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UNA BARCA SOLAR Y DIEZ LENTEJAS
¡Hasta la vista, Jerusalén!
Allí estaban los tres: el rabino, el dominico y el shaij, delante de las ventanillas de control de la policía, en el lugar en que sus caminos iban a separarse del de Teo. Éste sacó su cámara, puso el flash... Deslumbrados, parpadearon todos a la vez.
–Bueno, pues hasta luego, Suleymán –dijo Teo, estrechando la mano al anciano–. Quería decirte... Lo del soplo... No olvidaré nunca la noche de Navidad.
–Salud, hijo mío –murmuró el shaij inclinándose–. Que la bendición del Todopoderoso te proteja.
–Ha sido usted muy amable –dijo Teo al rabino–. Pero todavía hay cosas que no entiendo.
–¡Huy, ya lo sé! ¡Si ni siquiera has entrado en la sinagoga! ¡No has asistido al Shabbat! No te he hablado del candelabro de siete brazos, ni de la Torá, ni de las coronas, ni de los mezuzá, ni...
–¡Basta ya, rabino! –regañó la tía Marthe–. No le complique más las ideas... Otros acabarán el trabajo iniciado.
–Pero ¿dónde? –preguntó el rabino, suspicaz–. ¿Serán buenos judíos?
–Serán de la diáspora, ni peores ni mejores que usted –contestó la tía Marthe con firmeza.
–¿Qué es la diáspora? –intervino Teo.
–Llamamos así –dijo el rabino– al conjunto de los judíos que todavía no han regresado a Israel.
–Son –prosiguió la tía Marthe– los que prefirieron practicar el judaísmo en su propio país. «Diáspora» significa «dispersión». Esos judíos fueron dispersados, pero desean permanecer allí donde viven, ¿sabes? ¡Están en su derecho!
–Volverán –masculló el rabino.
–En todo caso, se lo prometo: veremos judíos en Europa –aseguró la tía Marthe–. Y Teo asistirá al Shabbat.
–Ojalá –dijo el rabino–. Tú también volverás, Teo, ¡pero curado! ¿Recuerdas las nueve décimas de sufrimiento atribuidas a Jerusalén? No te he dicho todo. Jerusalén también ha recibido las nueve décimas de la felicidad de la humanidad... Cuando era pequeño y vivíamos en el exilio, mi padre levantaba la bandeja de la Pascua sobre mi cabeza, diciendo: «Este año, aquí, hijo de la esclavitud. El año que viene, en Jerusalén, hijo de la libertad...». Cuando vuelvas a Jerusalén, el año que viene, estarás liberado de la esclavitud de tu enfermedad, pequeño.
–De acuerdo –murmuró la tía Marthe con angustia–. El año que viene, en Jerusalén, si todo va bien.
–Usted también, señor Antoine, se ha portado –dijo Teo–. Espero que no esté enfadado.
–¿Enfadado yo? –exclamó el padre Dubourg–. Anda, ven a darme un beso. Rezaré por ti, hijo mío.
Ya estaba. La tía Marthe empujó a su sobrino hacia el encargado de los pasaportes; el cónsul lo siguió. Al llegar al otro lado, Teo se volvió.
–¡Y, sobre todo, sigan siendo amigos los tres! –gritó.
Les hizo señas con las manos y desapareció.
–¡Qué niño tan magnífico! –suspiró el rabino–. Rebelde, pero tan inteligente... ¡Ojalá nuestra amiga consiga curarlo!
–Sólo Dios lo sabe –dijo el padre Dubourg.
–Insh-Allah –murmuró el shaij –. Sobrevivirá, os lo digo yo.
Amal la egipcia
A través del jaleo de mozos de equipajes y mujeres con velo, la tía Marthe buscaba a alguien. En el avión Tel Aviv-El Cairo, cuando Teo le había preguntado quién los guiaría por Egipto, la tía Marthe se había reído. «Una persona formidable», había contestado al final. «No te digo más.»
Así, aturdido por un vago olor a grasa de motor, con la mirada vagando por los falsos bajorrelieves estampados sobre falso mármol amarillo, Teo buscaba al formidable desconocido. ¿Otro barbudo? ¿Otro cónsul? ¿Un profesor de historia egipcia? De repente, la tía Marthe se puso a gritar: «¡Amal! ¡Amal! ¡Aquí!».
