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EL AÑO QUE VIENE, EN JERUSALÉN

¡Qué dura fue la despedida! En el aeropuerto, a Melina le costó contener las lágrimas; Jérôme, que la vigilaba, la sujetaba por el brazo para ayudarla a enfrentarse a la prueba. ¡Había que evitar que Teo se desmoronara! Hay que reconocer que eran valientes, el hijo y la madre, parapetados en el mismo silencio, con el puño en la boca para no prorrumpir en llanto... Afortunadamente, Fatou salvó la situación.

–¿Me traerás los neceseres que dan en los aviones? –pidió a Teo, sacudiendo sus trenzas–. ¿Sabes, esas cosas que llevan zapatillas y cepillos de dientes desmontables? ¡Los quiero todos!

–Msssí –murmuró Teo entre hipidos–. ¿Y qué más?

–Los jabones en miniatura, los champús de los hoteles, las muestras de perfume, ¡ah!, y los menús, por favor...

–Vale. Llamaré a menudo...

–¡Te costará cinco puntos cada vez! Ahora soy la pitonisa... Ven a darme un beso.

En el avión, después de los platillos de la bandeja de la comida, la tía Marthe se entregó a la lectura de los periódicos. Teo probó todos los botones de los brazos del asiento, encendió y apagó la luz de arriba, hizo que viniera la azafata por error, colocó el asiento en posición horizontal y se puso a dormitar. De vez en cuando, su cabeza se deslizaba sobre el hombro de la tía Marthe, y se despertaba de golpe. «Duerme, Teo», murmuraba ella.

Pero la angustia lo atenazaba tanto que Teo casi no podía ya ni respirar. Pensó en Jerusalén, que salía a menudo por la tele, con una cúpula de oro a la espalda del «enviado especial en directo». Y, a lo lejos, unos campanarios muy blancos, unos tejados rosados tan apacibles que a uno le costaba imaginar la violencia latente, los disparos, las bombas. Sin embargo, el enviado especial hablaba siempre de atentados y de procesos de paz.

–Tía Marthe, ¿qué es esa cúpula de oro que hay en Jerusalén? –preguntó.

–La Cúpula de la Roca. Uno de los mayores santuarios musulmanes.

–Pero ¡los judíos también tienen su sinagoga en Jerusalén! Entonces ¿es más pequeña que la mezquita?

–Para empezar, la Cúpula de la Roca no es una mezquita –gruñó ella–. Y, luego, los judíos habían construido su Templo en Jerusalén. Pero fue destruido hace tiempo. ¡Oye, no empieces con tus preguntas, que me vas a liar!

–Por lo menos, dime por qué empezamos por Jerusalén.

–De todas las ciudades del mundo –murmuró la tía Marthe con gravedad–, Jerusalén es la más santa, la más magnífica, la más emocionante y la más desgarrada. ¡Imagínate! Sobre el monte de Jerusalén, en el siglo VIII antes de nuestra era, el rey Salomón construyó el Templo del dios único, varias veces destruido, varias veces reconstruido antes de ser arrasado por los romanos... Allí, en Jerusalén, Jesús entró para proclamar la Buena Noticia de la salvación y fue recibido por el pueblo con palmas, como si fuese un libertador o el Mesías. Allí, en la Ciudad Santa de los judíos, fue arrestado, juzgado, crucificado en una colina, y en Jerusalén resucitó... ¡Para colmo, desde una roca alta de Jerusalén, el profeta Mahoma se elevó, de un salto de su yegua alada, hasta el cielo! ¿Te parece suficiente, quisquillita?

–Ni siquiera sé quién es el rey Salomón –dijo–. ¡Ni que Mahoma cabalgaba una yegua alada! ¡No tengo ni idea, es un horror!

–¡Sabes quién es Jesús, por lo menos!

–¡Hombre! Nació en un establo, entre el burro y el buey, su madre era la virgen María, y su padre, José el carpintero, lo que pasa es que su verdadero padre era Dios. El resto es fácil: se murió, resucitó y se piró al cielo.

–¡Se piró! –exclamó la tía Marthe, indignada–. Jesús subió al cielo, haz el favor. De hecho, ese día se llama la Ascensión.

–O sea que son dos los que salieron volando –observó Teo–. Jesús y Mahoma. ¿Y entre los judíos?

–El profeta Elías, estando vivo, fue llevado al cielo en un carro de fuego y no volvió más. Según los judíos no se puede ver a Dios cara a cara y seguir vivo.

–¿Ah no? Pero, entonces, ¿qué hacen?

–Lo escuchan. En Jerusalén, Dios se expresa en varias lenguas: en el hebreo de los judíos, en el árabe del Corán; en el latín, el armenio y el griego de los cristianos... A veces, cuesta oírlo porque los hombres son un poco duros de oído y hablan demasiado. A menudo, a causa de la diferencia de sus lenguas, no se entienden y se matan unos a otros. ¿Conoces la historia de la Torre de Babel?

–Regular –dijo–. Los hombres se empeñaron en construir una torre que llegara hasta el cielo, tan alta que Dios se enfadó. ¿Por qué le molestaba? ¡A saber!... El caso es que se las arregló para prohibir las obras.

–Sencillamente, inventó las lenguas del mundo. Hasta entonces, los hombres hablaban la misma lengua, era muy fácil, se entendían todos. Pero ¡quisieron rivalizar con Dios! Y Dios los castigó. De golpe y porrazo, las lenguas: ¡toma ya! Cuando reanudaron la construcción gigantesca, ya no se entendían, y todo quedó interrumpido.

–Entonces, ¿Jerusalén es la Torre de Babel? –dijo Teo.

–Pero también el centro del mundo, el lugar de la creación de Adán, el padre de todos nosotros, el lugar en que todos los vientos, antes de soplar sobre la tierra, vienen a inclinarse ante la Presencia Divina... Me has oído decir muchas veces que no creía en Dios, ¿verdad? Pues, en las alturas de Jerusalén, todo es distinto. Esas tres religiones que expresan, cada una a su manera, su amor por Dios, ese aire de grandeza que corre sobre las piedras antiguas, esas bocas que rezan juntas y separadas...

–Esas manos que ponen bombas y disparan metralletas... –añadió Teo–. Si Dios existe, ¿qué puñetas hace? ¿No podría pararlos, eh?

–Al parecer, el mundo no está preparado. Dicen que, si estuviéramos maduros para la paz, Dios nos la daría inmediatamente.

–¿Y eso cómo se come? Si no sabe ni hacer la paz, ¿cómo se demuestra que Dios existe?

–¡Deja ya de hacer esta pregunta! Te lo advierto: no tiene respuesta...

–¿Que la existencia de Dios es una pregunta sin respuesta? –dijo Teo, riéndose–. ¿Lo dices en serio? Y ¿cómo logran, entonces, creer en Dios tantos millones de personas en el mundo? ¡Alguna razón habrá!

La tía Marthe lanzó un profundo suspiro y se calló. El avión sobrevolaba el Mediterráneo. Por la ventanilla, Teo vislumbraba islas cuyo nombre ignoraba. El cielo era de un azul tenue, tan próximo, tan apacible, que Teo sintió ganas de hundirse en él.

–Si Dios existe –susurró–, no veo por qué tendría que morirme. O lo mismo es que no es muy competente, ¿no, tía Marthe?

Judíos, cristianos y musulmanes

El avión iba a aterrizar en el aeropuerto de Lod, no muy lejos de Tel Aviv. La tía Marthe había avisado: los controles de seguridad eran de un rigor absoluto. Registro total del equipaje.

Pero, pasado el control de la policía, la tía Marthe divisó a un joven trajeado.

–¡Uhuuu! –gritó, agitando la mano.

–Querida Marthe –murmuró el joven inclinándose.

–Querido amigo, ¡qué amable ha sido viniendo a buscarnos! –dijo la tía Marthe, zalamera–. Éste es mi sobrino. Teo, el cónsul general de Francia en Jerusalén.

–’Nos días –farfulló Teo, que se preguntaba cómo podía un cónsul ser también general.

El coche oficial esperaba con el chófer. La tía Marthe se dejó caer en el asiento trasero; Teo se instaló delante. El chófer arrancó, rumbo a Jerusalén.

–Sigue siendo blindado el coche, ¿verdad? –preguntó la tía Marthe como si tal cosa.

¡Un coche blindado, como en las películas! Teo no daba crédito a sus oídos.

–Ojalá algún día no haga falta –dijo el cónsul–. Pero, ¿sabe?, desde los últimos atentados, tomamos nuestras precauciones. Los palestinos viven en permanente tensión, y los tradicionalistas distan mucho de estar tranquilos...

–¿Quiénes son los tradicionalistas? –soltó Teo lo más educadamente que pudo.

–¡Teo, no se interrumpe a los mayores! –exclamó la tía Marthe–. Pero, ya que conoce usted el motivo de nuestro viaje, quizá pueda contestarle, amigo mío...

–Lo intentaré –dijo el cónsul–. Aquí, jovencito, estamos en el Estado de Israel. En su gran mayoría, los ciudadanos son judíos, y el judaísmo es la religión del país.

–Como los católicos en el nuestro –interrumpió Teo.

–Todavía más –respondió el cónsul–. En Francia, la Constitución de la República respeta todas las religiones por igual, y la religión católica es tan sólo la más practicada. Aquí, en Israel, no hay Constitución. El judaísmo es la religión del Estado, aunque las demás religiones están perfectamente autorizadas.

–No lo entiendo –interrumpió Teo–. En nuestro país, la religión no tiene nada que ver con el gobierno. En Israel ¿no es así?

–No exactamente –dijo el cónsul–. Las leyes del judaísmo se aplican muy estrictamente. Le voy a dar un ejemplo: en Francia, no se trabaja en domingo porque es el día de la Resurrección de Cristo para los católicos, pero también para que todos tengan por lo menos un día de descanso.

–¡El fin de semana es sagrado! –repuso Teo.

–Pero en Israel, se detiene cualquier actividad el viernes a partir del anochecer, hasta el sábado a la misma hora. Es el día del Shabbat, que se toma muy en serio... Los tradicionalistas, es decir los judíos muy practicantes, quieren aplicar los principios religiosos según los cuales, durante el período del Shabbat, el judío se dedica a la oración sin que le esté permitido encender el fuego ni la luz, cocinar o tomar el ascensor. Eso está muy vigilado. Pero también hay que decir que muchos israelíes son sencillamente laicos.

–¿O sea ateos? –dijo Teo.

–Su sobrino sabe mucho, querida Marthe –prosiguió el cónsul–. Pero hay una gran diferencia entre ateísmo y laicismo, jovencito. «Ateo» quiere decir que no se cree en Dios, mientras que «laico» significa que se respetan las leyes civiles del propio país y que no se pone la religión en todo lo que se hace. Se puede ser católico y laico, judío y laico, protestante y laico...

–¿También musulmán y laico? –preguntó Teo.

–Teo tiene una novia senegalesa –explicó la tía Marthe–. Pero vuelva a los tradicionalistas.

–El judaísmo es la religión del estado de Israel, pero no todos los ciudadanos la practican de la misma manera. Algunos se limitan a creer en el Dios de los judíos y a obedecer sus mandamientos, otros son muy piadosos y otros son ateos. Además están los tradicionalistas. Su idea es muy simple: mientras exista en la tierra un solo judío que no respete el reposo del Shabbat, el Mesías no podrá venir a liberar el mundo. Por eso los tradicionalistas exigen la estricta aplicación de las reglas. En general, se reconocen por la barba y el gorro redondo que llevan en la cabeza, una kipá de punto.

