17

MADRES E HIJAS DEL JAPÓN

La tía Marthe está bloqueada

Jérôme lanzó un suspiro de alivio al oír a su hermana por teléfono. Evidentemente, los primeros resultados eran todavía mediocres, pero la medicina tibetana conseguía el mismo resultado que su prima occidental, y eso ya era mucho. El padre de Teo sólo exigió que se quedaran una semana más en Yakarta, para volver a hacer análisis. Marthe protestó diciendo que los harían igual de bien en Tokio, pero Jérôme no quiso saber nada, y su hermana tuvo que ceder. La resolución de Jérôme era inquebrantable.

–Me está haciendo la puñeta tu padre –refunfuñó al colgar–. ¡Ocho días! ¡Acabaremos llegando tarde a la floración de los cerezos japoneses!

–Pero si aquí estamos bien –dijo Teo–. Así, volveremos ver a mi amigo Manli. Porque, en Japón, ¿a quién me vas a sacar de tu sombrero de copa, eh?

–Ésa te gustará –contestó la tía Marthe.

–¡Bien! –exclamó Teo–. ¡Una señora, para variar un poco! ¿Qué hacemos? ¿Y si fuéramos a la mezquita?

No dejaban entrar si uno no era musulmán, y menos a la tía Marthe, aun siendo el día reservado para que rezaran las mujeres. Pero se podía mirar desde el umbral. Todas vestidas de blanco, todas veladas de blanco, se prosternaban en cadencia y en un orden impresionante, doce mil a la vez, con el rostro rodeado de encajes bordados. El islam indonesio no era fanático, pero las prescripciones del Corán se respetaban estrictamente.

–¿No me dijiste que también había tribus animistas? –preguntó Teo mientras andaban por la calle.

–¡Claro que sí! –contestó ella–. Entre las más extrañas, a tres horas de Yakarta, están los badwi, que rechazan el islam, se visten de blanco y dejan a algunos de los suyos aproximarse a la civilización moderna, siempre y cuando se vistan de azul. Ésos son capaces de enviar un mensajero para que ofrezca un talismán protector al presidente y, luego, se retire sin decir palabra. En su territorio, no se entra.

–¡Qué de tíos raros hay en el mundo! Espero vivir lo suficiente para conocerlos a todos.

–Entonces, serás etnólogo –afirmó la tía Marthe.

–Conozco la palabra, pero no la cosa. ¿Qué es?

–Tendrás que identificar una tribu determinada y vivir con sus miembros a su manera. Compartiendo su vida, comprenderás su forma de pensar y sus divinidades.

–¡Pero si es lo que estamos haciendo, viajando de país en país! –exclamó Teo, extrañado.

–Hemos visto pueblos, pero no tribus, y me temo que no veremos ninguna. Su vida es demasiado dura para tu estado de salud. Están tan desamparados...

–Me quedo sin santuario taoísta, me quedo sin tribus, sin escaleras que subir... ¿de qué más quieres privarme? –espetó Teo.

–¡Tú, cúrate y calla, insolente!

Maoísmo y taoísmo

La semana pasó. La tía Marthe llevó a Teo a ver el Ramayana en un teatro de sombras chinescas, donde, una vez enfriado el entusiasmo primero, se aburrió como una ostra. Luego, vieron a las danzarinas doradas, delicadas como libélulas, aunque a Teo le parecieron demasiado amaneradas. A los espectáculos de Indonesia, prefería las discusiones con Manli.

Un día, tomando buey crudo en salsa roja, receta singular de la isla de Sumatra, Teo se sintió invadido por un profundo deseo de ir a China, a la de verdad. La de las emperatrices crueles y del presidente Mao; la de los millones de chinos caminando por las calles de las ciudades o cultivando los campos; la de las óperas fabulosas y los edificios modernos; la de los jóvenes de Shanghai y los modernillos de Pekín. La china con la que soñaba y que algún día vería.

–¿Has estado en China? –preguntó a Manli.

–Un poco –contestó, prudente.

–¿Qué has visto allí de vuestra religión?

–Todo y nada –dijo Manli–. Nuestro país de origen ha sufrido numerosos movimientos. Con la primera revolución de 1911, desapareció el imperio y, con el concepto de imperio, el orden del mundo cambió. Llegó Mao...

–Como el Zorro –dijo Teo–. La Larga Marcha, ya lo sé...

–¿Y la Gran Revolución cultural proletaria del presidente Mao, la conoces? –intervino la tía Marthe, malhumorada–. ¡Eso es lo que mató las religiones de China!

–¿Revolución cultural? –preguntó Teo, extrañado–. ¿Qué hizo Mao, poner a todo el mundo a estudiar Bellas Artes?

–¡Pensar que no conoces ese horror! –suspiró ella–. ¿Tantos años han pasado para que la memoria se haya perdido en el camino? Escucha.

Mao no había puesto a todo el mundo a estudiar Bellas Artes. En los años anteriores a la Revolución cultural, había lanzado un plan de reforma económica radical, el Gran Salto Adelante, que provocó desastrosas hambrunas. El fracaso era evidente. Un día, en 1966 Mao reapareció para lanzar un acalorado llamamiento a los jóvenes de toda China: «Hay razones para sublevarse», machacó. ¡Que se rebelen! ¡Que critiquen a los responsables del Partido Comunista! Movilizados bajo sus órdenes, miles de estudiantes, a quienes Mao llamó «guardias rojos», respondieron con entusiasmo, blandiendo el Pequeño Libro Rojo, una recopilación de citas de Mao. Las escuelas y las universidades cerraron. Los estudiantes empezaron a recorrer toda China para criticar a los traidores del partido.

–Pero ¿a quién concretamente?

