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ISLAM: LA SUMISIÓN A DIOS
Teo miente
Por la mañana, Teo se dirigió a tientas hacia el teléfono y marcó el número a ciegas...
–¿Fatou? Soy yooo... Sí, estoy bostezando. Acabo de despertarme, y ya ves, lo primero que hago es llamarte. Ah, ¿es de noche? Ay, perdón. ¿Cómo que tanto tiempo? ¿Estás segura? ¿Que llevo tres semanas sin llamarte? Eso es mucho. ¿Por eso pareces tan triste? ¡Vamos, no seas así! ¿Olvidarte? ¿Con tus colgantes en el cuello? Estás conmigo en todo momento. Bueno, dame la pista. Despídete de la razón al ver a los que giran. No me suena nada. Bueno, así, te llamaré más tarde, para la otra pista. ¿Cuándo? Después del desayuno. ¿Japón? Bien. ¿Que con quién? Pues con una señora. Otra vieja, sí. Claro que te quiero.
–Mentiroso –dijo la tía Marthe a sus espaldas.
–Qué remedio –suspiró Teo–. Además, ya está mejor.
Reanimado con un té negro, saciado de bollos y atiborrado de mermeladas, Teo se preguntó cómo resolver la situación. Descifrar el sentido de la pista, volver a llamar a Fatou, darle las gracias; decirle que, sin ella, no lo habría adivinado nunca y que, sin su amorosa pitonisa, no daría pie con bola... Que el sentido del viaje era el regreso a París. Que la quería mucho.
Encontrar el significado de los que giran.
–En Estambul, ¿vamos a ver bailarines? –preguntó.
–En cierto modo –contestó la tía Marthe–. Te voy a ayudar: llevan vestido blanco.
–Y dan vueltas –dijo Teo, pensativo–. ¿Qué lío es éste? ¡Si todos los bailarines dan vueltas!
–No sin moverse del sitio, y no todo el rato –dijo ella–. No lo vas a adivinar. Son los derviches. Venga, llama a tu chica...
Del amor al fanatismo
En el aeropuerto, como era de esperar, se derramaron lágrimas por la despedida. Abrazados, Irina y Aliosha agitaron la mano lo más posible. Malhumorada, la tía Marthe vigilaba las maletas, y Teo soñaba con Fatou. En el avión, hojeó distraídamente la revista de la compañía Turkish Airways y se detuvo en una fotografía.
–Estambul está lleno de mezquitas –observó.
–Las más numerosas y las más hermosas del mundo –confirmó la tía Marthe–. El mejor lugar para que conozcas el islam.
–Pero ¿el mejor lugar no es La Meca?
–Sí. Pero, desgraciadamente, no se admite a los no musulmanes bajo ningún concepto. ¿Cómo quieres que vayamos tú y yo? ¡No tendríamos la más mínima posibilidad!
–¿No podríamos hacernos los suecos?
–Imposible. En cuanto llegas a los alrededores de La Meca, hay carteles que dicen: Stop. Restricted area. Moslems only permitted. Área reservada para los musulmanes... ¡Los he visto con mis propios ojos! Además, es peligroso. Cada año, durante la gran peregrinación, muchos fieles mueren asfixiados por la muchedumbre, ¡es espantoso!
–¡No me digas! –dijo Teo–. ¡Qué religión tan horrible!
–No, hombre... En la India, durante las peregrinaciones al Ganges, de los doce millones de peregrinos, varios centenares mueren cada vez. Son fenómenos de masas, sin relación con el contenido religioso. El islam no tiene la culpa.
–Ya veremos –replicó Teo, desconfiado–. No estoy seguro de que todos los musulmanes sean como mi shaij de Jerusalén.
–¡Ni todos los hindúes son como Mahandyi! No hay religión sin fanáticos. Pero, aunque los fanáticos sean los que llaman la atención, siempre coexisten con una parte de la población tolerante y pacífica, es la regla.
–Lo que pasa es que tú sólo conoces a los tolerantes. Sólo veo a los mejores, nunca a los peores.
–Los peores no hablarían contigo. No les cabría en la cabeza que alguien quiera entender todas las religiones a la vez. La de ellos es la verdadera, y punto.
–¿Por qué los integristas no son tolerantes, puñeta? ¡Es irritante!
–Pero lógico, ¿sabes?... Los fanáticos nacen en el terreno abonado de la miseria. Mira los pobres de las barriadas miserables de cualquier parte del mundo, en Bombay, en El Cairo, por ejemplo. Vienen de sus pueblos porque ya no tienen nada. La última sequía ha matado sus rebaños, y las semillas no han brotado. Sin trabajo, sin alimento, han abandonado el campo para encontrar un empleo... Quimeras. Están en un callejón sin salida, lo han perdido todo: su pueblo, sus rebaños, sus árboles y sus campos, todo salvo la religión.
–Y para qué les sirve, ya me contarás.
–Para reconstruir a su alrededor un mundo más o menos coherente. En el templo, en la mezquita, están en comunidad. En sus casas, pueden poner pequeños objetos de culto, como una alfombra, un retrato, una caligrafía, unos dioses. Luego vienen las religiones que cuidan de los pobres, porque los movimientos integristas practican la asistencia a los pobres con notable asiduidad.
–¿Ah, sí? ¿También hacen cosas buenas?
–Las cosas, como son: la respuesta es sí –dijo ella–. Sólo que rara vez es gratuito. Los pobres son económicamente dependientes de los religiosos, y así es como a menudo nacen los fanatismos.
–O sea que los jefes religiosos manipulan a la gente –concluyó Teo.
–No es tan sencillo. Lo que los religiosos ven con claridad es que la pobreza se instala alrededor de las ciudades. En el 2020, seremos seis mil millones de seres humanos en el mundo, de los cuales la mitad se agolpará en las megalópolis. ¡Tres mil millones!
–¿Tantos? –dijo Teo, asustado–. ¿Qué se puede hacer?
–Nadie lo sabe. Entre los pobres de las chabolas, la religión está allí, dispuesta a consolar a los desheredados. Reconforta los corazones, suscita esperanzas... ¿Entiendes?