Pero Amal no era barbudo. Amal era una mujer alta, con traje verde chillón, unos pendientes dorados muy elegantes en las orejas, un hermoso cabello blanco y ojos negros muy brillantes. Amal tampoco era cónsul de Francia. Era profesora de civilización griega en la Universidad al-Azhar. Una mujer de serena energía, que tomó las riendas de la situación sin subir el tono de voz en ningún momento. Un viejo carrito herrumbroso para meter el equipaje, una libra para pagarlo, la aduana, unos mozos inútiles, 50 piastras, un taxi.
–Vamos directamente a casa –dijo–. Teo podrá descansar, ¡InshAllah! ¿Te gusta el carcadet?
Le hablaba como si lo conociera desde pequeño, con cálida ternura. De hecho, había puesto el brazo encima de los hombros de Teo, cuyo cuerpo se acurrucó espontáneamente contra las anchas caderas.
–No creo que Teo conozca el carcadet –dijo la tía Marthe.
El carcadet se bebía, era de un rojo hermosísimo y estaba hecho a base de plantas de Nubia. Exclusividad estrictamente egipcia, igual que la molojeya que Teo descubriría en la cena. ¿La molojeya? ¡Ah!, no se podía describir. Había que probarla. Esa delicia rehuía cualquier comparación...
Inagotable, Amal no se preocupaba lo más mínimo de los enormes atascos que encontraban en el trayecto, avanzando a trancas y barrancas, entre camiones, coches, búfalas de torneados cuernos y burritos trotones, hacia el barrio de Zamalek, en la isla de al-Gazirah, calle del Brasil. El taxi se detuvo delante de la villa de Amal. Las bocinas de la ciudad se amortiguaron, relevadas por invisibles pájaros ocultos en los jazmines. No era nueva la villa. La puerta de madera mostraba regueros de pintura descolorida, y el pavimento blanco con azulejos añil había dejado atrás su juventud hacía tiempo. Pero, desde la entrada, Teo percibió un olor sutil y penetrante. La villa de Amal tenía ese encanto que se sube a la cabeza de las viejas casas acogedoras.
Corrió en busca del ramo. En el salón, los sofás de cuero habían visto muchas cosas, y las alfombras se deshilachaban. Allí estaba, sobre la mesa, el ramo de largos tallos rígidos, cubiertos de yemas blancas. El perfume. Teo hundió en él la cabeza e inspiró con tal fuerza que el viejo sofá lo recogió a tiempo.
–Bueno, ¿qué te parece? –susurró la tía Marthe arrellanándose a su vez.
–Claro está, no es tan bonito como el consulado de Francia en Jerusalén –dijo Amal.
–¡Bah! –dijo Teo–. ¿Qué son esas flores?
–Nardos –contestó Amal–. Huelen como millones de jazmines.
Instalación en las habitaciones y descanso obligatorio. En la habitación de Teo, se erguía una inmensa cama adosada a una amalgama dorada de enramadas y flores. Teo se dejó caer sobre la cama. ¡Qué dura! Una auténtica tabla.
–Venga, que descanses –dijo la tía Marthe.
Las dos amigas volvieron a bajar al salón y se instalaron cómodamente en los sofás. Amal encendió una vela roja, y la tía Marthe, un purito. Era el atardecer, la hora propicia para conspirar.
–Cómo te he echado de menos... –empezó Amal.
–Tampoco hace tanto tiempo, ¿sabes? –contestó la tía Marthe–. No habría vuelto tan pronto si mi Teo...
–¿Cómo está? –preguntó Amal en voz baja.
–En Jerusalén, los análisis no salieron muy allá. Y eso que... tiene un aspecto más animado. La curiosidad, las visitas, la gente, todas esas novedades... Está muy excitado.
–Tampoco hay que sobrecargarlo. ¿Qué quieres enseñarle aquí?
–El tesoro de Tutankamón, está empeñado. Por lo demás, poca cosa. ¿El barrio copto?
–Una mezquita, también. Si no, olvidará que Egipto es musulmán. Y ¿quizá la Ciudad de los Muertos?
–No –dijo la tía Marthe con firmeza–. Ni Ciudad de los Muertos, ni momias, ni visitas a las entrañas de las tumbas del Valle de los Reyes. Ni hablar de acercarse a los difuntos.
–Yaani... ¡pobre niño, no lo había pensado! –dijo Amal, incómoda–. Dime, en el fondo, ¿qué esperas?
–Curarlo. Antiguamente, cuando un adolescente caía enfermo, viajaba. A veces, moría. Pero, a veces, se curaba gracias al misterioso poder del viaje. Eso es lo que quiero.
–Pero ¡si me habías hablado de una vuelta al mundo de las religiones!
–Es lo mismo –dijo Marthe, apagando su purito.