–¿Qué es? –dijo Teo.

–Según la costumbre, el hombre judío ha de llevar la cabeza cubierta ante Dios. Casi siempre llevan la kipá, aunque también, a veces, un sombrero negro o una gorra ribeteada de piel.

–Pero ¿en qué se diferencian los tradicionalistas de los demás?

–En que observan la religión en su forma más rigurosa. Pero, sobre todo, muchos sueñan con un Gran Israel –suspiró el cónsul–. No quieren a los palestinos en sus tierras. Un tradicionalista mató a Isaac Rabin, por ejemplo, porque era partidario de la paz con los palestinos.

–Que son todos musulmanes terroristas –dijo Teo–, eso sí que lo sé.

–¡Estás diciendo tonterías! –dijo la tía Marthe, airada–. Primero: los musulmanes terroristas no constituyen el conjunto de los palestinos. Segundo: esos musulmanes integristas se parecen como hermanos gemelos a los tradicionalistas del otro bando, no quieren la paz. Por último, Teo, si bien hay palestinos musulmanes, también los hay que son cristianos.

–Un momento –dijo Teo–, ¿palestinos cristianos? Espera... Aquí, al principio, estaban los judíos, ¿no?

–Depende de a qué principio te refieras –masculló la tía Marthe–. Al principio, estaban los cananeos, que veneraban, en el valle de Gehena, a unos dioses y diosas a los que ofrendaban sacrificios para que lloviera, para regar la tierra y obtener buenas cosechas. Algunos afirman incluso que sacrificaban a sus propios hijos...

–¿Qué? –interrumpió Teo–. ¿Niños vivos?

–Pero ¡ojo! No todo el mundo es de la misma opinión –dijo ella–. En cualquier caso, los cananeos adoradores de estatuas concertaron una alianza con el minúsculo pueblo de los hebreos que adoraban a un único dios cuyo nombre les estaba prohibido pronunciar. Sólo se decían sus iniciales: YHWH.

–¡Sí! –exclamó Teo–. He who does not have a name: «El que no tiene nombre». Sale en la película. Cuando un arbusto se pone a arder delante de Moisés. La vi: con Charlton Heston y Yul Brynner. Los Diez Mandamientos, Cecil B. de Mille, 1956.

–¡Qué pozo de ciencia! –dijo el cónsul–. Pero, entonces, Teo, lo sabe todo...

–No, porque en la película, aparte de que Dios se expresa a través del fuego, de que tiene voz de hombre y de que es el más poderoso de los dioses de Egipto, no se sabe muy bien lo que quiere.

–Los profetas han comparado muchas veces con un matrimonio la relación que tiene Dios con su pueblo. A Dios se le describe como un marido celoso que lucha por el amor exclusivo de su mujer elegida. ¿Sabes?, la relación entre los judíos y Dios es única. El amor de Dios pesa sobre los judíos. Dios se enfada a menudo con su pueblo.

–Pero Dios también les echa una mano, ¿no? –exclamó Teo–. Cuando Moisés decide sacarlos de Egipto... El bastón que se transforma en serpiente, la pestilencia verde que baja del cielo y se desliza por las calles, ¡es un alucine! Entonces, volvieron aquí, ¿no?

–Volvieron, se fueron, volvieron... –dijo el cónsul–. Fueron deportados a Babilonia por el rey Nabucodonosor; luego, expulsados por los romanos tras la destrucción del Templo...

–¿Lo vamos a ver? –preguntó Teo, expectante.

–No, puesto que fue destruido en aquel momento. Fue entonces, al ser arrasado su Templo, cuando el pueblo judío, expulsado de su tierra, inició un larguísimo exilio por todo el mundo. Primero, por el Imperio romano, en Grecia y en Egipto; más tarde, en el Magreb, en España, en Italia, en Rusia, en Polonia, en la India, en China... Luego, en América del Sur, en Estados Unidos, en África, siglo tras siglo, realmente por todas partes. Y, a través de los siglos, no dejaron de ser perseguidos, sobre todo entre 1933 y...

–Ya lo sé –interrumpió Teo–. Nos lo enseñaron en el instituto. La Shoah, durante la última guerra. Cómo pudo el mundo entero dejar que ocurriera eso, no lo entenderé nunca.

–Nadie lo entiende todavía, Teo –dijo la tía Marthe.

–Finalmente –prosiguió el cónsul–, dado que esta tierra había sido de ellos, la comunidad internacional decidió devolver a los judíos este país, que se convirtió en el Estado de Israel en 1948, a causa de los millones de judíos exterminados por los nazis.

–¡Muy bien hecho! –exclamó Teo.

–Lo que pasa es que las tierras estaban pobladas de palestinos, y muchos de ellos tuvieron que exiliarse a su vez... Hubo guerras, treguas, rebeliones, camiones suicidas, niños lanzando piedras, disturbios sangrientos y negociaciones... Actualmente, israelíes y palestinos han tomado la vía de la paz, pero, por ambas partes, no resulta fácil ponerla en práctica. Entre los palestinos, los extremistas no la quieren; y, entre los israelíes, los partidarios del Gran Israel, ya sean laicos o religiosos, se oponen a ella.

–Eso no explica el porqué –dijo Teo–. ¿No quieren compartir?

–No –dijo el cónsul–. Para los tradicionalistas, este país sólo pertenece a los judíos, como está escrito en la Biblia.

–Todavía no veo de dónde salen los palestinos cristianos –dijo Teo.

–Pues piensa –sugirió la tía Marthe.

A toda velocidad, Teo buscó en su memoria. Los cristianos creen en Cristo, y Cristo nació en...

–¡Ya lo tengo! –exclamó–. Cristo nació en Palestina y murió en Jerusalén. Palestina también es de los cristianos.

–También –dijo la tía Marthe–. Toda la cuestión radica en esta palabrita: «también».

–Sobre todo porque también pertenece a los musulmanes –prosiguió el cónsul, pensativo.

El coche se dirigía a Jerusalén bordeando las colinas. De vez en cuando, pasaba un gran jeep con gente armada. Hacía mucho sol sobre los pueblos rosados y las cimas peladas.

–Ciudad tres veces santa –murmuró el cónsul–. Yerushalayim, santa para los judíos. Jerusalén, santa para los cristianos. Al-Quds, santa para los musulmanes.

–Santa para los judíos, lo entiendo –dijo Teo–. Para los cristianos, vale. Pero ¿y para los musulmanes?

–Paciencia –dijo la tía Marthe.

–¿No será que hubo alguna que otra cruzada por aquí? –preguntó, vacilante.

–Efectivamente –asintió el cónsul–. Desde los tiempos en que los musulmanes dominaban Jerusalén, ambos bandos se han peleado mucho por la tumba de Cristo, así es. Cuando, bajo las órdenes de Godofredo de Bouillon, los quince mil cruzados asaltan Jerusalén con el fin de restaurar la cristiandad en los Lugares Santos, lloran de alegría pero matan a todo el mundo. Esto ocurrió el 15 de julio de 1099, una noche de horror para Jerusalén. Los cruzados cristianos exterminan a los musulmanes por decenas de miles, queman a los judíos encerrados en sus sinagogas y se lavan piadosamente las manos en la sangre de sus enemigos.

–¡Muy bonito! –intervino Teo–. ¡Caramba con los cristianos!

–¡Ah, pero luego se ponen albas bien limpias y se van descalzos tras las huellas de Jesús! Hay que decir que también hubo entonces caballeros cristianos y musulmanes que se respetaron y establecieron fuertes lazos de hermandad entre sí. El reino de los cristianos duró hasta que el gran jefe musulmán Saladino retomó Jerusalén en 1187. Pero, a diferencia de los cruzados, no tocó las iglesias y autorizó el regreso de los judíos... ¡Cuántas batallas alrededor de la tumba de Cristo!

–Es curioso –dijo Teo–. Porque, por lógica, tiene que estar vacía. Si no, es que Cristo no resucitó.

–Eso es exactamente lo que dicen los judíos y los musulmanes –prosiguió el cónsul–. Que no era un dios, sino un simple profeta como se habían visto otros anteriormente. Un profeta ya está muy bien a sus ojos. Pero en Jerusalén no está sólo la tumba de Cristo, ¿sabe? Está la Cúpula de la Roca, uno de los lugares más sagrados para los musulmanes... Y el Muro de las Lamentaciones, adonde van los judíos a llorar ante lo que queda de su Templo destruido.

–Lo he visto en la tele –dijo Teo–. Meten papelitos en el muro, con votos.

–«El año que viene, en Jerusalén» –anunció la tía Marthe con solemnidad–. Todos los judíos exiliados han dicho esta frase en el día de la Pascua.

–Entonces, ¿ellos también celebran la Pascua? –exclamó Teo–. Que no trabajen los sábados, lo he visto en el instituto. Pero ¡que celebren la Pascua!

–Los cristianos celebran la Pascua en la misma fecha que los judíos, porque Jesús, como judío que era, la celebró con sus discípulos y además fue crucificado y murió precisamente en esos días –dijo la tía Marthe.

Dos fiestas de Pascua y unos cuantos mesías

Los judíos celebran la Pascua en memoria de la terrible noche en que salieron de Egipto, donde habían vivido esclavizados por el faraón.

Los cristianos la celebran en recuerdo del día en que Jesús, muerto en la cruz tres días antes, resucitó.

La Pascua judía consiste en una comida de un determinado tipo: se come de pie un cordero macho asado a la brasa, con hierbas amargas y pan sin levadura.

–El pan ácimo –precisó Teo, todo orgulloso–. Papa trae de este pan a casa.

La celebración de la Pascua cristiana tenía su momento más importante en la noche del sábado, en que se bendecía el fuego, el agua y el aceite sagrado, y antiguamente se bautizaba a los nuevos cristianos. Y, así como los judíos comían carne de cordero, los cristianos tomaban el pan y el vino, que simbolizaban el cuerpo y la sangre de Cristo, y sustituían al animal.

–Y ¿por qué comían cordero con hierbas amargas los judíos? –preguntó Teo.

Hubo que explicarlo todo. El cónsul renunció, de modo que la tía Marthe se puso a ello.

La noche de Pascua había sido terrible en Egipto, no para los judíos, sino para los egipcios. Y es que, para poder abandonar el país donde los judíos sufrían un destino espantoso, Moisés había maldecido al faraón y su Egipto, y sobre éste habían caído todo tipo de desgracias de las que Teo se acordaba perfectamente, gracias a la película: nubes de langosta, inundaciones de sangre, una epidemia funesta y, por último, la peor. Ese día, con los primeros rayos del sol, todos los recién nacidos egipcios murieron, incluido el hijo del faraón. Por eso los judíos celebraban la comida de Pascua, en recuerdo de la víspera de su liberación. Estaban preparados para el viaje, de pie y con sandalias. No habían tenido tiempo de hacer que fermentara la masa del pan, por eso no llevaba levadura, y el resultado era un pan sin miga ni corteza, muy plano y quebradizo. En cuanto a las hierbas, tenían la amargura de la esclavitud que tocaba a su fin. Guiados por Moisés, los judíos se marcharon al alba. Luego, el faraón quiso darles alcance con su ejército.

