

–¿He metido la pata? –murmuró Teo.

–¿Qué le parece, Ottavio? –preguntó la tía Marthe, irónica.

–No, bambino, no has metido la pata –prosiguió el cardenal–. Algunos de los rebeldes que defienden a los pobres con las armas coinciden con el sentido revolucionario de Jesús, y algunos sacerdotes los han apoyado por compasión por los desheredados. En América Latina, inventaron un concepto del catolicismo que se llama «teología de la Liberación»...

–¿Qué quiere decir «teología»?

–«Discurso sobre Dios.» Desde el nacimiento del judaísmo, los hombres no han dejado de discutir sobre Dios. El papa está para poner un poco de orden en los debates. Con los sacerdotes guerreros, se ha mostrado severo: paz ante todo. Y, ahora, hablemos de guerras. Jesús añadió que había que amar a los enemigos y que, si te golpeaban en una mejilla, había que ofrecer la otra. Y eso, pequeño, en esa época, era lo contrario de la religión judía. Los judíos practicaban lo que se llama «la ley del talión»: ojo por ojo, diente por diente.

–¡No es exacto! –intervino la tía Marthe–. La verdadera interpretación de la ley del talión es sobre todo: no hagas a los demás lo que no quieres que los demás te hagan. No golpees si no quieres que te golpeen. ¡Tiene usted una visión muy reductora de esta ley!

–Bueno, pero si la guerra responde a la guerra, ¿cómo acabará la guerra? Jesús no ignora la existencia de las guerras. Las llama los «dolores del parto». Naciones contra naciones, reinos contra reinos, traiciones, falsos profetas, terremotos, hambrunas... Jesús predijo todo eso. Pero, cuando el reino celeste impere en el mundo, entonces cesarán las guerras, dijo. El mensaje de Jesús es de paz universal. De hecho, en el Vaticano, tenemos nuestros propios diplomáticos; a menudo, negociamos paces, y no es fácil. Aparte de la Guardia Suiza, vestigio del antiguo ejército pontificio, no tenemos soldados. Recuerde lo que dijo Stalin después de haber ganado la Segunda Guerra Mundial: «¿El papa? ¿Cuántos batallones?». La respuesta es sencilla: ninguno. Pero tenemos la fuerza del espíritu.

–¿Amando a los enemigos? –murmuró Teo, escéptico–. Y ¿funciona?

–Jesús dijo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian.

–Me recuerda una frase de Roberto Rossellini, el director de cine –dijo la tía Marthe–: «Si tienes un enemigo, mátalo de amor». Es una solución bastante bonita.

–Es un punto de vista –concedió con prudencia el cardenal–. Es verdad que amar a los que nos aman, dijo Jesús, no es muy complicado. En cambio, ¡amar a los enemigos!

–Yo no sabría –dijo Teo–. Además, ¿para qué?

–Para imitar a Dios Padre, que perdona. Para traer la paz. Es mejor, ¿no te parece?

–No –espetó Teo–. Si un tipo te hace daño, no puede quedarse tan ancho.

–Si un tipo te hace daño, déjalo, que haga lo que quiera. Ésa era la gran idea de los mártires, y todavía los hay. Se ven monjas torturadas en Argentina, en Argelia; o monjes caritativos con todo el mundo, asesinados. Quizá recuerdes los siete cirios que ardían en la catedral de París: siete llamas por la vida de los siete religiosos raptados en Argelia. Un día, llegó la noticia de que acababan de ser degollados. Entonces, el cardenal Lustiger apagó las velas una a una y recordó solemnemente que había que amar a los enemigos.

–No es justo –dijo Teo.

–La justicia, sólo Dios la conoce de verdad. Jesús habla de caridad. Compartir, dar a los demás, no guardar nada para sí. Por eso su mensaje se hizo inmediatamente tan popular: estaba dirigido a los pobres.

