24
¿EL LIBRO O LA PALABRA?
El trabajo de los místicos
Teo se acostó sin decir nada. La tía Marthe se metió en la cama, apagó la luz y se dispuso a dormir...
–Oye, ¿puedo preguntarte una cosa?
–Venga, hijo. ¿Quieres que encienda?
–¡No! Prefiero en la oscuridad. ¿Nasra es una mística?
–Sin duda, si es derviche. ¿Por qué esta pregunta?
–Porque dijo que trabajaba. ¿A qué se dedica?
–Nasra forma parte de la alta comisaría de los refugiados cuya sede está en Ginebra. Es un departamento de la Organización de las Naciones Unidas que se ocupa de los refugiados del mundo entero.
–Pues tendrá trabajo –observó Teo–. Pero ¿qué hace en Estambul?
–Cuando tiene días libres, Nasra viene a reunirse con su shaij. Pero su teléfono móvil no sale de su bolso... El resto del tiempo lo pasa continuamente en misión.
–O sea que se puede ser místico y trabajar –dijo Teo, soñador–. Yo creía que había que retirarse del mundo.
–No en el islam. La idea de comunidad de creyentes no casa mucho con el aislamiento. La mejor oración es colectiva, ya lo has visto. Otras religiones dividen la oración entre quienes «están en el mundo» y los que se retiran. Algunos monjes cristianos se encierran en sus conventos y se prohíben hablar. Lo mismo sucede con algunas órdenes femeninas, como las «monjas»; otras, las llamadas «religiosas», dedican su tiempo a la oración y a trabajar para los demás en el mundo. En la tradición cristiana, los místicos se llaman «contemplativos», porque no tienen más que una ocupación: rezar.
–No es muy útil –observó Teo–. Dejan que curren los demás...
–¡No es lo que opinan ellos! La oración de los contemplativos se hace en su nombre y en el de los «activos». Es otro concepto de comunidad: a cada cual su trabajo por Dios. Mira los hindúes: cuando han acabado de criar a sus hijos, pueden convertirse en «renunciantes» y errar por los caminos... Los budistas tienen sus monasterios; y los taoístas, la afición por el retiro solitario. Nasra es distinta. Tiene dos tipos de trabajo. Aquí, en Estambul, gira en honor a Dios; fuera, es una esposa musulmana trabajadora.
–¿Qué hace su marido?
–Es un industrial suizo, un buen chico que le da libertad. En sus escapadas para venir a ver a su maestro, él no la acompaña nunca.
–¡Pues no es celoso, el tío!
–Conoce a su mujer. ¿Te imaginas a Nasra infiel? ¡Imposible!
–Pues yo encuentro que lo engaña con Dios –decretó–. ¿Has visto sus ojos al salir del tekke?
–En ese caso, son millones de esposas muy piadosas las que engañan a sus maridos con Dios... ¡Por lo que veo, prefieres las religiosas de verdad!
–Sí –afirmó–. Ellas, por lo menos, están casadas legalmente con Dios. Y yo, ¿soy místico?
–Tú... Tú eres un bicho raro. ¡Te he visto abstraerte tantas veces, como si soñaras! Pero, cuando te pasa eso, ¿estás en tu estado normal?
–A saber. Me gusta abstraerme así. Por cierto, no te he contado lo mejor. ¡Mi gemelo es una gemela!
–¿Cómo lo sabes? –exclamó, incorporándose en la cama.
–Lo sé porque me lo chivó antes en mi interior –dijo tranquilamente–. Dice que tengo que preguntar su nombre a mamá. Yo creo que mamá me oculta algo, ¿no te parece? ¿Una primita muerta, quizá?
–Qué ton... tería... –dijo, presa de un ataque de tos–. Es... tu enfermedad.
–Te apuesto a que estoy curado –dijo Teo–. De todos modos, se lo preguntaré a mamá.
La tía Marthe se volvió a acostar, anunciando ostentosamente que tenía sueño, en lo que mintió como bellaca. Teo intentó reanudar la conversación, pero ella fingió roncar.
La revelación
Al día siguiente, Nasra recibió una llamada del doctor parlanchín. Los resultados eran asombrosos: la enfermedad estaba en brusca regresión... Nasra dio un beso a Teo, olvidando la ley musulmana, y se precipitó hacia la cocina a preparar algo para celebrar dignamente la noticia.
–¿Lo ves, tenía razón –dijo Teo–. ¡Por eso Rayo Bendito parecía tan contento! La hoja de mi sueño era la de los resultados del análisis.
–Cállate un poco –gruñó la tía Marthe–, y ¡llama a tu madre ahora mismo!
Por teléfono, Teo se hacía el valiente, aunque no le llegaba la camisa al cuerpo, como era normal; y Melina lloraba sin parar. De repente, Marthe aguzó el oído.
–...Bueno, ¿me contestas? –preguntó Teo–. Ah, ¿la conoces? ¿Quién es? ¿Mi hermana gemela? Eso ya lo sé, gracias... ¿Una de verdad? ¿Qué quieres decir? Espera... Repite... Ah... Vale. No, no tiene ninguna importancia. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? ¡Pobre mamá! Que no, que no estoy enfadado. ¡Que no, que no has hecho mal, hombre! ¡Tú no tienes la culpa de nada! ¡Puedes darme otra! ¿Otra qué? Pues otra hermana, ¿qué va a ser?
Cuando colgó, Teo estaba algo paliducho. Fue a sentarse junto a la tía Marthe y se acurrucó sobre su hombro.
–Mi hermana gemela murió al nacer, justo después de mí –murmuró–. ¿Lo sabías?
–No sabía que fuera niña –reconoció la tía Marthe–. ¿Así que ha acabado diciéndotelo? Está bien. Ahora ya sabes por qué tienes una gemela dentro.
