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MAJANDYI

–¿Mamá?

–¡Ay, cariño!... ¡No teníamos noticias! ¿Estás bien?

–Mmmsí... –dijo Teo, evasivo.

–Pero ¿te tomas las medicinas? ¿No estás cansado? ¿Duermes bien?

Y así sucesivamente. Luego, mamá se quedó callada, y eso era peor que cualquier otra cosa. Teo la oía respirar débilmente, adivinaba el pañuelo en la mano, el dolor que la mujer no conseguía reprimir.

–¿Mamá? –susurró muy bajo–. Te quiero, ¿sabes?...

–Sí –dijo, con un hipido–. No te preocupes, lo llevo bien. Pásame a tu tía.

Como de costumbre, discutieron. La tía Marthe colgó, resoplando como una foca, y el teléfono volvió a sonar inmediatamente. Eran las niñas, un poco crispadas, que le pasaron a papá. Pero, con él, todo era más tranquilo. La tía Marthe le contó los dos primeros días en Delhi, prometió llamar más a menudo, prometió otra cosa con cara de fastidio y volvió a colgar.

Cuando hubo pasado la tormenta, Teo llamó a su pitonisa preferida. Como no tenía ninguna pregunta que hacerle, le dijo simplemente que la echaba de menos. Que estaría bien volver algún día a la India con ella. Que lo harían en el futuro. Fatou sólo decía que sí. Discretamente, la tía Marthe se había eclipsado. Después de colgar, Teo volvió con lágrimas en los ojos. No era el momento de anunciarle los análisis médicos del día siguiente.

«Y ¡al cuerno los análisis!», pensó la tía Marthe. «No importa, ya los haremos a la vuelta. Por tan poco tiempo...» Más valía dejar que Teo se durmiera con la voz de Fatou en el oído. Por la mañana, en lugar de llevarlo al hospital, lo dejó dormir cuanto quiso. El avión para Benarés salía al final de la tarde, y la tía Marthe hizo las maletas.

La cabina del capitán Lumba

El avión reservaba a Teo una buena sorpresa. Apenas Teo, la tía Marthe e Ila se abrocharon los cinturones como es debido, justo después del despegue, el comandante de a bordo hizo un anuncio poco habitual:

Good afternoon, ladies and gentlemen. Welcome on Indian Airlines. I am captain Lumba and I wish you a very good trip to Varanasi. Our flight will last one hour. Let me make a special wish for a guest of honour, the young Teo...

Teo, que hasta entonces no había escuchado, se sobresaltó. ¡El comandante de a bordo había dicho su nombre! Y guest of honour ¿no quería decir «invitado de honor»?

–Ve a verlo –susurró Ila, desabrochando el cinturón de Teo.

Anonadado, Teo obedeció. La puerta de la cabina de pilotaje se entreabrió, y el capitán se volvió, con una amplia sonrisa:

Hi, Teo –dijo–. Sit down.

Lo que, incluso en el inglés vacilante de Teo, no dejaba lugar a dudas: «Siéntate», le había dicho el capitán. Teo se arrellanó en el estrecho asiento que había detrás del del capitán, quien le explicó en inglés todo tipo de cosas. Teo comprendió más o menos que las cruces verdes de la pantalla de control trazaban el trayecto del avión, que el cielo estaba despejado – clear–, pero que, al sobrevolar Benarés, habría que rodear unas nubes –clouds–. Por último, cuando el avión inició el descenso, el capitán impuso el silencio en la cabina, y Teo vio aparecer en la bruma vespertina el espectáculo más maravilloso del cielo y de la tierra: una catedral de luz dibujada en el suelo, miles de lucecillas rojas y blancas, la pista de aterrizaje. El capitán dio órdenes escuetas, y el avión aterrizó con la levedad de una mariposa.

Ila se asomó, entró en la cabina y besó al capitán, su marido, el famoso Sudhir. Éste se puso la gorra con gesto marcial y se apoderó de la bolsa de viaje de la tía Marthe con gran energía.

–Entonces, ¿es tu marido? –susurró Teo, intimidado–. ¡Oye, es estupendo!

I do think so... ¡Perdón! A mí también me lo parece –contestó Ila, ruborizándose.

