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LOS ANTEPASADOS Y LOS INMORTALES
Un cóctel de sangre de serpiente
No había tu tía: nada más llegar a Yakarta, Teo tendría que ir al hospital.
–¡Pero si la doctora de Darjeeling ya me ha visto! –protestó Teo–. Ya basta...
No, no bastaba. Desde hacía casi un mes, Teo no había hecho un solo análisis, y la tía Marthe estaba bajo juramento: seguirían el tratamiento de la doctora Lobsang Dorjé a condición de controlarlo mediante análisis de sangre regulares. Teo se resignó. Algodón, desinfectante, aguja, jeringuilla, sangre oscura en tubitos etiquetados: el señor Sudharto se encargó de enviarlo todo a un hospital especializado de Singapur, donde se encontraban los mejores equipamientos de la zona. Tendrían los resultados en unos días.
–¡Qué rollo! –dijo Teo–. Mamá se va a poner negra.
–No te preocupes, Teíllo –murmuró la tía Marthe, que no las tenía todas consigo.
–¡Pero si yo estoy muy tranquilo! –exclamó Teo–. ¡Estoy mucho mejor!
–Quizá el chico desee dar un paseo –sugirió el señor Sudharto–. Conozco una pagoda en mi barrio...
–¡Buena idea! –exclamó la tía Marthe.
No estaba muy lejos, pero, debido a los dichosos embotellamientos, fue necesaria casi una hora para llegar al barrio chino. Callejuelas estrechas, mototriciclos rojos, vendedores de orquídeas malva o de empanadillas, calderos en que cocían guisos extraños... De repente, Teo se estremeció. Delante de un mostrador, un hombre desollaba una serpiente, y el cuerpo del animal vivo se retorcía frenéticamente.
–¿Has visto, tía Marthe? –susurró, sin aliento.
–¿Qué? ¡Ah, la serpiente! El vendedor la va a degollar y recogerá la sangre en un vaso. Se le echa coñac y se bebe. Es muy revitalizante. ¿Quieres probar?
–¡Ni hablar! –dijo Teo con un hipido.
–¿Preferirías pene de tigre en salsa o pata de oso asada? –susurró la tía Marthe, burlona.
–¡Espaguetis! –gritó Teo–. ¡Con salsa de tomate!
–¿Quiere tallarines, joven? –intervino el señor Sudharto–. Nada más fácil.
Y compró un tazón de pasta amarilla y fragante, que Teo engulló sin la menor arcada. Luego, caminaron hasta una gran plaza donde se erguía la entrada de la pagoda, elevada puerta amarilla y blanca con el tejado de aleros combados de aspecto claramente chino.
Adivinación en la pagoda
El interior de la pagoda era rojo. Las paredes, los cirios gigantes, el soporte de las velas encendidas, todo era rojo sangre de toro. Al fondo, relucían extrañas estatuas doradas. Delante de una pila llena de arena en que habían plantado varas de incienso, una mujer sostenía un largo tubo que contenía tablillas de bambú. Le dio unas vueltas sobre el incienso encendido, lo inclino hacia delante, no demasiado, y lo sacudió con suavidad para que cayera una tablilla al suelo. Entonces, la recogió con presteza y leyó lo que estaba escrito en la punta ennegrecida.
–¿Es un juego? –preguntó Teo–. ¡Explícame cómo se hace, Sudharto!
–No se puede decir que esta señora esté practicando un juego –empezó Sudharto–. Seguramente ha venido a consultar. Acaso uno de sus hijos aspire a un buen puesto o esté gravemente enfermo... En fin, está aquí para conocer la verdad.
–¿Qué es esto? –murmuró Teo–. ¿La verdad en unos palos?
–Los chinos –prosiguió Sudharto– han elaborado numerosos tratados de adivinación. El más conocido y antiguo se llama Libro de las mutaciones. Basta coger el recipiente sagrado, así... Lo oriento en la dirección correcta, le doy vueltas sobre el incienso para expulsar a los malos espíritus. Y luego, si lo sacudo, ¿ves?, uno de los signos saldrá solo. No lo escojo... Después, lo leo y descubro la respuesta a la pregunta que me he hecho.