–Lo que entiendo es que hay unos cuantos listos que se aprovechan –masculló Teo.
–Ni siquiera –dijo ella–. Querer restablecer la justicia es algo comprensible.
–¿A base de bombas? –preguntó Teo, indignado.
–En ningún momento te he dicho que lo aprobara. Estoy intentando encontrar las causas. ¡Si no, es la guerra!
–La guerra en nombre del amor de Dios es horrible –dijo Teo–. ¡Cuando se ama, no se quiere que el otro muera, que yo sepa!
–Ya... ¿Conoces la leyenda de Tristán e Isolda? Se querían tanto que murieron los dos...
–Pues que se hubieran casado.
–¡No podían! Isolda estaba casada con el tío de Tristán...
–Entonces, peor para ellos. Entre tías y sobrinos, eso no se hace. Que no se hubieran querido.
–¡Ya lo intentaron! A veces, el amor es mortal, Teo. Hay madres que asfixian de amor al hijo, hasta que éste se muere. El amor es tan a menudo la guerra...
–No estoy de acuerdo –dijo él–. El amor es la paz. Si no, es de pacotilla.
–Dime una cosa: imagínate que, cuando lleguemos a Francia, Fatou ya no te quiere. ¿No intentarías forzarla?
–Eso es imposible –contestó Teo, colorado–. Lo nuestro es de verdad. Discutimos, pero no nos peleamos.
–Ten cuidado con las discusiones –murmuró ella–. Son el principio de la guerra. Con discusiones se destrozó Bizancio. Las discusiones separan las religiones unas de otras. Se charla de cosas serias, se discute... un día hay una disputa, una separación, se arman y se pelean. En nombre de Dios y del amor.
–¡Qué tostón! ¿Sabes lo que te digo? Que no te creo.
–Como quieras –suspiró ella–. Quizá la historia de Estambul te aclare las ideas.
Nasra la musulmana
Equipajes, mozos... Todas las llegadas se parecían. Igual que en El Cairo, algunas mujeres de Estambul llevaban velo y otras no. En medio del gentío, la tía Marthe buscaba a su siguiente guía.
–Ayúdame, Teo. Tiene la piel morena, los ojos muy negros...
–¿No muy joven? –preguntó Teo, preocupado.
–Madura. Es inconfundible: es preciosa.
–¿Es ésa? –preguntó Teo, señalando a una mujer gorda de semblante risueño.
–¡Nasra es delgada como una sílfide! –contestó ella, ofuscada–. ¡Una gacela! Mira, ahí la tienes, ya ves que no te he engañado...
Era verdad. Nasra dejaba sin respiración. Ojos almendrados, sonrisa abierta, velo de muselina sobre la cabeza, largos pendientes de esmeralda en las orejas, parecía sacada de una miniatura. Patidifuso, Teo la contempló sin moverse ni un ápice.
–¡Hello! –exclamó la mujer, con voz algo ronca–. Tu tía me ha hablado mucho de ti. ¿Me das un beso?
No se hizo de rogar. Además, olía bien, y tenía en la aleta de la nariz un minúsculo brillante engastado.
–Eres india –murmuró Teo–. Lo sé por tu diamante.
–Soy paquistaní –corrigió ella, sonriendo.
–¿Qué religión hay en tu país?
–Te lo diré más tarde –contestó ella–. No vamos a quedarnos aquí, en medio de este barullo.
Pese a su figura menuda, Nasra no carecía de autoridad. A los mozos, les dio órdenes como un auténtico capitán. Debidamente aleccionado, el taxista arrancó sin rechistar. Porteadores, coches, borriquitos, embotellamientos, bocinas. Pero, en lo alto de las colinas, los alminares flotaban en el polvo dorado. El coche pasó ante mercados, mezquitas, casas de madera con balcones labrados, edificios de hormigón, tiendas, puestos, pero por todas partes se imponía la presencia del mar. La tía Marthe y Teo se alojarían en el piso de Nasra, séptima planta con terraza y vistas al Cuerno de Oro.
Nasra era aficionada a los sofás y los nardos. Se quitó el velo, mandó a paseo sus escarpines, sacudió sus pulseras de diamantes y se sentó con donaire en la alfombra. Silenciosa, una mujer vestida de negro trajo el café dulce. Nasra le dio las gracias en árabe y le pidió que se sentara.
–¡Un diamante en la nariz y nardos, y no eres india! –exclamó Teo.
–India y Pakistán nacieron en 1947 de la división de un solo país que se llamaba las Indias –dijo la tía Marthe–. En el noroeste de la India, se encuentra Pakistán, cuyos habitantes son en su mayoría musulmanes, como Nasra.
–O sea que, hace un momento, has hablado en la lengua musulmana de tu país –observó Teo.
–En mi tierra, se habla urdu –dijo Nasra–. En Estambul, se habla turco, y yo acabo de hablar árabe con mi amiga Mariam, que es palestina. No hay una lengua musulmana.
–De todas formas, Nasra, el Corán está escrito en árabe literario –intervino la tía Marthe.
–Dios habla al corazón de los creyentes en la lengua de éstos –dijo Nasra, sentenciosa–. Habló a Moisés en hebreo; a Jesús, en arameo; y a Mahoma, en árabe. Para mí, la lengua cuenta menos que el amor de Dios. ¿Quieres probar estos pasteles, Teo? Ten cuidado, están llenos de miel.
–¡Son baklavas! –dijo Teo, encantado–. La miel sabe a paraíso.
–No perdamos mucho tiempo, Nasra –intervino la tía Marthe.
El Corán
La mujer se sentó de rodillas.
–Vamos allá –dijo–. ¿Así que tengo que explicarte el Corán?
–No tenía ni idea –dijo, extrañado–. El shaij me lo contó en Jerusalén. Alá, Mahoma, Abraham... ¡Me lo sé todo!
–Vamos a ver –dijo ella, soriendo–. ¿Recuerdas lo que significa Corán?
De la sorpresa, Teo abrió la boca, y la miel se le derramó por la barbilla.
