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DEMONIOS Y MARAVILLAS

De los campos a los bazares

Pese a la ausencia de Majandyi, el resto de la estancia en Benarés pasó como un sueño. La tía Marthe había elaborado un programa sólido e inquebrantable como el hormigón. Había que despertarse a las siete, con un bed-tea, costumbre inglesa debidamente convervada: un té muy fuerte para salir de las brumas del sueño. A las siete y media, clase de yoga con el profesor Chiflado; a las ocho y media, ducha y desayuno; a las nueve, paseo hasta las doce. Siesta obligatoria. Al atardecer, garbeo por los bazares de Benarés.

Al cabo de tres días, Teo pudo mantenerse haciendo el pino, y la relajación empezó a producir sus efectos benéficos. En cuestión de respiración, el niño tenía dificultades, pero el señor Kulkarni fue tan paciente que consiguió enseñarle la famosa respiración por el vientre, que le dilató los pulmones y le enderezó los hombros. En menos de una semana, Teo se había enganchado a su gurú.

El señor Kulkarni participó, pues, en todas las expediciones y, como sabía muchas cosas, contó a Teo mil historias extraordinarias. Fueron a las verdes campiñas lindantes para circundar el vasto perímetro sagrado de Kashi, el verdadero nombre de Benarés. Kashi la luminosa, Kashi la radiante, Kashi la Ciudad de las Luces era el corazón geográfico del hinduismo: el verdadero hindú tenía que recorrer a pie el conjunto de etapas, visitando templos y durmiendo en antiquísimos dormitorios para peregrinos. La sinuosa peregrinación atravesaba pueblecitos cuyos lugareños, intrigados, miraban pasar al extraño grupo compuesto por una mem-sahib entrada en años –así decían los hindúes a las inglesas, a partir de la palabra inglesa madam, deformada en mem, y sahib, «el señor»–, una preciosa hindú que parecía muy a gusto con los extranjeros, un yogui envuelto en su vieja manta y apoyado en un bastón, y un joven de cabellos negros y rizados que se habría parecido al dios Krishna si no hubiera tenido los ojos verdes. Pero, con los occidentales, los campesinos de Benarés estaban acostumbrados a cualquier cosa.

Los cuatro compañeros fueron entrando en todos los pequeños templos que encontraron, tocaron la campana, y el señor Kulkarni fue rezando en cada uno de ellos con sincero fervor, a Durga, a Shiva, a Ganesh. Si no conseguía identificar al dios del lugar, rezaba al desconocido. A veces, los templos se encontraban a orillas de grandes estanques, y se podía bajar al agua; las mujeres se bañaban o lavaban la ropa, los hombres se zambullían como carpas, todos rezaban con las manos juntas, como en el Ganges. Y es que no había un río en la India, no había un arroyo, ni un estanque que no fuera hijo lejano de nuestra madre Ganga. Necesaria para la vida, luego para la oración, el agua entera era sagrada.

Pero lo que Teo prefería era, al crepúsculo, el paseo por los bazares. Las calles eran tan estrechas que, cuando una vaca corría en ellas, a toda cuerna como quien dice, apenas había tiempo de hacerse a un lado. Teo las encontró muy descaradas y, al igual que los niños de Benarés, se acostumbró a darles, al pasar, una buena palmada en el trasero, lo cual las dejaba totalmente indiferentes. En una joyería, Teo compró un brillante de nariz para su madre. En cuanto a la tía Marthe, se arruinó en su sedería preferida, cuyo dueño lanzaba los rollos de seda con maestría en un salón forrado de algodón blanco, mientras ofrecía lassi a la clientela: yogur batido y servido en un tazón de barro. Todo eso era delicioso, pero lo mejor eran los pósters de dioses.