Los tipos sobre columnas
Durante la cena, Teo se sintió como en su casa. Cuando la molojeya llegó a la mesa, la encontró tan buena que volvió a servirse tres veces e hizo todo tipo de preguntas. ¿Cuál era la receta de la molojeya? Había que freír cebolla y dientes de ajo pelados, se añadía pimiento, arroz y esa hierba tan verde cuyo nombre era molojeya, bien picada. Y, cuando se ablandaba lo suficiente, se servía con un pollo asado. ¿Qué era la molojeya exactamente? ¡Pues una hierba! ¡Una hierba de Egipto! ¡Una hierba, vamos!
–Siempre es así –dijo la tía Marthe a su amiga–. Cuando mi amigo Dubourg salió de la visita al Santo Sepulcro, estaba desesperado. Que si la diferencia entre la Iglesia armenia y la copta, que si la Iglesia etíope, que si la reina de Saba...
–Yo viajo para aprender –masculló Teo–. Por eso hago preguntas.
–Pero, sobre el Antiguo Egipto, al parecer, ya sabes todo –dijo Amal.
–¡Sin exagerar! Me sé dos o tres dioses: Hathor, la vaca; Sobek, el cocodrilo; Sejmet, la leona; Anubis, el chacal; Thot, el ibis; Ra, el sol; Apis, el toro; Bastet, la gata; Knum, el carnero...
–¿Dos o tres dioses? –dijo Amal–. ¡Ya llevas nueve!
–Sólo dioses animales –dijo Teo, orgulloso–. ¡Hay más! Tueris, la dama hipopótamo; Apopis, la serpiente...
–¿Hasta Apopis? –dijo Amal, asombrada–. Me sorprendes. Pero no has mencionado ni a Isis, ni a Osiris. ¡Y son los más grandes!
–Sí, pero no tienen cabeza de animal –replicó Teo–. Son distintos. Osiris tenía un hermano muy malo que lo cortó a pedazos, y su mujer, Isis, los buscó por todas partes. Los encontró todos menos la pilila.
–¡Teo! –exclamó la tía Marthe, avergonzada.
–¿Qué pasa? –dijo Teo–. ¿Cómo quieres que lo llame? ¿El falo?
–Bueno –dijo Amal–. ¿Y qué más, Teo?
–Luego, tuvo un hijo sola: Horus. Tiene una mecha muy graciosa que le sale de la cabeza rapada. Además, tiene cara de halcón. Pero Osiris sigue sin resucitar. Es como un Jesús incompleto.
–No está mal –dijo la tía Marthe–. ¿Y los faraones?
–Ramsés, Amenofis, Tutankamón, Pepsi...
–¡Pepi! –corrigió la egipcia, riéndose–. Pero no estás aquí para aprenderte los nombres de todos los faraones. En El Cairo verás iglesias coptas...
–¡Otra vez! –exclamó Teo–. ¡Si ya he visto en Jerusalén!
–«Copto» significa, literalmente, «egipcio» –dijo Amal–. Además, sólo has visto una capillita en medio del jaleo del Santo Sepulcro... Sin los coptos, no entenderás nada del nacimiento del cristianismo. Aquí, en el desierto, es donde los anacoretas fueron instalándose, antes de constituir verdaderos ejércitos reclutados por los primeros obispos...
–Esa palabra, «anacoreta»... –dijo Teo–, ¡parece griega!
–Sí, viene del verbo que, en griego, significa «retirarse». Un anacoreta es un monje solitario en una ermita. A veces, cuando viven en lo alto de una columna de ocho metros erguida en medio de la arena, se los llama «estilitas».
–¿Un tipo que vive en lo alto de una columna? ¿Y jalar?
–Jalar, como dices, no jalan. Ayunan. Rezan. Meditan. Otros trazan en el suelo un círculo de diez metros del que deciden no volver a salir nunca más. Otros se alojan en el hueco de los árboles, y no asoman la cabeza más que para comer.
–Están locos –decidió Teo.
–Sí, pero locos por Dios –completó Amal–. Fueron los primeros cristianos de este país. Hubo grandes santos entre ellos. Luego, se volvieron más violentos. Para borrar el recuerdo de los antiguos egipcios, destruyeron a martillazos los bajorrelieves de los templos. Lucharon contra lo que llamaban «paganismo». Todo lo más sagrado que había producido el Antiguo Egipto, todo lo que Grecia había aportado al universo, quisieron destruirlo.
–Cuéntale la historia de Hipatia –sugirió la tía Marthe.