–¡Oye, me estás tomando el pelo! –exclamó Teo–. ¿Con todos los tesoros que me acabas de enseñar? ¿Y tu coche, y tu ropa, eh?

–De acuerdo –dijo el cardenal–, pero hay que educar a los fieles, es el papel de la Iglesia. Hay que organizar los donativos a los pobres; ordenar exige orden, y el orden, una jerarquía.

–Un razonamiento endeble, Ottavio, muy endeble –dijo la tía Marthe.

–Pero hemos suprimido todo tipo de adornos inútiles, hemos quitado los penachos de avestruz de la silla del papa, hemos simplificado el ceremonial. Lavamos humildemente los pies a los pobres... ¡hasta el papa!

–¡Una vez al año! –dijo la tía Marthe, indignada.

–Pero ¡damos muchísimo! ¡Tenemos infinidad de obras de caridad!

–¿No iréis a empezar otra vez, eh? –intervino Teo–. Además, es verdad: conozco católicos que se ocupan de los sin techo.

–¡Ah! –exclamó el cardenal, triunfante.

La tía Marthe prosiguió con las innumerables crisis de la Iglesia católica que, una vez tras otra, provocaba que el pueblo se rebelara por haber olvidado el mensaje de los Evangelios. La Iglesia era demasiado rica, explotaba a los pobres en lugar de socorrerlos, hacía ostentación de sus oros y sus monasterios, se hacía odiar y, a veces, derrocar.

El cardenal replicó que los papas sabían volver a la verdad del mensaje, y que Juan XXIII, por ejemplo, había reformado profundamente la Iglesia católica en pleno siglo XX, no hacía tanto tiempo. Que, por otra parte, los fieles hacían bien en sacudir el viejo árbol y en cortarle las ramas muertas, que podar un árbol hace que dé más frutos. Y que ése era el sentido de la muerte y la resurrección de Cristo, que, al igual que el cordero del sacrificio, había aceptado dejarse matar.

–¿Cordero o pastor? –preguntó Teo–. ¡No es lo mismo!

–Sí que lo es –contestó el cardenal–. Es pastor y cordero a la vez. Pastor de Dios, porque recupera las ovejas descarriadas, y cordero de Dios, sacrificado en lugar de todos los demás.

–Entonces, si Jesús es pastor, ¿tú formas parte de los perros del rebaño? –preguntó Teo.

–Bueno, pues un perro –dijo el prelado–. Un buen chucho bien rollizo, como ves. Soy ladrador, pero no mordedor.

Iba a caer la noche. El chófer puso el coche en marcha, y volvieron a la ciudad. Al pasar junto a un descampado donde jugaban unos niños a la luz de las farolas, Dom Levi observó que allí estaban los nuevos desheredados de este mundo, ni en el campo, ni en la ciudad, sino entre ambos.

Teo se quedó dormido en el camino. Al llevarlo hasta su habitación, el cardenal encontró que tenía las mejillas sonrosadas y aspecto descansado. Sentados a cada lado de la cama, la tía Marthe y Dom Levi velaron su sueño.

–¿De verdad lo encuentra mejor? –preguntó ella–. ¡Tengo tanto miedo!

–¡Si por lo menos supiera usted rezar! –contestó el cardenal en voz baja.

–Si ya rezo, Ottavio, a mi manera... –murmuró ella.

«Ellos» ya están aquí...

El ruido del pomo de la puerta despertó a Teo, que parpadeó. Un rayo de sol pasaba a través de la cortina, era de día. Una silla crujió: había alguien en la habitación. ¿El desayuno, tan pronto? ¡Cómo había dormido!

¿Alguien? ¡Parecía mamá! No, imposible: estaba en París. Habría soñado...

–¿Qué tal, cariño? –dijo la voz de papá.

Incorporándose, Teo se despertó de golpe. ¡No era un sueño! ¡Estaban allí!

–¡Hurra! –exclamó, abrazándolos–. O sea que «ellos» erais vosotros...