–Ya me acuerdo –dijo Teo–: Moisés abrió el mar en dos, los judíos pasaron entre las olas y, cuando el ejército del faraón los siguió, el mar se cerró. Se lo tenían merecido.

Y Cristo murió en la cruz, en Jerusalén, porque los judíos lo consideraron un impostor peligroso para el judaísmo. Había quien tomaba a Jesús por el Mesías, el Salvador que Dios había anunciado a través de los profetas y que vendría a traer la salvación a la tierra. Algunos profetas habían predicho que un día vendría el Mesías, pero no ese joven pobre, no ese hijo de carpintero, ese don nadie que había decidido proclamarse hijo de Dios. Pretendía ser el Hijo de Dios, y eso era inadmisible para los judíos. Nadie era el Hijo de Dios. Dios no tenía rostro ni cuerpo, ni familia. En definitiva, las autoridades religiosas judías pidieron a los romanos que eliminaran al molesto Jesús, hijo de María y de José el carpintero.

Los romanos ocupaban Palestina en esa época. En teoría, no se metían en asuntos religiosos, salvo cuando los sacerdotes judíos les pedían que restablecieran el orden amenazado. Pues bien, el clero judío, encabezado por el sumo sacerdote Caifás, acusó a Jesús de sembrar el desorden en el país al permitir que lo nombraran «rey de los judíos», cosa totalmente falsa. Pero Caifás usó un argumento de peso: el único rey de los judíos en ejercicio era... el emperador Tiberio, el romano. Aparentemente, el gobernador romano no estaba convencido de la culpabilidad del acusado, un contestatario inofensivo. Sin embargo, por miedo a que peligrase su puesto, el romano condenó a Jesús a la crucifixión. Pero se lavó las manos solemnemente antes de pronunciar la condena, para no asumir la injusticia.

–Ese tipo, ¿es Poncio Pilatos? –dijo Teo–. Papá dice muchas veces: «Yo me lavo las manos, como Poncio Pilatos».

Así, por razones políticas, Jesús fue condenado a la crucifixión, y no se defendió. Fue flagelado en público; le pusieron en la cabeza, por escarnio, una corona de espinas bien puntiagudas, le hicieron llevar a cuestas el madero más largo de la cruz durante todo el camino recorrido que lo llevaba al lugar llamado «de la calavera», el Gólgota, donde moriría. Colgados por las manos, con los pies atados uno encima del otro, los condenados tenían garantizada una muerte atroz y lenta, y al final les rompían las tibias, el cuerpo dejaba de estar sostenido, los pulmones se asfixiaban por el peso, ya no podían respirar y se morían de asfixia. El «rey de los judíos» tuvo un tratamiento especial: le clavaron en la madera de la cruz las muñecas y los pies, que sangraron. También sangraba su cabeza, por las espinas de la corona. Flanqueado por dos ladrones condenados al mismo castigo, Jesús murió antes que ellos, lanzando un grito terrible, por eso no le rompieron las piernas. Sólo que no permaneció muerto mucho tiempo. Tres días después, su tumba estaba abierta; su sudario, desenrollado; y él aparecía, radiante, junto a unas pobres mujeres que lloraban, desconsoladas, delante de su tumba. Sin embargo, se podría haber entendido que era el Hijo de Dios, ya que en la hora exacta de su muerte, tras el grito espantoso, retumbó el trueno y tembló la tierra, y se rasgó el velo del Templo. Entonces, ¿el Cristo era el Mesías o no?

Sí, dijeron los cristianos; sí, puesto que resucitó de entre los muertos. No, dijeron los judíos desde ese día preciso; no, que el pueblo judío vio pasar a muchos otros mesías después de Jesús. A menudo, en las comunidades judías exiliadas, aparecía un inspirado que pretendía ser el Mesías, como otrora Jesús. En ocasiones, como, por ejemplo, en el siglo XVI, su destino se truncaba en una de las múltiples hogueras levantadas por la Inquisición, en tiempos en que la Iglesia católica se entregaba a una enloquecida persecución contra los judíos. Pero, a veces, algunos conocían un éxito rotundo, como Shabbatai Tsevi, que se proclamó Mesías, se convirtió en la luz de los judíos exiliados en Europa, en el siglo XVII, y, por temor a la muerte, acabó convirtiéndose a la religión musulmana.

–Ahora sí que no entiendo ni jota –dijo Teo–. Ése, el Mesías, ¿se hizo musulmán?

La tía Marthe admitió que era para no entender ni jota, efectivamente. Lo que había que comprender era que, a fuerza de esperar eternamente al Mesías, el pueblo judío provocaba la aparición de muchos personajes de este tipo en su seno. Aun hoy, ciertos tradicionalistas estaban convencidos de que el Mesías, el verdadero, estaba al caer. A principios de los años noventa, estuvo a punto de llegar en avión desde Nueva York, bajo la apariencia de un rabino, muy anciano y muy santo, llamado Menachem Schneerson. En Jerusalén, una mañana, las agencias de prensa habían recibido la noticia de la llegada del Mesías a Israel esa misma tarde. Su casa estaba preparada, el acontecimiento sería considerable. Pero no vino, y murió a los noventa y dos años en Brooklyn. Dos años después de su muerte, sus fieles iban repitiendo que el rabino Schneerson no estaba muerto y que iba a reaparecer. En Israel mismo, otros sostenían que el Mesías (otro distinto) iba a aparecer en Judea para liberar al mundo entero.

–¿En Judea? –se extrañó Teo.

–Ésos quieren separarse de Israel y fundar su propio estado: Judea – intervino el cónsul–. Pero lo más sorprendente es el «síndrome de Jerusalén». Imagínese, joven, que cada año se cuentan trescientos chiflados, judíos o cristianos, que deambulan por la Ciudad Santa, descalzos y con túnica, anunciando el fin de los tiempos, porque todos ellos son mesías.

–¡Están locos! –exclamó Teo.

–Eso es lo que les gritan los niños en árabe: mezhnun! (¡el loco!). En general, no son peligrosos, lo que no quita que hubiera uno que incendió la mezquita para acelerar el fin de los tiempos. Vamos, que hay que tenerlos controlados...

Sí, reanudó la tía Marthe, el pueblo judío tenía una larga tradición de mesías. En todos los pueblos surgen de vez en cuando personajes que dicen hablar en nombre de Dios, y no siempre es fácil distinguir los verdaderos profetas de los falsos. Por ejemplo, en el siglo XIX, un ciudadano americano, no judío, Joseph Smith, de catorce años, declaró haber tenido una revelación. Dios le había permitido descubrir en el estado de Nueva York un nuevo libro de la Biblia titulado el Libro de Mormón, el nombre del profeta desconocido que, según él, lo transcribió. Por ello, tras haber fundado, diez años después, su movimiento, Joseph Smith era un nuevo Moisés, o un nuevo Mesías, no se sabía muy bien. Por haber defendido su visión con armas en mano, Joseph Smith fue linchado por una muchedumbre furiosa que asaltó la prisión en que se encontraba encerrado. Después de su muerte, su sucesor organizó a los mormones en una nueva religión: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

–¿Qué es eso? –preguntó Teo.

El cónsul protestó: la tía Marthe no podía llamar «religión» a una secta, ciertamente importante pero que no constituía una verdadera religión. La tía Marthe replicó que no veía diferencia alguna entre secta y religión; es más, una religión oficial no dejaba de ser una secta que había prosperado. Los mormones eran millones, luego constituían, en Estados Unidos, una religión.

El cónsul se enfadó: ¿insinuaba acaso que la religión cristiana era inicialmente una secta que había medrado? Sí, afirmó decididamente la tía Marthe. El cónsul se enfurruñó.

–Pero las sectas son muy peligrosas –intervino Teo–. En la tele salen muchos reportajes... ¡Esos gurús son unos cerdos! ¡Violan a las mujeres, se hacen servir como si fueran príncipes! O se matan, y matan a los demás con ellos... ¡En cualquier caso, se quedan con la pasta de la gente! ¿Cómo hacen para prosperar esos chalados?

–Generalmente, irradian una atracción muy especial –explicó la tía Marthe–. Tienen elocuencia, pero también saben callarse para fascinar más aún a sus discípulos. Atraen a los desdichados inestables como el papel adhesivo que se usa para atraer las moscas... ¡Imposible despegarlos del gurú!

–Vamos, que son unos colgados –dijo Teo–. ¿Como los drogadictos?

–Más o menos. Es tan difícil sacar a un loco de su secta como sacar a un adicto de su droga, porque los seguidores necesitan al gurú como los toxicómanos la droga.

–Y muchas veces acaba con la muerte –concluyó Teo.

No se podía decir que Teo se equivocara, como lo demostraban la masacre de los davidianos en Waco, Texas, los suicidios colectivos del Templo Solar en Europa y en Canadá en los años noventa, sin olvidar (aunque Teo era demasiado pequeño para haber oído hablar de eso) la horrible matanza de Guyana, en América del Sur, cuando en 1978, un iluminado hizo beber zumo de naranja envenenado a cientos de fieles, algunos voluntarios.

–¡Puaj! –exclamó Teo–. ¡Qué asco! Oye, si los mormones son así, ¡vaya con las sectas!

No, los mormones no eran así; no eran peligrosos en absoluto, se han necesitado cien años para ser conscientes de ello, si bien, señaló la tía Marthe, los mormones habían construido ya una ciudad famosa en el mundo entero, Salt Lake City. La tía Marthe y el cónsul acabaron poniéndose de acuerdo en que había que distinguir entre los grupos disidentes de las grandes religiones, que mientras son minoritarios son llamados despectivamente «sectas» por sus enemigos, y las sectas destructivas, que quitan a sus miembros toda libertad y capacidad de iniciativa –y el dinero, si pueden– mediante técnicas de lavado de cerebro.

El coche se aproximaba a las afueras de Jerusalén, sobre la cual flotaba la ligera bruma de las grandes ciudades. El cónsul miró su reloj: en menos de un cuarto de hora, habrían llegado. Justo a tiempo para el almuerzo.

Al principio, fue la confusión

La gran verja se abrió lentamente bajo la mirada de las cámaras electrónicas, y el coche entró en el jardín del consulado. El mayordomo vino a buscar las maletas y advirtió al «señor cónsul general» que su reunión ya había empezado. El cónsul se apresuró a entrar.

La habitación de Teo estaba situada en lo alto de una escalera de caracol, y la de la tía Marthe un poco más abajo. Bruscamente, al subir, Teo tuvo un vahído. El mayordomo lo llevó hasta la cama. La tía Marthe se puso pálida.

–Voy a traerle algo caliente –susurró el mayordomo–. ¿Se marea en el avión este niño?

O quizá, con las prisas, habían olvidado alguna medicina. De su bolso, la tía Marthe sacó una lista que consultó detenidamente.

–¡Dichosas medicinas! –dijo entre dientes–. ¡Ay, el día en que podamos prescindir de ellas! Aquí está: habíamos olvidado una, Teo. ¡Venga, un vaso de agua, hala!

Hala. Teo se tragó la cápsula y cerró los ojos. No se sentía realmente cansado, pero la cabeza le daba vueltas. Le habría gustado consultar a su amiga la pitonisa, pero sabía que en Jerusalén no había monstruos, ni gigantes, ni dragones, ni oráculo, que ninguna prueba inspirada en los mitos griegos pondría de acuerdo a judíos y cristianos, sin olvidar a los palestinos, ya fueran cristianos o musulmanes, que no estaban de acuerdo ni con unos ni con otros.