Captain Lumba tramitó con rapidez los papeleos de la llegada, metió a todo el mundo en dos taxis y, a toda velocidad, salieron rumbo a Benarés, que en la India se llamaba Varanasi. De noche, no se veía gran cosa: un campo difuso, algunos pueblos apenas iluminados, vacas en las carreteras y sombras embozadas que caminaban, como siempre en la India. Pero no había río. Situado en un gran jardín, el hotel Taj olía a cerrado, pero las habitaciones eran acogedoras, y los empleados, muy amables. Sólo que, por las ventanas, seguía sin verse el río. El capitán llevó a su pequeña tropa al restaurante, donde habló mucho con Marthe, y todo el rato en inglés. Afortunadamente para Teo, estaba Ila.

Las cuatro cabezas del dios Brahma

–Oye, Ila, ¿puedo preguntarte una cosa? –le preguntó al oído–. ¿De qué casta eres?

–¡Oh!... –dijo Ila, sorprendida–. Soy brahmán. Pero ¿sabes? Las castas están prohibidas actualmente.

–¿Estás segura? Por la tele, hablan de la guerra de las castas en la India...

–Bueno –dijo Ila, incómoda–, de acuerdo. Es un mal sistema que quedó abolido por la constitución de 1950, pero tan antiguo que ha dejado profundas huellas. De su vocación original, los brahmanes han conservado la educación, incluso la erudición: a menudo son profesores, y, de hecho, los brahmanes son quienes han gobernado el país desde la independencia, pese a la prohibición de las castas, por simple costumbre. ¡No se cambian tres mil años de tradición en cincuenta años! Lo que pasa es que, ahora, las castas más bajas tienen ganas de gobernar a su vez, es normal...

–Pero ¿qué lugar ocupan, en tu sistema? –preguntó Teo.

Para entenderlo, había que conocer el mito fundador. El dios de la Creación, que se llamaba Brahma, había repartido a los hombres según la constitución de su propio cuerpo: para la boca, los brahmanes; para los brazos, los jefes y los guerreros; para los muslos, los mercaderes. Y en el resto, su vientre, sus piernas y sus pies, el dios había metido a las castas inferiores.

–Oye, eso no está bien –dijo Teo.

Y faltaba lo peor: por debajo del sistema de las castas, se encontraba la enorme masa de los intocables. Como su nombre indicaba, y como si la impureza fuera contagiosa, tenían prohibido tocar a cualquier hombre o mujer de las castas superiores, compartir la comida de éstos, cocinar para ellos, incluso cruzar sus miradas con ellos... No podían siquiera arrojar su sombra sobre la sombra de un brahmán. No tenían ningún derecho.

–Mi tía me lo ha contado –dijo Teo tras un largo silencio–. Y ¿todavía es así?

–No, porque la India se ha convertido en una democracia fundada en el principio de igualdad. Pero, en ciertos pueblos remotos, a veces, las castas superiores... ¡Qué se le va a hacer, son conservadores! Acabar con las antiguas costumbres es una larga lucha, iniciada por el Mahatma Gandhi en su momento...

–¡He visto la película! –exclamó Teo–. ¡Qué tío tan fantástico!

El Mahatma había luchado por mejorar las condiciones de los intocables, a quienes dio el nombre de «hijos de Dios», harijans. En la India de finales del siglo XX, los intocables y las castas inferiores reunían sus fuerzas para llegar al poder, y eso no era fácil. Pese a ello, el vicepresidente de la República India era precisamente un hombre de la casta más baja, que se había convertido en diplomático erudito...

–Bien hecho –dijo Teo–. Al Mahatma le habría gustado.

Ila no dejó de añadir que el creador de las castas, el dios Brahma, era extraño: tenía cuatro cabezas. Según la leyenda, las cuatro cabezas del dios representaban la descomposición del movimiento de sus rápidos ojos cuando se enamoró de su propia hija...

–¡Qué vergüenza! –exclamó Teo, escandalizado–. Y ¿ése es el gran inventor del sistema?

Ésta es la forma mitológica de contarlo: Brahma se enamoró de la Creación, su propia hija, y sus cuatro cabezas indican que lo ve y lo sabe todo. Pero, a diferencia de otros dioses, Brahma no tenía casi templos en la India. En cambio, los otros dos amos del país eran adorados en todas partes.