–Nuestro amigo Suleymán ya me advirtió que sin duda lo olvidarías –observó ella–. Pues sí, él y yo nos conocemos; bastante, incluso. Mira que te lo dijo: Corán significa «recitación». Por lo menos, ¿sabes quién es Iblis en nuestro libro?
No hubo respuesta.
–Pues te lo voy a decir. Cuando el Creador formó a Adán con el barro, ordenó a todos sus ángeles que se prosternaran ante su criatura. Sólo uno se negó: Iblis. «No me prosternaré», dijo, «porque soy mejor que él. Me creaste de fuego; y a él, de arcilla». Inmediatamente, el Creador lo expulsó: «¡Sal de aquí! ¡Maldito seas hasta el día del Juicio Final!».
–Y, sin embargo, el ángel tenía razón –dijo Teo.
–No, porque contestó a su señor. No obstante, Iblis pidió un plazo, para seducir a los hombres. La respuesta de Alá es muy misteriosa: «Eres de aquellos a quienes se otorga un plazo», dijo, accediendo a su súplica. De modo que el Creador dejó al ángel caído el poder de arrastrar a los hombres hacia el Infierno. Iblis, el primer infiel, también se llama Satán.
–¡O sea el diablo!
–Pero Iblis llegó a un acuerdo con Dios, que no es el caso del diablo de los cristianos. El creyente es quien debe escoger entre Iblis y el Profeta, porque lo advierte el Corán: si no respeta la palabra de Mahoma, cuando llegue la Hora, lo esperan la hoguera y la pez hirviente.
–Como siempre.
–No, más. El Corán insiste mucho en los suplicios del Infierno. Pero también describe detenidamente los placeres infinitos del Paraíso, jardines fabulosos, llenos de ríos de leche y miel, donde todos los deseos se ven satisfechos. Unos jóvenes vestidos de raso verde sirven deliciosos néctares, las huríes danzan para arrebatar los sentidos...
–¿Las huríes?
–Son criaturas celestes, doncellas con los ojos pintados con kohl –intervino la tía Marthe–. Son las compañeras de los creyentes, eternamente vírgenes...
–Ya veo que, en el Paraíso de Alá, se lo pasan bomba –comentó Teo–. Mejor que en el de los cristianos, donde no se hace nada.
–Son imágenes, Teo –prosiguió Nasra–. Están hechas para soñar. Para evitar el Infierno y merecer el Paraíso, el método es sencillo: basta con respetar al pie de la letra los cinco pilares del islam. Uno: dar fe de que no hay más Dios que Alá, y que Mahoma es su profeta. Esta profesión de fe se llama la chahada, es decir el «testimonio». Dos: practicar las oraciones. Tres: pagar cada año el diezmo de la limosna obligatoria para los ricos.
–¿El diezmo? –preguntó Teo, extrañado–. En historia, he estudiado que, en el Antiguo Régimen, los curas lo recaudaban de la cosecha de los campesinos...
–En el islam, no hay curas. El creyente la da al Señor su Dios –intervino la tía Marthe–. Una cuota que hay que repartir entre los pobres. Me parece que también existe una limosna voluntaria, ¿no, Nasra?
–Se recomienda. El cuarto pilar consiste en ayunar durante el mes de Ramadán. Desde el amanecer hasta el anochecer, el ayuno es absoluto. Ni una miga de pan, ni una gota de agua. Ni siquiera puede uno tragarse la saliva...
–¡Hala! –exclamó Teo–. ¡Sí que es duro!
–El esfuerzo forma parte del Ramadán –reconoció Nasra–. Pero, por la noche, se festeja en familia. En cuanto al quinto pilar, es la obligación de hacer la peregrinación a La Meca si se puede. Como ves, los principios son sencillos. Luego hay otras prescripciones más detalladas, tan numerosas como las que dictó Moisés a los judíos.
–Muchas veces coinciden –observó la tía Marthe–. Prohibición del cerdo, de los animales que no están desangrados según el rito, circuncisión...
–¡A lo que a menudo se añade por error la ablación del clítoris de las niñas! –exclamó Nasra, indignada–. ¡Pensar que se trata de una costumbre africana y que nuestros tradicionalistas la convierten en precepto musulmán! ¡El Profeta rechaza la ablación!
–No se sulfure, mujer –dijo la tía Marthe, sonriendo–. En cuanto al vino, eso sí que lo prohíbe el Profeta y sólo él, sin lugar a dudas.
–Acabó por hacerlo, poco a poco –precisó Nasra–. Al principio, celebró la dulzura del vino como un favor del Cielo. Pero, ante los desórdenes causados por la embriaguez de los primeros creyentes, se portó como un jefe de Estado. Mira: exactamente como Gorbachov cuando llegó al poder en la Unión Soviética, en los años ochenta, su primera decisión fue la de prohibir el alcohol. Pero el Profeta es todavía más severo con los juegos de dinero, vanos y peligrosos ídolos...
–No quita que, aparte de lo del vino, en cuanto a los tabúes alimentarios, el Corán se parece mucho a la Biblia –insistió la tía Marthe.
–No le digo que no. El Profeta no deja de recordar que, antes de él, Alá ya había enviado sus mensajeros a los hombres. Por eso el Creador envió un último mensaje respetuoso con los predecesores. El Profeta envió emisarios a los judíos y a los cristianos; pero, a pesar de las revelaciones anteriores, no quisieron hacerle caso. Es lo que dice el Corán.
–¿O sea que lo que dijo Suleymán es verdad? ¿Ya no vendrá ningún mensajero más? –preguntó Teo.
–¡Ojo! –advirtió Nasra–, si nos ceñimos al Corán, ninguno. Pero existen numerosos comentarios, los hadit, que constituyen la tradición del Profeta, la sunna. Y, según uno de los hadit, vendrá alguien, el Mahdí, que significa «el bien guiado», que tendrá la misma función que el Mesías de los hebreos. En general, los creyentes no lo esperan como los judíos, no creen en su encarnación como los cristianos, y sólo desean el Advenimiento final. Entonces, todos los creyentes serán recompensados, y los infieles irán al Infierno.
–Hablando de infieles, precisamente –intervino la tía Marthe–, ¡según el Corán, la lucha contra los infieles es una obligación!