–¡Pobre Hipatia! Guapa y erudita, una filósofa extraordinaria. Pero era pagana... El obispo cristiano le tenía ojeriza porque discutía magníficamente. Eso no hacía daño a nadie, sólo que, por su culpa, la filosofía griega iba muy bien y estorbaba los progresos del cristianismo.
–¿Por qué? –preguntó Teo.
–Porque la filosofía griega ponía en duda eso de un dios hecho hombre, muerto en la cruz y resucitado al tercer día. Para acabar con ella, el obispo soltó un ejército de monjes en pos de Hipatia... La destrozaron a golpes de conchas de ostras.
–¡Fachas! –opinó Teo.
–Más o menos. El cristianismo acabó ganando. Un emperador romano llamado Teodosio publicó un decreto que prohibía el paganismo, y la Iglesia cristiana copta reinó en Egipto durante bastante tiempo. Pero luego hubo divisiones en las Iglesias y...
–Eso ya lo he visto –dijo Teo.
–Y, cuando el islam conquistó Egipto, los coptos perdieron a su vez.
–Que se fastidien –espetó Teo–. Por haber atacado a los demás.
–Pero los coptos son importantes, Teo –dijo la tía Marthe–. Son los únicos que conservan algo de la escritura y de la música de los antiguos egipcios, crearon un arte decorativo soberbio, de donde viene el estilo bizantino que has visto en las iglesias griegas, y hasta las iglesias románicas de tu país les deben algo... Ya no son muy numerosos, pero desempeñan un gran papel. Y los califas también destruyeron mucho, ¿verdad, Amal?
–Sí –masculló la egipcia–. Como todos.
–Por cierto, Amal, ¿qué es usted? –preguntó Teo.
–Egipcia. Musulmana, pero, ante todo, egipcia.
–Mírala, Teo –murmuró la tía Marthe–. ¿No se parece a las figuras de mujeres que hay en los frescos que conoces?
–Sí –dijo Teo–. Sin los pendientes, con un gran pectoral y sin blusa.
–¡Tiene ojo! –dijo Amal.
Lo tenía, pero el tiempo pasaba. Decidieron seguir al día siguiente, un recorrido al revés: empezarían por los coptos, darían un rodeo por la Biblia y llegarían a los antiguos egipcios.
Dos mitades y tres elementos
–Es la entrada principal –dijo Amal–. Pasada la puerta tachonada, entramos en el fuerte de la Candela. El recinto del antiguo barrio copto.
–Muy, muy antiguo –opinó Teo, con aires de experto–. Salta a la vista.
–Bueno, pero ¡menos antiguo que las pirámides! –observó Amal–. No olvides que el Antiguo Egipto es la civilización más antigua del mundo... ¡Cinco mil años! En cambio, esto no llega siquiera a dos mil, puesto que lo construyeron los cristianos. Vamos a ver las iglesias, la sinagoga y la mezquita.
–¡Espera! –exclamó Teo–. ¿Me explicas?
–¿El qué? ¿La sinagoga y la mezquita? Pues, si has visto Jerusalén, habrás podido observar que cada uno de los edificios religiosos se había destruido y reconstruido y vuelto a destruir, y así una y otra vez. Es el caso de la sinagoga de Ben Ezra, construida bajo los romanos y transformada en iglesia, y luego transformada en sinagoga, en el siglo XII. En cuanto a la mezquita, era la más antigua de todo Egipto cuando la edificaron con ladrillos, antes de reconstruirla en el siglo XV.
–Como en Jerusalén –dijo Teo–. ¿Qué queda de lo auténtico?
–Piedras, recuerdos, las dos torres de la época de los romanos y libros de historia –dijo Amal, con un ligero suspiro–. Pero sucede lo mismo con todos los monumentos religiosos, Teo. Los templos se hunden, los nombres de los dioses son proscritos, sólo los pueblos permanecen.
–Pero las pirámides, allí están –dijo Teo–. Además, decididamente, ¡las peleas entre cristianos son un rollo!
Sin contestar, Amal arrastró a Teo y la tía Marthe por las callejuelas bordeadas de buganvillas. Entraron en la primera iglesia, en la que Teo no quiso quedarse porque ya había visto muchas parecidas en Grecia. Al salir, se sentó en los peldaños con aire mohíno.
–No me interesa –dijo–. Quiero ver las pirámides.
–Sin embargo, durante su huida a Egipto, José y María se detuvieron aquí, en la cripta –dijo Amal–. ¿No te gusta?
–¡No! –exclamó Teo–. ¡Yo quiero ver las pirámides!