Mao había ordenado a sus guardias rojos que lucharan contra los cuatro símbolos de lo «viejo»; las viejas ideas, las viejas costumbres, los viejos hábitos y las viejas tradiciones. Los guardias rojos decidieron extirpar las supersticiones de la mente de los chinos. El mariscal Lin Biao, pese a ser muy cercano a Mao, fue violentamente criticado por haber citado al maestro Kong, de quien los guardias rojos habían decidido que era la encarnación del feudalismo y la desigualdad. Locos de alegría con la idea de ejercer solos el poder revolucionario, jóvenes llenos de fervor arrasaron los templos, los museos, las estatuas, saquearon las casas particulares y destruyeron todo lo que venía del pasado, puesto que el presidente Mao los animaba a ello. Pasearon por las calles, con gorro de asno, a los eruditos, a los antiguos propietarios, a los investigadores, a los escritores, todos ellos culpables de transmitir el antiguo saber chino. A muchos los apalearon hasta la muerte. Por vez primera en China, los jóvenes rompían los lazos sagrados que los unían a sus mayores.

Luego estalló la guerra civil entre facciones rivales de jóvenes exaltados. Al cabo de dos años, Mao envió a sus guardias rojos al campo, con los campesinos. Durante este período de locura, ¿cuántos muertos hubo? Millones, dicen. Por último, tras una época de tremenda represión, Mao murió.

–Quizá esté usted desfigurando la Revolución cultural –objetó tímidamente Manli–. El objetivo del jefe del Partido Comunista chino consistía en conmocionar su país para que recobrara el ímpetu revolucionario. Dirigiéndose a la juventud, creyó encontrar fuerzas incorruptas. Que hubo desviaciones es algo que está fuera de duda. Pero la idea inicial no estaba totalmente desprovista de interés.

–¡Cómo! –exclamó la tía Marthe, indignada–. ¡Confiar la reeducación de un pueblo entero a unos adolescentes, darles poder para juzgar, para purgar, eso es una aberración!

–¿Qué tienes contra los jóvenes? –dijo Teo.

–Nada, sólo cuando van armados. ¡Bajo las órdenes de un viejo abuelo tiránico, se volvieron contra los suyos, hombre!

–Normal –comentó Teo.

–¡Oye, tú! Ya está bien, ¿eh? ¡Hasta ellos mismos se arrepienten hoy en día! Se extrañan de haber disfrutado torturando a los viejos, sobre todo a las mujeres... ¿Y tú pretendes odiar las matanzas de las religiones? ¡Pero si el maoísmo se había convertido en una religión mortífera, Teo!

–No respetar a los antepasados era algo revolucionario, es verdad –dijo Manli–. Pero, por otra parte, el confucianismo resulta tan agobiante para los jóvenes...

–Y ¿ésa es una razón suficiente para dar rienda suelta a semejantes excesos, jovencito?

–No, claro –murmuró Manli–. El presidente Mao cometió algunos errores. Aproximadamente el 30 por ciento.

–¡Y queda absuelto! –concluyó la tía Marthe, furibunda–. ¡Embalsamado, deificado, descansa en la famosa plaza Tiananmen, y aún lo reverencian! Su culto fue el de una divinidad... ¡Dos veces al día, cualquiera que fuera su oficio, los chinos tenían que bailar en su honor la danza de la lealtad! Lo llamaban el Sol Rojo de todos los corazones...

–¿Quieres decir que el Sol Rojo fue un nuevo dios en China? –dijo Teo.

–¡Sí! –gritó la tía Marthe, virulenta–. ¡Poderoso, benéfico, nutricio, pero violento como un dios, y cruel como un dios! Un emperador de perdición...

–¡Cómo te pasas! –dijo Teo–. No me extraña que te hayan echado de China Popular.

–Señora, usted no conoce a la juventud china de ahora –replicó Manli, dando un golpe en la mesa–. China es un gran país, capaz de digerir su historia. ¿En nombre de qué juzga usted?

–Cualquier culto que mata es malo. Y el de Mao no es una excepción. Ya sé que los chinos adoran ahora a un dios capitalista...

–Perdone –interrumpió–, pero no veo a qué dios se refiere usted.

–No se rompa la cabeza –dijo la tía Marthe–. ¡El dinero!

–Señora Mac Larey –dijo Manli, un poco pálido–, permítame que le recuerde que los chinos nunca han sido enemigos de la fortuna. Mi padre es rico y no ve en ello ningún deshonor.

–Perdón –murmuró la tía Marthe, poniéndose colorada–. No es lo que quería decir, Manli...

–Pero lo ha dicho de todos modos –espetó–. ¡Efectivamente, tiene usted suficiente fortuna para poder permitírselo!

La tía Marthe se quedó en silencio y cabizbaja.

–En cualquier caso, esta cosa roja está muy buena –dijo Teo para distender el ambiente.

La inutilidad de las flores de cerezo

Manli no volvió a aparecer. La semana pasó. Los resultados de los nuevos análisis casi no habían cambiado. No obstante, los especialistas del hospital de Singapur habían añadido en la ficha que eran «esperanzadores». Marthe se abalanzó sobre el teléfono y obtuvo su autorización de salida.

–Pásame a mamá –dijo Teo–. ¿Por qué siempre eres tú la que anuncia las buenas noticias?

–Tienes razón, muchachote. Toma...

–¿Papá? Sí, no está mal. ¿Me pasas a mamá? Gracias... ¡Mamá! ¿Estarás contenta, no? ¡Oye, «esperanzadores» es mejor que nada! Tranqui, que estoy mejor... ¿Y tus clases del colegio? ¿Ah, sí? ¿Estás de baja? No estarás enferma, ¿no? Ah, cansada. Tienes vértigos. ¿Has ido al médico? ¿Agotamiento? Encuentro que tiene más razón que un santo. Entonces, ¿os vais de fin de semana? ¿A Brujas? ¡Estupendo! ¿Me traeréis un regalo? Porque yo, ¿sabes?, te llevo una tonelada de cosas. Sí... Claro, mamá. Te quiero.