–¿Se refiere a la yihad, la guerra santa? –contestó Nasra–. ¿Sabe que la palabra significa ante todo «lucha en el camino de Dios», «esfuerzo con un objetivo preciso»?
–Esfuerzo de uno mismo –dijo Teo–. Ya ves que no me he olvidado de todo.
–¡Felicidades, Teo! Entiendes mejor que tu tía... Además, ¡los infieles no sólo son los no musulmanes!
–¡Oh, ya lo sé! –dijo la tía Marthe–. Va a decirme que a los fieles de las demás religiones del Libro, judíos y cristianos, el islam los tolera mientras paguen unos impuestos particulares. Me dará el ejemplo de Solimán, el sultán del imperio turco que acogió con los brazos abiertos a los judíos expulsados de Europa tras el decreto de los Reyes muy Católicos en 1492. Conozco todo eso. ¡Pero no quita que, si uno es animista, budista o hindú, se verá obligado a convertirse al islam bajo pena de muerte!
–Desgraciadamente, a menudo se convierte en el sexto pilar del islam. La yihad como puerta del Paraíso... Yo prefiero la versión del gran filósofo Algazel: «Se puede ser guerrero en la yihad sin salir de casa».
–Un poco fácil, Nasra. ¿Por qué no cuenta a Teo las prescripciones coránicas sobre las mujeres? ¡Dan tanto que hablar!
–Sí, no tendría que haberme quitado el velo delante de ti, Teo –dijo Nasra, riéndose–. No eres ni mi padre, ni mi hermano, ni un miembro de mi familia, y tampoco eres un niño pequeño. Ahora, piensa. Hay que situarse en la época anterior a la revelación: los «tiempos de la ignorancia». Es a los hombres, todos violentos y brutales, a quienes se dirige Mahoma en primer lugar. Les prohíbe repudiar a sus mujeres por cualquier cosa. Les ordena, si se divorcian, que les den una compensación material, y les pide que sean buenos con ellas. ¡Eso te dará una idea de la situación de las mujeres en Arabia cuando el Profeta anunció la Palabra! Si querían, los beduinos enterraban vivas a sus hijas al nacer...
–De acuerdo –dijo la tía Marthe–. Luego, el Profeta se dirige a las mujeres.
–Es verdad –reconoció Nasra–. Pero, bien mirado, el Corán es razonable. Las mujeres tienen que ser virtuosas, buenas esposas, buenas madres, llevar una vida decente, ocultarse los pechos con el velo y descubrirse en familia. No veo en ello nada escandaloso. ¿Prefieres ver a las mujeres desnudas en los desfiles de alta costura en París?
–Es bonita, una mujer desnuda –aventuró Teo.
–¿Acaso tu madre se pasea con los pechos al aire por las calles de París? –replicó con aspereza la mujer–. Me extrañaría. La verdad es que hay exageración por ambas partes.
–¿Por qué no dice a Teo de dónde viene la exageración musulmana? –pidió la tía Marthe.
–Los musulmanes no tienen papa ni patriarca para decidir la aplicación del Corán. La comunidad de creyentes, que en árabe es la umma, no tiene un jefe infalible... Entonces, desde hace siglos, los sabios doctores musulmanes fueron añadiendo sus comentarios: las mujeres no sólo debían taparse el pecho, sino también la cabeza y el rostro. Lo encuentras como pequeña nota en algunas traducciones del Corán en francés. Pero, en el Libro en sí, no hay nada parecido.
–Entonces, ¿por qué te has quitado el velo delante de mí? –preguntó Teo, extrañado.
–Yo me adapto. Cuando voy a ver a mis amigos de la India, no llevo velo. En Europa tampoco. Pero si me encuentro en un país donde podría resultar chocante, me pongo un velo en la cabeza. No soy integrista, Teo.
–Ya me lo imaginaba –dijo–. Y tu marido, ¿tiene varias mujeres?
–No –dijo Nasra–. El hecho de tener varias mujeres se llama «poligamia», que es diferente de la monogamia, el sistema en que no se puede tener más que una esposa. En tiempos del Profeta, la poligamia era la regla de los beduinos. El Profeta mismo se casó con doce mujeres, pero sólo después de la muerte de la primera. O sea que el Profeta fue monógamo durante mucho tiempo... ¿Por qué cambió después? Sin duda porque el hecho de tener varias esposas era el privilegio de los jefes importantes. Pero el Profeta dictó leyes rigurosas para la época, acerca de la poligamia: el número de esposas se limitaba estrictamente a cuatro; y sólo si podía mantenerlas. El Corán ordena a los hombres que honren regularmente a sus esposas del modo más equitativo: una noche con cada una.
–¡Me imagino la cara que pondría mamá si papá le impusiera una cosa así! –exclamó Teo.
–No lo aceptaría –dijo Nasra–. ¡Y tendría razón! Sí, ya sé que todavía hoy se encuentran sabios comentadores musulmanes que justifican la poligamia afirmando que corresponde a la Seguridad Social en Francia, que constituye una sólida protección para las mujeres, que, de otro modo, vivirían en la soledad y la miseria... ¡Eso significa que no tienen derecho a ser económicamente independientes y que, por lo tanto, no pueden trabajar! A mí, no me va. Yo trabajo. Me gano la vida. Además, mi marido no es musulmán, sino cristiano.
–¡Hereje! –tronó la tía Marthe–. ¡Infiel! ¡Según el Corán, un musulmán puede casarse con una judía o una cristiana, pero no al revés!
–Porque los comentadores del Corán no han evolucionado –suspiró Nasra–. Las prescripciones sobre las mujeres siguen siendo las de los tiempos de Mahoma. Por otra parte, se han adaptado más o menos según los países. Aquí prohíben la educación de las niñas, cuando en otros sitios es posible. Alá es único, pero los creyentes están divididos.
–¿Ellos también? –preguntó Teo, extrañado.
Las múltiples ramas del islam
Como los demás. Tras la muerte del Profeta...
–¡No me lo digas! –exclamó Teo–. Sigo yo en tu lugar: sus sucesores lucharon unos contra otros para quedarse con el poder.