–Está durmiendo –murmuró la tía Marthe, cerrando la puerta tras ella–. No le traiga nada, que no lo molesten.

Pero Teo, que no conseguía dormirse, se preguntaba qué había venido a hacer en ese país en que se mataban unos a otros muy religiosamente, en nombre de su Dios, como si no fuera el mismo. Porque, al fin y al cabo, los judíos, los cristianos y los musulmanes hablaban de un dios único. ¿Entonces? Seguramente lo entendería al día siguiente. O más tarde, suponiendo que tuviera tiempo. O nunca.

¡Ah, no! ¡No iba a tirar la toalla! ¡Ánimo! Teo no había mirado todavía su equipaje, donde le esperaban sus regalos de Navidad. Se levantó con prudencia para abrir la gran bolsa donde estaban, cada uno con su etiqueta... El regalo de su padre era una cámara de fotos con un zoom integrado, muy ligera. El de Ate, un teléfono móvil último modelo. El de Irene, un radiodespertador que indicaba la hora en todos los rincones del mundo. Su madre había optado por un regalo útil: parka y botines forrados. En cuanto a Fatou, que no hacía nada como los demás, había regalado a Teo un minúsculo rollo con versículos del Corán, metido en un estuche de cuero colgado de un cordón. Teo se lo puso inmediatamente en el cuello, por encima del primer collar de Fatou, el amuleto del Senegal.

En el fondo de la bolsa de los regalos, quedaba una libreta. La etiqueta llevaba un título inesperado: «De parte de todos tus profesores». Era una libreta roja muy bonita, con una pluma. Teo pensó que, después de todo, no era mala idea y que una libreta estaba para escribir. Cosa que hizo:

Judíos y musulmanes = Dios único. Los cristianos creen que el Mesías es Jesús, los judíos todavía lo están esperando.

Pascua judía = conmemoración de la salida de Egipto.

Pascua cristiana = conmemoración de la resurrección de Jesús.

Jerusalén = ciudad santa para los judíos, los cristianos y los musulmanes.

Pero el Dios de los cristianos ¿era único o no? Y los musulmanes, ¿tenían también una especie de Pascua en recuerdo de un acontecimiento importante? ¡El viaje empezaba con una confusión tan grande!

–El año que viene, en Jerusalén –musitó Teo, que se caía de sueño–. Pues, para Año Nuevo, no lo sé. Pero lo que sí es seguro es que, para Navidad, estaremos en Jerusalén.

Y en eso se equivocaba, pero todavía no lo sabía.

Los tres primeros guías de Teo

–¡Teo! ¿Has visto la hora que es? ¡Teo!

¿Qué? ¿Se le había pasado la hora de levantarse? Otra vez llegaría tarde al instituto, seguro... Deprisa, ¡arriba! Un pie fuera de la cama, otro, abrir los ojos...

Pero no era mamá la que estaba en la cabecera, sino la tía Marthe; y Teo no estaba en la calle Abbé Grégoire de París, sino en Jerusalén, donde lo esperaba la comida. La tía Marthe sugirió que se arreglara un poquito: cambiarse de camisa, un pañuelo, peinarse... Coger también la parka, porque hacía bastante frío.

–Ve despacito –dijo la tía Marthe, sosteniendo a su sobrino–. A la derecha... gira... así.

La escalera desembocaba en la terraza, desde donde se veían las murallas de la ciudad, de una blancura de ensueño. Asombrado por la belleza del lugar, Teo se detuvo bruscamente. Parecía una ciudadela de caballeros en un cuento de hadas. Más allá de las murallas, se elevaban cúpulas, torres y campanarios, rodeados de alargados cipreses oscuros. El aire era transparente como un nuevo día y, en la hierba agostada, los senderos parecían pertenecer a un tiempo pasado.

–¿A que es hermoso? –dijo una voz grave a sus espaldas–. Desde aquí, se ve la muralla otomana. Venga con nosotros.

Deslumbrado por la intensidad de la luz, Teo se volvió y vio a tres hombres en la terraza. Tres ancianos barbudos que le sonreían amablemente.

–Éste es Teo –dijo la tía Marthe, empujándolo suavemente hacia ellos–. Pero, primero, tiene que comer. Nos han preparado un buffet. ¿Qué prefieres? Ensalada de tomates y pollo frío, o rosbif con puré?

–Pollo con ensalada.

Con el plato en las rodillas, Teo devoró la comida con apetito, examinando a los tres hombres al mismo tiempo. Bien mirados, tampoco eran todos tan viejos; era sobre todo el efecto de sus tres barbas: una blanca sobre un abrigo largo, una castaña sobre un traje gris, una rubia, perteneciente a una cabeza con kipá. ¿Qué hacían en la terraza?

–Me presento –dijo el hombre de la barba rubia–: rabino Eliezer Zylberberg. Su tía me ha pedido que le enseñe el Jerusalén de los hebreos.

–Yo soy el padre Antoine Dubourg –dijo el hombre del traje–. Visitaremos el Jerusalén de los cristianos.

–Y yo soy el shaij Suleymán al’Jayid –dijo el tercero, con la voz algo cascada–. Le enseñaré el Jerusalén de los musulmanes. Pero iremos los tres juntos, ¿le parece bien?

–Entonces, ¿no están enfadados unos con otros? –exclamó Teo, extrañado–. Creía... Me habían dicho...

–¿Le habían dicho que, en Jerusalén, nosotros, gente de Dios, nos peleamos siempre? –suspiró el shaij–. Somos bastantes los que rechazamos estas necedades. Durante mucho tiempo, judíos y musulmanes vivieron aquí en buenas relaciones. En la época de la dominación de los turcos, los judíos vivían en paz en estas tierras... Y cuando, a finales del siglo XIX, empezaron a volver a instalarse en Palestina, los árabes no los rechazaron. El islam sabe ser tolerante.

–¿Tú crees? –se rebeló Teo–. ¡No es lo que se dice en París!

–Claro –intervino la tía Marthe–, con los atentados... ¡No se puede pedir a Teo que lo entienda todo sin conocerlo! No olviden que no ha tenido ninguna educación religiosa, se lo he dicho a ustedes varias veces...

–Pero ¿por dónde empezamos? –exclamó el rabino.

–Por lo que nos une –replicó el shaij–. ¿Ves, querido muchacho? Nuestras tres religiones tienen en común el Dios único, el Creador. No le damos el mismo nombre, es verdad. Para los judíos, es Elohim...

–Adonai –masculló el rabino–. Adonai Elohim.

–No lo complique –gruñó el shaij–. Para los cristianos, es Dios Padre; y para nosotros, los musulmanes, Alá. Nuestras tradiciones empiezan por la misma historia, la de Adán y Eva, la primera pareja humana. El Creador les había indicado que podían comer de todos los frutos del jardín del Paraíso salvo uno, el del conocimiento del Bien y del Mal.

–Eso es lo del árbol y la serpiente –dijo Teo–. No tenían que zamparse la manzana, Dios no quería. ¿Por qué? ¡Pues vaya un pecado, robar una fruta...!

–¡Hombre, Teo! –exclamó la tía Marthe–. Hay pecado cuando se hace algo que está prohibido, ¡está claro!

–En eso, estamos de acuerdo –intervino el rabino Eliezer–. Cuando Dios ordena, hay que obedecer.

–¿Ah, sí? –se sorprendió Teo–. Entonces, ¿por qué tres religiones?

–Porque –prosiguió el rabino– nosotros, los judíos, no creemos que Jesús sea hijo de Dios.

–Nosotros tampoco –añadió el shaij–. Profeta, sí. Pero hijo de Dios, ¡no!

–No lo entiendo –dijo Teo–. ¿Qué os separa?

Los tres hombres se miraron en silencio.

–Lo más sencillo –decidió la tía Marthe– será que cada uno explique los principios de su religión.

–Entonces, empiezo yo –dijo el rabino–, porque nosotros, los judíos, tenemos el privilegio de la antigüedad. ¡Nadie puede arrebatárnoslo! Jesús y Mahoma vinieron después de nosotros.

–¡Nosotros contamos también a los profetas judíos entre los nuestros! –protestó al instante el anciano shaij.

El Ser que dice la Ley

–Decía que fuimos los primeros en afirmar la existencia de un Dios único –prosiguió el rabino, sin hacerle caso–. ¿Y eso qué significa? Pues que Dios es. Es el Ser mismo.

–El Ser, ¡qué nombre tan raro para un dios! –se sorprendió Teo.

–Es que no es un dios, Teo, es Dios sin más. Absolutamente Dios. Abarca el tiempo. Es, ¿lo entiendes?

–No –dijo Teo.

–El ser es complicado. Nosotros, los hombres, cuando queremos actuar, no basta con que digamos, ¡ni mucho menos! Pero, cuando Dios crea, basta que diga «Sea la luz», y la luz es.

–Espera –dijo Teo–. Si digo: «Soy Teo», ¿no existo?

–¿De qué Teo hablas? –preguntó el rabino–. ¿El de ahora, el niño que fuiste en tu nacimiento, o el que serás más adelante, con la ayuda del Eterno? Tenemos ser, pero no somos el ser en sí. Tú ya ves que no eres el ser: te transformas, creces, el tiempo te cambia, mientras que Dios es todo el tiempo. ¡El Eterno!

–¡Eso si uno cree! –dijo Teo, indignado.

–Aunque no creas, también: eso no impide que el Eterno exista –respondió el rabino–. En cambio, a ti, te costará vivir. ¿A qué vas a agarrarte? ¿A tus padres? Algún día morirán. ¿A tu país? Puede desaparecer. ¿A ti mismo, entonces? Pero tú cambiarás. ¿Quién te dirá la ley? ¿Quién te dirá lo que está prohibido? ¿Te permitirás matar a alguien, Teo? ¿A que no? Sin duda imaginas que no matarás porque está mal y porque tienes buen corazón... Pero es un error: no matarás porque ése es el sexto de los diez mandamientos del Eterno. No matarás porque el judaísmo ha transmitido al mundo las leyes morales hacia el prójimo. Y lo mismo ocurre con los otros nueve que constituyen el conjunto de los diez mandamientos, el Decálogo, el corazón del judaísmo.

–A mí me parece que habría puesto la prohibición de matar en primer lugar –murmuró Teo–. ¿Qué mandamientos vienen antes que éste?

–El primero consiste en no amar a ningún otro dios que el Eterno. El segundo, en no prosternarse ante ningún ídolo ni imagen. Por esa razón no representamos al Eterno, porque cualquier imagen sería falsa respecto al Ser.

–¡Pero se hacen retratos de Jesús!

–Te recuerdo que, a nuestros ojos, Jesús no es Dios –dijo el rabino–. El hecho de que lo representen es prueba de ello, si es que hace falta una prueba. ¡El retrato de Dios! Vamos... Ni siquiera se puede decir el nombre del Ser... Es el tercer mandamiento, ¿sabes? No pronunciar en vano el nombre del Eterno, para evitar sacrilegios y perjurios. El cuarto... ¡ah!, el cuarto es muy importante, Teo: recuerda el día del Shabbat para santificarte, seis días trabajarás, mas el séptimo es el día del descanso, pertenece al Eterno. No soy de los que quieren prohibir que los coches circulen el sábado, pero conozco el sentido del séptimo día.