El señor Sudharto se apartó para leer el mensaje adivinatorio que había recogido del suelo, y su semblante se iluminó.
–Excelente –murmuró–. Los dioses han hablado muy bien.
–¿O sea que crees en esto?
–¿Por qué no iba a seguir la tradición de mis antepasados? –respondió Sudharto–. Han procedido así desde hace milenios...
–¿Y si probaras, Teo? –dijo la tía Marthe.
–En el fondo, no pierdo gran cosa –dijo Teo–. Ya sé qué pregunta voy a hacer.
Cogió a su vez el tubo y lo sacudió con tal fuerza que una de las tablillas salió disparada. Entonces, precipitándose a cogerla, intentó leerla, pero estaba en chino. Sudharto propuso sus servicios de traductor.
–«Un tiempo de afinamiento, un tiempo de sosiego» –leyó.
–No entiendo –dijo Teo.
–A lo mejor has olvidado dar vueltas al tubo sobre el incienso –sugirió el señor Sudharto.
–Es verdad –dijo Teo–. Vuelvo a empezar.
Y, pese a las protestas de la tía Marthe, Teo repitió la operación. Orientar, no olvidar dar vueltas sobre el incienso, sacudir –esta vez suavemente–... Otra tablilla salió y cayó. El señor Sudharto la tomó de las manos de Teo.
–Aunque repetir no es conforme a nuestra costumbre, respeto el deseo de nuestro joven amigo –se disculpó–. Ésta es la traducción: «El yang llama, el yin contesta».
Teo se puso a pensar. El yang era el sol, y el yin, la luna; el yang era seco, el yin, húmedo; el yang era chico... y el yin, chica.
–¡Ya lo tengo! El yang soy yo. Llamo a Fatou por teléfono... Ella es yin y contesta. ¡O sea que me casaré con Fatou! –gritó, saltando de alegría.
–Vas un poco deprisa –intervino la tía Marthe.
–¡De eso nada! Además, eso quiere decir que me curaré, ¿te das cuenta?
–¿Y el primer signo, Teo? –preguntó el señor Sudharto.
–Chupado –contestó Teo–: el tiempo de afinamiento es mi viaje. El tiempo de sosiego es cuando vuelva a París, ¿no?
Desarmada, la tía Marthe le dio un beso.
–¡Cómo mola! –exclamó.
Unas mujeres se volvieron hacia él con expresión indignada. Un bonzo alzó las cejas. Algunos fieles se reunieron alrededor de Teo, mirándolo con cara de pocos amigos. El señor Sudharto cogió a Teo por el brazo.
–Es una lástima que no puedas expresar tu alegría, hijo, pero estamos en un lugar de culto y...
Avergonzado, Teo se tapó la boca con la mano y se dispuso a explorar la pagoda llena de humo.
–Esos cirios tan gordos de allí... –susurró para empezar.
–Están hechos para que duren todo el año –murmuró el señor Sudharto–. Luego, se renuevan.
–¿Para recrear el tiempo? –dijo Teo–. ¿Y las estatuas?
Malos y buenos espíritus
Parecían divinidades unas, y demonios otras. Pero, en realidad, la misma energía las animaba, la de los antepasados. Los demonios eran fantasmas: se llamaban gui. El señor Sudharto enumeró unos cuantos.
–En general –explicó–, son espíritus que desean vengarse de los vivos, o animales maléficos reencarnados. Se ve una hermosa joven cuando se trata en realidad de un alma errante, devoradora de cadáveres: el espíritu de un zorro de diez mil años de edad. Se le nota en el pelo morado de la ceja izquierda.
–Si se maquilla, se puede uno equivocar –dijo Teo.