Naturalmente. ¿Quién iba a gobernar la comunidad musulmana? ¿Quién sería califa, comendador de los creyentes? El 8 de junio del 632, la misma noche en que murió el Profeta, a quien su mujer Aisha «la amada» aún lloraba, se enfrentaron tres partidos: el de la gente de Medina, el de los compañeros del Profeta y el de su heredero más próximo, Alí, su yerno y primo. Este último partido se buscó inmediatamente un nombre: «partidarios» a secas, del árabe shiia. Unos años más tarde, otro partido hizo secesión porque Alí les parecía demasiado débil para dirigir la comunidad de creyentes: se autodenominaron «kariyitas». Más adelante, uno de ellos apuñaló a Alí, y su hijo Husayn fue salvajemente asesinado en el transcurso de una batalla entre partidos rivales.
¡Por primera vez, unos musulmanes mataban al nieto del mismísimo Profeta! Entonces, los musulmanes se separaron en dos ramas irreconciliables, la de la tradición del Profeta, la sunna, que nombraba a su jefe con el consenso unánime de la comunidad, y la del heredero legítimo asesinado, el Partido, al-shiia. Posteriormente, los de la sunna se convirtieron en los «sunníes», y los del Partido, en los «chiítas».
Los califas sunníes pidieron a los sabios que fijaran las reglas del islam, dando prioridad a la paz y la solidaridad entre creyentes. El sunnismo se volvió ampliamente mayoritario en el mundo musulmán. Pero el cisma sangriento había dividido al islam en dos: los sunníes, para quienes Husayn no era sino un caudillo muerto en la guerra; y los chiítas, para quienes el heredero legítimo del Profeta se había convertido en un santo mártir. Los chiítas celebraban cada año el cruel martirio de Husayn reviviendo sus llagas y sus heridas en impresionantes procesiones. Para derramar sangre como Husayn supliciado, se flagelaban; a veces, se acuchillaban las carnes.
–Lo que faltaba –masculló Teo–. ¡Espero que no sigan haciéndolo!
Pues lo hacían. Sobre todo en los países cuya miseria suscita fervores extremos, que permiten, al expresar el sufrimiento, expulsarlo durante un tiempo... Pero la historia de los chiítas no se acababa con la pasión de Husayn. Al principio, tenían sus imanes, sus jefes. Más tarde, de la rama chiíta original salieron varias ramas secundarias, brotadas todas ellas en los difíciles tiempos de la muerte de los imanes que, indefectiblemente, planteaban cada vez la temida pregunta: ¿cuál sería el verdadero descendiente del Profeta? Algunos, tras el fallecimiento del séptimo imán, decidieron, en contra de los demás, apoyar a un imán llamado Ismail, que murió antes que su padre: ¿qué harían con la sucesión? Ante esa situación inextricable, los «ismailíes» decidieron que Ismail no había muerto y que volvería algún día.
–Una especie de mesías –observó Teo.
Del que los ismailíes esperaban con fervor la Gran Resurrección. Un día, en 1090, fue solemnemente proclamada por el imán Hasán, en pleno ayuno del Ramadán, en un lugar situado hoy en Irán. La escena fue sorprendente. En la plaza mayor de la fortaleza de Alamut, el imán Hasán mandó construir un estrado que daba la espalda a La Meca y se dirigió a las poblaciones de los mundos: yinns, hombres y ángeles, para anunciarles la existencia del «Resurrector» encarnado en su persona. Ordenó romper el ayuno y celebrar una fiesta, transgrediendo dos veces los pilares del islam: la primera, colocando el estrado en la dirección opuesta a La Meca; la segunda, interrumpiendo el Ramadán. El imán Hasán se había convertido en maestro de la verdad, en único responsable de la transmisión de la doctrina.
–Está visto que ninguna religión resiste a la tentación –comentó Teo–. ¡Da tanto gusto ser el único!
Los ismailíes se disociaron entonces radicalmente de la rama principal. Occidente los conocía sobre todo bajo el nombre de «asesinos» porque, durante un episodio tormentoso de su larga historia, una secta surgida de la Resurrección de Alamut había elevado el terrorismo al rango de acto sagrado. Se ha dicho que los «asesinos» actuaban bajo la influencia del hashish o hachís, y que su nombre venía de los efectos de la sustancia narcótica; pero, según otras opiniones, la palabra «asesino» podría venir del árabe hashishi, que significa «sectario».
–¿No serán ellos los inspiradores de los terroristas, por casualidad? –sugirió Teo.
La violencia colectiva de los ismailíes se explicaba por la inminencia de la Resurrección: esos nuevos musulmanes se comportaban como fieles impelidos por la prisa de actuar, la urgencia de un mundo por conquistar. Su doctrina contenía una parte pública, basada en una historia cíclica dividida en siete eras, cada una de ellas anunciada por un profeta, el natiq, encarnada en un «hombre fundamental», y en un imán maestro de la verdad oculta. La otra parte de la doctrina era secreta: era el sentido secreto del Corán, que en el Último Día sería revelado, pero que los iniciados podían descifrar en vida. Tras mil peripecias, los ismailíes se refugiaron en el siglo XIX en Bombay, India, bajo la autoridad de su jefe, el Aga Kan.
–¡Oye, tía Marthe, en la India, te olvidaste de los ismailíes! –exclamó Teo.
La tía Marthe replicó que, por singulares que fueran, los ismailíes no dejaban de ser musulmanes y que, por otra parte, no eran los únicos en inventarse profetas de cosecha propia. Lo mismo sucedió a los chiítas cuando se enfrentaron de nuevo a un irresoluble problema de genealogía: el decimoprimer imán había muerto sin descendencia. ¿Quién sería el decimosegundo?
–¿Un libro sagrado, como para los sijs? –propuso Teo.
No, dijo Nasra. Los chiítas se pusieron a esperar a su decimosegundo imán. Lo que ocurría es que estaba oculto a los ojos de los hombres. A veces, circulaba anónimamente entre ellos, pero nadie conocía su semblante. Algún día, volvería al descubierto.
–¡Otra vez! –constató Teo.