Cuando colgó, Teo estaba preocupado.

–Está de baja –dijo–. Ella también tiene vértigos. Dicen que no es nada, pero papá se la lleva de fin de semana para que descanse. Y ¿sabes adónde? A Brujas, donde hicieron su viaje de luna de miel...

–Perfecto –comentó la tía Marthe–. Les sentará bien.

–¡Hay que ver lo que te preocupas por ella! ¿Qué te ha hecho mamá?

–¡Nada en absoluto! Pero ya sabes lo nerviosa que es... Un poco de intimidad la curará, eso es todo.

–Pensar que van a Brujas...

–¡Y nosotros a Japón! Ya era hora...

–Oye, parece que te gusta ese país –murmuró Teo.

–No tienes idea de la belleza de los cerezos en flor. ¡Hay que haberlos visto una vez en la vida!

–Eso –dijo Teo–. Ver los cerezos en Japón y morir.

–No seas idiota. Ahora, ya sabes que te vas a curar.

–¡Si pudiera estar seguro! Desde que estamos en Yakarta, nos hemos enfadado con Manli, me aburro y mi hermano gemelo no dice nada. No es buena señal. No me encuentro bien.

–¿Podrías explicarme una cosa, cariño? –preguntó ella con dulzura–. ¿Qué papel atribuyes a ese gemelo tuyo?

–No sé –susurró–. Es como si me guiara en la noche. Cuando estoy mejor, me habla. Cuando no me habla, los resultados no varían. Y ya lleva semanas sin decirme nada.

–Quizá le haga falta silencio, ¿no? –aventuró la tía Marthe.

–Pues sí –dijo Teo, preocupado.

–Lo encontrará en Japón, porque si hay un país que practique el culto al silencio, es ése. Los cerezos no hablan, y ante los pétalos blancos, uno se calla.

–¡Pero si ya he visto cerezos en flor! –dijo Teo, irritado.

–Sí, pero allí se trata de una ceremonia. En Japón, ya verás, saben escuchar la naturaleza.

–La naturaleza –dijo Teo con tristeza–. ¡Estará contaminada!

El alma de Teo se turba

El avión de Garuda Airlines llevaba el emblema del águila del dios Visnú expuesto con orgullo en la cabeza del avión. A decir verdad, el águila era ya algo vieja, un poquito achacosa, hasta el punto de que el vuelo Yakarta-Tokio llegó con varias horas de retraso. La melancolía de Teo no había desaparecido: hojeó unas revistas en inglés, escuchó rock sin ganas, miró la película bostezando y se quedó dormido. Marthe se preguntó por qué, ahora que la medicina tibetana empezaba a dar resultado, su sobrino parecía tan deprimido.

¿Qué era lo que fallaba? Desde que salieron de París, Teo había engullido con fruición los tres monoteísmos en Jerusalén, el sentido del papado en el Vaticano, la India entera, los dos Vehículos, el taoísmo y Confucio... ¡Su pequeño Teo, tan deseoso de entenderlo todo! ¿Estaría cansado de aventuras? Lo recordó saltando de alegría en la pagoda... Parecía tan alegre, tan vivo y, de repente... ¡se acabó! La llama parecía haberse extinguido. ¿Cómo apreciaría la profundidad de las ceremonias japonesas y la severidad de los ritos?

–Ya no puedo volver atrás –murmuró–. ¿Dónde encontraré alegría para mi renacuajo?

En sueños, Teo empezó a agitarse. Palabras confusas salieron de su boca. «¡No me dejes! Mamá, estoy tan solo...» La tía Marthe comprendió: entre la ausencia de su madre y el gemelo desaparecido, Teo estaba en plena crisis nostálgica, y ese mal no conseguirían curarlo las medicinas tibetanas. ¿Había que hacer venir a la madre de Teo? «No. Primero, estamos en la otra punta del mundo. Además, Melina se inquietaría. No, decididamente, es demasiado pronto. Hay que aguantar el tirón...», pensó Marthe.

Confiar en el Japón. Dejar que Teo descubra el culto de los bosques y las flores. Que saboree el té verde. ¡Ah!, y forzarlo a que reanude sus ejercicios de yoga. Enderezarle la espalda. Alimentarlo con pescado crudo, que está lleno de fósforo. Por si acaso, Marthe buscó la bolsa de medicinas europeas: allí estaba, preparada para servir si era necesario. Bruscamente, descubrió que ella misma estaba abrumada de angustia.

–Si es que me desmonta la moral –murmuró–. Incluso cuando duerme.

La señorita Ashiko

En medio de una muchedumbre de japoneses con sus cámaras en ristre, la tía Marthe buscaba a una señorita que no había acudido a la cita. Malhumorada, decidió ir al servicio de información a poner un anuncio por megafonía.

Teo pensó que se trataría de una solterona muy seria, muy arrugada, con los ojos llenos de bondad. Lanzó un gran suspiro: los amigos de la tía Marthe eran todos encantadores... pero ¡si fueran un poquito más jóvenes! Cuando, por ventura, aparecía uno, como Manli, la tía Marthe se peleaba con él. Sin alegría, Teo contempló las figuras más viejas. ¿Cuál sería?

–¡Hola! –dijo una vocecilla a sus espaldas–. ¿Puedo molestarte un momento?

Teo se volvió: una joven japonesa lo miraba, sonriente. Ojos risueños, boca redonda, cabello hasta las caderas, largo y lustroso... Minifalda, cazadora roja. ¿Trece años? ¿Quince?