–¿Quiénes son? –dijo Teo, bostezando.

Visnú, el guardián del mundo, y Shiva, el dios de la Muerte. Pero, apenas empezó Ila a contestar cuando Teo apoyó la cabeza sobre la mesa y se quedó dormido. Captain Lumba lo cogió en brazos y lo llevó a su cama.

El sumo sacerdote del mono divino

Al despertarse, la tía Marthe pensó que lo más difícil sería ese día. ¡Ojalá todo sucediera como estaba previsto! Desde su cama, Teo ya había gritado: «¿Cuándo vamos a ver el Ganges?».

–Primero, cómete tus tostadas y tus huevos revueltos –respondió Marthe con una voz ligeramente ahogada.

El taxi que los llevaba hacia el río avanzaba con dificultad en medio de una marea de bicicletas, que en su mayoría tiraban de minúsculas calesas donde iban sentadas unas señoras regordetas en sari. Ila explicó que esos vehículos se llamaban rickshaws y que, antiguamente, en lugar de pedalear en bicicleta, sus conductores, llamados rickshaw-wallas, tiraban del carrito con los brazos, corriendo a pie. Por lo demás, la bicicleta estaba a punto de verse destronada por el rickshaw motorizado, coche en miniatura de tres ruedas que, en sus traqueteos, iba escupiendo un humo negro que no hacía ningún bien a los pulmones. Sumergido en el espectáculo de los velocípedos, Teo oyó el tintineo de los miles de timbres que, en las bicicletas, sustituían a la bocina. Estorbado por los hombres, los niños y las vacas, el trayecto hacia el río se hacía interminable. Bruscamente, cuando ya se divisaba a lo lejos el reflejo del sol en las aguas, el coche giró a la derecha antes de meterse por una estrecha callejuela desierta. Había que seguir a pie.

–Ponte el sombrero, Teo –dijo la tía Marthe–. Vamos a hacer una visita a mi amigo el sacerdote. Pero, cuando lleguemos, lo saludarás haciendo exactamente lo mismo que yo, ¿me lo prometes?

–¿Qué tendré que hacer?

–Tocarle los pies con la mano derecha –contestó la tía Marthe.

–Pero yo creía que bastaba juntar las manos...

–A un hombre de Dios, hay que tocarle los pies –insistió ella–. También hay que darle su tratamiento: tendrás que llamarlo Majandyi.

Un majand era un sumo sacerdote, y yi, un sufijo de respeto y afecto. Para cualquiera.

–Entonces, ¿puedo llamarte Martheyi?

–No suena muy bien –contestó la tía Marthe, rezongona–. Y tal como me tratas, sería demasiado respetuoso.

Habían llegado a una terraza en la orilla. Bajo un baniano gigantesco se alzaban cuatro templetes inmaculados, no más altos que Teo, que albergaban sendas estatuas de dioses, y un pequeño toro que reconoció enseguida.

–¡Nandi! ¡Es Nandi! –exclamó bailando de un pie al otro–. ¡Qué bonito es!

–Y aquí, delante de ti, el Ganges –murmuró la tía Marthe, señalando el ancho río que lanzaba sus destellos bajo el cielo pálido.

Deslumbrado por la blancura de los reflejos, con la mano a modo de visera, Teo contempló las barcas negras abarrotadas de peregrinos que cantaban. A lo lejos, un gran barco de velamen remendado avanzaba río abajo con lentitud. La orilla de enfrente estaba desierta: arena dorada y campos verdes. Apenas turbado por las campanas de los templos que resonaban en la ciudad, el aire era de una quietud absoluta. De repente, la tía Marthe le dio un codazo. Teo se volvió: un anciano con túnica blanca lo contemplaba con ojos de una negrura luminosa. Majandyi.

La lección de respiración

Marthe se inclinó para tocarle los pies, y Majandyi la levantó inmediatamente, protestando. Ila hizo lo propio y, esta vez, Majandyi le puso la mano en la cabeza para bendecirla. Pero cuando, a su vez, Teo se inclinó, según las instrucciones, Majandyi lo cogió en brazos. Tenía el rostro todo picado de viruelas, el bigote amarillo, y sus ojos irradiaban una bondad extraordinaria.