–También te puedo hablar del espíritu que, bajo forma de espantosa vieja, entra de noche en el vientre de los niños y les roba el alma. Los espíritus son muy aficionados a las almas de los vivos...
–Encantador –murmuró Teo–. ¿Hay muchos más?
¡Hordas enteras! Algunos no eran antipáticos: una vieja carpa convertida en muchacha enlutada que lloraba a la orilla del agua sin hacer daño a nadie... En ocasiones, eran incluso benéficos: el espíritu de las monedas de oro desgastadas deambulaba bajo el aspecto de una adolescente de pies rojos, con una antorcha en la mano; y un joven, el espíritu de las monedas de plata, jugaba con un pez al borde de los caminos.
–Eso, por lo menos, es inofensivo –dijo Teo, tranquilizado–. ¿Y ésta tan guapa quién es?
Se aproximó a una estatua de dulce semblante, envuelta en el ala de un ave gigante; alrededor de la diosa, danzaban sus doncellas de oro a la luz de los cirios.
–No es un fantasma, seguro –susurró–. Dime quién es, Sudharto...
–La dama vestida de plumas –murmuró el señor Sudharto– es la Reina Madre de Occidente, la diosa más importante de China. Un día, el rey Mu de Zhou vio a la Reina Madre de Occidente. Tan a gusto se encontró en su compañía que olvidó regresar a su país.
–Es bonito, esto que cuentas –se admiró Teo–. Parece un poema.
–La Reina Madre de Occidente vive en un palacio de jade rodeado de un muro de oro, junto con los inmortales: los varones en el ala derecha, las mujeres en el ala izquierda. Ahora, está sola. Pero, antiguamente, tenía un hermano gemelo, el Venerable Rey del Este. El mismo pájaro cubría con el ala izquierda al Rey del Este y, con el ala derecha, a la Reina Madre de Occidente. Con el tiempo, la gente llegó a olvidar al Rey del Este. Sólo queda la Reina.
–¡Pero bueno, la han privado de su gemelo! –dijo Teo–. No hay derecho...
–Otros podrían contarte los poderes del Venerable Rey del Este; pero la Reina Madre de Occidente conocía sin duda alguna una receta de larga vida: los melocotones milagrosos. Por eso, en China, el melocotón es el símbolo de la inmortalidad...
–¡Me encantan los melocotones! –exclamó Teo–. O sea que soy inmortal...
–Por desgracia, hijo, sólo el melocotón milagroso proporciona la inmortalidad. Pero el melocotonero de la Reina Madre de Occidente no da más que un fruto cada tres mil años.
Decepcionado, Teo corrió hacia la luz y se encontró fuera, lejos del rojo sangre de toro.
Comida en casa del señor Sudharto
En el puerto, gigantescas barcas azules apuntaban su afilado morro inmaculado hacia el borde de los muelles. Desde tiempos remotos, se descargaban allí maderas preciosas de aroma penetrante.
–Es una historia interesante –explicó el señor Sudharto–. Aquí, los primeros invasores vinieron de Vietnam y China, traídos por el monzón, hasta la isla de Java. Cada uno trajo su religión: el taoísmo, el confucianismo y el budismo. Luego, descubrieron que crecían claveros en las islas Molucas.
–¿Árboles que dan clavos? –preguntó Teo.
–No –intervino la tía Marthe–. El clavero da clavos de olor, de los que se echan en el cocido, ¿sabes? O en la compota de manzanas.
–Mamá los clava en las naranjas –dijo Teo–. Cuando están secas, huele bien.