–Pero la historia de los coptos es tan importante, tan agitada... –insistió la egipcia–. ¿No te das cuenta? Egipto fue una de las primeras grandes civilizaciones; luego, acogió sin morir a los griegos y los romanos, convirtiéndose en uno de los florones del mundo antiguo; y resulta que la Iglesia cristiana de Egipto podría haberse convertido en la más importante del mundo, mantener un verdadero imperio de Oriente, cuando... pero es demasiado complicado.
–¿Ah, sí? –dijo Teo con curiosidad–. ¿Qué pasó?
–Te parecerá una idiotez absoluta –dijo la tía Marthe.
–No soy tan tonto –gruñó, ofendido.
–¡Nadie ha dicho eso, Teo! –dijo Amal–. Bueno, ¿preparado? Pues allá voy. Ya sabes que, para los cristianos, Jesús es Dios hecho hombre. En el mundo actual, todos se han acostumbrado a esta vieja idea. Pero imagínate, al principio, la confusión que se produjo en las mentes... ¿Dios hecho hombre? ¿Cuál es la parte de Dios y cuál es la parte de hombre en Jesús, eh?
–¿Mitad y mitad? –sugirió Teo.
–Los teólogos se planteaban preguntas. Si la naturaleza humana está llena de defectos, ¿qué es lo que domina en Jesús? ¿La parte de Dios o la de hombre? ¿Jesús tenía defectos o no? Elaboraron todo tipo de teorías. Según unos, el hombre es el mal y Dios es el bien. Es más o menos tu teoría de que Jesús era mitad y mitad. Lo que pasa es que, al cabo de varios siglos, entre unas cosas y otras, a fuerza de separar la parte mala del hombre y la parte de buena de Dios, algunos cristianos decidieron dejar morir el mal para liberar el bien. En vista de lo cual, se suicidaban, dejando de alimentar su cuerpo, encarnación del mal. Se llamaban «cátaros», que significa «los puros».
–¡Otra vez la pureza! –dijo Teo–. ¿Y eso era en Egipto?
–No, pero esta teoría nació en Persia, en la cabeza de un tal Mani, un gran hombre que intentó conciliar las antiguas religiones persas con el cristianismo. Esta forma de pensamiento se llama «maniqueísmo», y la Iglesia católica la considera una herejía. ¿Sabes lo que es una herejía?
–¿Algo de secta?
–Sí, pero una secta oficialmente condenada por una asamblea de la Iglesia. Aquí, las teorías presentes oponían a los que negaban a Cristo una naturaleza divina sin llegar a destruir la parte mala corporal, y los que afirmaban que su naturaleza divina absorbía la naturaleza humana para divinizarla.
–¡Un momento! –dijo Teo–. Están los que quieren que Cristo sea sólo un hombre, o sea no bueno del todo, y los que quieren que sea Dios, o sea totalmente bueno.
–Eso es. Los primeros se llamaban «arrianos», por su maestro Arrio. Los segundos, «monofisitas», que defendían la monofisis o «naturaleza única». Eso sin contar a los nestorianos, que decían que en Cristo existían dos personas, la humana y la divina. Durante siglos, ha habido luchas en Egipto en torno a la naturaleza de Jesús.
–Ya ves que parece una idiotez –dijo la tía Marthe.
–No tanto –dijo Teo–. A mí no se me había ocurrido nunca. ¿Y los católicos, qué dicen?
–Que es un misterio divino –contestó Amal–. El fondo de este misterio obedece a la Santísima Trinidad. Dios en tres personas.
–¡Eso me recuerda que un día, en el teatro, oí una definición graciosísima de la Trinidad! –exclamó la tía Marthe–. La decía un personaje que interpretaba el papel de Jesús. Y no paraba de decir: «El Viejo, el palomo y yo», para hablar de la Santísima Trinidad...
–Pues la idea del palomo no está tan mal. Dos mitades, siempre es complicado; mientras que con tres elementos se apaña uno mejor, me parece a mí. Es como una familia, con los padres y el hijo.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada sorprendida.
–Bueno –declaró, estirándose–. Pues dime por dónde andan los coptos, y luego vamos a las pirámides.
Los coptos siguieron siendo monofisitas y fueron condenados por la Iglesia, que más tarde los integró. Pero el largo combate había agotado a Egipto, que fue presa fácil de los musulmanes. El destino de los coptos fue bastante tormentoso: tan pronto acosados como abandonados, no volvieron a encontrar su sitio hasta el nacimiento del Egipto moderno, que otorgaba igualdad a todos sus ciudadanos, cualquiera que fuera su religión.
