316 a. C

El kurgan de Kineas se alzaba sobre el delta del río Tanais cual pirámide del remoto Egipto cubierta de césped. En lo alto, un plinto de mármol de Paros parpadeaba al sol.

A los pies del kurgan, donde las aguas del Tanais, turbias tras el deshielo, batían la playa fangosa, se hallaba Srayanka, que había sido la esposa de Kineas. Detrás de ella aguardaba un barco de treinta remos con la popa firmemente varada en el barro, a la espera de sus órdenes. La mujer volvió a abrazar a sus hijos gemelos: Melita, que con doce años ya era la viva imagen de su madre, y Sátiro, idéntico a su padre tanto en complexión —caderas estrechas, hombros anchos— como en la forma de la boca. En ese momento le temblaban los labios porque contenía el llanto. Sátiro abrazó a su madre otra vez, luego Melita le tomó la mano y ambos se quedaron en la playa junto a Filocles, su preceptor.

—Espero que hagan algo más que estudiar manuscritos y poetas muertos —dijo Srayanka—. Llévalos a montar. Salid de pesca. Demasiado escribir mata el espíritu.

—La lectura ejercita la mente así como los deportes entrenan el cuerpo —entonó Filocles automáticamente, arrastrando las erres al pronunciar las palabras.

—Sólo estaré fuera cinco días. Termino esta desagradable misión y nos largamos al mar de hierba a pasar el verano. ¿Se me olvida algo?

Srayanka miró a Sátiro, que tenía muy buena memoria.

—Nos lo has dicho todo —respondió Melita.

—El nuevo entrenador de Corinto debería llegar cualquier día de éstos —dijo Srayanka—. Ocupaos de que sea bien recibido.

—Ya lo sé —dijo Filocles. No estaba más ebrio que de costumbre, y expresaba su impaciencia por la reiteración de las instrucciones con la soltura que confiere un viejo hábito.

—Todos lo sabemos —apostilló Melita.

A Sátiro le habría gustado hablar, pero bastante esfuerzo le costaba ya contener las lágrimas. Detestaba separarse de su madre. Sin embargo, recobró la compostura, respiró profundamente y dijo:

—Quiero ir en el barco.

Srayanka le sonrió, pues Sátiro amaba los barcos y el mar tanto como su hermana amaba los caballos y el mar de hierba.

—Pronto, cariño. Pronto estarás al mando de mi barco. —Miró hacia el agua—. Pero no en este viaje.

Temblando por el esfuerzo de reprimir sus sentimientos, Sátiro le sonrió. Srayanka le devolvió el gesto, complacida de que su hijo estuviera aprendiendo a controlarse.

Y entonces, a pesar de sus recelos, Srayanka bajó por la playa hasta la pasarela y embarcó.

Tardaron dos días en cruzar el paso que sorteaba los largos bancos de arena que delimitaban la bahía del Salmón, y un día más en abrirse camino entre los bajíos hasta salir al Euxino. Una vez que hubieron dejado atrás el último banco traicionero, navegaron costeando. Acamparon al raso para pasar la noche y al día siguiente continuaron remando despacio a lo largo de la playa de Panticapea, ante la ciudad de Herón, buscando el lugar señalado para el encuentro.

Hacía uno de esos días que la gente recuerda cuando recuerda haber sido feliz: el cielo profundo y de un azul deslumbrante, el sol primaveral iluminando la hierba verde que se perdía en el horizonte, el mar de un perfecto azur que reflejaba la bóveda celeste, y la nítida playa dorada contrastando con la tierra negra de los campos que se extendían hacia el sur y el oeste. En otoño estarían colmados de grano, ese bien que proporcionaba su riqueza al Euxino.

Srayanka iba sentada en la popa del barco con un reducido grupo de sus mejores guerreros y con Ataelo, un miembro de las tribus sakje que había sido el jefe de exploradores de su marido. En ese momento era algo más que un mero explorador: más de seiscientos jinetes componían su clan.

A los remos, una mezcla de griegos y lugareños meotes, así como labriegos sindis de tierras más occidentales. Srayanka sonreía al verlos remar juntos, pues la unión de las tres razas representaba su territorio, no del todo un reino, en el río Tanais. Ese día iba a desembarcar cerca de Panticapea para sellar su estatus mediante un tratado —un concepto que aun siendo griego entendía a la perfección— que garantizaría la seguridad de sus embarcaciones, sus labriegos y sus hijos.

Qué distinto era todo de los tiempos de su niñez, pensó, mientras el sol le calentaba el rostro. Como doncella lancera había cabalgado por el mar de hierba. Cuando la contrariaban, presentaba batalla. Cuando sus enemigos eran más fuertes que ella, galopaba hasta desaparecer en el mar de hierba. Kineas y su sueño de un reino en el Euxino habían cambiado todo aquello. Para entonces tenía a miles de campesinos que proteger y cientos de colonos y comerciantes griegos. «Rehenes.» Ya no podía huir a caballo.

En lo alto de la playa, a una distancia que un caballo recorrería en doscientos latidos, vio al hombre con quien había venido a tratar: Herón, el tirano de Panticapea. Igual que Ataelo, Herón había sido uno de los hombres de su marido doce años antes. No uno de sus favoritos, pero los vínculos perduraban. Herón tenía intención de convertirse en rey del Euxino y, por más que esa idea la ofendiera, saludarlo no le costaría ni un caballo, como decía el viejo refrán sakje.