Así eran las especias: perfumes de la vida. En la Edad Media, muy apreciado en Occidente, el valioso clavo navegó desde las Molucas hasta Java, desde Java hasta la India, y desde la India hasta Venecia, pasando por largas caravanas en pleno desierto de Arabia. Pero, en el siglo XV, la República de Venecia acaparó todo el comercio del clavo gracias a sus poderosas redes de intermediarios musulmanes, parte de los cuales se instaló en las islas de Indonesia. Entonces, un siglo más tarde, para romper ese monopolio insoportable, acabar con la fortuna de Venecia y evitar a los musulmanes, los conquistadores portugueses tomaron otro camino, rodeando África. Descubrieron así el cabo de Buena Esperanza y llegaron a las lejanas islas de Indonesia, trayendo el cristianismo. Y, como los monzones se cruzaban en la isla de Borneo, inmovilizando los barcos por largas temporadas, hubo tiempo para que cada cual predicara en nombre de su dios. Ésa era la razón de que tantas religiones hubieran podido sobrevivir en las mismas islas de Indonesia.
–Huele a clavo –dijo Teo, abriendo las aletas de la nariz.
–¿No será a alquitrán? –replicó la tía Marthe–. Dudo que todavía haya tortas por el comercio del clavo.
–Alquitrán o clavo, tengo hambre –declaró Teo–. ¿Dónde podemos comer?
–Está todo previsto, joven –intervino suavemente el señor Sudharto–. Tengo el honor de invitarlos a mi casa.
Se pusieron de nuevo en camino por las callejuelas. El aire estaba cargado de olores exquisitos que cosquilleaban la nariz de Teo: raviolis cocidos al vapor, aromas de sopas en que flotaba el toronjil picado, empanadillas de carne fritas y relucientes, todo parecía delicioso. Teo se sentía cada vez más hambriento. De repente, el señor Sudharto dobló una esquina y se detuvo ante un gran muro con una puerta minúscula. Una vez franqueada, se encontraron ante otro muro más pequeño, que había que rodear en zigzag: hacia un lado, y luego hacia el otro.
–Perdonen por este circuito algo complicado –se disculpó el señor Sudharto–. Impide la entrada a los malos espíritus, que se desplazan siempre en línea recta. Ésta es mi humilde morada.
¡Humilde, la casa del señor Sudharto! Había que cruzar un patio cuadrado alrededor del cual estaban dispuestos tres pabellones; en el centro, en un estanque circular, nadaban unas carpas doradas. Al fondo del patio, el edificio principal esperaba como una vieja dama de atuendo discreto. El interior era oscuro, con enormes muebles de madera negra e incrustaciones de nácar. Era imponente, pero no muy alegre. Teo entró como en una iglesia y sentó su trasero en el borde de un sillón rígido en que no apetecía arrellanarse.
–Tienes una casa muy bonita –dijo, educado.
El señor Sudharto sonrió. Cuando se era riquísimo, como él, era más prudente no hacer ostentación de la fortuna. La casa se había quedado tal como era desde que sus antepasados se habían instalado allí, construida según las reglas de la cosmología china: tres pabellones alrededor de un cuadrado en cuyo centro se encontraba el círculo del estanque, poblado de peces sagrados y portadores de buena suerte. Una casa arrugada como los ancianos que caminaban en los pasillos oscuros del templo, musitando inaudibles plegarias.
–Nada ha cambiado desde mi última visita –dijo la tía Marthe, quitándose el chal.
–Me parece que no ha visto usted nuestro nuevo televisor –observó el señor Sudharto–. Tenemos una antena parabólica totalmente nueva.
Junto al aparato último modelo, Teo descubrió un montaje singular. Sobre una mesa de nácar cubierta de brocado amarillo se elevaba una minúscula pagoda cuyas puertas se abrían mostrando la figurilla de un genio de color turquesa y vientre orondo. Encima, presidían unas fotografías enmarcadas: una anciano calvo de adusto semblante, una señora con un moño muy severo, otra sonriente con una flor en la mano, un joven elegante y triste, con un alfiler en la corbata. Por último, delante de la pagoda diminuta, se encontraba una pequeña pila llena de arena donde humeaban unas varillas de incienso, junto a una fuente de plata con las inevitables tablillas de madera que predecían el porvenir.
–¿Tienes una pagoda en tu casa? –preguntó Teo, extrañado.