–Pero, si me habla, es que no está muerta. Vamos, no del todo.
–No pareces sorprendido...
–No soy tan tonto. Sólo quiero comprender cómo funciona eso. ¿Son muertos que vienen a vivir en el cuerpo de uno?
–En África, eso se ve en todas partes –contestó ella–. Es posible que los africanos tengan razón.
–¿Crees que se va a quedar conmigo toda la vida? –preguntó Teo, preocupado–. No es que me moleste, ¡pero vamos!
–Se irá cuando estés curado –aseguró la tía Marthe–. Apuesto a que ha venido a ayudarte.
–Es posible. Anoche, parecía que conocía los resultados. ¡Estaba tan tranquila!
–Bueno, ya está bien, muchachito –interrumpió la tía Marthe–. No remolonees en el reino de los muertos, que ya has ido bastante lejos.
–¡Bah! He visto mundo, y en todos los países la gente se ocupa de los muertos, menos en el nuestro. La abuela Téano va cada dos por tres al cementerio. nosotros, nunca. ¿Y si eso no estuviera bien?
–Pues ya verás en África. Allí, no les parecería nada bien –contestó la tía Marthe sonriendo.
Pero, si bien en Estambul los resultados del análisis no habían provocado una revolución, en la calle del Abbé Grégoire, era otra historia completamente distinta. Jérôme llamó del laboratorio a los diez minutos y exigió que le leyeran toda la hoja de resultados, que le dieran el número del médico parlanchín, expresó sus dudas acerca de la fiabilidad de los análisis y sugirió que los hicieran de nuevo, ante el furor de Teo, que describió los hematomas que le habían dejado los pinchazos con tal lirismo que su padre se echó atrás. A la hora de la comida, las niñas llamaron porque estaban contentas. Tuvieron el tiempo justo de visitar el famoso Serrallo de los Sultanes antes de que llegara el turno a Fatou, que no tenía nada que decir, pero que se reía, feliz.
–¿Qué les pasa a todos? –preguntó Teo, extrañado–. ¡Se han vuelto locos!
–Dales tiempo, ya se acostumbrarán –aconsejó la tía Marthe–. ¡Son unos descreídos!
–¡Menos Fatou! –protestó Teo–. Sigo llevando sus amuletos...
–¿Amuletos? –dijo Nasra–. Veo que llevas un amuleto y un Corán, que no es lo mismo. ¡El islam te protege, Teo!
–Un momento... No me gusta que me engatusen. Vale que seas la hurí más guapa del paraíso de Alá, ¡pero eso no quiere decir que me tengas que liar como un petate!
–¡Qué desconfiado! –exclamó Nasra, riéndose.
El resto de la semana lo dedicaron a dar deliciosos paseos. Nasra llevó a sus amigos al santuario de Eyüp El Ensari, donde los creyentes se pegaban a las paredes de la tumba del santo, como los de Nizamuddin. Las palomas picoteaban el azúcar que había caído de las ofrendas, y Teo se compró una suntuosa caligrafía del nombre de Alá en letras doradas sobre fondo negro. Alquilaron un caique que bordeó las orillas donde se alzaban las antiguas casas de recreo con sus balcones dominando las aguas. Los cementerios eran poéticos; las mezquitas, acogedoras; y el emperador, exquisito. Tras interminables conversaciones con el médico parlanchín, Jérôme se había tranquilizado. Poco faltó para que decidiera que el viaje podía acabarse allí, ya que Teo estaba curado. La tía Marthe lo llamó al orden rápidamente. Si volvía inmediatamente, Teo recaería, estaba segura.
Discusión sobre el islam negro
Unos días después, la tía Marthe anunció que salían hacia el África negra.
–Querrá decir el islam africano –rectificó Nasra–. Senegal es un país musulmán.
–La democracia más antigua de África –añadió la tía Marthe–. Totalmente laica.
–Cuyos ciudadanos son musulmanes –insistió Nasra.
–No –replicó la tía Marthe–. Olvida a los cristianos y a los animistas.
–De acuerdo –dijo Nasra–. Pero no quita que la mayoría de los senegaleses sean no sólo musulmanes, sino sufíes.
–¡Más! –exclamó Teo–. ¿Sufíes africanos?
–Sí –dijo Nasra.
–¡No! –gritó la tía Marthe.
Entre ambas amigas, se produjo una batalla de cuidado. Nasra afirmaba que los musulmanes de Senegal eran auténticos sufíes; y la tía Marthe, que de sufíes sólo tenían el nombre.
Nasra afirmaba que los shaij de Senegal habían heredado la tradición del amor de Dios, y la tía Marthe replicaba que habían sustituido el amor por la obediencia de las disciplinas. El tono fue subiendo.
–¡Bueno, chicas, basta ya! –exclamó Teo–. ¡Que ya soy mayorcito para hacerme una idea yo solo! A ver si os calláis...
Sorprendidas, las dos mujeres se miraron de hito en hito.
–Es verdad, vamos –murmuró Teo–. ¡No os vais a poner integristas la última noche!
La crisis amainó. Arrepentida, Nasra corrió con sus piececillos descalzos y dio un beso a la tía Marthe para hacerse perdonar.
–Os voy a echar de menos –dijo, arrulladora, tendiendo la mano a Teo–. Estábamos tan bien los tres...
–¿Te has fijado, tía Marthe? –dijo Teo, encantado–. ¡Todos dicen lo mismo!
–¡Menudo vanidoso! –masculló ella–. Ve a hacer tus maletas, ahora que estás curado.
–Eres mi hurí de ojos perfilados con kohl –susurró al oído de Nasra, que se debatió, riéndose.
La despedida de Estambul fue como todas las demás. Una silueta menuda agitaba un pañuelo en el aeropuerto antes de desaparecer bajo las alas del avión. Por una vez, la tía Marthe se secó una lágrima. Teo, por su parte, contempló una última vez el mar de Mármara.