Risueños, mofletudos, rebosantes de salud, los dioses de la India tenían los ojos negros. Teo decidió coleccionarlos, empezando por su dios-elefante. Luego, vino Shiva, cuando Teo vio, aprisionada en el moño del dios, la bonita cabeza de Ganga escupiendo el agua del río. Había Shivas furibundos que blandían sus tridentes con fiero ademán, Shivas meditabundos, con los ojos cerrados sobre fondo de Himalaya nevado... Encontró incluso uno muy extraño, que era, de arriba abajo, mitad hombre y mitad mujer. El señor Kulkarni le explicó que el gran dios, a la vez masculino y femenino, expresaba con esta imagen la parte del otro sexo que cada uno lleva dentro.

–Entonces, ¿yo tengo algo de mujer? –preguntó Teo, extrañado–. No veo dónde...

–Vamos a ver, en Luxor, antes de entrar en la danza, ¿acaso la shaij no te llamó «novia»? –le recordó la tía Marthe.

Teo lo recordó y quedó impresionado porque, en ese preciso instante, el gemelo subterráneo se manifestó. Era la hora en que las campanas empezaban a sonar. Atravesado por reflejos arrebolados, el cielo de Benarés se ensombrecía, y los pájaros silbaban a la llamada de la noche. «Estoy aquí, hermanito», susurró la dulce voz invisible. «No te abandono...»

–Teo, ¿estás soñando? –dijo la tía Marthe.

Sí, estaba soñando. Por vez primera, Teo se preguntaba si ese famoso gemelo surgido de los abismos de la danza en Egipto no sería más bien una gemela. Entonces, sus ojos se fijaron en otro póster: Shiva estaba acompañado por Ganesh, a un lado, y por un deslumbrante joven armado con una lanza, al otro.

–¡Anda, uno nuevo! –dijo–. ¿Quién es?

Los guardianes de la puerta

El señor Kulkarni se sentó, porque la explicación iba a ser larga.

El joven se llamaba Skanda y era el hijo de Shiva. Éste no quería tener hijos. Un día, los dioses necesitaron a un guerrero para vencer a los demonios y pidieron a Shiva que concibiera un hijo. Shiva se dejó convencer, se casó con Parvati pero, como era asceta, se unió a ella durante mil años sin concebir hijo alguno.

–No entiendo –dijo Teo–. ¿Se unió a ella durante mil años? ¿Cómo es eso?

Al ver que el señor Kulkarni se ponía a carraspear lastimosamente, la tía Marthe acudió en su ayuda. Los ascetas, que son los únicos que pueden retener su semen para hacer que suba hasta el cerebro, pueden permanecer mucho tiempo acostados con una mujer sin hacer nada. Teo siguió sin comprender.

–Sin llegar hasta el final –susurró Ila, sonrojándose.

–¡Ah! –exclamó Teo–. ¿Quieres decir sin eyacular? ¡Así, está claro!

Clarísimo, pero los dioses, irritados, interrumpieron el santo ejercicio. Distraído, Shiva se descuidó... Y el semen cayó en el fuego, que lo entregó al agua, que lo confió a las cañas, para acabar dando a luz a Skanda, cuyo nombre significaba «chorro de semen». A decir verdad, como admirador que era de la diosa Ganga, el digno yogui prefería una versión más corta: al ver a Ganga saltar del cielo, el dios la encontró tan bella que eyaculó en el río, donde nació Skanda... Sea como fuera, Shiva acabó teniendo dos hijos: el gordo Ganesh y el hermoso Skanda.

–¿Cuántas historias hay en torno a Ganesh? –preguntó Teo.

¡Un montón! Porque, además, el dios-elefante había viajado mucho, y se encontraba en China y en el Tíbet bajo la forma de un niño rollizo, vestido de rojo, armado con el tridente de Shiva, pero como dios de la cocina. En Japón, al igual que en la India, era el dios de la felicidad, un niño de pie sobre dos sacos de arroz. Pero Ganesh siempre guardaba una puerta: la de su madre Parvati, la de los templos o la de la cocina. Al otro lado de la puerta, Skanda también vigilaba. En cada puerta, había dos guardianes: Skanda el bello, nacido del semen de su padre, y Ganesh el zampabollos, creado en la intimidad de su madre. Uno salía del fuego paterno, y el otro, del agua materna.