–¡No, hombre! –dijo la tía Marthe–. Es el altar de los antepasados, ¿no es verdad, querido amigo?
–Me temo que nuestro joven amigo tiene razón –contestó, apurado–. El altar de los antepasados es la réplica de una auténtica pagoda, con la salvedad de que en ella veneramos a quienes nos han precedido en este mundo. Así son las costumbres que tenemos nosotros, los chinos.
–¿Costumbres? –exclamó–. ¿Por qué no decir a Teo que se trata de confucianismo?
–El caso es que...
El señor Sudharto inició un discurso confuso del que se deducía que el culto a los antepasados pertenecía a la tradición china y era muy anterior a Confucio; si bien, ciertamente, fue especialmente propugnado por los herederos de la escuela confuciana; el genio turquesa, en cambio, era la diosa de la luna sentada sobre su sapo. La luna, el sapo y la adivinación procedían de la tradición del taoísmo popular.
–O sea que «sincretizas» a la vez el taoísmo y Confucio –concluyó Teo.
–¡Huy! –exclamó el señor Sudharto–. Que los inmortales me protejan de semejante pretensión... Sólo soy un modesto servidor de los ritos más arraigados, eso es todo.
–¿Inmortales? –dijo Teo–. Entonces, ¿también tenéis dioses?
No se podía presentar así las cosas. No obstante, leyendo los textos sagrados, era obligado reconocer que las creencias populares de los orígenes incluían una larga genealogía de seres divinos.
–Mi hijo les contará más detalles que yo al respecto –murmuró–. ¡Manli! ¿Quieres venir al salón?
Un joven entró como una exhalación y, remangándose los vaqueros para estar a gusto, apoyó sus zapatillas de deporte sobre la mesita.
–Hello –dijo, tendiendo la mano a la tía Marthe–. ¿Qué tal?
–Compórtate, haz el favor –le regañó el señor Sudharto.
El joven se sentó erguido y se quedó callado.
–Manli es estudiante de teología comparada en la Universidad de Chicago –añadió el señor Sudharto tras un silencio–. Hijo mío, ya conoces a nuestra amiga, la señora Mac Larey, y éste es su sobrino Teo. Nuestros amigos desean saber cosas acerca de los dioses de nuestro país. ¿Puedes aclarar sus dudas?
El Caos, el huevo, el hombre y los Soberanos
El joven se puso a pensar y estiró las piernas.
–Haz el favor de no hacernos esperar –dijo el señor Sudharto–. Y ponte como es debido.
–Bien, padre –respondió Manli, doblando sus infinitas piernas–. Pensaba en el modo de poner orden en las numerosas versiones sobre el origen del mundo.
–Pues ¡adelante, hijo!
Manli se rascó la cabeza y se lanzó. Al principio de los tiempos, reinaba una bruma informe y oscura. Luego, el Tao generó el Uno, que se dividió en Dos. Dos generó Tres, que, a su vez, produjo los diez mil seres. Éstos llevan el Yin a la espalda y abrazan el Yang. Pero, según otras versiones, dos divinidades salieron de la penumbra: una cuidó del cielo, y la otra, de la tierra. Cielo y tierra se convirtieron en Padre y Madre de todas las criaturas.
–¡Un momento! –intervino Teo–. O sea que Dos es el número de los padres, y Tres, el de la familia.
Exacto. Existía otra manera de contar el nacimiento del mundo: el Soberano del océano del sur se reunió con el del océano del norte en el territorio del soberano del centro, Caos, que los recibió con infinita cortesía. Queriendo devolverle la amabilidad, ambos soberanos decidieron practicarle los orificios necesarios para ver, oír, comer y respirar, orificios de los que carecía.
–Espera, pero ese rey ¿qué era? ¿Una bola? –preguntó Teo.
Por definición, el Caos era informe: no era ni redondo, ni cuadrado, estaba desprovisto de cualquier contorno. Practicar los orificios en el Caos era una empresa valerosa... Pero, desgraciadamente, el séptimo día, el soberano Caos murió y...