–Hola –dijo él, risueño–. No me molestas, pero es que acabo de llegar, voy con mi tía y estamos esperando a alguien. ¿Vives en Tokio?

–No, en Kioto –contestó ella–. Yo también espero a alguien. Una señora, francesa como tú. Tendría que estar aquí, con un niño, pero no los veo. ¿No los habrás visto, por casualidad?

–¿Cómo es la señora? –preguntó Teo, solícito, cogiéndole la mano–. Voy a ayudarte.

–Siempre está vestida con cosas muy raras. Suele llevar un gorro tibetano.

–¡Qué curioso! –exclamó Teo–. Mi tía también. Ya son dos viejas raras en el aeropuerto. Mira, allí está mi tía. ¿Lo ves? No era ninguna trola: ¡el gorro!

Al ver a la chica, el semblante de Marthe se iluminó.

–¡Por fin! –exclamó–. ¿Qué te ha pasado?

–Señora Mac Larey, lo siento infinitamente –murmuró la adolescente inclinando la cabeza–. El taxi se metió en un embotellamiento.

–Ya veo que has encontrado a Teo –masculló la tía Marthe, mirando de reojo sus manos agarradas.

Boquiabierto, Teo miró una y otra vez a la tía Marthe y a la joven, cuyos ojos se abrieron de extrañeza. ¡Así que la amiga japonesa era ella!

–Entonces, usted es Teo –murmuró–. Encantada...

–Igualmente –dijo él, soltándole la mano.

–Creía que era usted más joven –dijo ella, sonrojándose–. La señora Mac Larey me habló de su «pequeño Teo»...

–¿Y si nos tuteáramos, como antes? –exclamó–. ¿Cómo te llamas?

–¡Ah, os habéis encontrado sin conoceros! –dijo la tía Marthe, riéndose–. Eso está muy bien... Teo, ésta es la señorita Ashiko Okara, estudiante de francés.

–¿Estudiante? –preguntó Teo, extrañado.

–Ashiko tiene mucho talento –precisó la tía Marthe–. Sólo tiene dieciséis años.

¡Dieciséis años! Un poco decepcionado, Teo dio un paso atrás.

–Debemos de tener la misma edad, supongo –murmuró tímidamente la señorita Ashiko.

–Sólo tengo catorce años –susurró él, humillado.

–Creía que tenías dieciséis –replicó la señorita–. Eres tan alto...

–¿Alto, Teo? –protestó la tía Marthe–. ¡Si es justo de mi talla! Ven aquí, Teo.

Y, tomándolo por los hombros, lo puso a su lado: Teo le sacaba una cabeza. Boquiabierta, volvió a medirlo: no cabía duda, Teo había crecido.

–¡Ésta sí que es buena! –dijo, sin aliento–. ¡Es increíble! ¿Cómo puede haber ocurrido?

–Los viajes forman a la juventud, vieja –contestó Teo, encantado.

–Ya no te llamaré más «renacuajo», sino «espárrago» –replicó ella–. ¡Venga, chicos, nos vamos!

Naturalmente, el hotel era conforme a los gustos de la tía Marthe: anticuado, lujoso y confortable. Salvo las batas y las zapatillas, nada era japonés. Las camas no eran futones, los tabiques no eran de papel y el edificio no era de madera.

–Creía que los japoneses vivían de rodillas sobre esteras –comentó Teo, extrañado.

–Eso es al estilo antiguo –respondió la tía Marthe–. ¿Preferirías un hotel con tatamis? ¡Ridículo! ¿Sabes cómo llaman los japoneses a los occidentales adictos a esas tradiciones? ¡Los «tatamizados»!

–Pero ¿qué hay aquí de japonés?

–La flor única en el jarrón –dijo ella.

–Mamá sabe hacerlo. Ha ido a un cursillo de ikana.

–¡Ikebana! –corrigió la tía Marthe–. De tanto querer memorizar, vas demasiado deprisa, esparragote.

–Por cierto, es muy simpática tu amiga.

–La conocí de bebé, una bolita rolliza, y se ha vuelto preciosa, ¿no te parece?

–Pues sí –reconoció Teo–. Se parece a esa actriz... Sophie Marceau. Y, aparte de estudiar, ¿a qué se dedica?

–Sorpresa... –contestó ella–. Mientras tanto, tómate tus mejunjes tibetanos y descansa.

Pero Teo no logró conciliar el sueño. Ver los cerezos con la señorita Ashiko era muy distinto de visitar el Vaticano con el cardenal... Soñó con pétalos de cerezo esparcidos sobre larguísimos cabellos negros y con una manita algo fría que él trataba de calentar.

La crueldad del pescado crudo

Al final de la tarde, la tía Marthe lo despertó: mientras se estiraba, Teo descubrió que era casi la hora de cenar.

–¿A las seis de la tarde? –preguntó ella, irónica–. Has vuelto a olvidar el desfase horario.

–¡Vaya! –dijo Teo, poniendo en hora su reloj–. ¡Tendría que usar el despertador que me regaló Irene! ¡Las seis! Falta mucho para la cena. ¿Qué hacemos?

–Pasear por las calles hasta un restaurante de pescado. ¿Te parece?

–Si es para comer sushis, ya los conozco –masculló Teo.

–¡Me estás hartando con tu mal humor! ¿Y si te dijera que cenaremos con Ashiko?

–En ese caso, es distinto –confesó Teo–. Pero te advierto que me horroriza el pescado crudo.