So you are the famous Teo, my dear boy –dijo con voz aterciopelada.

Majandyi recibía en un salón situado en el centro de su casa. Se sentó con las piernas cruzadas sobre una amplia tarima cubierta de una tela blanca de algodón; Marthe, Ila y Teo se instalaron en sendos taburetes. Un sirviente trajo té con leche y pastas, y todo el mundo permaneció en silencio. Majandyi no dejaba de mirar a Teo.

Hizo numerosas preguntas en inglés. Angustiado, Teo comprendió confusamente que se trataba de salud y enfermedad, disease. Con semblante grave, Majandyi escuchó el largo relato de la tía Marthe.

But for the time being, Majandyi –acabó diciendo la tía Marthe–, you have to explain to him what is exactly your vision of hinduism.

–Le está pidiendo que te explique su visión de nuestro hinduismo –susurró Ila, traduciendo.

El sumo sacerdote clavó sus ojos luminosos en Teo, que se retorció en su taburete. Luego, desdoblando sus largas piernas, llevó a Teo al fondo del salón. Una puerta, un pasillo estrecho: en la pared del fondo, vestido de leopardo, danzaba el dios Shiva, sonriente, las piernas al aire, particularmente vivaracho. Majandyi pasó de largo. A través de un oscuro dédalo de corredores, guió a Teo hasta una terraza diminuta donde, en una pequeña hornacina a ras del suelo, se encontraba un ídolo informe ante el que había dos sandalias. Majandyi se sentó en el reborde de la terraza, y fue entonces cuando Teo descubrió que tenía un pie contrahecho.

Sit here, my boy –dijo el sumo sacerdote, invitando a Teo a reunirse con él.

Teo se encaramó junto a Majandyi. Justo encima de su cabeza, pendía una campana entre dos pilares de piedra vista. Abajo, fluía el Ganges, vibrante de mil susurros de plegarias. Algún hombre pasaba discretamente, tocaba los pies de Majandyi, se inclinaba ante la divinidad informe y tañía brevemente la campana. Apenas turbado por el ligero tintineo, el silencio estaba poblado de paz. Majandyi tomó a Teo por los hombros y atrayéndolo hacia sí, lo envolvió en su gran chal blanco.

You will not understand what I am going to say, little boy, will you? –le murmuró al oído tras un largo silencio.

Yes –contestó Teo con valentía–. I am seguro that I can entender. Tengo english de primera lengua at school.

Shanti –dijo gravemente Majandyi, estrechándolo aún más–. The meaning of shanti is peace.

Meaning –dijo Teo, meditabundo–. Meaning quiere decir «significado». Y peace quiere decir «paz». El significado de shanti es «paz», vale, pero ¿qué es shanti?

May your spirit be in peace for ever –concluyó Majandyi–. Do you understand?

–Sí –susurró Teo–. Quieres que mi espíritu esté en paz para siempre.

Now, take a breath... –dijo Majandyi, respirando a pleno pulmón.

Teo inspiró y espiró un poquito.

Form here –le ordenó Majandyi, poniéndole la mano en la barriga.

Entonces, Teo hinchó el vientre, y los pulmones se le ensancharon bruscamente, tanto que le dolieron los hombros.

Good –dijo Majandyi, sonriendo–. Do it again.

La segunda vez, Teo se sintió inundado por una sensación de dilatación. La tercera vez, experimentó un verdadero bienestar. Y la cuarta vez se puso a toser como un loco.

Very good –dijo Majandyi con una bondadosa sonrisa.

Luego, alzó la mano hacia la campana y la tañó a su vez.

Let’s go –dijo, levantándose con autoridad.

Cuando volvieron al salón de la orilla del río, la tía Marthe e Ila los esperaban con ansia.

–¿Y bien? –dijo la tía Marthe–. ¿Qué te ha dicho?

–Nada –contestó Teo–. Sólo me ha enseñado a respirar. ¡Ah, sí!, también me ha hablado de paz. A lo mejor tiene que ver con lo de las castas y los dioses.