–Eso nos remite a China –intervino la tía Marthe–. Allí, dos principios regulan el orden del universo: el Yang, sol y macho, y el Yin, sombra y hembra, ya verás.

–Cuéntame otra historia de Ganesh –suplicó Teo.

Bueno, pues la del colmillo que le faltaba. Efectivamente, según la versión más conocida, Ganesh se lo arrancó para entregarlo al primer escritor, convirtiéndose así en dios de la gente de letras. Pero, según otro relato... Un día en que iba cabalgando a lomos de su rata, Ganesh se cruzó en su camino con una serpiente. La rata se asustó, Ganesh cayó al suelo, su abultado vientre estalló, los dulces con los que se había atiborrado rodaron por los suelos y, para no perderlos, el dios-elefante utilizó la serpiente para hacerse un cinturón. A la vista del espectáculo, el señor Luna (porque, en la India, la luna era un dios) tuvo un ataque de risa. Ofendido, Ganesh se cortó uno de los colmillos y lo lanzó hacia el señor Luna, que se puso negro y desapareció. Desde entonces, la luna desaparecía periódicamente.

–No lo sabía –murmuró Ila, fascinada.

Otra tarde, viendo que Teo se detenía delante de un póster de Visnú, el señor Kulkarni explicó por qué el dios dormía sobre el océano, velado por una serpiente gigante. Al principio de los tiempos, un tremendo incendio asoló la tierra, los infiernos y el cielo: fue el primer sacrificio. Luego, las nubes se arremolinaron, y la lluvia sumergió el universo. Entonces Visnú se convirtió en guardián de todas las criaturas que, hechas de barro y de fuego, iban a despertarse a la vida, y se durmió para siempre sobre el océano cósmico.

–Y el océano es un mar de leche –concluyó el señor Kulkarni.

–¡Un mar de leche! –exclamó Teo–. ¡Habría que decírselo a Nestlé!

–No, porque es leche batida para hacer... –dijo la tía Marthe.

–Entonces, es mantequilla –declaró Teo.

Tampoco, porque en la India, utilizaban mantequilla clarificada, el ghee, que se obtenía hirviendo cinco veces la mantequilla para extraerle todas las impurezas. Así purificado, el ghee era tan sagrado que lo vertían sobre los cuerpos en la incineración.

–¡Pues vaya guisote! –dijo Teo–. ¿Y la serpiente gigante?

¿La serpiente? Pertenecía al inmenso imperio subterráneo de los nagas, que se encontraba bajo las aguas. Por eso las cenizas de los muertos tenían que volver al río, y por eso se echaba un puñado de sus cenizas al Ganges: de este modo, tras haber sacrificado al fuego mediante la cremación, se sacrificaba al agua. Y, según la tradición, la ofrenda equivalía al cadáver en persona.

–Vale, te queman como a un asado, bien chorreante de mantequilla – murmuró Teo–. Pero, puestos a escoger, es mejor que pudrirse bajo tierra, me parece a mí.

El señor Kulkarni se indignó: lo que sucediera al cuerpo no tenía nada que ver con el alma inmortal, y su oficio consistía en educar al alma con el fin de prepararla mejor para la muerte. Viendo que la conversación derivaba hacia temas que ella quería evitar, la tía Marthe decidió que ya era hora de abandonar el hinduismo con sus leyendas fantásticas y volverse hacia Buda, que no tenía nada que ver con toda esa imaginería.

La fabulosa historia de Buda

Así, a la mañana siguiente, fueron a Sarnath, a unos cuantos kilómetros de la ciudad, porque era allí, en el lugar llamado Parque de las Gacelas, donde Buda había pronunciado su primer sermón y donde había puesto por primera vez en movimiento la Rueda de la Ley, la del dharma.