En cuanto salió, Teo se interesó por el contenido de las tiendas de aparatos electrónicos. La tía Marthe le concedió un crédito limitado para satisfacer sus deseos. Teo contempló el último modelo de televisor miniatura y siguió su camino. Como empezaba a sentirse morir de hambre, se detuvo un buen rato delante del escaparate de un restaurante donde había, expuestos, unas gambas gigantescas de un rosa lustroso, suntuosas flores de zanahoria y tazones llenos de calamares cortados en forma de estrella.

–¿Se te hace la boca agua? –preguntó la tía Marthe–. Pues son de mentira. Estos apetitosos manjares son de plástico.

A falta de poder comer de verdad, Teo hizo la compra de alimentos falsos: verduras, marisco y un vaso de Coca-Cola con cubitos de hielo, para gastar bromas a sus hermanas. En cuanto a la tía Marthe, compró en la acera un kimono azul pálido con grandes pájaros morados y una pesada tetera de hierro negro.

–Oye ¿y el exceso de peso? –se burló Teo.

–Es para tu madre –replicó ella con acritud.

–El kimono azul es feo –murmuró Teo–. ¿Me dejas escoger uno para ella?

La tía Marthe no tuvo tiempo ni de decir esta boca es mía. En un abrir y cerrar de ojos, Teo escogió un kimono con ligeras flores de oro viejo sobre un discreto fondo blanco. Lanzando un suspiro y enrollandosufeokimono como una bolsa de basura, la tía Marthe llamó un taxi.

–¿Ya no vamos a pie?

–A veces, yo también me canso –murmuró ella con lágrimas en los ojos.

Pobre tía Marthe... Teo tuvo un arrebato de ternura y, con dulzura, le dio un beso en la mano. Ella se sonó ruidosamente.

–Bueno –dijo–, por lo menos no me has discutido la tetera.

Teo no contestó. Melina tenía una igual, y él odiaba el pescado crudo. ¡Menos mal que vendría Ashiko!

Los estaba esperando, muy colegiala con su vestido azul marino y su cuello blanco y formal.

–¿Nunca te pones kimono? –preguntó Teo, con expresión decepcionada.

–Sí –contestó la tía Marthe en lugar de la joven–. Unos kimonos especiales, ya lo verás. No tengas tanta prisa... y elige lo que vas a comer.

–Pescado a la brasa –dijo Teo.

No había. Apenas cortados sobre la tabla, donde sus pedazos todavía se movían, los animales marinos se comían crudos. A punto de sentir náuseas, Teo vio cómo la señorita Ashiko devoraba un pulpo cuyas rodajas se estremecían de un modo de lo más inquietante. Muy pronto tuvo que salir a la calle para no ponerse a vomitar allí en medio. Las luces de neón lo deslumbraban, los clientes entraban y salían de los bares iluminados, unos borrachos gritaban en lontananza, y el estómago de Teo aullaba de hambre.

–¿No te encuentras bien, Teo? –murmuró la voz de Ashiko–. Vuelve conmigo.

–No. ¡Comer peces vivos, ni hablar!

–¿Y comerlos cocidos es mejor? –regañó la ruda voz de la tía Marthe.

Ashiko tomó las riendas del asunto, buscó otro restaurante y encargó los platos. Unos instantes después, con la cara recién restregada con una toallita caliente, Teo contemplaba con regocijo cómo se iban haciendo unas lonchas de carne de buey sobre un amplio recipiente de hierro calentado por llamas azuladas. Había que coger una loncha con los palillos y mojarlo en huevo batido.

–¡Qué crueles sois los japoneses! –dijo, después de haber engullido el primer bocado–. ¡La carne cocida, por lo menos, es alimento humano!

–¡Crudo o cocido, en cualquier caso comes cosas vivas, que yo sepa! – gruñó la tía Marthe.

–Entiendo lo que quiere decir Teo –intervino Ashiko, incómoda.

–¡Lo que faltaba! –exclamó la tía Marthe–. Tú, que defiendes los ritos más tradicionales, ¿te permites este juicio crítico? ¡No es muy japonés!

–Durante siglos, nuestra civilización estuvo dominada por los principios de los guerreros –contestó la joven–. Usted sabe que su código de honor no estaba desprovisto de crueldad.

–¡Ah! Te refieres al seppuku. Ya conoces ese rito de muerte, Teo. En Europa, se llama «haraquiri».

La historia de una chica, un chico y un sable divino

Se trataba del último acto de un guerrero japonés. Si había faltado al honor, si había sido vencido, si había traicionado o si a su señor le daba la ventolera de pedírselo, el guerrero se suicidaba según un rito inmutable: vestido de blanco, ante sus amigos reunidos, se abría el abdomen de parte a parte con un puñal de mango corto. En tiempos muy remotos, el más digno entre los asistentes, designado por el suicida, le cortaba la cabeza con objeto de abreviar su sufrimiento.

–¿Eso es el haraquiri? –exclamó Teo, sorprendido.

Seppuku –corrigió la señorita Ashiko–. Ya casi no existe.

–Pero celebráis cada año a los cuarenta y siete valientes que decidieron vengar a su señor y, una vez cumplida su misión, se abrieron el vientre uno a uno –dijo la tía Marthe.

–¿Los cuarenta y siete ronin? –preguntó Ashiko, sonriente–. Son la encarnación del deber de fidelidad. El destino de los ronin no era envidiable: si su señor moría o ya no podía pagarles, erraban lastimosamente con su sable inútil. Los cuarenta y siete en cuestión se habían impuesto una misión precisa. Los reverenciamos por su tenacidad y su sentido del honor, no por el seppuku.

–Aun así –insistió–. El gran escritor Mishima se suicidó de esta manera no hace tanto tiempo. ¡Y qué muerte! Oye esto, Teo: primero, entró en el despacho del jefe de estado mayor de los ejércitos japoneses, a quien ató de pies y manos. Luego, delante de las cámaras de televisión, deploró la degeneración de los antiguos valores japoneses, que iba a mostrar en toda su grandeza. Y, finalizado su discurso, se abrió el vientre. Un amigo suyo le cortó la cabeza e hizo lo mismo. Eso fue en los años setenta...