Ramayana

El siguiente encuentro con Majandyi tendría lugar al crepúsculo, en su templo. Mientras tanto, volverían al hotel para la comida y la siesta. En la mesa, Teo hizo mil preguntas. ¿Quién era ese dios desconocido de la hornacina? ¿Por qué Majandyi era cojo? ¿Qué era eso tan raro de respirar por la barriga? ¿Cuál era el dios del que Majandyi estaba encargado? Y ¿qué era ese árbol inmenso bajo el que se encontraban los cuatro templetes blancos?...

–Nos vas a marear, hijo –dijo la tía Marthe–. Una cosa después de la otra, por favor.

El dios de la hornacina no era un dios, sino un hombre, uno de los escritores más grandes de la India, Tulsi Das, que había traducido textos del sánscrito, la lengua culta, al hindi, la lengua popular. Y, como había vivido en Benarés, habían edificado un altar donde se venía a adorar sus sandalias.

Majandyi era cojo de nacimiento, lo que no le impedía bajar al alba, cada mañana, los cien peldaños que llevaban al río y, luego, volver a subirlos. Por lo demás, añadió la tía Marthe, desde la Antigua Grecia y en el mundo entero, los grandes inspirados solían ser lisiados: los tuertos y los cojos eran benditos de Dios. Majandyi no era una excepción a la regla. Dotado de una voluntad férrea, dominaba su pie contrahecho como había dominado su voz cascada, reeducándola por la música, a fuerza de ejercicios.

Así había que interpretar también el sentido de la lección de respiración que había impartido a Teo. En Occidente, se respiraba con la parte superior del cuerpo, mientras que, en la India, se practicaba la respiración a partir del vientre, la única capaz de hacer que los pulmones se llenen por completo de oxígeno. Desde hacía tres mil años, los indios aprendían primero a respirar bien: con el soplo, podía curarse todo. Teo pensó en el shaij de Jerusalén.

En cuanto al árbol, era sagrado y de la familia de la higuera.

–¿Y el dios de Majandyi, quién es? –preguntó Teo.

El dios que Majandyi adoraba tampoco era exactamente un dios, sino un mono divino llamado Hanuman. Y eso constituía toda una historia, que Ila aceptó contar. Érase una vez un rey que tenía tres hijos y dos esposas. Como siempre, la segunda esposa sintió tantos celos de los hijos de la primera que exigió el exilio del mayor, el príncipe Rama. Joven y apuesto, casado con la hermosa Sita, el príncipe Rama obedeció dócilmente a su padre y se fue al bosque, con sus dos hermanos. La segunda esposa había ganado.

–Ya se arreglará –masculló Teo.

Sí, pero no tan rápido. Atraída por un bonito antílope de oro, Sita cometió la imprudencia de abandonar el refugio de su exilio. ¡Error fatal! En realidad, el hermoso animal era el horrible rey de los demonios de Lanka: Ravana, un brahmán muy sabio y muy malvado que se había encaprichado de la mujer de Rama. La raptó, y he aquí que el príncipe Rama sale en busca de su esposa desaparecida. Fue una guerra interminable: por una parte, los demonios; por otra, los tres hermanos, ayudados por un ejército de monos.

–¡Ah, allí está el mono de Majandyi! –exclamó Teo.

El gran mono Hanuman era el general supremo de los ejércitos simiescos. Transformó su cuerpo en un puente inmenso para que pasaran sus tropas; sirvió de mensajero, saltando de árbol en árbol para visitar a la bella prisionera; en definitiva, fue tan ferviente y tan leal, que se convirtió para siempre en el modelo del perfecto devoto. En el siglo XVI, fue edificado en Benarés el templo del mono divino Hanuman, de cuyo cuidado había recibido el encargo el bis-bis-bis-bisabuelo de Majandyi en su momento. Majandyi adoraba, pues, al dios de la Devoción.

–Pero un mono, la verdad... –comentó Teo, perplejo–. ¿Cómo se las arregla con esa figura?