Quedaba por ver la mezquita ‘Amr, que encantó a Teo, ya que quien conseguía pasar por el estrecho espacio que había entre los dos pilares sagrados era considerado virtuoso. Teo estaba tan flaco que pasó.
–Como soy tan virtuoso –dijo–, mando yo. ¡Vamos a las pirámides!
Ya no cabía resistirse. Dejaron Tutankamón para el día siguiente y decidieron ir a comer al Mena House Oberoi, el ilustre hotel donde se había alojado Winston Churchill. El célebre jefe de Estado inglés que resistió a los nazis ocupó todo el trayecto, para consternación de Teo, a quien el tema importaba un comino.... A través de los edificios modernos que bordeaban la carretera, buscaba desesperadamente las tres famosas siluetas que jugaban al escondite con las construcciones.
La barca solar del faraón Keops
De repente, allí estaban, blancas bajo el sol del mediodía. Teo se asombró de encontrarlas pequeñas, pero Amal aseguró que dejarían de serlo cuando sus sombras se extendieran en la arena del desierto y las rodeara a lomos de camello. Era casi la una de la tarde cuando llegaron al pie de la gran pirámide. Para verla, había que echar la cabeza hacia atrás y usar la mano a modo de visera, a causa del sol. Aun así, la inmensa tumba resultaba deslumbradora... Y, pese a los turistas que hablaban todos los idiomas del mundo, los vendedores de tarjetas postales, los arrieros que le agarraban el codo y los vendedores de amuletos, Teo se perdió en la contemplación de la mole de piedra que se alzaba por encima de su cabeza.
–¡No lleva sombrero! –murmuró la tía Marthe–. ¡Qué locura! Voy a comprarle algo ahora mismo.
–No te quedes demasiado tiempo al sol –advirtió Amal–, que te entrará vértigo.
Pero Teo no contestaba. La tía Marthe discutió con un vendedor y volvió, triunfante, con su trofeo en la mano.
–Ponte esto –dijo, dándoselo a su sobrino–. Ahora mismo, hazme el favor.
En el instante en que la tía Marthe se disponía a encasquetárselo a la fuerza, Teo se tambaleó y cayó en sus brazos. La tía Marthe empezaba a asustarse, cuando Amal propinó un buen bofetón a Teo, que recobró el color.
–Volvemos a casa –decretó la tía Marthe–. Es culpa mía, tendría que haberme acordado del sombrero.
¿Volver? Ésa no era la opinión de Amal. Examinó a Teo, le tomó el pulso, escrutó sus ojos y suspiró, aliviada. Ese tipo de incidente era frecuente delante de la Gran Pirámide, y Teo no había tenido tiempo de coger una insolación.
–Pero nada de camello, Teo, que te marearías –dijo–. En cuanto a la visita al interior de la pirámide, más vale que te olvides: es asfixiante, y hay que caminar medio doblado.
–A mí me da igual –murmuró Teo–. Lo único que quiero ver es la barca. La que usa el faraón para navegar en la noche, con su amigo el sol, antes de que se levante.
No cabía discutir. A paso lento, se dirigieron los tres hacia el lado de la pirámide, donde se encontraba la barca de Keops. Teo contempló la gran nave de madera fija e intensamente.
–La encontraron en 1954, completamente desmontada, en una fosa cubierta, y tardaron mucho en volver a armarla –dijo Amal–. Y todavía no han abierto la otra fosa, donde todavía debe de estar su hermana gemela. Nadie sabe a ciencia cierta para qué servía.
–¡Claro que sí! –dijo Teo–. O bien sirvió para el funeral de Keops, para que cruzara el río eterno; o bien está allí para su travesía de la noche; o bien (pero, para saberlo, habría que volver a ponerla a flote en el Nilo) transportó de verdad al faraón y sirvió más tarde para las peregrinaciones. No tiene más complicación.
–¿De dónde has sacado todo eso? –exclamó la tía Marthe.
–Del diccionario de civilización egipcia que está en la biblioteca de París –respondió Teo–. Por ejemplo, a mí me gustaría saber cómo se las arreglaban los muertos egipcios para pasearse de noche, ir a cultivar los campos sagrados y zamparse en su tumba todo lo que les habían preparado...
–¿Y bien? –dijo Amal.
–Pues yo no lo conseguiría –susurró, con tristeza–. Si tengo que escoger, cuando me muera, preferiré navegar la noche, ya está.
–Ya está bien, Teo –murmuró la tía Marthe–. Vámonos.