Cacahuete y oración
Al salir por la pasarela del avión que acababa de aterrizar en Dakar, Teo recibió una bofetada de aire caliente.
–Ponte el sombrero –ordenó la tía Marthe–. El sol pega igual de fuerte que en Egipto. Date prisa... Llegaremos tarde a la cita.
–¿Hombre o mujer? –preguntó Teo.
–Hombre. Alguien a quien conoces bien.
Desde luego, fue una buena sorpresa. La «cita» era nada menos que con el señor Abdoulaye Diop, el padre de Fatou, en traje de chaqueta y corbata a pesar del calor.
–¿Estás bien? –dijo, levantando a Teo como una pluma–. Tus padres me han dicho que te cuide mucho. ¿Y usted, Marthe, cómo está?
–Muy bien, gracias –contestó la tía Marthe–. ¿Y su familia?
–Están bien –dijo el señor Diop con una sonrisa–. Recogemos las maletas y nos vamos a mi casa. Todo el mundo los está esperando.
En las calles de Dakar deambulaban los hombres en caftán, y las mujeres, en bubú, con los hombros redondos al descubierto y majestuosos turbantes. Sentadas en la acera, unas señoras tostaban cacahuetes haciendo rodar las semillas sobre la arena ardiente que había al fondo de un caldero. Los vendedores ofrecían regaderas de plástico, sandalias fluorescentes, bolsas de manzanas, mosquiteras y mecheros. En cada cruce, un niño mendigaba abriendo unos ojos enternecedores. El señor Diop desviaba la mirada. La tía Marthe refunfuñaba.
–¿Ves, Teo? –empezó diciendo–, esos pequeños mendigos se llaman talibé...
–Que significa «estudiante» –se apresuró a añadir el Abdoulaye Diop.
–Sí, como la palabra talibán en Afganistán... ¡No irá a decirme que estos niños estudian mendigando en las calles! ¡Qué vergüenza!
–No, mucho no estudian –suspiró Abdoulaye Diop–. Pero le digo yo que la tradición de nuestras cofradías sufíes no se reduce a unos cuantos chavales descarriados.
–Es curioso –intervino Teo–. En Estambul, mi tía y su amiga Nasra ya discutieron sobre eso. ¿Me lo puede explicar, Abdoulaye?
–Claro que sí –contestó–. Mira: cuatro cofradías sufíes se reparten Senegal...
–Una cofradía –dijo Teo–, eso lo he visto en la tele. Son gente disfrazada de la Edad Media y que se reúne para beber vino. ¡No me pega mucho!
No pegaba. Como su nombre indicaba, una cofradía reunía a un conjunto de hermanos con una fe común. Si bien se podía comulgar más o menos en el culto del vino francés, la fe del islam reunía en cofradías mucho más serias a múltiples creyentes del mundo entero. En las regiones musulmanas de África, existían cofradías sufíes que reunían a innumerables fieles alrededor de un maestro. Era el caso de Senegal, país donde el islam sufí había aproximado a muchos pueblos, entre los que se encontraban los peul, los toucouleurs, los lebou, los mandingas y, por último, los wolof, que constituían la mayoría de los fieles.
La cofradía más antigua, la qadiriyya, provenía directamente de Bagdad, de una escuela sufí del siglo XII. La segunda, la de los ilustres y muy respetados tijianes, se había extendido en el África del Sahel a partir del Magreb, bajo la égida de un shaij nacido en Argelia y muerto en Fez en el siglo XVIII. En el siglo XX, el mayor maestro espiritual de la cofradía de los tijianes fue Tierno Bokar el maliano, el «Sabio de Bandiagara», de pensamiento luminoso. La tercera cofradía de Senegal, la de los layène, se situaba en la estela de un nuevo profeta africano, Seydina Laye, enviado por Dios a la raza negra en el siglo XIX. Pero la última, ¡ah!, era otra cosa distinta. Debía su existencia a un africano excepcional. Ahmadou Bamba fue fundador de la cofradía de los múridas, cuyo apelativo significaba «aspirante en religión».
La tía Marthe protestó. Era verdad que los cuatro venerables maestros de sendas cofradías ejercían una influencia considerable, respetada por el poder democrático, pero, si bien su espiritualidad personal era indudable, la del sólido control de los fieles por parte de la jerarquía subalterna no siempre era de la misma calidad... En cuanto a los múridas, no había que olvidar que el fundador de la cofradía había sido uno de los primeros en rebelarse contra la Francia colonial, que lo había deportado a Gabón por razones políticas: allí estaba lo esencial.
¡Error!, replicó Abdoulaye. El shaij Ahmadou Bamba no se preocupaba de luchar contra el dominio del colonizador. El gran maestro sólo tenía un objetivo: la elevación de la fe de sus fieles. En su lecho de muerte, su padre, un hombre muy piadoso, le había confiado el destino de sus hermanos musulmanes; el joven se convirtió entonces en teólogo de la antiquísima cofradía qadiriyya. Pero sólo lo atraía la meditación. Desaparecía en los bosques, buscaba: en alguna parte, lo esperaba un lugar sagrado. Un día, guiado por una luz insólita, se puso en camino y se detuvo bajo un baobab, en el sitio en que el rayo luminoso se había inmovilizado. A la sombra del árbol, comprendió que había llegado al centro de su alma. Tuvo «su» revelación y se echó a reír de contento. Su risa resonó tan fuerte que los campesinos la oyeron a treinta kilómetros a la redonda... Ese día, le nació un hijo que se llamó Mohammed.