¡Y más aún! Porque la secta de los drusos esperaba, por su parte, el regreso del imán al-Darazi, extraño personaje que desapareció un día de su palacio. Los drusos tenían su propio libro, las Cartas de la Sabiduría, también llamadas Epístolas de los Hermanos de Pureza. Sus costumbres seguían siendo infinitamente secretas. Pero los chiítas no tenían ni la impaciencia activista de los ismailíes ni la afición por el oscurantismo de los drusos.
–Hay que saberlo, Teo, la historia del islam es sorprendente –suspiró Nasra–. Partiendo de la larga ausencia del decimosegundo imán de los chiítas se desarrolló su teoría inspirada basada en el Dios único, la revelación de Mahoma y la legitimidad de los descendientes de Alí, yerno y primo del Profeta, a quien el decimosegundo imán reencarnará algún día. Debido al número doce, a veces reciben el nombre de «duodecimanos». Su fe es más radical que la de los sunníes, y sus esperanzas, más vagas: para guiar a la humanidad en la vía de la salvación, los chiítas creen en la existencia de los santos imanes de corazón puro, jefes religiosos supremos, siempre descendientes lejanos del mártir Husayn. La obediencia a los imanes es una obligación sagrada...
–No me gusta –dijo Teo–. La obediencia ciega siempre huele a chamusquina.
–Haz el favor de matizar un poco tu opinión –replicó Nasra–. En Irán, la espera del decimosegundo imán suscitó una esperanza de igualdad revolucionaria, que desembocó, en 1979, en la Revolución islámica cuando el ayatollah Jomeini regresó en avión y, ante el desprecio de la teología chiíta, la multitud de Teherán se puso a gritar: «¡El imán ha vuelto!».
–Me parece muy bien –dijo Teo–, pero todo eso es mesianismo y compañía. Creía que Mahoma era el último profeta...
–Ésa es precisamente la postura de los sunníes, que respetan, por una parte, la integridad del Corán y, por otra, la tradición de los hadit. El Corán contiene, efectivamente, la sharia, la ley coránica. Pero la integridad del Corán es un asunto de importancia, ya que no tenemos ningún papa infalible que decida las aplicaciones prácticas...
–Visto así, no está mal, lo del papa –dijo Teo–. Aunque la Iglesia católica no siempre trata mejor a las mujeres...
Nasra señaló que, en el islam del siglo XX, existían dos corrientes que nada tenían que ver con los cismas anteriores. La primera quería aplicar como fuera el Corán al pie de la letra y respetar la sharia hasta en sus mínimos detalles. Los partidarios de esa política religiosa habían pasado de la integridad del Corán al integrismo: ¡o todo o nada! Al contrario, la segunda corriente, llamada «reformista», afirmaba que el Profeta había sido capaz de adaptar su mensaje a la sociedad de la época; por tanto, nada impedía que se modernizara el Corán para ajustarlo a los tiempos actuales.
–¡Pues no se los oye mucho, que digamos! –exclamó Teo.
–Porque no ponen bombas y se limitan a publicar sus libros. A mi modo de ver, habría que escucharlos, porque trataban de poner fin a las divisiones entre musulmanes... A menudo tienen grandes dificultades con los integristas: para éstos, nada es más peligroso que la modernización del Corán. Por último, Teo, tengo que decirte que existe una última rama del islam, tan antigua como el Corán y que ha atravesado la historia de la religión musulmana sin provocar el menor cisma.
–Escucha con mucha atención, Teo... –susurró la tía Marthe–. Nasra se ha guardado lo mejor para el final.
Esos musulmanes vivían para el amor de Alá, de Él sólo. A sus ojos, todas las religiones amaban a Dios, por eso la última rama era la de la tolerancia. Los creyentes de ese islam no convertían a los infieles a la fuerza, ni mediante sermones y comentarios, no. No esperaban a ningún imán, no hablaban de resurrección. Sencillamente, aprendían a encontrar el amor divino en directo.
–¿En directo? –exclamó Teo–. ¡Son místicos, como los sufíes de Nizamuddin!
La última rama del islam era, efectivamente, el sufismo. Pero, dado que lo propio del sufismo era dejar que cada cual fuera libre de expresar el amor hacia Dios a su manera, adoptaba formas muy diversas. En la India, Teo había oído el canto de los kawwali. Pero en Turquía, por ejemplo, los sufíes habían descubierto otras dos maneras de comunicarse con Dios: la danza o, a veces, el alarido sagrado. Los sufíes del mundo entero sólo tenían en común el amor de Dios, la tolerancia y el dhikr, la recitación incansable del nombre de Dios.
–¿Y tú, dónde te sitúas, en todo esto? –preguntó Teo.
–En la última rama –contestó ella–. Soy sufí.
–No sólo sufí, sino también derviche –añadió la tía Marthe.
–¿Das vueltas? –exclamó Teo, patidifuso–. ¡A ver!
–No se trata de un número de circo –replicó con severidad la mujer–. Dar vueltas es amar a Dios. Te quedan aún tantas cosas por comprender en el islam, Teo... ¡Qué magnífica religión! Puro amor, igualdad y justicia...
–Sólo que los hombres son más iguales que las mujeres –dijo Teo, obstinado.
–Desde los tiempos antiguos, han existido mujeres sufíes. Es verdad que algunas órdenes sufíes no inician a mujeres, pero otras muchas sí: por eso yo puedo ser sufí –dijo Nasra.
La peregrinación a La Meca
–¿Y la gran peregrinación a La Meca, la has hecho? –preguntó Teo.
–Todavía no –explicó Nasra, incómoda.