Sin problema, porque gracias a Hanuman el príncipe Rama pudo matar al demonio Ravana y recuperar a su mujer. El mono divino pasó, pues, del mundo animal al universo de los hombres. A menudo, lo representaban abriéndose el pecho, en cuyo interior brillaba, de un rojo luminoso y ardiente, su corazón fiel. Hanuman fue adorado como buen servidor de Rama. Después de su victoria, el príncipe Ram regresó, triunfante, a su reino recobrado. Esta epopeya se llamaba Ramayana, y el gran Tulsi Das la había traducido al hindi. Cada año, en octubre, se representaba en toda la India durante cuatro noches seguidas. Interpretado por adolescentes disfrazados (sólo chicos), el Ramayana suscitaba un fervor extremo, que acababa en apoteosis cuando se prendía fuego al demonio Ravana, gigantesca figura de cartón rellena de fuegos de artificio.

–¡Es precioso! –aseguró Ila.

–Pero lleno de humo –añadió la tía Marthe–. Da tos.

Luego, la historia de Rama y Sita se estropeaba. Acusada por su marido de haber cedido al demonio seductor, la desdichada Sita tuvo que pasar por la prueba del fuego para demostrar su inocencia. Ila afirmaba que la joven salió intacta y que todo acabó bien, pero la tía Marthe juraba haber leído la versión auténtica y, en ella, Sita, trastornada por la monstruosidad de la acusación, clamó a su madre tierra, que se abrió para tragársela. En cambio, Rama acababa revelándose como un dios, no como un príncipe, eso era seguro.

Y es que Rama era una de las múltiples emanaciones del dios Visnú, guardián del orden del universo, a menudo representado durmiendo sobre el océano, velado por una serpiente de varias cabezas. De vez en cuando, Visnú bajaba a la tierra y se encarnaba. Estas manifestaciones se llamaban «avatares». De este modo, se había convertido en tortuga, en león, en jabalí, o en Rama, en Buda, en Krishna; algunos incluso, para no escatimar, añadían a Jesús.

–¿Krishna? –dijo Teo–. ¿Como los pirados que van por el boulevard Saint-Michel tocando los cimbales y cantando Hare Krishna?

Exactamente. Sólo que los pirados en cuestión no eran sino occidentales disfrazados y que el dios Krishna tenía una importancia mucho mayor. Con entusiasmo, la dulce Ila contó la infancia de Krishna, sus bromas y travesuras, el encantador pilluelo que había sido, volviendo locas a su niñera y, más tarde, a las once mil pastoras de las que fue amante.

–¿Once mil? –exclamó Teo, anonadado–. ¡Qué fiera!

Pues no, ya que Krishna era un dios, capaz de multiplicarse infinitamente, ninguna de las pastoras se sentía frustrada, puesto que el dios las acariciaba a todas bajo sus once mil formas divididas. Luego, tras su loca adolescencia, Krishna se convirtió en el más astuto de todos los dioses y el mejor consejero de los hombres, a quienes enseñaba la valentía, el sentido del sacrificio y el del deber. Y, cuando los hombres se le resistían, si se negaban a luchar, él se desvelaba en toda su verdad: al igual que el príncipe Rama, Krishna era Visnú, las estrellas y el mar, el principio y el fin, los pulpos y los pájaros, el río y sus orillas, el universo en su diversidad... Entonces, deslumbrados, los hombres cumplían su cometido y llegaban incluso a matarse unos a otros sin rechistar, para respetar el orden del mundo, olvidando sus estados de ánimo. El sermón del dios Krishna al hombre reticente se llamaba Bhagavad-Gita, y ése era el texto que recitaban todos los hindúes al amanecer, desde hacía tres mil años.

–A mí, no me la darían tan fácilmente –gruñó Teo–. ¡Sí, hombre! ¿Y qué más? ¡Habría que verlo!

La tía Marthe objetó que, a propósito de ver divinidades, ya era hora de ir a ver su cama y echarse una siesta, y Teo no se hizo de rogar. Había mucha distancia entre su amigo Majandyi y todas esas historias de dioses guerreros que forzaban a los hombres a obedecer. Soñó con un simio con rostro humano que le ahuecaba la almohada, sonriéndole con ternura.

La bendición del mono divino

A las cinco de la tarde, Ila lo despertó suavemente. Había que ir a reunirse con Majandyi en su templo.