No era más que un jardín, grande y hermoso, plantado de inmensos árboles, donde, cerca de unas cuantas ruinas indescifrables, se alzaba un elevado monumento redondo de ladrillo. Un poco decepcionado, Teo se sentó bajo la enramada: ¿cómo imaginar al Buda en ese paisaje apacible?

Con mucho detalle, la tía Marthe explicó que la Rueda de la Ley era el principal símbolo del budismo, el emblema del ciclo eterno de los nacimientos y las reencarnaciones del que había que salir para alcanzar la serenidad. Se encontraba en pleno centro de la bandera de la India moderna, en memoria del primer soberano budista que unificó el país, el emperador Asoka. Luego, habló del gran monumento que se alzaba entre los árboles centenarios: el primer stupa del budismo, que albergaba algunos huesos de Buda. Todos los stupas budistas contenían reliquias del primer Buda o de sus sucesores. Teo bostezó. Seguidamente, enumeró todos los nombres sucesivos del hijo del rey Suddhodana y de la reina Mahamaya: se llamaba Siddharta, que significa «El que alcanza el blanco» o el buen arquero, y se convirtió en Gautama, nombre de su familia en el clan de los Sakya; más tarde, en Sakyamuni, asceta del clan de los Sakya, y en Buda, el iluminado. Teo estuvo a punto de dormirse.

–¡Si no te intereso, dilo! –exclamó Marthe, exasperada.

–Pues... –dijo Teo, confuso–. Me gustaban más las historias del señor Kulkarni.

–Le cedo la palabra, Guruyi –suspiró la tía Marthe.

Dócil, el erudito yogui se puso manos a la obra. El príncipe Siddharta había nacido en Kapilavastu, en un pequeño reino del nordeste de la India, ahora en Nepal, probablemente en abril o en mayo del año 558 antes de Jesucristo, y había muerto ochenta años después; se había casado a los dieciséis años, había abandonado su palacio a los veintinueve, había recibido la Iluminación en el 523, o en el 517...

–Estoy harto de estos rollos de especialistas –protestó Teo–. ¿A mí qué me importa que fuera en el 517 o en el 523? ¿A quién interesa eso?

...afortunadamente, la leyenda decía muchas más cosas, como que el futuro Buda había escogido a sus padres. Había entrado en el costado derecho de su madre bajo la forma de un elefante blanco...

–¡Qué va! –rezongó la tía Marthe–. Suponiendo que haya existido de verdad, cosa que no es segura, la reina Mahamaya tuvo ese sueño y punto.

–Shhh –ordenó Teo.

Y no había crecido en la matriz de su madre, sino en un relicario tallado en una gema. No había nacido por la vía natural, sino que había salido por donde había entrado. Nada más nacer, el niño había rugido como un león, proclamando bien alto que él era el mejor del mundo, el mayor del mundo, y que ése sería su último nacimiento.

–Ridículo –interrumpió la tía Marthe–. ¿Rugir como un león? Eso es incompatible con su doctrina.

Cuando el futuro Buda fue al templo por primera vez, las estatuas de los dioses se levantaron y se prosternaron ante él. Procedente del Himalaya, de donde había venido volando por los aires, un viejo sabio había querido ver al niño prodigioso, lo había cogido en brazos y había llorado al comprender que no viviría lo suficiente para seguir las venideras enseñanzas del bebé divino. Cuando el rey le preguntó si el niño sería un gran soberano como él, el sabio le contestó que su vástago sería el amo del mundo. Siete días después, Mahamaya murió. Su padre decidió entonces educar al bebé para hacer de él un gran rey y lo encerró en los placeres de palacio, para así evitar que conociese el sufrimiento, la vejez y la muerte. El joven príncipe se casó con dos princesas y tuvo un hijo. Entonces, a los veintinueve años, gracias a los dioses solícitos, Siddharta salió de su jaula de oro y vio en las calles de la ciudad un enfermo, un anciano y un muerto...

–¡Anda! –observó Teo–. Oye, tía Marthe, Te habías olvidado del muerto.