Para ella, era complicado. La peregrinación sólo era obligatoria una vez en la vida, porque el Profeta mismo sólo la había llevado a cabo dos veces. Sobre este punto, se había mostrado moderado, como siempre. Alguien le preguntó: «¿Hay que hacer la peregrinación cada año?». El Profeta no respondió. El hombre repitió la pregunta tres veces seguidas. Por fin, el Profeta habló: «Si digo que sí, se volverá obligatorio, y no podréis hacerlo». Por eso sólo los creyentes que tenían medios económicos tenían obligación de ir a La Meca cada año. A Nasra no le faltaba dinero, pero no podía ir con su marido cristiano, y los sabios comentadores discutían acerca de si una mujer podía llevar a cabo la peregrinación sin la compañía de un pariente. Nasra no estaba segura de poder entrar en el territorio de La Meca, cuyos soberanos guardaban celosamente los Lugares Sagrados... En cambio, su padre era un hadyi, título que se daba a los peregrinos a su regreso. Había hecho la gran peregrinación, había seguido la totalidad del recorrido, había hecho todo como era debido, e incluso se lo había contado a su hija, que esperaba el momento favorable.
–Entonces, debe de ser dificilísimo –observó Teo.
–No tanto, pero sí regulado como una partitura. Basta con ceñirse a los cuatro pilares de la peregrinación a La Meca.
–¡Más pilares!
–El islam construye –dijo Nasra–. Voy a decirte lo que me contó mi padre. El pilar del primer día se llama «sacralización», el ihram. Es el acto inicial, el verdadero punto de partida. El futuro peregrino ya ha llegado a Arabia Saudí: allí, en esos lugares estrictamente establecidos por el Profeta según la procedencia de los fieles, es donde se declara solemnemente la intención de peregrinar. Entonces, en señal de igualdad entre peregrinos, se cambian de ropa y se ponen dos sencillas piezas de tela blanca, una ceñida alrededor de las caderas, la otra colocada sobre los hombros, las mismas para todos. Rezan, luego se cortan las uñas y se perfuman, ya que todas esas operaciones están prohibidas después de la sacralización.
–Y tu padre, ¿fue por Egipto o por Irak?
–Paciencia –dijo Nasra–. Antiguamente, largas caravanas surcaban los desiertos desde muy lejos, y los musulmanes de Gansu, en China, tardaban hasta tres años para ir a La Meca. Hoy en día, el número de peregrinos se eleva por lo menos a dos millones de fieles durante el mes sagrado que se dedica a la peregrinación anual. Mi padre llegó en avión, y ya se había cambiado en la cabina cuando bajó en el aeropuerto de Djeddah. Quedó sorprendido: La Meca es una ciudad llena de edificios y de alminares que surgen entre las montañas desérticas... Ya no tiene nada de una ciudad antigua. Pero me dijo que, en la llanura, hay miles de tiendas de campaña blancas, sin contar los hoteles y los albergues. La afluencia es tal que el gobierno de Arabia Saudí, que asume ese deber sagrado, se enfrenta a los peligros de una multitud cada vez más compacta... ¡A veces, acaba mal! En fin, para mi padre, todo fue bien.
–Tuvo suerte –dijo la tía Marthe–. Cuando vaya sola, ¡tenga cuidado!
–Si me decido a ir –dijo Nasra–. No estoy muy segura de querer obedecer las instrucciones de los imanes. Mi padre estaba entusiasmado, pero mi padre es un hombre; entonces, ya se sabe... El caso es que a mi padre le gustó mucho su segundo día de peregrinación. Fueron a Arafat, que significa en árabe «conocimiento». Allí es donde se reencontraron Adán y Eva tras su expulsión del Paraíso, porque Adán había sido arrojado sobre la Tierra en la India, y Eva en Yemen. En recuerdo de su reencuentro, los descendientes de Adán y Eva tienen que volverse hacia su Creador para pedirle perdón, auxilio y ayuda en el futuro. Ése es el sentido del segundo pilar de la peregrinación a La Meca. Lo maravilloso es que los hadyis del mundo entero se reúnen en el lugar del reencuentro de los antepasados de la humanidad... Según mi padre, Arafat es una especie de Babel donde se hablan todas las lenguas. De allí, el tercer día por la mañana, salió hacia Muzdalifa a recoger setenta piedras.
–¿Para qué tantas piedras? –preguntó Teo–. ¡Eso no se come!
–No, pero se lanzan. A la mañana siguiente, no muy lejos de La Meca, en Mina, el creyente tiene que lapidar los shaytan, tres estelas redondeadas que simbolizan a Iblis, el Satán, y hacerlo siete veces seguidas. Allí fue donde Adán expulsó a Iblis a pedradas, a menos que fueran Ibrahim y su hijo Ismael. El caso es que mi padre expulsó a Satán a su vez... El mismo día, sacrificó un carnero, se afeitó la cabeza y dejó de estar en estado de sacralización. Sólo entonces se dirigió a La Meca para hacer siete veces el tawaf, la vuelta de la Kaaba, donde está empotrada la Piedra Nedra, que es la representación de la mano derecha de Dios en la tierra.
–Seguro que has visto fotos de la Kaaba, Teo –dijo la tía Marthe.
–No me suena –dijo, pensando–. ¿Una piedra negra? ¿Qué forma tiene?
–Te explico –dijo Nasra–: la Kaaba es una elevada construcción cubierta de una colgadura negra bordada de oro. Pero la piedra negra sólo mide 30 centímetros de diámetro: tres simples trozos de roca de reflejos rojizos. Lanzada por el arcángel Gabriel, la Piedra fue recogida por el profeta Ibrahim y su hijo Ismael cuando estaban construyendo la Kaaba. No se adora la Piedra Negra, no se prosterna uno ante ella, eso sería idolatría... Se da vueltas alrededor de ella en dirección contraria a la de las agujas del reloj, recitando oraciones. Mi padre besó la piedra y puso sus manos sobre la mano derecha de Dios en señal de compromiso definitivo... Así fue como llevó a cabo el tawaf, el corazón de la peregrinación, su tercer pilar.
–¡Uf! –dijo Teo–. ¡Espero que ya falte poco!
–¡Ya casi está, Teo! Queda el último pilar: ir y venir del monte Safa al monte Marwa, a pie, siete veces seguidas, saltando en medio de cada recorrido.
–Pero ¿eso qué es? ¡Qué cosa más rara!