Todo eso era muy bonito y estaba muy bien, replicó la tía Marthe, pero nadie podía negar la existencia de falsos morabitos, esos charlatanes que pululaban en las calles de Dakar. Un día, uno de sus amigos senegaleses le enseñó un espectáculo revelador. Un falso morabito en gran bubú de ceremonia apareció al extremo de una calle, mientras tres de sus comparsas, al otro extremo, se prosternaron en cuanto lo vieron: «¡Aquí está el gran morabito!», murmuraban. La gente se paró para verlo. El morabito empezó entonces un largo discurso: no necesitaba dinero, no pedía nada; de hecho, era lo bastante rico como para tener tres mujeres, y su único objetivo era ayudar a quien lo necesitara.
–Majete, el tío –dijo Teo–. ¿Qué le reprochas?
¡Pues mira! El morabito dijo que sólo aceptaría a ocho personas, ni una más. La gente acudió en tropel. El morabito escogió a ocho y les dijo que se acercaran a él. A cada uno, le pidió dinero por su bendición: quinientos francos CFA por dedo de las manos y de los pies... Los elegidos pagaron. Luego, viendo que el amigo de la tía Marthe observaba el tejemaneje con aire burlón, el morabito lo llamó aparte: «Para ti, rezaré una oración especial», le dijo. Lo llevó a una esquina y le dio mil francos CFA para que se callara.
Abdoulaye se encogió de hombros. Historias así, conocía a montones. Sí, había picaresca, desde luego, pero nadie podía confundir a esa gente con los morabitos de las cofradías. Dotados de un prestigio considerable, los verdaderos morabitos eran muy respetados y sólo reconocían una autoridad suprema: su califa. No practicaban timos, guiaban a los discípulos, cuidaban de su educación y recolectaban dinero de los fieles en beneficio de la comunidad. Ningún senegalés digno de ese nombre podía equivocarse sobre la autenticidad de un verdadero morabito y, si había gente crédula con necesidad de creer cualquier cosa, ¡peor para ellos!
Teo, que escuchaba distraídamente, oyó bruscamente el ruido ensordecedor de los tam-tams. Deambulando en medio de la gran avenida, un grupo de extravagantes danzaba, riéndose a mandíbula batiente. Las extrañas figuras cubiertas de mantos abigarrados, con collares de cuero en el cuello, pelambrera desgreñada y una porra bajo el brazo, golpeaban con una mano sus instrumentos y tendían una calabaza con la otra, brincando como diablos y, como ellos, haciendo muecas.
–¡Cómo mola! –exclamó Teo–. ¿Es una orquesta de músicos?
–¡Qué va! –contestó Abdoulaye Diop–. Son los Baye Fall. Forman parte de una rama del muridismo bastante particular. Los discípulos del shaij Ahmadou Bamba, vamos.
–¿Por qué no dice la verdad? –dijo la tía Marthe, irritada–. ¿Acaso los Baye Fall no constituyen más bien una milicia religiosa que protege a los agricultores en perjuicio de los ganaderos?
Con paciencia, Abdoulaye Diop explicó que la historia de los Baye Fall era mucho más complicada de lo que creía la tía Marthe. Un príncipe de sangre real llamado Ibra Fall había oído hablar de un gran místico que se había instalado en alguna parte del Senegal. Tardó nueve años en encontrarlo. Pero, en cada pueblo que atravesaba, Ibra Fall, solícito coloso, sacaba agua del pozo para las mujeres, cortaba leña, llevaba a cabo solo el trabajo de una semana... y se iba al día siguiente en busca del shaij. Finalmente, tras esos años de laborioso vagabundeo, Ibra Fall lo encontró en lo que se convertiría en la ciudad santa de los múridas, Touba. El shaij Ahmadou Bamba eligió el nombre de Touba por la palabra wolof que significa «retorno a Dios». Luego, tras haber caído a los pies del maestro a quien durante tanto tiempo había buscado, Ibra Fall tomó las riendas del asunto; protegió al shaij, apartó a los intrusos, introdujo la disciplina y obtuvo de Ahmadou Bamba un estatuto particular: quedaría exento de rezos, que sustituiría por trabajo. Pronto llegó a tener sus propios discípulos, los Baye Fall, que lo llamaron «el Profeta».
El culto al trabajo se volvió frenético. Mientras pudieran realizar los trabajos más duros, los Baye Fall estaban exentos de rezos. A cambio de esta derogación, tendrían que mendigar uno a uno los trozos de trapo que, una vez cosidos, se convertirían en su manto sufí. Ciegamente devotos, estaban severamente formados. Tenían una particularidad: entre todos los múridas, sólo ellos cantaban y bailaban al ritmo del tam-tam, según las antiguas costumbres del país. Reunidos de noche en un círculo de iniciados, los Baye Fall entraban en trance repitiendo la gran invocación sufí...
¡Leyenda piadosa!, replicó la tía Marthe. ¡Los Baye Fall formaban un servicio de orden! En cuanto a su religión del trabajo, demostraba la esencia del muridismo. Los múridas de Senegal habían inventado un sistema ingenioso. Trabajar era rezar. ¡Vaya ganga! El pacto entre los discípulos y el maestro era sencillo: el maestro garantizaba la salvación del discípulo si éste trabajaba gratis para él. Los múridas tenían habilidad empresarial... Con la gran cantidad de mano de obra gratuita que representaban los discípulos, los múridas habían desarrollado la cultura del cacahuete, que era la principal riqueza del país. Luego habían comprado las tiendas, los mercados... En fin: los múridas eran unos comerciantes formidables.
La tía Marthe llevaba ventaja.
–¡Los gobernadores coloniales franceses sí que comprendieron el interés económico del sistema múrida! –dijo Abdoulaye Diop, indignado–. Utilizaron a los múridas para cosechar el cacahuete... ¡El shaij no tuvo nada que ver en eso!
–¿Que Francia utilizó el muridismo? –replicó la tía Marthe–. ¡Si los franceses condenaron al shaij Ahmadou Bamba al exilio!