Luego, encontró en su camino a un monje de rostro sereno. El príncipe comprendió que, al amparo de su palacio, había evitado la esencia de la vida: el dolor. Pero también comprendió que, a través de la meditación, era posible superarlo y alcanzar la serenidad. Así pues, se escapó de noche, abandonando a sus mujeres y a su hijo. Hasta aquí llegaba la leyenda del nacimiento de Buda.

–¡Menos mal! –dijo la tía Marthe.

–Parece Jesús –dijo Teo–: no tiene padre, puesto que entra en el cuerpo de su madre por milagro; un mago viene de lejos para verlo, todo eso se parece.

Pero, luego, ya nada era igual. El príncipe, que había renunciado al mundo, empezó por los ejercicios que se practicaban en sus tiempos: se hizo yogui en tan sólo un año. Después, se retiró durante seis años y emprendió largos ayunos. Llegó a no comer nada. Esquelético, estaba tan consumido por el ardor de su ascesis que parecía de polvo. Entonces, intervino un elemento decisivo: comprendió la inutilidad de la mortificación e interrumpió su interminable ayuno aceptando la ofrenda de arroz cocido que le hizo una mujer. Eso representó una revolución tal que sus discípulos, despechados, no lo entendieron y se alejaron de él. ¿Abandonar la ascesis? ¡Eso no se hacía!

Dado que el príncipe ya lo conocía todo –los placeres, las mujeres, la paternidad, el yoga y la ascesis–, pudo pasar a la meditación. Sentado bajo un gran árbol, esperó hasta alcanzar lo que ya entonces llamaba «Iluminación». La Muerte vino a tentarlo bajo forma de demonios y monstruos, pero él resistió. Luego, vino el Amor, bajo la forma de mujeres desnudas. En realidad, la misma diosa, Mara, encarnaba el amor y la muerte: se retiró al alba, vencida. En la primera noche, recorrió con el espíritu todos los mundos. En la segunda, pensó en todas sus vidas anteriores y en todas las de los seres humanos. A la tercera vigilia, comprendió cómo había que detener el ciclo de los nacimientos y renacimientos. Cuando amaneció, se había convertido en el Iluminado, el Buda. Se reunió con sus discípulos, los condujo a Sarnath, a este jardín, y les expuso su doctrina, basada en la compasión.

Satisfecho, el señor Kulkarni se quedó en silencio.

La tía Marthe enseña budismo

–¡En lo que respecta a la doctrina, es un poco escueto! –exclamó la tía Marthe.

–¿Por qué? –dijo Ila–. ¡Si es la verdad!

Mirando de arriba abajo a sus amigos hindúes desde lo alto de su oronda persona, la tía Marthe protestó contra ese concepto reductor. Buda había dado al mundo una verdadera filosofía que nada tenía que ver con una religión de dioses y demonios. No, lo que Buda había descubierto, entre otras cosas, o sea las cuatro nobles verdades, era mucho más serio que todas esas zarandajas.

–Escucha, Teo –dijo–. Es muy sencillo. La primera verdad es que todo es sufrimiento.

–A mí, no me lo parece –murmuró Teo.

–Sí, porque todo pasa –insistió ella–, hasta la felicidad, hasta la alegría obtenida mediante la meditación. Todo es, según dice Buda, impermanente. Es decir...

–Que no dura, ya lo sé –dijo Teo–. Y ¿qué más?

–La segunda verdad es que el origen del sufrimiento se encuentra en el deseo egoísta, que Buda llama «sed de ser uno mismo». Incluso el deseo de éxtasis forma parte de ello.

–Vale, y ¿cómo se sale de allí? –dijo Teo.

–Pues gracias a la tercera y cuarta verdades. La tercera nos dice que, para acabar con el dolor y con el sufrimiento, debemos suprimir todo deseo, toda apetencia. La última de las cuatro verdades describe los caminos para conseguirlo.

–Dilos, a ver –masculló Teo, escéptico.