–Nunca mejor dicho, cielo... –dijo Nasra cariñosamente–. La historia que dio lugar a este rito es extraña, ¡pero tan emocionante! Ocurrió cuando Ibrahim llevó a su mujer al desierto. En ese lugar preciso, una vez que Ibrahim había abandonado a Agar y a su hijo Ismael al amparo del Todopoderoso, la pobre madre corrió entre ambas colinas, buscando agua para su niño sediento. Estaba a punto de morirse, el pobrecillo... Por milagro, ¡el agua surgió!
–Of course –dijo Teo–. Si no, los descendientes de Ismael no estarían allí haciendo la peregrinación.
–Se conserva el agua que salvó al niño en el pozo sagrado de Zemzem, y en conmemoración de la loca carrera de Agar, el creyente tiene que imitar su recorrido. Como te puedes imaginar, hace ya tiempo que el circuito sagrado no está en pleno desierto. El monte Safa está cubierto por una cúpula. Luego, tras haber recorrido siete veces el camino, mi padre volvió a pasar tres noches en Mina, lapidando cada día los shaytan con las piedras en cuestión.
–Siendo así, sí que se necesitan muchas –observó Teo–. Vale más llevarse un saco bien grande.
–Luego, mi padre fue hasta Medina, la última ciudad santa del islam. El peregrino se lava, se perfuma y va a rezar en la santa mezquita del Profeta, un suntuoso edificio con el suelo cubierto de alfombras rojas con motivos grises, que impresionó mucho a mi padre... Rezó sobre la tumba del Profeta, y en el cementerio de sus diez mil compañeros, sus hijos y sus esposas.
–¿Se acabó esta vez?
–¡Sí! Mi padre dice que esas prescripciones parecen rígidas, pero lo esencial, para él, reside en los cuatro pilares: el momento de la sacralización, la oración en Arafat, las siete vueltas alrededor de la Piedra Negra y las siete idas y vueltas entre los dos montes. Así, gracias a la solemnidad de la sacralización, se honra a la vez a Adán y a Eva, a Agar y a su hijo Ismael, así como la señal de la mano derecha de Dios en la tierra. Eso fue lo que me dijo.
–La peregrinación a La Meca es un lío tremendo –suspiró Teo.
–¡No más que otras! –intervino la tía Marthe–. Entre los cristianos, muchas veces hay que subir larguísimas escaleras de rodillas... No hay como los indios para obligar a sus fieles a caminar durante días y días. En China...
–Subir los siete mil peldaños del santuario –interrumpió Teo–. Siempre hay que cansar el cuerpo. Ya me diréis por qué.
–Para obligar la mente a esfumarse ante Dios –contestó Nasra con una sonrisa–. Tú que no conocías el significado de la palabra «Corán», ¿conoces acaso el de «islam»?
–Toma, pues es verdad, no lo sé –dijo Teo.
–El sentido de la palabra «islam», en árabe, es de una claridad absoluta: islam significa «abandono». El Creador pide obediencia, de ahí que islam también quiera decir «sumisión». El islam no es la única religión así... Todos los ritos del mundo son duros para el cuerpo. ¿Sabes que el cansancio es una de las mejores maneras para llegar al éxtasis? No se necesita ser cristiano, budista o musulmán para conseguirlo. Los atletas, los alpinistas, etcétera, conocen este fenómeno. Con el agotamiento viene la iluminación: el cuerpo se libera del sufrimiento, la mente se tiende, se desvanece y, de repente, aparece el rayo. Te enseñaré cómo puede uno cansarse dando vueltas.
–Nosotros, cuando estamos cansados, descansamos. ¿Qué son estas recetas de locos?
–Occidente ha perdido el camino del espíritu –dijo Nasra con gravedad–. Todo es comodidad, nada de esfuerzo, una vida cerrada. ¡Luego os extrañáis de que tantos jóvenes se pierdan en las sectas!
–Por cierto, tengo una pregunta –dijo Teo, turbado–. Si me desmayo y luego bailo sin darme cuenta, ¿eso es lo que llamas el «camino del espíritu»?
–Sin duda alguna –contestó–. Me imagino que te refieres a la danza de la shaij en Luxor.
–¡Eso no vale, lo sabe todo! –protestó Teo–. ¡Estoy fichado!
–Quéjate, anda –gruñó la tía Marthe–. ¿A ver quién más tiene por el mundo tantos ángeles guardianes como tú?
Estambul
Teo permaneció callado. El aire perdía su luz resplandeciente, y el cielo, tras las ventanas, estaba arrebolado. El islam se había aproximado, como una forma espantosa en un cielo de tormenta que, bien mirado, no era más que un nubarrón antes de la lluvia. Los preceptos del Corán parecían tan sencillos que resultaba imposible imaginar tanta violencia explosiva, tanta sangre derramada por su causa. Cansado de pensar, se asomó por la barandilla de la terraza. Traídos por el rumor de la ciudad, se oían las sirenas de los petroleros, los bramidos de los barcos de vapor, las bocinas, algún que otro débil grito de gaviota, como una flauta ahogada en una inmensa orquesta. Una multitud de barcos poblaba el Bósforo: cargueros, veleros, barcos de pesca, caiques, cruceros de ondeantes banderas. Al otro lado del estrecho, Estambul recibía los saludos sonoros con majestuosa indiferencia, como una sultana. Sus colinas manaban leyenda, sus mezquitas respiraban epopeya. La antigua ciudad de los tres nombres se iba sumiendo en un sueño sin angustia. Aquí, nadie rezaba por el regreso del sol. Más poderosa que él, Estambul se tendía acostaba sobre su pasado. Al día siguiente, recibiría el respetuoso saludo del alba.
–En otros sitios, el islam es más austero –murmuró la voz de la tía Marthe–. Como la de los judíos, es una religión nacida en el desierto. El agua lo cambia todo: lo suaviza. Pero no te creas. Esas cúpulas tan luminosas en la oscuridad han visto salvajadas inauditas en nombre de Dios. No olvides que, antes de esas armoniosas mezquitas, Estambul se llamaba Bizancio, y que Bizancio ya no existe.
–Es bonito, ¿verdad? –susurró Nasra, poniendo sus manos en los hombros de Teo.
–Sí –musitó–. La tía Marthe no sabe callarse. Con ella, siempre hay que estar aprendiendo cosas...