–Pero luego lo hicieron volver –afirmó el padre de Fatou–. Confunde usted la política colonial y la búsqueda mística de un maestro inspirado... Él, como verdadero sufí, se negaba a colaborar con la administración francesa, porque los sufíes no se someten a las autoridades políticas; sultán, rey, emperador, administrador, presidente, les da igual. ¡El shaij Ahmadou Bamba predicaba la pobreza!
–¿Quién va a creerse esta fantasía? –masculló la tía Marthe–. ¡Y todo porque es usted múrida!
Abdoulaye Diop se enfadó. Los documentos históricos eran irrefutables... En cuanto al sistema de intercambio entre el discípulo y el maestro, la idea del shaij estaba clara: la educación ante todo. Al ofrecer la enseñanza, el maestro daba un bien muy valioso y, al exigir trabajo, formaba al discípulo para la vida. Por lo demás, el maestro alojaba al alumno, lo alimentaba y lo casaba. Además, el shaij insistía en un punto capital: ningún discípulo trabajaba en contra de su voluntad. Con su cofradía, el shaij había traído orden y educación a una sociedad llena de violencia y de guerras. Gracias a él, en la época en que la colonización francesa perturbaba a los senegaleses, el pueblo se unió, cultivó sus propias tierras, encontró un compromiso con los nuevos amos, enriqueció el país...
–Todo eso es economía –dijo Teo–. ¿Dónde está el islam?
Abdoulaye Diop aprovechó la ocasión. ¿Conocía la tía Marthe los poemas místicos del shaij Ahmadou Bamba? ¿Había leído los Itinerarios del paraíso? ¿No?
Prolonga tu meditación, amigo,
sobre la tierra y el cielo, sobre las estrellas también,
sobre el sol y sobre la luna, así como sobre los árboles,
sobre el agua y sobre el fuego, y hasta sobre las piedras,
sobre más cosas aún, como la noche y el día,
encontrarás la paz del corazón y la luz.
Abdoulaye Diop se había marcado un punto.
–No es difícil componer poemas –gruñó la tía Marthe–. ¡Exagera usted con lo de místico!
–¡Pues vaya a la ciudad santa de los múridas, a Touba! –exclamó el señor Diop, sulfurado–. Oirá en su mezquita monumental auténticos cantos sufíes, ¡son los poemas inspirados del shaij Ahmadou Bamba!
–Voy a desempataros –dijo Teo–. Decidme: ¿hay alguna religión que no haga trabajar a sus fieles?
Hubo un silencio.
–Sí –dijo Abdoulaye Diop–. Todas las religiones sin excepción. Ninguna está basada en la exigencia de trabajo. Todas, cada una a su manera, trazan el camino de Dios.
–No –contestó la tía Marthe–. No hay ninguna religión que no se transforme en sistema de explotación. Sobre este punto, estoy de acuerdo con Karl Marx: «La religión es el opio del pueblo». Lo adormece para hacerle sudar sangre.
–Pues sí que vamos apañados –observó Teo–. Tengo otra pregunta. ¿Qué tienen los múridas de africanos?
Otra vez silencio.
–Digamos que el África negra nunca desaparece tras las grandes religiones –dijo la tía Marthe–. Las cofradías de Senegal llevaron a cabo la islamización del pueblo wolof. Antes de que aparecieran las cofradías, los wolof tenían por valor el ejercicio físico del trabajo agrícola. El shaij Ahmadou Bamba se limitó a africanizar el islam a su manera. Tras el muridismo, los valores de los wolof siguen allí.
–No estoy de acuerdo con usted –replicó Abdoulaye Diop–. Los wolof tenían castas y esclavos. Mire, por ejemplo, el shaij Ahmadou Bamba provocó un escándalo cuando quiso imitar al Profeta, que, a propósito, casó a su hija Zanayda con un antiguo esclavo. Cuando los múridas se indignaron, el shaij les recordó el principio de igualdad del islam. Al día siguiente, promovió a un grupo de hombres de las castas inferiores al rango de dignatarios. El shaij Ahmadou Bamba trajo realmente la igualdad al pueblo wolof, que la ignoraba.
–Resumiendo –dijo Teo–: islam senegalés = sufíes + castas + esclavos + cacahuete. No entiendo ni jota. ¿Castas y esclavos, en África?
Así fue cómo Teo descubrió que, en África, los blancos no habían inventado la esclavitud. La sociedad wolof estaba jerarquizada en nobles, hombres libres y esclavos. Los esclavos de la choza, que pertenecían a la madre, vivían en la familia del amo y no eran maltratados. Los esclavos del padre no eran nada, no tenían nada ni contaban para nada. Por último, los esclavos del jefe lo acompañaban a la guerra, recibían su parte de botín, tenían derecho a saqueo y sembraban el terror en las aldeas. De modo que los «hombres libres», los pobres campesinos, eran a menudo presa de esclavos arrogantes y armados.
–Puedes compararlo con la Europa feudal –dijo el señor Diop–. Los campesinos eran «siervos» sometidos a los señores del castillo. Añade a eso los esclavos de la casa del padre, y tendrás dos categorías de gente miserable que encuentran en el islam la igualdad que les hacía falta.
–Lo peor –intervino la tía Marthe– es que los reyes africanos organizaban incursiones para raptar a gente y venderla en el mercado. Sin ellos, los blancos nunca habrían podido enriquecerse con la trata de negros: tenían proveedores in situ.
–¡Desgraciadamente, sí! –suspiró el señor Diop–. El verdadero fallo del islam al conquistar África fue la trata de esclavos negros hasta el siglo XIX. ¡Cuántos imperios africanos se erigieron sobre las tribus siervas... El imperio de Gao, que se extendía hasta el bajo Senegal y el Sáhara; Mali, cuyo jefe Kongo Moussa fue en peregrinación con un séquito enorme de esclavos negros... ¡Los cambiaban por caballos, los utilizaban para los trabajos del campo! Reprochamos a los blancos que deportaran a los nuestros, pero, la verdad, esa vergüenza pesa en parte sobre África, lo reconozco.