–Mishima vivía en un pasado obsoleto –replicó Ashiko–. Nosotros, las generaciones jóvenes, vivimos en la modernidad.

–¿Desde cuándo? –preguntó Teo.

–Vamos, no habrás olvidado la bomba atómica sobre Hiroshima –intervino la tía Marthe.

–No, pero ¿en qué fecha fue, que ya no me acuerdo? –gimió Teo.

En 1945, para poner fin a la Segunda Guerra Mundial, los americanos probaron esa nueva arma en Japón. Desde el principio del conflicto, Japón había sido aliado de la Alemania nazi y la Italia fascista. Los otros dos países ya habían capitulado, pero Japón enviaba cada día kamikazes sobre los barcos enemigos.

–«Kamikaze» sé lo que es –afirmó Teo–. Quiere decir «suicidado».

–No exactamente –precisó la señorita Ashiko–. «Kamikaze» significa «viento divino». Pero es verdad que los pilotos se suicidaban haciendo estallar sus aviones sobre el blanco de ataque.

–¡Qué valientes! –comentó Teo.

Así era justamente el código de honor de los samuráis. Desde el siglo XIX, el emperador era un dios, descendiente directo de la diosa Amaterasu. Dado que su naturaleza era divina, todos los japoneses tenían que sacrificar su vida por él. Cuando, tras la bomba de Hiroshima, el emperador decidió rendirse, algunos soldados rechazaron lo inaceptable y lucharon solos en las islas del Pacífico, durante años. Porque, a sus ojos, el emperador-dios no podía decaer, y su pueblo no podía abandonarlo.

–Otra vez el tema del sacrificio humano –opinó Teo–. ¿Qué pintaba Amaterasu en esta guerra? ¡Creía que, después de salir de su cueva, había iluminado el mundo!

Sí, pero Amaterasu era hija de una pareja de dioses fundadores cuya triste historia marcaba el alma de los japoneses. El dios padre de Japón se llamaba Izanagi, y la diosa madre, Izanami. En la época en que la tierra no existía aún, la comunidad de dioses los hizo pasar por un puente de arco iris para que crearan el Japón. El joven Izanagi era tan bello que la diosa Izanami se detuvo en lo alto de los colores transparentes y le dijo: «¿Quieres casarte conmigo?». Se unieron, pero, para su gran sorpresa, sus primeros hijos fueron criaturas monstruosas: medusas, pulpos y otros seres viscosos.

Desesperadas, las dos divinidades volvieron a subir al mundo celeste, desde donde los dioses los volvieron a enviar al arco iris, con el ruego de que se atuvieran a las órdenes de la naturaleza. Entonces, en medio del puente, el dios Izanagi se detuvo y dijo a la diosa: «¿Quieres casarte conmigo?». Y, puesto que esa vez lo masculino había desempeñado su papel frente a lo femenino, Izanami dio a luz a los hijos más hermosos que pudiera haber: las islas japonesas.

–Hasta aquí, no es demasiado triste –dijo Teo.

Pero, en el alumbramiento de su último hijo, Izanami murió. Loco de dolor, Izanagi decidió ir a buscarla a los infiernos. Por milagro, consiguió que le permitieran llevarla de nuevo al mundo de los vivos, pero no tenía que volver la vista atrás bajo ningún concepto. Desgraciadamente, Izanagi desobedeció. Entonces, su amada se convirtió en un cadáver descompuesto que lo persiguió para devorarlo vivo. El dios logró escapar, lanzándole una peineta que se arrancó del moño, y nunca más volvió a ver a Izanami.

–Me recuerda una historia de la abuela Téano –murmuró Teo–. En Grecia, la mujer se llamaba Eurídice, y él, ya no me acuerdo.

Él era Orfeo, mago, poeta y músico. Pero, si bien Orfeo se había convertido en uno de los inspiradores de una poderosa corriente mística, no tuvo descendencia. Mordida por una serpiente de veneno mortal, Eurídice no había tenido tiempo de tener hijos. En cambio Izanami era, según la leyenda, una madre encantadora, aunque capaz de metamorfosearse en ogresa en el fondo de los infiernos. Madre suprema y terrible, Izanami había dado a luz la naturaleza entera bajo su forma divina: Japón. Según la religión sinto, la hija de Izanami, la diosa Amaterasu, confió al primer emperador de Japón el sable de su hermano Susanoo, arma insignia de la divinidad. Susanoo, dios violento, representaba la faz nocturna del universo, mientras que Amaterasu simbolizaba la parte luminosa. Al recibir de manos de la diosa el sable de Susanoo, el emperador-dios heredaba de ambos principios, el masculino y el femenino.

–Bueno –dijo Teo–. Es un truco para conservar el poder.

Ashiko protestó... Según los historiadores de las religiones, la cueva a la que se retiró la diosa Amaterasu señalaba probablemente una época remota en que los japoneses enterraban a sus muertos en las cuevas. Por tanto, el regreso de la hija de Izanami no era sólo el de la luz, sino que simbolizaba la vida después de la muerte. Como el sol, los muertos desaparecen y reaparecen, a menudo bajo forma de fantasmas quejumbrosos que era necesario apaciguar. Poseedor del sable divino, el emperador garantizaba, pues, la inmortalidad de los japoneses.

–Tengo una pregunta –dijo Teo–. ¿Qué quiere decir «sinto»?