–Yo también: hay que descansar, ¡y punto!

–No, hombre –prosiguió, suavemente–. El séptimo día es el del reposo. Está dedicado al Eterno. Te detienes por fin. No haces nada. Sólo entonces puedes volver a empezar a trabajar. Porque si trabajas todo el tiempo, dime, ¿es eso vida? El séptimo día no es sólo el descanso, es la fiesta del silencio. Un hueco necesario.

–¿Un poco como el sueño, entonces?

–¡Un sueño muy despierto! Porque, durante el Shabbat, los judíos velan... Más que de sueño, hablaría de vacaciones, porque la palabra «vacación» significa también vacuidad. El séptimo día es el de las vacaciones reservadas al Eterno. ¡Un momento bendito!

–Me gustan las vacaciones. ¿Y el quinto mandamiento?

–También te gustará –respondió el rabino–. Honra a tu padre y a tu madre para que se prolongue tu propia vida en la tierra que te da el Eterno. Tu futuro depende de ello. Honrar a tus padres es respetar su vida, no criticarla, guardar de ella memoria y abrir el futuro a tus propios hijos...

–Si basta honrar a los padres para prolongar la vida, no corro ningún peligro –dijo Teo–. Pero los médicos no parecen de esta opinión, ¿sabes?

–¡Los médicos no conocen los proyectos del Eterno! –replicó el rabino con vehemencia–. Sólo Él manda... Y manda bien. Puede decidir curarte.

–¡Eso está por ver! –dijo Teo.

–¡Lo imploraré! Después de la honra debida a los padres, viene el sexto mandamiento: no matarás. Porque si no aceptas la existencia del Eterno, si no respetas las vacaciones del Ser, si no honras a tus padres, no estarás en situación de comprender por qué no hay que matar. No eres el Eterno. Ninguna vida te pertenece.

–Eso es verdad –murmuró Teo, impresionado–. No se me había ocurrido.

–Los otros cuatro mandamientos prohíben hacer el amor con la mujer de otro, robar, dar falsos testimonios, codiciar cualquier cosa que pertenezca a otro. Comprende que, a partir del respeto a los padres, el Eterno dé la ley de las relaciones con el prójimo. No puedes hacerle daño, no puedes introducir la falsedad en la verdad del Ser, ni la trampa del adulterio, ni el robo, ni la mentira, ni la envidia; por eso nosotros, los judíos, hemos contribuido a establecer la moral de la humanidad. Tanto es así que nuestros rabinos afirman que, una vez enunciados, los diez mandamientos fueron traducidos simultáneamente en setenta lenguas para que los entendieran en el mundo entero...

–No lo sabía –dijo Teo–. ¡Sí que os debe cosas el mundo!

–No nos lo ha agradecido demasiado –dijo el rabino, con una sonrisita–. Nos ha acusado de todos los males. La Biblia dice que somos el pueblo elegido. ¡Y eso provoca envidias! El pueblo elegido, es terrible, ¿y los demás pueblos? ¿Privados del Eterno, abandonados, mal queridos? ¡No se dan cuenta de lo terrible que es también para nosotros, los judíos! Siempre estamos en situación de culpa hacia el Eterno... ¿Sabes lo que significa Israel?

–¿El estado judío?

–Bueno, pero Israel es ante todo el nombre que el Eterno dio a su pueblo. La palabra «Israel» viene de la contracción de dos raíces en hebreo: «combate» y «Dios». El primero que recibió este nombre se llamaba Jacob: una noche, vio en sueños una escala que subía al cielo, por la que subían y bajaban unos ángeles... El Eterno estaba junto a él y le prometió la posesión del país. Entonces Jacob tuvo que enfrentarse a su propio hermano, Esaú.

–¿Su propio hermano? –se sorprendió Teo–. ¿El pueblo elegido tenía luchas entre hermanos?

–Desde el principio del mundo –suspiró el rabino–. Caín, hijo de Adán y Eva, mató a su hermano Abel. Esaú y Jacob se enemistaron, y Jacob tuvo que abandonar su tierra. Siempre el Eterno escogió a su preferido: fue Abel, fue Jacob. Jacob deseaba regresar a su tierra y reconciliarse con su hermano, de modo que le envió unos criados cargados de regalos. La noche antes del encuentro entre ambos hermanos, un ángel bajó del cielo para luchar con Jacob, y le hizo una herida en la cadera... Pero Jacob se defendió con valentía. Al rayar el alba, cuando el ángel trataba de escaparse, Jacob le pidió que lo bendijera. Fue tras la lucha con el ángel cuando Jacob, herido y vencedor, recibió el nombre que le dio el Eterno: Israel. Dijo el ángel: «No te llamarán más Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has ganado». Jacob era el elegido de Dios. Al día siguiente, Esaú y Jacob se reconciliaron. Pero el largo combate de Israel no hacía más que empezar. Y es que el pueblo de Israel lucha sin cesar con el Eterno, su Dios.

–Esto no me gusta –gruñó Teo–. ¿Por qué pelearse con Dios?

–Porque somos humanos –prosiguió el rabino–. Porque los hermanos se disputan la herencia. Porque nadie obedece dócilmente. Porque, al fin y al cabo, ¡qué difícil es seguir los mandamientos del Eterno! ¿Todos los mandamientos, los diez a la vez? ¡Caramba! Es mucho camino por recorrer... Y es tan largo el camino que resulta más sencillo creer en un mesías que viene a la tierra. ¡Llega el Mesías, el Mesías está aquí! ¡Se acabó la lucha! ¡A descansar! Pues no, nunca se acaba con el Eterno. En verdad, el Eterno ha querido que su pueblo sea ejemplar y muestre el camino a los hombres. Somos el pueblo elegido, ¡es fácil decirlo! Hay que aceptar este reto imposible... Somos el modelo del mundo, menuda dificultad, ¿no lo ves? ¡Ay, hemos pagado muy cara esta responsabilidad! Pero aguantamos de firme. No en vano nos llama el Eterno «el pueblo de dura cerviz»...

–No es muy amable el Eterno –observó Teo.

–¡El Eterno no tiene cualidades ni defectos! El Eterno es el Ser mismo!

–Esto que cuentas no cuela –dijo Teo–. Dios se mosquea, hace las paces, perdona, o sea que tiene cualidades y defectos. ¡Vamos, que se parece a un padre!

–Ésta es la imagen que los hombres proyectamos sobre él –explicó el rabino–. Sí, la Biblia afirma que Dios es grande, sabio, triste, decepcionado, compasivo, omnipotente y celoso. Terrible en su ira y generoso en su bondad. A veces, se dirige una plegaria a sí mismo para calmar su ira y volverse bueno de nuevo... No podemos verlo de otro modo. La Biblia tiene que hablar el lenguaje de los humanos para hacerse entender. Pero los hombres son libres de escuchar al Eterno o de hacer oídos sordos, Teo.

–¿Libres? –se sorprendió–. ¿Con los mandamientos?

–¿Qué hace Jacob? Lucha con el ángel... Sí, el hombre es libre ante el Eterno. ¡Eso es lo interesante! El Eterno llama al hombre, lo persigue, lo interpela, ¡es la humanidad la que tiene que responder! O enfadarse...

–¡No me digas! Porque ¿hay judíos que se enfadan?

–Hubo uno –dijo el rabino–. Se llamaba Job. Era tan creyente que el Eterno lo puso a prueba, a ver qué pasaba. Lo arruinó, le cubrió el cuerpo de úlceras repugnantes, lo aniquiló y, pese a todo, el pobre Job se empeñaba en creer en el Eterno, apretando los dientes. Pero sus amigos pensaron que alguna falta tenía que haber cometido, si no, ¿por qué esos castigos espantosos? «En absoluto», dijo Job. «No he hecho nada malo. No es justo. Creo en el Eterno, pero no lo entiendo...»

–¡Pues vaya paciencia, el tío! –observó Teo.

–¡Qué va! ¡Job se rebela! ¿Qué tiene contra él el Eterno, su Dios? ¿Por qué lo persigue? Pero el Eterno lo riñe... «¿Quién eres tú para poner en duda mis planes? ¿Dónde estabas cuando creé la tierra?» Entonces, Job comprende. «Me callo», dijo. «He hablado demasiado. No lo volveré a hacer.» La crisis pasó. Job recobró la salud, la riqueza, y fue colmado de bienes.

–¡Pues vaya faena! –dijo Teo después de un silencio–. Espero que el Eterno no me haga la misma jugarreta.

–¡Pues yo espero que sí! –exclamó el rabino–. Así te curarás...

El Dios sacrificado

–¡Bueno! –interrumpió la tía Marthe–. Ha hablado usted mucho tiempo, Eliezer. Ahora, por orden cronológico, le toca a usted, padre.

–Nuestro nombre, cristianos, viene de la palabra «Cristo» –empezó el padre Dubourg–. Khristos es, en griego, el equivalente de Masiaj, mesías, y significa «El que ha recibido la unción, el ungido». En la religión judía, ése era el título que se daba al Rey. El futuro Mesías debía provenir de la casa de David. Por ello, en los Evangelios, también se llama a Jesús «hijo de David». Pero, a los ojos de los judíos de su época, Jesús no había recibido la consagración: no había recibido la unción ritual con el aceite sagrado.

–Entonces, Jesús fue un impostor –dijo Teo.

–No –replicó el eclesiástico–. Resulta que Jesús había recibido la unción en circunstancias curiosas. Fue en Magdala, en Betania, donde María de Magdala, una mujer que había pecado, se deslizó humildemente a los pies de Jesús para bañárselos en un aceite extremadamente costoso. Los discípulos clamaron: ¡qué desperdicio! ¿Tanto dinero despilfarrado por un gesto de amor? Pero Jesús la dejó seguir, verter el aceite perfumado sobre su cuerpo, derramarlo por último sobre su cabeza, diciendo: «Está preparando mi cuerpo para mi sepultura».

–¿Como se pone aceite sobre el cadáver antes de enterrarlo? –dijo Teo.

–¡Sí! Cristo, sin haber sido condenado todavía, pensaba ya en su muerte y en su gloriosa resurrección. María de Magdala, que nada sabía de eso, no había vacilado: instintivamente, había ungido la cabeza de Jesús con el aceite más caro, como una sirvienta ungiría la de un príncipe. Porque la humilde pecadora lo había comprendido, Jesús era el Ungido del Señor...

–¿Algo así como un rey, en resumidas cuentas?

–Efectivamente, como rey o como sacerdote o como ambas cosas a la vez. El aceite de la unción estaba hecho de olivas prensadas: por eso los cristianos llamaron a Jesús «la Oliva santa». Y es que Jesús era más que un rey, Teo: ¡era el Hijo de Dios! Eso lo dice todo. En lugar de presentar una ofrenda en el Templo, se ofrecía a sí mismo en sacrificio, él, el Dios... ¡Y fue una simple pecadora quien lo designó como el «Ungido del Señor» en un encuentro! Por primera vez, Dios aceptó encarnarse en un hombre. Se convirtió en un hombre que murió y resucitó. Un cambio radical, pero la continuación lógica de la Biblia, ya que el pueblo judío esperaba al Mesías.

–¡Y el Mesías se presenta en la tierra y manda a paseo el judaísmo! –dijo Teo.