Los hijos de cadáveres
Llegaron a casa de los Diop, una villa blanca cubierta de buganvillas. Abdoulaye hizo pasar a Teo al comedor, donde, sentadas en un sofá de terciopelo, tres señoras con turbante agitaban sendos abanicos.
–Mi madre, mi tía y mi hermana Anta –dijo el señor Diop, presentándolas una a una a la tía Marthe–. ¿Tus niños están acostados?
–Sí, pero están despiertos –susurró la más joven–. Sobre todo Aminata: le están saliendo los dientes.
–Es normal, a su edad –dijo Abdoulaye–. Si llora, tráela con nosotros.
La conversación fue tan simple y familiar que Teo se sintió como en su casa. Abdoulaye desapareció y volvió vestido con bubú blanco y babuchas a juego.
–¡Uf! –murmuró, arrellanándose en su asiento–. ¿Está la cena?
Callada, la vieja señora Diop se levantó con dignidad, y todo el mundo se sentó alrededor de la mesa. Montón de cuscús de mijo, pollo asado, salsa de cebolla, verduras cocidas. Teo sintió apetito. Las señoras hablaban poco y en voz baja. Hecho inaudito, la tía Marthe las imitó.
–Tengo una pregunta –dijo Teo, levantando la nariz del plato–. Hace un momento, me has hablado de las castas en Senegal. ¿Tu país es como la India?
La vieja señora Diop levantó una ceja quisquillosa, y la tía, boquiabierta, dejó caer su tenedor. En cuanto a la madre de Aminata, se levantó precipitadamente, murmurando que su hija estaba llorando. Volvió con el bebé en brazos.
–Hablaremos después de la cena, si te parece –dijo Abdoulaye con una sonrisa–. Es un poco largo de explicar.
–Vale –contestó Teo–. Y, en su familia, ¿de qué casta son?
–Cállate de una vez –gruñó la tía Marthe–. ¡Ooohhh, pero qué niña más rica! ¿Qué tiempo tiene? Y ¿cuánto pesa?
La pequeña Aminata se convirtió inmediatamente en el centro de la conversación. Con los ojos parpadeantes de sueño y la boca mohína, miraba a los adultos que la rodeaban sin verlos. Su madre sonreía con encantadora modestia, y Teo, fascinado por la cabecita redonda de la niña, olvidó sus preguntas sobres castas. Entretanto, llegó el postre: sandía y merengues con crema. Las tres señoras se llevaron a Aminata a la cama, y Abdoulaye volvió a su sitio en el sofá.
–Bueno –suspiró–, ya podemos hablar. A los senegaleses no les gusta demasiado hablar de la cuestión de las castas.
–¡Y menos delante de un joven tubab! –exclamó la tía Marthe.
–¿Soy yo, el tubab? –preguntó Teo, inquieto–. ¿Qué quiere decir? ¿«Cretino»?
–Los tubab son los extranjeros y, por extensión, los blancos europeos –dijo el señor Diop, sonriente–. Pero, en Senegal, no hablamos mucho de castas con los tubab. Además, teóricamente, las castas ya no existen. En la práctica, debo reconocer que todavía cuentan un poco.
–¿Sólo un poco? –intervino Anta, volviendo a instalarse en el sofá–. Tú trabajas en París; pero yo vivo aquí, y ¡tengo oídos! ¡A pesar de nuestros sociólogos, nuestros historiadores y nuestros estudios científicos, no se deja de cotillear sobre la hija de una familia de griots! Mira, por ejemplo, en mis clases, me mato a demostrar la injusticia de las castas; hablo de ellas, las explico, las condeno... Me esfuerzo muchísimo, pero ¿funciona? A saber...
–Anta es profesora de sociología en la universidad –dijo el señor Diop–. Explica las castas a Teo, lo harás mejor que yo.
Las castas, dijo Anta, encasillaban a gran parte de los africanos. Las castas «superiores» ni siquiera se nombraban. Por una parte, estaban los hombres libres y, por la otra, abajo del todo, los despreciados, con los que una chica no se casaría sin deshonra: herreros, alfareros, zapateros, joyeros, tejedores y griots.
–Los griots son una especie de hechiceros cantantes –dijo Teo–. Fatou me habló de ellos. ¡Dice que son muy divertidos!
El caso de los griots era de lo más singular. Encargados de cantar las gloriosas genealogías de los jefes, los griots parecían titiriteros de los que uno no podía prescindir, pero a quienes se rechazaba a la vez. Bardos de la corte, bufones, pregoneros, los griots reunían a las gentes de pueblo cantando al son de sus instrumentos, pero no tenían derecho a entrar en sus casas ni a descansar bajo tierra. Nunca se enterraba a los griots. Por eso, a falta de poder buscarles un sitio bajo el suelo, sellaban sus cuerpos de pie, en los huecos de los grandes baobabs, cubriéndolos de arcilla.
–¡Hala! –murmuró Teo–. Y ¿todavía se hace?
No, las viejas costumbres habían ido en regresión ante la democracia, y los griots habían cambiado de situación. Cuando se inauguraba una exposición, estaban allí... en las grandes ocasiones oficiales, estaban allí. De su función, no quedaba más que la loa cantada, interpretada a voces ante la multitud, y estaba rodeada del respeto que se debe a las antiguas tradiciones.
–¡Qué raro! –dijo Teo, extrañado–. ¿Por qué eran segregados?