«La vía de los dioses.» La religión sinto de los orígenes, la más antigua de Japón, veneraba las divinidades en sus formas más simples: el sol, el viento, las rocas, las montañas, la flor abierta, el bosque, las nubes. Y las divinidades naturales, que el sinto llamaba kami, irradiaban por toda la tierra, accesibles a la adoración de los hombres. No se necesitaba mucho para satisfacerlos: un cordón a modo de cinto, una banderola, una oración. Durante mucho tiempo, el sinto había sido la religión más simple de todas: una relación extática con la naturaleza del Japón, volcánica, amenazadora, verde y apacible, brumosa, nevada, tropical al sur, glacial al norte.

–¿El sinto fue así? –preguntó Teo, suspicaz–. Eso quiere decir que ha cambiado...

Sí, porque había quedado oculto bajo espesas capas de religiones venidas de fuera: el confucianismo chino y el budismo del Gran Vehículo. El sinto no había desaparecido, no: sobrevivía y muy bien, pero se había adaptado a las nuevas religiones. De ese magma en fusión surgió el sintobudismo...

–¡Otra de sincretismo, marchando! –exclamó Teo.

Como en los demás sitios, el budismo no tuvo dificultad alguna en implantarse en otra religión que tan sólo adoraba las divinidades naturales, carente de una verdadera filosofía. Los primeros monjes budistas empezaron por recitar sus oraciones en los santuarios sinto, en honor a las llamadas «divinidades de Luz suavizada»; nadie encontró nada que objetar. Luego, inventaron numerosas leyendas en que las divinidades sinto explicaban que, en realidad, eran bodhisattvas. Algunas contradicciones resultaban difíciles de resolver. Por ejemplo, ¿cómo se podía conciliar la compasión hacia los seres vivos con los peces muertos que se ofrecían a las divinidades de Luz suavizada?

–Buena pregunta –observó Teo.

Entonces, a un santo monje que no encontraba respuesta, las divinidades explicaron que asumían el error de los humanos que actuaban sin reflexionar. Por lo demás, las divinidades trataban cuidadosamente de reunir los peces viejos que llegaban al término de su existencia para que los hombres los capturaran por voluntad divina. De este modo, entraban en la vía del Buda.

–Muy listos los budistas –dijo Teo.

No lo suficiente, sin embargo, para evitar los conflictos entre ellos mismos. Durante mucho tiempo, los budistas se dividieron en sectas belicosas: el famoso código de honor de los guerreros viene de éstas. Tras siglos de sangrientos conflictos, el emperador retomó el poder y oficializó el sinto. A partir de entonces, el culto de la nación japonesa sería el mismo que el del emperador. Porque, gracias al sable del dios Susanoo, era reverenciado como descendiente directo del Sol, indiscutible y, de hecho, indiscutido hasta 1945.

–O sea que el emperador de Japón ya no es un dios –concluyó Teo–. Sin embargo, he visto en la tele que lo tratan con reverencias y todo eso...

La rendición de Japón, obtenida por el general americano MacArthur, exigía expresamente que el emperador renunciara a la divinidad, pero el fervor seguía siendo intenso en el alma japonesa. Se respetaba al emperador, aunque ya no fuera sino un soberano como los demás, a la cabeza de una democracia parlamentaria. La adopción de la democracia había sido complicada, porque la palabra «libertad» no tenía sentido alguno en el Japón antiguo, al igual que la palabra «individuo». Antiguamente, toda la sociedad vivía por el dios-emperador, a su vez encarnación del Japón. La idea de una decisión libre no tenía lugar en un sistema en que sólo contaban el país y su dios. El general MacArthur también había exigido el derecho de voto para las mujeres, y eso fue un escándalo todavía mayor. ¿Las hijas de Izanami podrían votar? ¡Entonces, el Japón volvería a verse sometido a la desastrosa iniciativa de la diosa maleducada en el puente de arco iris! Se acabaría el reinado absoluto de los hombres... ¡El antiguo Japón se hundiría!

–Pero no se hundió –dijo tranquilamente Ashiko–. Por eso entendía la crueldad de la que hablabas, Teo. Las viejas tradiciones misóginas todavía están vivas...

–¡Mejor! –exclamó atolondradamente la tía Marthe–. Además, ¿por qué tienes tanto apego a la preservación del sinto, querida niña?

–Porque está en armonía con la naturaleza. Los kami significan el respeto de los seres vivos en un país tan estrecho que nos vemos obligados a amontonarnos en las costas... ¿Qué sería de nosotros sin los árboles y las plantas? ¿Dónde se encontraría el oxígeno y la vida? Mire nuestras ciudades de cemento y de vidrio, ya no respiran... ¿La naturaleza está realmente llena de divinidades? No lo sé, pero practico su culto con pasión.

–O sea que no eres budista –concluyó Teo.

–Para algunas cosas, sí –dijo Ashiko–: el culto de la flor o la ceremonia del té. Cuando no se aplica al arte de la guerra, el zen me gusta.

Teo abrió los ojos, sorprendido. ¿El zen? ¿La guerra? ¿El té? ¿Qué tenían que ver?

Primera lección de zen

–Espera –murmuró–. Para mí, «zen» quiere decir «tranqui». En el cole, decimos que hay que ser zen cuando sacamos malas notas. Vamos, cuando tenemos algún problema. ¡La guerra no es zen!

–El antiguo Japón perfeccionó al máximo las reglas del combate –contestó la tía Marthe–, y allí es donde interviene el zen. Creo que no sabes lo que es. Es el pensamiento del vacío. El no pensamiento del pensamiento.

–No entiendo –dijo Teo–. ¿El no pensamiento?

–Si piensas que piensas, sigues pensando, ¿no? –dijo la tía Marthe–. Ya lo aprenderás en COU, cuando estudies la filosofía de Descartes: cuando pienso que pienso, soy. En el zen, es al revés: para realizar el acto perfecto, hay que alcanzar el vacío del pensamiento.