–¡Qué bonito debe de ser ese viaje! –dijo Teo, soñador–. El sol se ha ido de la tierra, la serpiente Apopis aprovecha la noche para intentar morderlo, los vivos rezan para que vuelva y, mientras tanto, los muertos lo acompañan, cada uno en su barca. Millones y millones de amigos para velar por el sol dormido...
–¡He dicho que ya basta! –exclamó la tía Marthe.
–Ven, Teo –dijo Amal, cogiéndole la mano–. Vas a ver otras barcas. Vas a ver el Nilo y las falúas. Vamos...
Teo abandonó el lugar de mala gana. Amal propuso ir en burro hasta la célebre Esfinge de Gizeh, custodia de la pirámide.
Teo tenía ganas de dar la vuelta al monumento, pero solo. Las dos mujeres se quedaron sentadas.
–Lo sabe todo de Egipto –dijo la tía Marthe, suspirando.
–¡Maalesh! Me extrañaría –dijo Amal–. ¿Sabe qué enfermedad tiene?
–No –dijo la tía Marthe–. Sabe que está muy enfermo.
–Entonces, lo ha adivinado –dijo Amal–. Por eso se interesaba por Egipto, el país de los muertos.
–¿Qué hago, Amal? –murmuró la tía Marthe.
–Enseñarle la vida en el Antiguo Egipto –dijo Amal con fuerza–. Embarcaros por el Nilo y confiar en el río. Cuando vea a las mujeres en las riberas y a los fellah en los campos, comprenderá que nuestro Egipto no está muerto.
Encaramado en su burro, que correteaba alegremente, Teo volvió un poco zarandeado pero encantado. Lo que lo había divertido, no era tanto la Esfinge como el burro con su arriero. Tirando a blanco, con su expresión de pillo y sus ojos húmedos, el burro era listo, y su arriero, tonto.
–¿Y la Esfinge? –dijo la tía Marthe.
–Sólo es un estúpido león con la nariz rota –espetó Teo–. Ese tío, ¡mira que usar a cien mil esclavos para construir su pirámide...! Cuando los egipcios le buscaron las cosquillas, se lo tenía merecido.
–Pero ¿de quién hablas? –preguntó la tía Marthe.
–Pues de Kefrén, ¿de quién va a ser? –dijo Teo–. El faraón que puso su retrato en la cara de la Esfinge.
Teo descubre los Infiernos
Cuando llegaron de vuelta a la villa de la calle del Brasil, Teo aceptó a regañadientes ir a descansar. En cuanto Teo estuvo en su habitación, la tía Marthe se precipitó hacia el teléfono para adelantar las reservas del tren El Cairo-Luxor, pero ya era demasiado tarde. Así, durante la cena, hablaron del programa para el día siguiente. El tren salía a las 19:40. Quedaba toda la mañana.
–Vamos a ver a Tutankamón –dijo Teo, con un tono tan decidido como para las pirámides.
–Es que... –empezó la tía Marthe, vacilante–. Mira, Teo, el museo cansa mucho.
–No quiero ver todo el museo, tiíta, sólo los dos pisos de Tutankamón.
–¿Por qué no nos dices lo que te atrae de todo eso? –intervino Amal con suavidad.
–Los objetos que encontraron en su tumba, las camas, las mesas, los taburetes –dijo Teo–. Y la capilla de oro con las cuatro Isis... ¡Ah!, y el ramo de flores secas que su mujer le puso sobre el pecho. ¡Ya veis que me lo sé!
–Eso ya lo habíamos visto –masculló la tía Marthe–. Y ¿desde cuándo te interesa tanto Egipto?
–Desde que conozco a Zorglub –contestó Teo–. En junio pasado, justo cuando se murió el abuelo. La profesora de historia se fue a dar a luz, y vino un sustituto con bigote y unas cejas gruesas y negras, como el personaje. Lo llamábamos Zorglub. Sólo le gustaba Egipto.
–¿Y Zorglub es quien te contó lo del viaje de la barca solar?
–Pues sí –dijo Teo–. Él y el diccionario...
–Yaani... –dijo Amal–. Oyéndote, parece que el más allá del Antiguo Egipto es mil veces mejor que la vida. Se pasean en barco, comen, cultivan los campos, es verdad, pero sólo si son almas buenas. Porque, si no... ¿No te habló Zorglub de los Infiernos del Antiguo Egipto? No, claro. Pues bien: al que comete una injusticia en vida, lo escaldan, lo descuartizan y lo empalan.
–No lo sabía –murmuró Teo–. Pero bueno, yo, desde que pasé entre los pilares, soy virtuoso, o sea que no corro peligro.
–Una injusticia, Teo, basta una injusticia...
–¿Sólo una? ¡Hala!