–Existen muchas leyendas sobre el origen de los griots –dijo Anta–. La más curiosa se refiere a una casta particular de griots, los nyole. No se sabe muy bien si están en lo más bajo de los griots o en la casta que va justo por encima. Un día, en el Sahel, un hombre enfermó, no se sabe de qué, y nadie conseguía curarlo. Se puso a adelgazar y murió. Pero, cuando los vecinos se reunieron junto al cuerpo para la ceremonia fúnebre, descubrieron, estupefactos, que el sexo del muerto estaba... poco presentable.
–¿Sucio? –preguntó Teo.
–No –dijo Anta, incómoda–. En erección. Y es que su mujer, según decían, era muy guapa. Un viejo le aconsejó que se acostara sobre su marido para despedirse de él por última vez... La mujer obedeció. Una vez realizado el acto, cuando el cuerpo hubo recuperado su estado normal, el difunto fue enterrado como si no hubiera pasado nada. Pero resulta que la viuda, embarazada del cadáver, dio a luz dos gemelos, una niña y un niño.
–¿Vivos los dos? –preguntó Teo.
Vivitos y coleando. A pesar de lo extraño del milagro, el nacimiento de los gemelos no supuso ninguna dificultad. Crecieron, se casaron, y tuvieron muchos descendientes... Pero, un día, los wolof descubrieron la maldición que afectaba a los vástagos del cadáver: ¡al morir, sus cuerpos se descomponían inmediatamente! Primero, la piel se les agrietaba de manera repugnante, y luego la carne se les pudría a ojos vistas... Los griots no eran humanos del todo. En vista de eso, las demás castas evitaron cualquier unión matrimonial con los que, desde entonces, se llamaron «hijos de cadáveres». Ésa era la razón por la que se apresuraban a emparedarlos con arcilla en los huecos de los baobabs.
–¡Puaj! –exclamó Teo con una mueca–. ¡Da una cosa...!
–¿No te recuerda nada? –preguntó la tía Marthe.
–No –dijo Teo–. ¡Ah, sí! Es como Osiris muerto, sólo que la pobre Isis no consiguió nunca que se le levantara...
Anta explicó que, según unas teorías muy serias, los primeros africanos no eran sino los egipcios, antepasados del África negra y negros también. En tiempos remotos, los pueblos de Senegal habían abandonado Egipto. Pasando por montañas y desiertos, emprendieron la larga marcha a través del continente negro, desde el océano Índico hasta el Atlántico, donde habían echado raíces en la punta extrema de África, frente a Brasil. No era, pues, extraño encontrar en los mitos africanos algunos ecos de Egipto, como lo demostraba el sexo erecto del padrecadáver de los griots.
Pero su caso era más extraño por cuanto las demás castas «inferiores» tenían un punto en común: los herreros, los alfareros, los zapateros y los joyeros trabajaban con las manos. Eran artesanos hábiles; en cambio, el griot sólo tenía un don, su voz. Aunque se los reconocía como artistas ilustres, dotados de una voz magnífica y una inspiración fecunda, los griots conservaban su categoría de seres malditos. Alguno que otro moría en el campo de batalla, acompañando a su jefe, pero eso no le daba derecho alguno a ser enterrado normalmente. ¡Al baobab, como los demás!
Abdoulaye Diop señaló que la fe musulmana rechazaba cualquier discriminación de casta. Todos los creyentes tenían derecho a la misma sepultura, incluidos los griots.
–En Francia, los actores tampoco tenían derecho a sepultura en el cementerio católico –intervino la tía Marthe–. La prohibición de la Iglesia siguió vigente hasta el siglo XIX, ¡y eso que, desde la Revolución, las clases privilegiadas no existían en Francia! Su historia no me convence. Para mí que es sencillamente miedo hacia los que tienen como oficio el uso de la palabra, porque son peligrosos.
–El islam respeta a los poetas –dijo Abdoulaye.
–¿Ah, sí? En pleno siglo XX, ¿quién ha lanzado la fatwá sobre el escritor Salman Rushdie? No, mire, los que manejan el lenguaje suscitan sentimientos extraños. Platón, el gran filósofo griego, quería expulsar a los poetas de la ciudad, y la tentación de inhabilitar a esa gente es constante. Cuando no lo monopolizan, las religiones temen las profesiones del verbo. La exclusión de los griots no es una excepción.
–Sin embargo, existe una historia que salva a los griots de la infamia –prosiguió Anta–. ¿Te acuerdas, Abdou? El mito de la dinastía Gelwar...
–La princesa y el griot –completó Abdoulaye.
De todos los pueblos que componían Senegal, el serere era el único con una dinastía real de origen extranjero. Llegados de fuera, los Gelwar reinaron en tierra serere entre los siglos XIV y XIX. Sin embargo, la estirpe de los soberanos llevaba el sello de la infamia.
Érase una vez, en el siglo XIII, una princesa, hija de un gran rey de Mali. ¿De quién era el hijo que llevaba en el vientre? ¿De su novio? ¿De su cuñado? En cualquier caso, su soberano padre ignoraba el embarazo. El niño sería ilegítimo. Avergonzada, la princesa huyó antes del amanecer, a la hora en que se despierta el pueblo al son amortiguado de los morteros donde se muele el mijo. No estaba sola. Un griot enamorado la acompañaba. Quizá fuera él el padre del niño por nacer, ¿acaso se saben estas cosas?
Sea como fuera, los fugitivos recorrieron a pie cuatrocientos kilómetros y encontraron refugio en una cueva de piedra en pleno bosque. Siete años después, los cazadores de la zona descubrieron a la princesa, su griot y sus hijas: entretanto, otras dos niñas habían nacido. El asunto habría podido acabar mal... ¡Pero no! Los cazadores quedaron maravillados de la supervivencia de los exiliados, señal divina. La princesa fue coronada reina y fundó la dinastía Gelwar, que significa «enigma».