–Simplifica, Manli –interrumpió el señor Sudharto–. Todavía no eres profesor.
Resumiendo, el Caos se parecía a un huevo cósmico, de donde salió el primer hombre, Pangu. Cuando éste murió, a los dieciocho mil años, sus ojos se convirtieron en el sol y la luna; su cabeza, en montaña; su grasa, en los mares, su pelo y su vello, en los árboles y las plantas. Sus lágrimas dieron caudal al río Azul y al río Amarillo; su aliento fue el viento, y su voz, el trueno. De su iris negro surgió el relámpago; de su contento, el cielo despejado; y de su ira, las nubes.
–O sea que es el hombre quien crea el mundo –dedujo Teo–. Sin Dios.
Sí, pero más tarde. No se sabía exactamente en qué período histórico el primer hombre, Pangu, y el sabio del taoísmo, Laozi, se fusionaron en una sola divinidad. El ojo izquierdo del Sabio Oculto era lo que se convertía en sol; el derecho, en la luna; el cabello, en las estrellas; el esqueleto, en los dragones; la carne, en los cuadrúpedos; los intestinos, en las serpientes; el vientre, en el mar; el vello, en los vegetales; y su corazón, en una montaña sagrada. Por último, un ser misterioso llamado Augusto Señor rompió la comunicación entre el Cielo y la Tierra.
–Otra vez lo mismo –susurró Teo al oído de su tía–. El cretino de turno nos provoca un cortocircuito.
–Secretitos a la oreja son cosa de vieja –replicó ella en el mismo tono.
Así eran los mitos populares. Pero no se podía prescindir de conocer la genealogía de los grandes reyes. Los primeros, dijo Manli, fueron los Tres Augustos, dos hombres y una mujer. Observando las plumas de los pájaros, la variedad del universo y las partes de su propio cuerpo, el más antiguo, el Augusto Rey de cuerpo de serpiente, inventó el libro de las adivinaciones. La Augusta Mujer, su esposa, tenía en común con él la misma cola de serpiente que constituía la parte inferior del cuerpo.
–¡Anda, dioses siameses! –observó Teo.
–¡Chinos! –rectificó Manli.
En cuanto al tercero de los Augustos, el Divino Labrador, creó la agricultura. Luego, vinieron los Cinco Emperadores. El primero, el Emperador Amarillo, escribió los tratados de medicina, de sexualidad, de astrología y de arte militar. El segundo fue quien separó el Cielo y la Tierra; el tercero, el emperador-cuervo, tuvo como esposas a la madre de los diez soles y a la madre de las doce lunas; el cuarto reguló el ciclo de las estaciones, pero puso el gobierno en manos de un hombre del pueblo, Shun, el más virtuoso.
–Ni a un dios, ni a un rico –dijo Teo–. ¡Mejor!
Shun no era exactamente un humano como los demás. Antes de escogerlo, el emperador lo sometió a crueles pruebas: Shun tuvo que pasar por las llamas, salir indemne de una inundación, deshacerse de la tierra con la que lo habían cubierto, enfrentarse a un huracán, que no consiguió turbarlo. La peor prueba consistió en ser golpeado por sus propios padres. Pese a ello, Shun no les perdió el respeto y fundó el culto a los antepasados. Luego, expulsó a los cuatro demonios por las cuatro puertas del mundo, antes de transmitir el poder al quinto emperador, el último, Yu, que encauzó las aguas y dominó las inundaciones que asolaban el territorio.
–¿Yu el Grande? –exclamó Teo–. ¿El que baila a la pata coja?
El mismo. Con Yu el Grande se acababa la santa genealogía de los Tres Augustos y los Cinco emperadores.
–¡Uf! –dijo Teo–. ¡Es igual de complicado que lo de los dioses de la abuela Téano!