–Jesús no rompió con el judaísmo, Teo. Jesús nació judío y no renegó de los diez mandamientos... ¡Al contrario! Los amplió. Cristo retomó del Libro de Moisés una interpretación de los últimos mandamientos, ¿te acuerdas?: no robar, no desear a la mujer del prójimo, no perjudicar a los demás. «Ama al prójimo como a ti mismo.» ¡Es muy importante! Significa que primero hay que amarse a uno mismo para amar al prójimo; que el egoísmo natural en el hombre, el amor a uno mismo, puede y debe aplicarse a todos los hombres sin excepción; igualdad perfecta entre uno mismo y los demás: lo que aporta Jesús son los mandamientos de Dios al mundo entero.

–El modelo del mundo, los judíos ya hablaban de eso –observó Teo.

–Pero ¡Jesús es Hijo de Dios! El Eterno es el Padre que envía a su hijo al mundo bajo la forma de un hombre de carne y hueso, que bebe, come, duerme, sufre y muere. El Eterno ya no es tan sólo la voz invisible que manda: se aproxima a sus criaturas. ¡Qué prodigiosa aventura! ¡Dios desciende entre los hombres! ¡El Verbo se hace carne!

–¿El verbo? ¿Como en la gramática?

–Sí, como en la gramática. Porque, en la frase, el verbo indica una acción. Y, precisamente, tanto para los judíos como para nosotros, los cristianos, el Verbo divino actúa, puesto que crea. Pero, antes del nacimiento de Cristo, los hombres sólo se comunicaban con Dios aguzando el oído... En el Antiguo Testamento, Dios ordena, se enfada, consuela, pero no se ve. Y eso no bastaba; los hombres seguían resistiéndose. Entonces, el Verbo se hizo carne: podía uno tocarlo, hablar con él, seguirlo por los caminos, compartir sus comidas, contemplar su mirada, ver su sangre derramarse... Dios se hizo hombre. ¡Qué alivio! Y el nacimiento de Dios, ¡qué historia!

–Por cierto –dijo Teo–, ¿y si me explicaras cómo se hace para nacer de una virgen? ¡Eso no puede ser!

–Efectivamente –respondió el padre Dubourg–. No tendría que haber sido así. De María, muy poco se sabe. Es una muchacha muy joven, consagrada a Dios según la costumbre que los judíos llaman nazareato, que consiste en dedicarse a Dios durante un tiempo, sin beber ni una gota de vino, u otra bebida fermentada, ni cortarse el pelo. María vive en Nazaret. Es la prometida de José, el carpintero. Dios ha escogido a la judía más desconocida. ¡Normal! Porque el mensaje de Jesús se dirige a los pobres y a los humildes.

–Vale –gruñó Teo–, pero ¿cómo pudo tener un hijo sin hombre?

–Eso es precisamente lo que contesta ella al arcángel Gabriel cuando éste le anuncia que va a llevar en su vientre al niño concebido por Dios: «¿Cómo se hará eso, si no conozco varón?».

–Pero ¡si conocía a José! –replicó Teo.

–Bueno –vaciló el eclesiástico–, en el texto, «conocer» significa... pues... «acostarse con». María dice simplemente que es virgen, ¿entiendes? La respuesta del arcángel llega como un murmullo: «El que va a nacer de ti es sagrado». En ese mismo instante, María comprende que el soplo del arcángel ya ha pasado a su vientre. María lo cree sin vacilar. Canta su alegría por ser la elegida de Dios. ¿Sabes qué edad tiene? Catorce años...

–No me has dicho cómo entró Dios en ella –protestó Teo.

–¡Te lo acabo de decir! –replicó el padre Dubourg, irritado–. Un soplo, un murmullo, un silencio... ¡La voz de Dios!

–Bueno, entonces, María es Moisés en chica, está claro –concluyó Teo–. Y oye a Dios. Dime una cosa, Dios no pregunta mucho la opinión de la gente, que digamos. Escoge, decide...

–Escoge a una virgen, Teo, para redimir la falta de otra virgen, Eva. Ireneo, uno de los que llamamos «los Padres de la Iglesia», unos grandes sabios cristianos, escribió: «Era necesario que una virgen se hiciera intercesora de una virgen, destruyera la desobediencia de una virgen mediante la obediencia de una virgen».

–¡Huy, huy, huy! –se quejó Teo–. Un momento... La desobediencia es Eva. La obediencia, María. Pero ¿por qué intercesora?

–Porque María se convierte en intercesora de todos los que han pecado. Siempre interviene para abogar ante su hijo por la causa de los seres humanos. Siempre tiene piedad. Por no haber dudado ni un solo instante, Dios le concede sus beneficios. María tiene el poder de defender a los hombres, advertirlos y consolarlos. María no murió como todo el mundo: se durmió y su cuerpo subió al cielo. Llamamos a su sueño el «Tránsito», y a su subida al cielo «Asunción», que significa «Elevación».

–O sea que no se murió de verdad –dijo Teo.

–No –prosiguió el padre Dubourg–. ¿Te imaginas la descomposición del cuerpo de la madre de Jesús? ¡Imposible! Tan imposible que, en el siglo XIV, los sabios doctores de la Iglesia afirmaron que María no había sido contaminada por el pecado de nuestra madre, Eva. Sus padres la habían concebido inmaculada... Dios había preparado el nacimiento de la virgen elegida.

–Oye, si Jesús también es Dios, o mucho me equivoco o María es hija de su hijo, ¿no?

–Pues sí –contestó el padre Dubourg–. Es lo que dice san Agustín.

–Eso es lo nunca visto –murmuró Teo, desconcertado–. Y el pobre José ¿qué pinta en todo esto?

–¡Bueno, José era de buena familia! Descendía del rey David. Era necesario, puesto que el Antiguo Testamento anunciaba que el Mesías sería del linaje de ese rey... Por lo demás, José era un hombre excelente, un judío muy piadoso. El ángel también le habló. Cuando le dijo: «Toma a María y al niño», José obedeció sin protestar...

–¡Pero no era el verdadero padre de Jesús!

–El padre de Jesús es Dios. Creemos en un Dios en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

–¡Me lo esperaba! –exclamó Teo–. ¿Qué es exactamente el Espíritu Santo?

–El aliento de Dios –dijo el padre Dubourg–. La voz del arcángel que habla a María. El Padre decide, el Hijo salva y el Espíritu Santo inspira: la Santísima Trinidad. «Dios en tres personas», que significa que Dios es en sí el amor perfecto. La esencia de Dios es el amor, que se comunica en Jesús y en la acción del espíritu en los hombres.

–Y, al final, ¿qué es lo que trajo Jesús a los hombres? –preguntó Teo–. ¿Que era uno de los nuestros? ¡Eso no basta!

–No –respondió el padre Dubourg–. Jesús proclamó el Reino de Dios, un Reino del Amor, de la Justicia y de la Paz. Jesús trae la esperanza de la salvación, el reparto entre todos que llamamos «caridad», y la memoria viva de su sacrificio, que celebramos en el transcurso de la misa. Porque, durante su última cena, Jesús compartió el pan con sus doce apóstoles, diciendo: «Tomadlo y comed todos de él, éste es mi cuerpo». Lo mismo hizo con el vino: «Ésta es mi sangre». El Verbo se hizo carne, pero hizo mucho más, ya que la carne de Dios se encarnó en el pan y el vino.

–Comed mi cuerpo, bebed mi sangre, es un poco caníbal, ¿no? –espetó Teo.

–¡En absoluto! –protestó el eclesiástico–. ¡Jesús se sacrificó, pero de forma misteriosa, aunque real, se quedó con nosotros en el pan y en el vino cuando nos reunimos a celebrar su muerte y su resurrección! Lo conmemoramos con el pan y el vino de la vida: «Comed todos de él», nos dijo antes de morir. Todos, ¿oyes, Teo? Comer el cuerpo sagrado de Jesús es tomarlo en la boca, tocarlo con la lengua, tragarlo. El pan ácimo consagrado que llamamos hostia no es carne humana, es el cuerpo transformado de Cristo... No es canibalismo, es comunión, es unión. Jesús es el mediador entre Dios y los hombres.

–Vuestra fe es mucho más complicada que la de los judíos –concluyó Teo–. ¿No ves la cantidad de milagros que hay que creerse? Una virgen concebida sin pecado, que a su vez concibe sola con el Espíritu Santo un Dios hecho hombre, muerto y resucitado, cuya carne se convierte en pan y cuya sangre se convierte en vino... ¿Para qué sirve?

–Para unir –dijo el padre Dubourg–. A Dios y a los hombres, y a los hombres entre ellos. Como Dios se aproximó a los hombres, podemos representarlo: pintar cuadros de su nacimiento, su vida, su suplicio y su resurrección, esculpir su cuerpo vivo o muerto, pagar a actores para que interpreten su papel en el cine y restituirlo a nuestros ojos, humano y divino a la vez. Este sacrificio repetido sirve para salvar del pecado, para perdonar, para borrar de golpe los sufrimientos pasados del pueblo de Israel. Para concertar un nuevo pacto de esperanza y de fraternidad, una Nueva Alianza. El sacrificio de Dios sirve para regresar al Paraíso del que nos expulsó. Con su muerte, Jesús hizo que el amor de Dios por nosotros, los seres humanos, fuera muy visible; y con su resurrección venció definitivamente a la muerte.

La última revelación de Dios

–Su turno, mi querido Suleymán –dijo la tía Marthe, como buena moderadora del debate–. Tiene suerte, ¡se queda con la última palabra!

Insh-Allah –contestó el shaij, retorciéndose la barba–. Con la ayuda del Todopoderoso. En fin, tiene usted razón, querida amiga, ya que nosotros, los musulmanes, somos los últimos de verdad. La primera revelación de Dios no convirtió al pueblo de los judíos a la obediencia. Usted lo ha dicho, Eliezer: los judíos siguen luchando con el Eterno. Cuando llegó la revelación de Jesús, el sacrificio de su vida tampoco fue suficiente, ya que quedan en el mundo demasiados hombres y mujeres que no creen en el Dios único, ¿verdad, querido Antoine? Por eso el Todopoderoso eligió a Mahoma, su Profeta, para la última revelación, tras la cual ninguna más es posible, porque el Todopoderoso reveló al Profeta la totalidad de su ley.

–¿Qué es lo que faltaba por decir? –preguntó Teo–. No veo...

–Para empezar, el Todopoderoso no olvida nada, Teo, sino que recapitula. Cuando dicta a Mahoma el texto del Corán, recuerda el linaje de los profetas: Adán, Abraham, Noé, Moisés, Jesús, que transmitieron su Palabra. Ellos también son nuestros profetas. Los diez mandamientos son también los nuestros. Tampoco nosotros representamos el rostro de Dios, ni siquiera el de los profetas. Lo que pasa es que el Todopoderoso enunció sus leyes con mucha claridad. En lugar de «No adorarás más que al Señor tu Dios», nuestra Palabra divina dice: «No hay más dios que Alá, y Mahoma es su Profeta». Eso significa que la Revelación se acaba. Mahoma fue, es y será el último de los profetas de Dios.

–¿Qué tenía de particular tu Mahoma?

–Nuestro profeta, alabado sea su nombre, no pretendía ser hijo de Dios. ¿Cómo podría Dios haber tenido un niño? Al igual que los judíos, creemos que Dios es el Eterno Creador. Pero, si es el Creador, es no engendrado, ¿no es así?