–Pues mira: es la Vía del Medio. Buda nos habla de un camino o vía de ocho etapas. Éstas son: tener conocimiento, actitud, palabra, acción, vida, esfuerzo, pensamiento y concentración que sean justos o rectos espiritualmente, es decir, mantener un sentido de lo justo: justo en el medio. Se accede así a la sabiduría, y entonces es cuando interviene la compasión, no sólo hacia todos los hombres, sino hacia todos los seres vivos. Porque, si todo lo que existe en el mundo es impermanente, si hasta los conocimientos son perecederos, entonces el yo no existe, el egoísmo no tiene lugar. Además, el nirvana no se alcanza en otra vida o en otro cielo, sino en lo inmediato, ahora, en el presente.

–Nirvana es el nombre de un grupo de rock –dijo Teo, malhumorado–. Aparte de eso, no entiendo nada.

–Pues te lo voy a explicar –dijo la tía Marthe–. Cuando sale de la contemplación, el que sigue la vía de Buda, puede decir: «¡Oh, el nirvana! ¡Destrucción, calma, excelente escapatoria!», porque Buda habla precisamente de «destruir la casa». Como te puedes imaginar, no se trata de derruirla con un bulldozer, sino de desprenderse de ella, destruirla en su esencia protectora. Al igual que el cuerpo, la casa es impermanente. En esto, Buda no ha inventado nada: en el hinduismo, el cosmos, el cuerpo humano y la casa obedecen al mismo orden universal, rigurosamente definido para cada uno desde el nacimiento. ¿Verdad, Guruyi?

–Efectivamente –contestó el yogui.

–O sea, según Buda, nada de condicionamientos. Y, si se consigue destruir la idea de casa, de cuerpo y de cosmos, los viejos tabúes del hinduismo desaparecen. Por tanto, tampoco quedan reglas sociales ni castas. ¿Es así, Guruyi?

El señor Kulkarni, que era brahmán, asintió sin rechistar.

–Entonces, todos los hombres tienen acceso a la calma, a lo excelente, todos pueden escapar al sufrimiento, no sólo los privilegiados. ¿Entiendes?

–Creo que sí –dijo Teo–. En definitiva, Buda hizo al hinduismo lo que Jesús a la religión de los judíos: lo extendió a todo el mundo.

–¡Muy bien! –exclamó la tía Marthe–. Te saltas alegremente la filosofía de la impermanencia, pero no está mal pensado.

–No ha dicho nada de la célebre sonrisa de Buda –dijo Ila.

–Vayamos a verlo –replicó la tía Marthe–. Será mejor.

Al salir del jardín, en el pequeño museo, había una estatua de Buda meditando. Misterioso y apacible, su sonrisa amplia expresaba más que todos los discursos de la tía Marthe. Teo acarició los pies de piedra pulida y se preguntó cómo se podía apagar esa sed que, a sus ojos, representaba la vida.

–¿Se puede comer, por lo menos? –dijo tímidamente–. Tengo algo de hambre...

–¿Quién habla de ayuno? –contestó la tía Marthe–. ¡Nada de ascesis excesiva! ¿Adónde te gustaría ir?

La mezquita del emperador terrible

Y llegó el último día en Benarés. La tía Marthe declaró que no había que quedarse sin ver la gran mezquita: un poco más y habrían olvidado que Benarés era, desde tiempos remotos, un punto de intercambio comercial, que los musulmanes constituían una importante comunidad en la ciudad y que la mezquita que dominaba la ciudad sagrada también tenía su historia.

Inmensa, de un rosa majestuoso, se alzaba con insolencia por encima de los templos del Ganges. Pero nadie se podía acercar: unas barreras impedían el paso.

–Debe de ser por culpa de los integristas hindúes –murmuró Ila, incómoda–. Quieren destruirla para purificar la ciudad.

–Como hicieron con la mezquita de Ayodhya, en 1992 –gruñó la tía Marthe–. ¡Muy bonito!

–¿Qué le reprochan a esta mezquita? –preguntó Teo.