Confusa, la tía Marthe explicó que Teo era medio griego y que su abuela lo había arrullado, de pequeño, con la mitología de su país de origen. Educadamente, el señor Sudharto preguntó si Teo aceptaría narrarles algunos episodios...
–Es largo –bostezó Teo–. Y tengo el estómago en los pies.
Horrorizada, la tía Marthe le clavó furiosamente las uñas en el brazo.
–¡Me haces daño! –gimió–. ¿Qué he hecho?
Riendo, el señor Sudharto reconoció que ya era hora de comer e invitó a sus huéspedes a levantarse. La comida estaba servida en una mesa redonda, con una bandeja giratoria al estilo chino.
Las sorpresas de la cocina china
–Oye, espero que no nos den pilila de tigre –susurró Teo a la tía Marthe.
–No te preocupes –le dijo ella–. Conozco el menú.
–Medusas caramelizadas, translúcidas y crujientes; ranas con ajo y perejil; sopa de huevo; patas de pollo dulces cocidas al vapor. Cuando llegó la tortilla de cangrejos y espárragos, Teo pidió clemencia.
–¡Haz el favor de ser educado! –regañó la tía Marthe–. ¡Prueba!
Mohíno, abrió la tortilla con los palillos: un rollito de madera estaba oculto en su interior.
–¿Se come? –dijo, desconfiado.
–Primero, se abre –dijo el señor Sudharto, sonriente.
Teo lo abrió: dentro, había un papelito minúsculo.
–¡No me diga que es el mensaje siguiente! –exclamó.
–Pues sí –contestó la tía Marthe–. ¿Comprendes ahora por qué conocía el menú?
Soy el sol y no me gusta el caballo crudo. Si quieres verme en mi santuario, ¡ven!
¿Caballo crudo? ¿Para el sol? ¿En qué país se encontraba esa divinidad tan rara?
–Dificilillo, ¿eh? –susurró la tía Marthe, encantada.
–Ni idea –dijo Teo–. No lo conseguiré...
–¿Y si te ayudara Manli? –propuso el señor Sudharto.
–Ya me gustaría a mí –dijo Manli–, pero tampoco veo qué puede ser.
–Entonces, quizá podríais consultar a los antepasados –dijo el señor Sudharto, con aire de pillo.
Los jóvenes se levantaron, el grande y el pequeño. Ceremonioso, Teo paseó la fuente de plata por encima de las varas de incienso, lo sacudió, y cayó una tablilla demasiado preparada.
–Entonces, me retiro, y el mundo se sume en la noche –leyó–. ¡Esto no es un oráculo!
–Esta vez, ya lo tengo –suspiró Manli, aliviado–. Se trata de la diosa más antigua de...
–¿Quiere callarse? –regañó la tía Marthe.
–Esto es trampa –dijo Teo–. Me trucan los oráculos y no dejan a Manli interpretarlos... Pues entonces, llamo a Fatou. ¿Y mi móvil? ¡Vaya, me lo he dejado en el hotel!
–¿Quiere el mío? –propuso el señor Sudharto, sacando un pequeño aparato del bolsillo.
En el país de los peces de fiesta
–¿Fatou? Sí, estoy bien, sólo que estoy colgado con el mensaje... ¿Que no te extraña? Pues sí... ¿Me das la pista, por favor? Los peces celebran a los niños, y los cerezos, la primavera. ¿Qué quieres que haga yo con esto? ¿No puedes decirme algo más sobre el caballo crudo? ¿Desollado? ¡Pues sí que me sirve de mucho! ¿No tienes nada más que añadir? ¡Qué se le va a hacer! Sí, te mando un beso. Más bien calor. No, no sudo. Sí... a ti también... Muy fuerte.
Perplejo, colgó.
–Dice que el caballo está crudo porque está desollado. ¿Entiendes algo, Manli?
–Claro –dijo con una sonrisa–. El hermano de la diosa tiró un caballó desollado en su cueva.
–¡Eso no me dice el nombre del país!