–No engendrado... –vaciló Teo–. A él, ¿nadie lo ha engendrado?

–Exactamente. Nadie engendra al Creador, que tampoco engendra a nadie, puesto que no está sometido al tiempo, ni a la vida, ni a la muerte. Si engendrara, si fuera padre, ¡el Eterno entraría en el tiempo! ¡Eso sería completamente incoherente! Ésta es la razón por la cual nuestro Profeta no pretende ser hijo de Dios, sino elegido. Escogido por Alá, que envió al ángel Gabriel para ordenarle que estableciera una religión perfecta y justa.

–Vale –dijo Teo–. Y ¿qué más?

–¿Quién era? Un hombre muy pobre, nacido en La Meca en el 570, que, para ganarse la vida, se puso al servicio de una rica viuda, Jadidya. Después de casarse con la mujer para la que trabajaba, Dios le habló.

–Como a Moisés –señaló Teo.

–Sí. En esa época, en Arabia, donde vivía, los hombres luchaban salvajemente y las mujeres no tenían muchos derechos, como en la mayoría de las civilizaciones de esta época. Aparte de Alá, el Dios máximo, adoraban a Lat, Uzza y Mana, a quienes llamaban «hijas de Alá», así como ídolos de piedra o de barro, dioses y diosas de las cosechas y de la tierra, como los cananeos en tiempos del nacimiento del judaísmo...

–O sea ¿que nada había cambiado en todo ese tiempo? –preguntó Teo.

–Desgraciadamente, no –suspiró el shaij–. Había que volver a empezar. El Todopoderoso decidió acabar de una vez por todas con los adoradores de estatuas. Inspiró a ese hombre que había elegido como mensajero, probó su cuerpo y su espíritu para darle la fuerza de hablar con claridad. A decir verdad, fue un monje cristiano quien descubrió en él los primeros signos de la elección divina... Era todavía adolescente cuando el monje Bahira le dijo: «¡Eres el Enviado de Dios, el Profeta anunciado en mi Biblia!».

–¡Y otra de mesías, marchando! –murmuró Teo.

–Profeta, Teo, no mesías –rectificó suavemente el anciano–. Mahoma tenía cuarenta años cuando tomó la costumbre de retirarse solo al monte Hira, cerca de La Meca. Al principio de la revelación, pasó por pruebas dolorosas, la inspiración divina le causó espantosos sufrimientos... El ángel Gabriel, el mismo que había anunciado el mensaje divino a María, tomó posesión de él. Mahoma creyó que se estaba volviendo loco, le ardía la cabeza, y tan sólo su esposa lo apoyaba. Entonces el ángel Gabriel le dictó el Corán. Pero ¿cómo transmitiría la revelación que pasaba a través de él, un hombre sencillo?

–Es verdad –dijo Teo–. Moisés tuvo problemas, Jesús murió, ¿y Mahoma?

–El Profeta era justo y bueno. Tenía el don del Todopoderoso, un corazón compasivo, una palabra invencible que llegaba a los pobres... Uno de los primeros conversos fue un esclavo negro, Bilal, que fue el primer llamador a la plegaria, lo que llamamos «almuédano». Los beduinos empezaron a seguir las enseñanzas de Mahoma, y convirtieron a los descreídos a una vida decente, digna del Todopoderoso. Guiado por Él, el Profeta triunfó ante enemigos mucho más numerosos que sus propios fieles, y fundó la comunidad de creyentes, la Umma.

–¿Umma? ¿Es árabe?

–El Profeta vivió en Arabia. Por tanto, transcribió la revelación en árabe. La primera revelación había sido expresada en hebreo; la segunda, en arameo y en griego; y la última, en árabe. Pero ¡ojo! El árabe del Corán no es simplemente una lengua cualquiera. La inspiración del Todopoderoso que guió al Profeta se expresa por la belleza... ¡La lengua del Corán vibra como la música, envuelve en su esplendor, protege! Por eso la palabra «Corán» significa «lectura en voz alta» o «recitación»: el texto de la revelación habita en la boca del creyente. No basta leerlo, hay que hablarlo, respirarlo...

–Bueno –dijo Teo–. Me parece muy bien que, igual que Jesús, Mahoma sea un profeta. Pero, si retoma las enseñanzas de la Biblia, ¿qué más hace?

–Antes, hay que entender que no aceptamos la idea del Hijo de Dios –insistió el anciano–. Con quienes debatimos desde hace tantos siglos es con los judíos. La alianza que han concertado con el Eterno es una guerra. Una guerra de amor, es verdad, pero un combate al fin y al cabo. En su última revelación, el Todopoderoso quiso poner fin a la guerra entre los hombre y Él. Basta que admitan la verdad: «No hay más dios que Alá, y Mahoma es su Profeta», y la guerra se detiene. El creyente converso entra entonces en la Umma, y la Umma, Teo, es extraordinaria: igualdad, justicia, plegaria, sencillez, reparto, comunidad total... Sin sacerdotes, sin papa, sin Iglesia institucionalizada, sin imágenes, sin estatuas... Cada cual vive entregado a Dios, junto con su hermano, su igual. Sí, la guerra cesa entre los hombres y Dios. Ésa es la revelación del Profeta.

–¿La guerra cesa? –exclamó Teo–. ¡Qué más quisieras! Los musulmanes se pasan el tiempo luchando... ¿Cómo llaman a eso...? La yi-nosé-qué... ¿Yibad?

Yihad –suspiró el shaij–. La guerra santa. El Profeta se vio obligado a defender la revelación por las armas, al principio, es verdad. Pero yihad significa «esfuerzo», y se trata ante todo de esforzarse uno mismo. Es el creyente solo quien debe hacer la guerra para respetar la ley divina. La gran guerra, dijo el Profeta, es la que cada hombre ha de emprender contra su propio egoísmo. El mensaje del islam es el de la paz definitiva, la paz que proporciona la sumisión a Alá, ya que «islam» significa «sumisión». ¡Y qué paz, Teo! Dulce, exaltante, profunda como la noche, luminosa como las estrellas, en fin, perfecta... Sí, perfecta, no encuentro otra palabra.

–Pero el mundo, en cambio, no lo es –replicó Teo–. Vosotros tampoco lo habéis logrado.

–La paz vendrá, Teo. La paz para todos...

–Entonces, ¿por qué luchar entre cristianos, judíos y musulmanes? –exclamó Teo–. ¡Es una idiotez!

Los tres hombres intercambiaron una sonrisa. Sobre este punto, no tenían ningún desacuerdo.

Guerras y paces

–No contestan ustedes –observó la tía Marthe.

–Porque –dijo el shaij– las batallas que nos enfrentan desde hace tantos siglos son peleas por tierras y cuestiones de poder.

–Porque –dijo el rabino– Dios sigue probándonos y nos hace avanzar lentamente por el camino de la paz.

–Porque –dijo el eclesiástico– los hombres no saben compartir lo que les pertenece.

–¡Pues hay que decírselo! –se indignó Teo.

–Es lo que hacemos –respondió–. Pero no siempre escuchan. ¿Qué hay que hacer con Jerusalén? Los judíos la quieren para ellos solos, los musulmanes reivindican su parte, y los cristianos tratan de preservar el lugar de la muerte de Jesús. ¿Compartir la ciudad? Algún día, se hará. ¿Cuándo? No lo sabemos, pero estamos en ello.

–Por eso nos hemos reunido para enseñarte los tres Jerusalén –añadió el shaij.

–Ahora, tenemos que decidir nuestro programa –intervino la tía Marthe–. ¿Qué quieren enseñar a Teo?

Empezaron a discutir: a los ojos del rabino, la visita tenía que ser cronológica; los judíos habían, por así decirlo, inaugurado Jerusalén hacía tres mil años y, en consecuencia, empezarían por el muro de occidente, el único resto del Templo de Jerusalén y lugar de las lamentaciones de los judíos de todo el mundo; el padre Dubourg pensaba que era más sensato, teniendo en cuenta el cansancio de Teo, empezar por el Santo Sepulcro, donde se habían unido todas las ramas de la cristiandad.

–No todas –observó la tía Marthe–. Los protestantes no están allí.

El shaij aprovechó la ocasión para señalar con delicadeza que Jerusalén era una ciudad árabe ocupada por los israelíes y que, en aras de la justicia, había que honrar a los verdaderos protectores del lugar, los musulmanes.

–Tengan cuidado –dijo la tía Marthe–, ya saben que les he pedido que no cansen a Teo. Eso les deja a cada uno una o dos visitas. ¡Tendrán que arreglárselas con eso!

El padre Dubourg propuso el Santo Sepulcro, el monte de los Olivos, donde Jesús anunció su suerte a sus discípulos, y la Vía Dolorosa, el camino que había seguido para dirigirse al lugar de su suplicio. La tía Marthe le pidió que redujera el recorrido.

El rabino puso el grito en el cielo: ¿cómo se podía escoger entre el Muro de las Lamentaciones, el museo de Israel, el monumento conmemorativo de Yad Vashem, erigido en memoria de los millones de judíos asesinados por los nazis, y el barrio religioso de Mea-Sheirim? ¡Imposible! La tía Marthe replicó con aspereza que él vería.

Sólo el viejo shaij permaneció extrañamente callado.

–¿No dice nada, Suleymán? –preguntó al tía Marthe, sorprendida.

–No –murmuró el anciano–, no vale la pena.

–Pónganse de acuerdo –zanjó ella–. Si no, dejen que Teo escoja.

Tres pares de ojos se volvieron hacia Teo, pero la mirada de éste estaba puesta en los postres chorreantes de miel, puras delicias que las discusiones de los santos barbudos habían vuelto inaccesibles.

–¿Y bien? –dijo la tía Marthe.

–Pues vamos a hacer como cuando era pequeño –contestó Teo–. Porque, a mí, estos líos me sacan de quicio. Bueno, allá voy.

Apuntando el índice hacia los barbudos, se puso a contar: «Pito pito, colorito, ¿dónde vas tú, tan bonito? A la acera verdadera, pim, pam, pum, ¡fuera!». Y «fuera» tocó al shaij.

–Ya está, empezaremos por usted, Suleymán –concluyó la tía Marthe, riéndose–. ¿A que no se esperaban este tratado de paz?

Abraham en el ombligo del mundo

Al final, acabaron por ceder los tres. El shaij se limitó a la Cúpula de la Roca, el dominico había optado por la visita al Santo Sepulcro, y el rabino, después de que la tía Marthe le asegurara que Teo visitaría sinagogas en otras etapas del viaje, había escogido de mala gana el Muro de las Lamentaciones y el barrio de Mea-Sheirim. Se pusieron, pues, de camino hacia la Cúpula de la Roca, tal como había decidido la cancioncilla de Teo. En el vasto terraplén que dominaba el Muro de las Lamentaciones, Teo divisó el oro de la cúpula y el brillo de otra cubierta de plata. Unas mujeres deambulaban con largos vestidos negros bordados de rosa y de rojo y el pelo tapado con un pañuelo; unos hombres con velo blanco sujeto a la cabeza con un aro de cuero se apresuraban majestuosamente.