A ella, prácticamente nada, pero a su constructor, prácticamente todo. La edificó el emperador Aurangzeb, uno de los hijos de Sha Yahan. Resulta que, durante su reinado, Sha Yahan, el tolerante, había gastado una fortuna en edificar el Taj Mahal, la gigantesca tumba para su difunta esposa. Para corregir los excesos paternos, su sucesor, Aurangzeb, se convirtió en musulmán riguroso: destruyó los templos hindúes, organizó el imperio y construyó la mezquita en cuestión con las piedras de los templos que había destruido... En la India, era recordado como un soberano cruel que perseguía a los hindúes. Por eso, los partidos políticos extremistas que querían restaurar la Hindutva, la patria hindú, también querían destruir la mezquita de Aurangzeb, a pesar de que formaba parte del prestigioso patrimonio nacional.

–Pero fíjate bien, Teo –dijo la tía Marthe–: aunque la mezquita de Benarés sea enorme, la tumba de Aurangzeb es de gran simplicidad. Un cercado, una tela blanca con un agujero en medio por donde pasa una planta de albahaca, y punto.

Teo se acercó. En las hornacinas esculpidas se habían instalado grandes enjambres de avispas agresivas. La mezquita estaba bien defendida.

Un Ganesh en tarjeta postal

Cuando llegó el momento de separarse de Teo, el señor Kulkarni emitió un breve sollozo. Teo se lanzó a sus brazos, y el bueno del Guruyi le dio un beso, cosa que no era de su estilo. Y se fue a tomar el tren que lo llevaría de vuelta a Bombay en tres días. El regreso a Delhi no fue muy alegre, que digamos. Y eso que captain Lumba había venido a buscar a su mujer y sus amigos al mando del avión de la Indian Airline, pero ni siquiera la cabina de pilotaje consiguió hacer sonreír a Teo. Primero, dejaban Benarés; y luego, encima, había que someterse a los eternos análisis de sangre.

Los análisis dieron un resultado estacionario. Preocupada, la tía Marthe decidió llamar a París. Melina iba a inquietarse...

–¡Mira, chata, te digo que es es-ta-cio-na-rio! –dijo la tía Marthe al teléfono, desgañitándose–. Significa que no ha cambiado nada, ni para bien, ni para mal... ¿Volver? ¿Para qué? Sí, mujer, ¡claro que toma las medicinas! ¿En Benarés? ¿El agua? Si no hemos bebido más que agua mineral...¿Elaguadel Ganges? ¡Bromeas! Bueno, pues, si no te lo crees, ¡pregúntaselo!

Y pasó el auricular a Teo.

–¿Mamá? ¡Ni una sola gota, está sucísimo! ¿Que qué he visto? ¡Huy!, montones de cosas. ¡He hecho yoga! Sí, con un profe... ¿Sabías que tienes una serpiente en la espalda? No, no te estoy tomando el pelo... ¿Interrumpir el viaje? Pero ¡si yo quiero seguir! Sí, ya lo sé. ¿Cómo que cómo lo sé? ¡Pues porque me lo ha dicho la tía Marthe, claro, que los resultados eran estacionarios! ¿Y qué? Eso quiere decir que no estoy peor que antes, ¿no? ¿Y mis lentejas? ¿Ya están verdes? Sí, claro que te echo de menos. Que sí, que pienso en ti al acostarme. Y también al levantarme. Te quiero...

Dio al aparato un beso húmedo y colgó.

–Está angustiada –dijo–. ¿Qué podemos hacer?

–Enviarle una postal –contestó la tía Marthe.

Dicho y hecho. Teo escogió una tarjeta de Ganesh en que se veía al bebé elefante, exhibiendo su oronda barriga, más rosa que nunca. Escribió aplicadamente el mensaje: «Para mi mamá querida, éste es el dios que me protege. Es el dios del hogar, con un diente menos para la escritura». Ahora tocaba a Melina devanarse los sesos.