–Lo puedes adivinar, hijo –dijo la tía Marthe–. ¿Dónde se festeja a los niños con peces de tela?
–No sé. ¿En México?
–No –dijo Manli–. ¿Dónde florecen los cerezos más hermosos del mundo? ¿En qué país la vida se detiene para poder contemplarlos?
–¡En Japón! –gritó Teo.
–¡Menos mal! –suspiró la tía Marthe–. ¡Ya era hora!
–Y ¿quién es esa tía que dice que no le gusta el caballo crudo? –preguntó Teo, furioso por no haber adivinado.
Se llamaba Amaterasu. Austera, casta, vivía en una cueva en compañía de sus doncellas, que cada día le tejían un kimono del color del tiempo. Cada mañana, Amaterasu salía a iluminar la tierra. Hasta el día en que su insoportable hermano Susanoo, dios de la luna y rey del océano, lanzó, para gastarle una broma, un caballo desollado sobre los telares de las tejedoras. Asustadas, salieron en tropel, y a una de ellas se le clavó su propia lanzadera en el sexo. La herida le causó la muerte. A la diosa Amaterasu no le hizo gracia la broma: no le gustaba el caballo crudo. Enfadada, se retiró a su cueva, y la luz desapareció.
–¡Menudo idiota, el hermanito! –exclamó Teo–. Y ¿duró mucho tiempo la cosa?
Lo suficiente para sembrar el pánico hasta en el cielo, donde vivían los dioses y las diosas, que no veían mejor que los humanos. Consternados, se reunieron e inventaron un truco. Pidieron a Uzume, la diosa más cómica, que los divirtiera delante de la cueva cerrada en que se encontraba Amaterasu. Uzume no se anduvo con chiquitas: levantándose las faldas, se puso a bailar desvergonzadamente, exhibiendo el trasero y el sexo con irresistibles muecas. Resultó tan grotesco que los dioses se echaron a reír a carcajadas atronadoras... Curiosa, Amaterasu no resistió la tentación de mirar: apartó ligeramente la piedra que cerraba la cueva, pero los dioses pusieron ante ella un espejo, donde vio a una mujer espléndida. Sorprendida, se asomó. Entonces, los dioses la agarraron por el kimono, y Amaterasu salió de la cueva para siempre. El mundo quedó a salvo.
–¡Qué historia más bonita! –reconoció Teo–. Ahora, entre nosotros, tenía sus razones para estar enfadada.
–Hay tantísimos cuentos en Japón... –añadió Manli–. Tienen suerte...
Pero, antes de viajar a las islas japonesas, había que esperar los resultados de los análisis y, de momento, echarse una siesta. Teo abandonó a disgusto a sus nuevos amigos. En cuanto la puerta se cerró, el señor Sudharto se dirigió al altar, sacudió el recipiente de las varillas, consultó a los antepasados acerca del destino de Teo y sonrió: la respuesta era buena.
Resultados sorprendentes
Sin embargo, cuando los resultados llegaron de Singapur, no eran claramente mejores. Simplemente estacionarios.
–Estacionarios –dijo la tía Marthe por teléfono–. Es muy preocupante... ¿Qué tratamiento? Pero ahora que lo dice...
Soltó el auricular, a punto de desmayarse.
–¡Teo! –gritó–. ¿Sabes qué? ¡Los resultados son estacionarios!
–Bueno, no es para tanto –dijo–. Estoy como siempre.
–¡No, porque has parado el tratamiento anterior y las nuevas medicinas han funcionado! ¡La doctora de Darjeeling lo ha conseguido!
–Pues claro –contestó Teo–. ¿Te extraña?
Loca de alegría, le dio besos hasta marearlo y se puso a bailar con él.
–Oye, tía Marthe –dijo, protegiendo sus pies–. ¿Qué es ese ruido raro del teléfono?
–¡Dios mío! ¡No me he acordado de colgar! –exclamó la tía Marthe.
Teo aprovechó la ocasión para llamar a sus padres.