–Claro que, como el faraón estaba divinizado, a nadie se le habría ocurrido condenarlo a los Infiernos...
–Entonces, ¿vamos a ver Tutankamón? –exclamó Teo–. ¡Hurra!
–Porque, naturalmente, conoces su historia, ¿no? –dijo Amal.
–No –dijo Teo–. Lo único que sé es que murió muy joven. ¿Puedo llamar a Fatou?
–¡Desde tu móvil! –gritó la tía Marthe cuando Teo ya estaba en la escalera.
No había dicho una palabra de su familia desde que había llegado a Egipto. No había hecho ni una sola llamada, ni pronunciado siquiera el nombre de su novia Fatou.
–Bravo, Amal –suspiró la tía Marthe, aliviada–. Con tu descripción de los Infiernos, le habrás puesto las ideas en su sitio. Así, por lo menos, no soñará con las delicias de la muerte en Egipto.
–No es suficiente –dijo Amal–. Haría falta otra cosa... ¿Cuándo tenemos que hacerle llegar el siguiente mensaje?
–En Luxor –contestó la tía Marthe–. Pero todavía no sé muy bien dónde ni cómo.
–¡Perfecto! –exclamó la egipcia–. Entonces, déjame a mí. Tengo una idea.
Las lentejas de la resurrección
En cuanto hubo puesto los pies en la primera sala del museo egipcio, Teo se puso a caminar tan deprisa que las dos mujeres tuvieron dificultad en seguirlo.
–¡Espera, Teo! –exclamó la tía Marthe, jadeante.
–¡Es para no pararme en todas partes! –contestó Teo.
Sin una sola mirada para las estatuas que lo dominaban desde lo alto de sus grandes masas negras. Sólo se detuvo una vez, delante de la puerta que daba a la sala de las momias de los faraones, pero Amal le impidió el paso.
–¡Las momias, no, Teo! –dijo, interponiéndose, con inusitada autoridad.
–Pero ¡es que quiero verlas!
–Son horribles, hijo –dijo ella, poniéndole una mano en los hombros–. No tiene gracia. Además, esos pobres difuntos a quienes han molestado para ponerlos en un museo...
–Es verdad –dijo Teo.
–Lo peor de todo son los turistas, que los miran como si estuvieran en una sala de disección. No te gustaría nada.
–Seguramente –dijo, reanudando su carrera.
En el primer piso del tesoro de Tutankamón, Teo se detuvo por fin. Se entretuvo mucho tiempo delante de cada vitrina, maravillado.
–Exactamente como en los libros –murmuraba a cada paso–. ¡Es gigantesco! Zorglub tenía razón...
Cuando entró en la sala de los tres sarcófagos, su mirada se tornó grave. Se inclinó para contemplar la famosa máscara de oro, con la sonrisa juvenil, sin decir palabra. Hubo que alejarlo a la fuerza del joven faraón.
–Me habría gustado ver su verdadera cara –suspiró, al salir–. ¿Dónde está su momia?, ¿abajo?
–No –contestó Amal–. Lo volvieron a meter en su tumba, en el Valle de los Reyes, frente a Luxor, con gran pompa. Mejor ven a ver el Osiris vegetante. Sabes de qué va la cosa, supongo.
Por una vez, Teo estaba pez en lo relativo al Egipto de sus sueños. Delante de una caja que reproducía la forma de un cuerpo humano, llena de hierbas milenarias y agostadas, Amal le explicó la naturaleza del extraño jardincillo que tenía ante los ojos.
–El cuerpo momificado de Osiris –dijo– representa la tierra de Egipto. Cada año, la crecida del Nilo lo fecunda, y los campos reverdecen. Cada año, plantaban en estas cajas que representan al dios unas semillas que crecían en la época de las inundaciones. Y, en cada tumba, colocaban un Osiris vegetante, para no olvidar que, si bien la muerte sucede a la vida, también la vida sucede siempre a la muerte. Todavía hoy, en Egipto, durante el invierno, la gente hunde lentejas en algodón para verlas germinar en primavera, y eso trae suerte.
–¿Lo haremos antes de irnos, eh? –preguntó Teo–. Me llevaré la caja y...
Se interrumpió, angustiado.
–Sí –prosiguió la egipcia–, verás germinar tus lentejas, ¡Insh-Allah! Vamos a comprarlas ahora mismo.
Teo las plantó antes de comer: diez semillas rosadas en una caja redonda y transparente, cuidadosamente cerrada con dos gomas elásticas para el viaje. Había que regarlas todos los días y no cerrar la caja más que en caso de necesidad.