La majestuosa entrada daba a una serie de patios atestados de fieles que caminaban en todas las direcciones. En el centro de cada patio, se alzaban múltiples templetes donde los sacerdotes, con un pañuelo amarillo alrededor del cuello, recibían las ofrendas, las bendecían y las presentaban a los dioses. A todos los dioses, incluido el mono divino de rostro risueño, que lloraba, enternecido... La muchedumbre se agolpaba, silenciosa, contra las paredes, rozaba las imágenes, y las campanas resonaban sin cesar en medio de un murmullo flotante.

De repente, Teo vio a Majandyi, el más alto de todos los sacerdotes: con la cabeza erguida, levantando a los fieles que se prosternaban a sus pies, renqueó hasta Teo, juntando las manos a la altura de su frente. Lo alzó como a una pluma y lo confió a un sacerdote que lo seguía como su sombra. El pequeño grupo subió una larga escalera que daba al techo del templo. Depositaron delicadamente a Teo sobre un colchón blanco, le apoyaron la cabeza en unos cojines. La tía Marthe se sentó como buenamente pudo, Ila cruzó ágilmente sus piernas. Majandyi mandó traer unas mesitas minúsculas sobre las que habían colocado un festín de muñecas: un poco de yogur, una albóndiga, un plátano, un dulce.

Prasada –explicó Ila en voz baja–. Los sacerdotes sólo comen la comida ofrendada por los fieles y cuya esencia ya han absorbido los dioses. Está bendita: ¡come, Teo!

–Oye, tía Marthe, ¿es como la hostia de misa? –susurró Teo, mordiendo la albóndiga.

–No –contestó ella–. ¡No es ni la carne ni la sangre de un dios! Son simples ofrendas consagradas.

–En cualquier caso, están para chuparse los dedos –dijo Teo, devorándolo todo en un abrir y cerrar de ojos.

Terminada la comida, Majandyi empezó a hablar. El dios a quien adoraba tenía la apariencia de un mono, pero ¿qué era la apariencia que daban los hombres a los dioses? Para Majandyi cualquier figura de dios era Dios, y cualquier hombre contenía una parcela de divinidad. A Majandyi le gustaba Hanuman porque el mono divino representaba la compasión, por eso le había ofrecido un sacrificio por la curación de Teo, y lo que Teo acababa de engullir tan alegremente era su ofrenda bendecida por Hanuman. No obstante, Majandyi veneraba también a los tres grandes dioses de la India: Visnú, de quien Krishna es un avatar, símbolo de la valentía y de la pasión primaveral; Brahma, símbolo de la creación; y Shiva, señor de la vida y la muerte, símbolo de la danza cósmica y de la meditación. Le gustaban todos esos dioses porque, juntos, formaban un solo dios. Por eso, decía en inglés, el hinduismo era ante todo catholic. Teo se sobresaltó. ¿Católico? Ahora sí que ya no entendía nada.

Pero Majandyi le explicó, sonriente, que, en inglés, catholic significaba «universal», que ése era el verdadero sentido de la palabra en griego. Teo quiso decir que, en el Vaticano, el cardenal Ottavio también había mencionado la palabra «universal», pero no tuvo tiempo. Los músicos llegaron, inadvertidos, y se pusieron a tocar. Acompañadas por manos ligeras que rozaban dos pequeños tambores redondos, las cuerdas tañidas se pusieron a resonar en la noche. Con una mano sobre la rodilla, Majandyi alzó la otra como un ala, y su voz cascada voló hacia las estrellas. Las luces del templo se apagaron una a una; sólo brillaban los miles de lámparas de aceite en los patios. El claro de luna iluminó las hojas frondosas de los mangos, Majandyi cantaba, y Teo sintió que la emoción lo inundaba.

Como en Jerusalén ante los muros de la ciudad, por la noche. Como en Luxor, tras la danza de la novia. Y, ahora, una vez más, Teo volvía a oír la voz de su gemelo subterráneo, una voz joven y viva, que le hablaba de resurrección y de vida. ¡Había vuelto! Y lo mecía tan suavemente...

–Teo se ha dormido –murmuró la tía Marthe.

–Es la bendición de Hanuman –dijo suavemente Ila–. Sobre todo, no vayamos a despertarlo.