–Pienso que cojo este tazón, y lo cojo –replicó Teo, uniendo el gesto a la palabra–. Es un acto perfecto y punto.

–No, porque has tirado unas gotas de té –ironizó la tía Marthe–. Para que el acto fuera perfecto, tendrías que no pensar en el tazón, y tu mano tendría que cogerlo sola, sin ti.

Teo cerró los ojos, se concentró, tendió una mano vacilante y volcó la taza entera. Ashiko se echó a reír.

–¡Inténtalo tú, a ver! –exclamó, furioso.

–El ambiente no se presta a ello –contestó Ashiko–. Hay que estar en una sala tranquila y sin ruido.

–De todos modos, no veo qué tiene que ver el tazón de té con la guerra –rezongó, secándose la manga.

–Háblale del tiro al arco –dijo la tía Marthe–. Le encantará...

El arte de la guerra heredado de la tradición zen consistía en olvidarse a sí mismo para adaptarse mejor a los movimientos del enemigo. Y el tiro al arco sólo podía ser totalmente ajustado en el momento en que la flecha se disparaba sola, impulsada por un gesto perfecto, es decir realizado en estado de vacío. Si uno apuntaba con cuidado, estaba demasiado tenso para alcanzar el blanco; si, por el contrario, uno se unificaba con la flecha, si la mente cedía, la flecha cumpliría su cometido. Para conseguirlo, había que abandonarse por completo.

–Ya entiendo –dijo Teo–. Es lo que se enseña a los atletas para que se distiendan durante el esfuerzo. Lo oí decir cuando los Juegos Olímpicos.

–El zen ha cruzado las fronteras –dijo Ashiko, con expresión algo triste–. Ahora sirve para todo en vuestro mundo: para relajar a los hombres de negocios, para distender a los deportistas, para suavizar las conductas... Incluso aquí se ha vuelto comercial.

–Vamos, hija –dijo la tía Marthe–. ¡Tú que eres pacifista, no vas a echar de menos el arte de la guerra!

–Para mí, el zen ofrece lo mejor de sí en la ceremonia del té –contestó ella.

–¡Qué bien! –dijo Teo–. ¿Bebéis té con ceremonia?

–Con ceremonia es poco –dijo la tía Marthe, displicente–. Espera a haberlo visto antes de entusiasmarte; ya me contarás...

–¿Por qué, señora Mac Larey? –preguntó Ashiko, extrañada–. ¿No le gustó la última vez que compartimos ese momento?

–¡Huy sí! Digamos que se me hizo un poco largo...

–Señora Mac Larey, no ha alcanzado usted el espíritu del zen. Se pasa mucho tiempo angustiada, ya lo veo.

–¡Tranqui, tía! –exclamó Teo–. ¡Sé zen!

–No me fastidies –contestó ella–. Con un gusarapo como tú, ¡a ver cómo quieres que alcance el pensamiento vacío!

–Estoy segura de que Teo lo conseguirá –prosiguió Ashiko–. Hacen falta una inteligencia aguda y una sencilla confianza en el otro. Él tiene estas cualidades.

–Eso es como llamarme idiota y desconfiada –masculló la tía Marthe–. Conozco los principios del zen, pero quiero pensar a gusto, eso es todo.

–Pero, tía Marthe, Ashiko no es la primera en hablarme de abandono –objetó Teo–. El shaij de Jerusalén me lo había dicho. Ese Chiflado de Benarés, el bueno de mi gurú, me lo decía todos los días... Y tu amigo el lama Gampo, ¿acaso no me habló de la oración cuando me dio un patatús delante del Buda?

–¿Te desmayaste delante del Buda? –preguntó Ashiko, sorprendida–. ¿Lo ve, señora Mac Larey?

–Teo reacciona bien a Asia –masculló la tía Marthe–. ¡Pero estamos lejos de haber terminado el recorrido!

–A usted no le gusta el abandono –dijo Ashiko.

–¡No! –gritó la tía Marthe–. ¡Quiero ser libre!

–¿Hay libertad más grande que la de abandonarse a sí mismo? –preguntó Ashiko.

–La de controlarse, niña. En nuestro país, cultivamos el dominio de uno mismo. Nos esforzamos en pensar con claridad. Por cierto, ¿por qué estudias francés, si puede saberse?

–Para encontrar un empleo –respondió Ashiko–. Y también porque conozco un poco Francia, y allí se puede escoger marido. En cambio, aquí no es lo mismo...

–¡Y quiere escoger libremente un marido! –dijo la tía Marthe, sarcástica–. ¡Qué contradicción! ¡En cuestión de maridos, no abandonarse a la elección de los padres! ¿Dónde está tu querido abandono?

Ashiko se ruborizó y bajó la cabeza.

–No te preocupes –dijo Teo, cogiéndole la mano–. Es brusca, pero no es mala. Siempre quiere tener razón. Yo, en cambio, entiendo lo que dices.

–¿De verdad? –murmuró Ashiko, con los ojos cerrados.

–Quieres elegir tu felicidad y abandonarte luego –susurró Teo–. Venga, mírame.

Suavemente, la joven levantó la cabeza y lo miró, vacilante.

–Mírame mejor –insistió Teo–. ¡Sin pensarlo!

Ashiko le dirigió una mirada radiante.

–¿Lo ves, tía Marthe? Esto es zen –dijo Teo, encantado.

–¡Menudo ligón estás hecho! –masculló su tía–. Venga, enamorados, estoy cansada, nos vamos.

Avergonzada, Ashiko retiró precipitadamente su mano. Teo se puso colorado a su vez. ¿Ligón, él, que sólo quería socorrer a una joven apurada?