¿Qué fue del griot enamorado? Nadie lo sabe. Sólo la valiente princesa había suscitado la admiración del pueblo. Su larga desaparición, la cueva de su refugio, el milagro del bosque en que los cazadores la habían descubierto, todo animaba al fervor que merecían las apariciones misteriosas. Aunque las hijas de la primera reina de la dinastía fueran ilegítimas, incluso descendientes de griot.
–¡Qué historia tan bonita! –dijo la tía Marthe–. Lástima que el griot se haya esfumado en el camino...
–Había cumplido su cometido –contestó Anta–. Había sembrado en el vientre de la princesa el don de la palabra. Ya no quedaba ni rastro de la descomposición instantánea del cuerpo: habríase dicho que la princesa purificó al griot... Y las mujeres de la dinastía siempre fueron reinas poderosas.
El tam-tam y la palabra
–Y ¿qué ha sido de los sereres? –preguntó la tía Marthe.
–En parte, son católicos, pero sobre todo musulmanes –contestó Anta–. Aunque, sean lo que sean, las antiguas religiones no han desaparecido del todo. Por ejemplo, los Baye Fall, que son wolof. Hay que verlos, reunidos alrededor del fuego, concentrados en sus cantos, con la mirada ausente... Con el tam-tam, introdujeron un ritmo africano en el islam. Gracias a ese ritmo, han conservado el verdadero trance africano.
–¿Qué es el trance? –preguntó Teo.
–Una especie de estado entre la vigilia y el sueño –contestó la tía Marthe–. Pierdes el conocimiento, tienes escalofríos, tiemblas, giras y bailas, puedes caer de repente, eres tú mismo y otro a la vez.
–Tengo un amigo epiléptico que va a mi clase –murmuró Teo–. Una vez, tuvo una crisis en el recreo. ¿Eso es trance?
–En absoluto. La epilepsia viene de una lesión cerebral. No suele curarse, pero se puede controlar con medicación. Pero, cuando estás en trance, no estás enfermo, sino que pasas a otra fase de la consciencia. No sólo las medicinas no tienen nada que hacer, sino que el trance puede curarte.
–¿Por qué dices curar-te? –preguntó Teo, inquieto–. ¿He estado en trance alguna vez?
–Claro –dijo la tía Marthe–. En Luxor.
–¡Sólo es eso! –exclamó–. Entonces, ¿yo también soy de África?
–¡De ninguna manera! –dijo la tía Marthe, indignada–. ¡Qué cara!
–No veo por qué lo regaña –intervino Abdoulaye–. Ni por qué Teo no va a ser «de África», como dice. He visto trances en todos los lugares de América y de Asia por donde he viajado. A mi modo de ver, nos acecha a todos. El trance atrapó a Teo y quizá la atrape a usted un día, mi querida Marthe.
–Pero nunca ha visto un trance en Occidente, seguro. No, Anta tiene razón: el trance africano es otra cosa.
–Con su permiso, le voy a llevar la contraria –dijo Abdoulaye–. Para empezar, porque un concierto tecno provoca el mismo trance que en África.
–En eso, estoy de acuerdo –intervino Teo–. Pero mi tía no entiende ni jota de tecno.
–Una música de salvajes –masculló ésta.
–¡Qué curiosa, esta palabra en su boca! –ironizó Abdoulaye–. ¿Sabe usted que aquí mismo, en las afueras de Dakar, hay rubias europeas que entran en trance en el transcurso de las ceremonias más antiguas de Senegal? También ocurre esto en su país.
–¡Sin embargo, su hermana ha hablado del verdadero trance africano! –dijo la tía Marthe–. ¡No lo he soñado! ¿A qué se refería, Anta?
–No lo sé –murmuró la joven–. Nuestros cuerpos no bailan del mismo modo... El ritmo lo arrastra todo...
–¡¿Lo ve?! –dijo la tía Marthe, triunfante–. ¡No irá a comparar unos espárragos paliduchos contoneándose en un concierto tecno con su maravillosa manera de bailar!
–Los medios de llegar al trance son distintos en todas partes, pero el resultado es el mismo. Los cuerpos no se parecen, pero, en el trance, los ojos se ponen en blanco en todas partes. Naturalmente, existe un verdadero trance africano. ¿De qué depende? Del sonido irresistible del tamtam. El trance africano es el ritmo.
–¿Nada más? –preguntó Teo, decepcionado–. Me imaginaba que habría sangre de pollo, máscaras alrededor de las hogueras por la noche, magia, cosas increíbles... Fatou me dijo...
–Muy de su estilo –dijo Abdoulaye, sonriente–. Siempre con misterios... Sí, hay otra cosa. Sólo que no es lo que tú crees. Es la palabra. En el África tradicional, la palabra actúa de verdad. No está para transmitir un mensaje: recrea el mundo y nos recrea sin parar. El Libro revelado ordena, es diferente. A pesar de sus virtudes, el Corán y la Biblia, esos grandes libros sagrados, no siempre consiguen curarnos. Los africanos pueden rezar todo lo que quieran con el Profeta o con Jesús, que nunca se curarán más que por la gracia de su habla de origen.
–Ahora sí que no entiendo nada –masculló la tía Marthe–. ¿De qué está hablando?
–«Estar desnudo es estar sin habla» –contestó Abdoulaye, sibilino–. Todavía siguen diciéndolo los ancianos de Mali, en los acantilados de Bandiagara.
–Entonces, ¿si hablo, me visto? –dijo Teo, bostezando–. ¡Ay, perdón! Creo que tengo sueño, estoy diciendo tonterías...
–¡A la cama! –decidió Anta–. ¡Estás emborrachando a este chico con tanto discurso, Abdou! Apóyate en mí, Teo. Tu habitación no está lejos.
–Lo peor es que Teo tiene razón –concluyó Abdoulaye, siguiéndolo con la mirada.