–Ya hemos llegado –dijo el shaij cuando el pequeño grupo llegó ante el santuario del tejado de oro–. Allí, ves la mezquita de al-Aqsa, construida aproximadamente al mismo tiempo, en el siglo VII. Nos encontramos junto a la Cúpula de la Roca, en el mismo sitio en que se yergue todavía un fragmento del monte Moriah. Este lugar sagrado se llama el «ombligo del mundo», la piedra que Alá escogió en el jardín del Paraíso para fundar el universo. Las almas de todos nuestros profetas se sitúan en un pozo cavado bajo la roca, y allí siguen rezando... Los arcos que ves entre la cúpula y la mezquita servirán para colgar las balanzas que pesarán las almas en el momento del Advenimiento Final.

–¿Qué Advenimiento? –preguntó Teo, extrañado–. Creía que el islam no esperaba nada.

–Algo sí –murmuró el shaij–. Esperamos el fin de los tiempos. Pero, de momento, hablemos del principio. Aquí es donde se produjo el sacrificio del profeta Ibrahim, a quien los judíos y los cristianos llaman Abraham, alabado sea. Naturalmente, conoces la historia, ¿verdad?

–Pues... –dijo Teo–, no del todo.

–Ibrahim –empezó el shaij– era un gran profeta, el padre de todos los creyentes. He aquí cómo contamos nosotros la historia de Ibrahim. Como su vieja esposa Sara no tenía descendencia, animó a su marido a concebir un hijo con la joven Agar. Luego, Sara tuvo un hijo a su vez. Así, Ibrahim tuvo dos hijos: el de su mujer, Sara, se llamaba Isaac; y el de Agar, su amada, se llamaba Ismael. Pero Sara, celosa, exigió la expulsión de Agar, a quien Ibrahim acompañó con Ismael al desierto, donde los dejó bajo la custodia del Todopoderoso. Los judíos se consideran hijos de Isaac, y los musulmanes hijos de Ismael, por eso Ibrahim es padre de todos nosotros. El patriarca de patriarcas.

–Acuérdate, Teo –murmuró la tía Marthe–: hace unos años, en Hebrón, un fanático judío sacó una ametralladora y mató a los fieles en el lugar llamado «tumba de los Patriarcas», donde reposan Abraham y Sara, su esposa; incluso, se dice, Adán y Eva dormidos para la eternidad... Era el único lugar del mundo en que judíos y musulmanes podían rezar juntos.

–Todavía es así –dijo el rabino–, pero ahora bajo la vigilancia de nuestros soldados. ¡No pronunciaré el nombre de quien cometió esa atrocidad! La tumba de Abraham es el punto de encuentro de nuestras religiones, porque Dios quiso poner a prueba a Abraham: le ordenó que sacrificara a su hijo único, Isaac...

–Pero ¡si tenía dos hijos! –exclamó Teo.

–Bueno... –dijo el rabino, incómodo–. Es decir que Isaac era el hijo legítimo. En cambio, según nuestra Biblia, el otro era hijo de una sirvienta, un bastardo, en definitiva. Lo que pasa es que esta definición no es válida para todo el mundo, estoy de acuerdo. Para nosotros, los judíos, Isaac es el hijo único. De otro modo, la prueba que Dios inflige a Abraham no tendría la misma importancia. Isaac había nacido tarde, cuando su padre tenía cien años...

–¡Cien años! –exclamó Teo–. ¡Qué risa!

–Sara también se rió mucho cuando los ángeles le anunciaron que tendría un hijo a esa edad. Sin embargo, así fue. Entonces, Teo, imagínate el sufrimiento de este anciano padre a quien Dios manda llevar a su hijo a la montaña y, una vez allí, degollarlo... Y Abraham obedeció.

–¿Ése es vuestro Dios? –dijo Teo–. ¡Es horrible!

–Es exigente –contestó el rabino–, que no es lo mismo. Además, ya sabes que es bueno. Prueba de ello es que, cuando Abraham levantó el cuchillo sobre su hijo atado de pies y manos, un ángel detuvo su brazo... Entonces, Abraham vio un carnero cuyos cuernos se habían enredado en un arbusto y, en lugar de su hijo, sacrificó al animal. Y Dios le dijo: «Ahora sé que no me has negado a tu hijo único. Por eso tus descendientes serán tan numerosos como las estrellas en el cielo y los granos de arena a orillas del mar». Eso sucedió bajo nuestros pies.

–Olvida usted contar que Isaac estaba algo preocupado por ese curioso sacrificio –añadió el padre Dubourg–. Su padre había cogido un burro para llevar la leña y el fuego que debía quemar el cuerpo de la víctima, normalmente un cordero. Pero ¡no había cordero! Isaac preguntó dónde estaba el cordero, sin sospechar que el cordero era él. Más tarde, cuando Cristo apareció en este mundo, aceptó ser el auténtico cordero, sacrificado de verdad en la cruz. El Cordero de Dios.

–Sigue sin gustarme, vuestro Dios –masculló Teo–. ¿Por qué tenía que pedir la muerte de un niño? ¿Por qué sacrificó a Jesús? ¿A qué viene todo eso?

–Recuerda a Job –dijo el rabino–. Dios nos pone a prueba. Exigir la muerte de un hijo puede parecer monstruoso, pero como Isaac sobrevivió...

–Sí, pero Jesús no –observó el padre Dubourg–. Supo que iba a morir y lo aceptó.

–Eso admitiendo que fuera hijo de Dios –interrumpió el shaij–; admitiendo que Sara fuera la preferida de Ibrahim, e Isaac, su hijo querido. No es lo que creemos. Según el Corán, fue Ismael a quien salvó el Todopoderoso con el fin de procrear las innumerables generaciones futuras... También nosotros, los hijos de Ismael, descendientes de Ibrahim y Agar, somos tan numerosos como las estrellas del cielo. Y no creemos que haya que pasar por el sacrificio del hijo de Dios en la cruz. Jesús es un profeta cuya grandeza reconocemos, el hijo de María que recibió el Verbo divino, pero el Creador no puede engendrar a un hijo encarnado en hombre. Es imposible.

–Bueno, al fin y al cabo, ¿qué es verdad en todo esto? –exclamó Teo–. ¿Abraham, Ibrahim, Jesús, Mahoma?

Se impuso un largo silencio. Con estrepitoso aleteo, unas palomas levantaron el vuelo.

–Escúchame bien, Teo –intervino la tía Marthe con cierta brusquedad–. Ahora, me toca a mí hablar. Ya sé que no estarán de acuerdo. Para mí, la religión no es una cuestión de Verdad. Se cree o no se cree. Por ejemplo, yo no creo en Dios. En ningún dios. Pero reconozco que las religiones han hecho progresar la humanidad. Este Dios tan cruel y que tan poco te gusta prohibió, gracias al pueblo judío, unas prácticas todavía más bárbaras. Acuérdate de los cananeos... La grandeza del sacrificio de Isaac radica precisamente en el hecho de que no muere. Dios hace que aparezca un carnero para el sacrificio. El hombre ya no es un animal que se degüella sobre un altar en honor a un dios. ¿Acaso no es mejor?

–Visto así... –dijo Teo–, de acuerdo. Pero ¿de verdad fue necesario tanto tiempo para llegar a eso?

–¡Pues sí, Teo! –exclamó el rabino–. Después de miles de años de barbarie, fuimos los primeros en creer que Dios había creado el hombre a su imagen. A su imagen, es decir que el hombre encerraba en sí una parcela de divinidad... Y fue Abraham quien concertó el primer pacto entre el hombre y su Dios, llamándolo a partir de entonces Adonai Elohim, el Señor de la Alianza. Antes de la Alianza, el hombre y el animal tenían el mismo valor para el sacrificio. Después, eso se acabó. La separación entre el hombre y el animal se encuentra por vez primera en nuestra Biblia.

–El pecado también viene de la Biblia –dijo la tía Marthe–. Dios no dejó al hombre en el Paraíso.

–Por eso Dios sacrificó a su propio hijo a la humanidad, para redimirla de ese primer pecado –añadió el padre Dubourg–. Y ya no sólo para un único pueblo elegido, sino para todos. Fue un progreso muy considerable.

–¿Qué necesidad había de algo tan sangriento? –suspiró el shaij, con su voz cascada–. ¿Por qué la crucifixión? ¿Por qué la Alianza entre los judíos y Dios no se mantiene a la primera? ¿De dónde vienen esas rebeliones, esos sobresaltos? ¿No enunció el Profeta el fin de la historia entre Dios y los hombres? La sumisión al Todopoderoso es suficiente...

–Eso lo dirás tú –gruñó Teo.

–¡También Eliezer y Antoine! –exclamó el shaij–. ¡Los tres reconocemos los mandamientos de Dios! La única diferencia es la continuación de la historia de los hombres... Para Eliezer, es la espera del Mesías. Para Antoine, es la crucifixión de Jesús. Para nosotros, gracias al Profeta, bendito sea su nombre, todo está dicho. Deja que te cuente la visión del Profeta. Se encontraba en la terraza de su casa de La Meca cuando apareció su yegua Burak, un animal alado con cabeza de mujer...

–Ya –dijo Teo–, alada como el caballo Pegaso. Sale en mi videojuego.

–¿Me dejas acabar, Teo? –dijo suavemente el shaij –. Así, la yegua del Profeta apareció y lo trajo aquí. El Profeta ató Burak a las murallas. ¡El animal dio una coz a la roca y saltó! El arcángel Gabriel elevó al Profeta hasta el séptimo cielo, donde, de camino, vio a Adán, Noé, José y Moisés, antes de encontrarse cara a cara con el patriarca Ibrahim. Por último, oyó a Alá dictarle las plegarias musulmanas y volvió a La Meca transformado por el éxtasis...

–¿Hay retratos de Mahoma en éxtasis? –preguntó Teo–. Me gustaría verlo.

–Nunca representamos el rostro del Profeta –explicó el shaij–. Alguna vez se encuentran piadosas representaciones populares, pero con la cabeza cubierta con un velo blanco. El éxtasis está demasiado próximo al Todopoderoso para ser representado... La visión del Profeta era de inspiración divina. A causa de esta salida fuera del tiempo, de este salto del Profeta al más allá de la vida humana, Jerusalén es la tercera ciudad sagrada del islam, después de La Meca, donde nació el Profeta, y de Medina, donde murió. Por lo demás, ¿quién construyó la Cúpula encima de la Roca? El califa Abd al-Malik, en el 690.

–Pero el rey Salomón había construido el Templo primero –dijo el rabino–. En el mismo emplazamiento.

–Y los cruzados –dijo el padre Dubourg– erigieron una cruz aquí mismo. Así, Teo, nuestras tres religiones se encuentran en el lugar del sacrificio de Abraham, nuestro patriarca común. Reconocemos el mismo libro sagrado, la Biblia, cuyo nombre, en griego, significa «libro». Ésa es la razón de que nos llamen las tres religiones del Libro. Si se piensa, en el fondo, es el mismo libro.

–¡Ah no! ¡Es el Corán!

–Y ¿qué pasa con el Decálogo?

Y se pusieron de nuevo a discutir. Teo los encontró un poquito pesados, y se alejó para contemplar las murallas doradas por el sol que se disponía a declinar suavemente. El aire resonó con cientos de campanadas que se mezclaban con las llamadas de los almuédanos y el rumor de las plegarias. Jerusalén era una ciudad muy complicada que se disputaban los que creían en el Dios único, los que creían en el Profeta y los que creían en el Hijo de Dios.

–¿En qué piensas? –dijo la tía Marthe, poniéndole las manos sobre los hombros.

–En ese Dios que no es capaz de reconciliarlos –dijo Teo.