Rio entre dientes.

Ataelo le dedicó una de sus amplias sonrisas. Resultaba fácil, además de erróneo, interpretar esas sonrisas como prueba de escasa inteligencia. Más bien ocurría que Ataelo era uno de esos hombres que encontraban muchos motivos para sonreír.

—¿Para ser feliz? —preguntó Ataelo. Quince años viviendo con griegos y su dominio del idioma no había mejorado un ápice.

—Vamos a convertir a Herón en kan del mar Interior —dijo Srayanka en sakje. En ese idioma, su desdén fue patente; ella, que portaba ostensiblemente la espada de Ciro y podría acabar sus días como reina de todos los sakje en el mar de hierba, debía arrodillarse ante un muchacho griego que tan sólo poseía una ciudad a su entera disposición.

—Por llamarle Eumeles —dijo Ataelo en griego, encogiendo los hombros—. Eumeles, no Herón.

Srayanka miraba hacia la playa cada vez más cercana y negó con la cabeza.

—No consigo que me caiga bien —dijo.

Ataelo se encogió de hombros, gesto que era prácticamente la única característica de los griegos que había adoptado. Lucía una pesada sobrevesta de seda de Qin con bordados de oro. Debajo llevaba una armadura de bronce con las escamas de asta. Pese a su reducida estatura tenía el aspecto de lo que era: un alegre caudillo.

—¿Quieres cambiar de parecer? —preguntó, hablando por fin en sakje.

Srayanka negó con la cabeza. Veía a Herón —Eumeles— de pie delante de su guardia, dos docenas de mercenarios. Resultaba fanfarrón, vestido de púrpura y oro, con sandalias rojas y una ornamentada espada. Justo a su lado había otro hombre, un desconocido, pero su posición revelaba que era casi tan importante como Herón. El segundo hombre no destacaba por su vestimenta, constitución ni ninguna otra característica. Tenía el pelo de un color anodino y era de estatura media. No obstante, el hecho de que estuviera tan cerca de Herón hizo que Srayanka entornara los ojos.

—¿Quién es? —preguntó en sakje. Con Ataelo no era preciso abundar en detalles.

Ataelo apenas movió levemente el mentón, pero su gesto decía que tampoco él había visto antes a ese hombre.

Srayanka sonrió a su capitán; nada de grandilocuencias como la del navarco, que era como los griegos llamaban a los comandantes de sus naves.

—Desembárcanos aquí —le ordenó—. Caminaremos un poco.

Ataelo sonrió ante tal precaución.

La proa siseaba como si el tajamar rezongara al hendir las olas del agua poco profunda y finalmente el barco crujió al vararse con contundencia en la arena. Los popeles saltaron a tierra y arrastraron el ligero casco un par de brazas playa arriba, y acto seguido los remeros hicieron lo propio y ayudaron a sacar la quilla del agua. Sólo entonces saltaron por la borda los sakje; ninguno de ellos tenía ni por asomo alma de marinero. Dos de los guerreros de Srayanka cayeron de bruces al saltar.

Srayanka observaba a Herón, que se encontraba sólo a unas docenas de largos de caballo.

—Poned el barco a flote —dijo en griego—. Preparadlo para zarpar de inmediato.

Srayanka comprobó su gorytos, la caja del arco que todos los guerreros llevaban siempre al hombro. Con los dedos palpó el arco y las flechas, el puñal atado con correas a la parte trasera de la caja y la espada de Ciro sujeta al cinto.

Todos los sakje la imitaron. Los guerreros miraron a Srayanka y a Ataelo.

—Parezco tonta —dijo—. Acabemos con esto de una vez.

«Por mis hijos», pensó. Le gustaba su vida, no sentía la menor necesidad de ser reina de todos los sakje, ni siquiera para reemplazar a Marthax, su antiguo enemigo. Deseaba disfrutar del resto de su vida. Bastaría con hincar la rodilla para que todo aquello por lo que había trabajado quedara a salvo.

Pero no quería postrarse. «Oh, esposo de mi corazón. Vencimos a Iskander y ahora me arrodillo ante un idiota.»

Caminar por la arena resultaba incómodo y poco digno, y deseó haberse sobrepuesto a sus temores y a su desdén y desembarcar a los pies de Herón. «A los pies de Eumeles», pensó. El espantajo. El inútil. Una persona insignificante que pretendía ser el heredero de su esposo.

Y de pronto estuvo allí, a un largo de caballo del hombre alto y delgado con la clámide púrpura. Le hizo una reverencia.

—Es guapa —dijo el hombre situado detrás de Herón. Su acento era ateniense, y Srayanka pensó en Kineas. El desconocido parecía intimidado.

—Toda tuya —dijo Herón. Dio media vuelta y desapareció entre sus guardias.

Traición. Lo comprendió en el acto.

Tuvo su akinakes —la espada de Ciro, tan larga como su brazo y siniestramente afilada— en la mano antes de que los guardias lograran cruzar la arena. «Menudo idiota; hacer ese gesto para advertirme de su traición», pensó, y el frío jade de la espada de Ciro la tranquilizó. Cuando el acompañante de Herón arremetió con la lanza contra ella, Srayanka agarró el arma, se la arrebató de un tirón al tiempo que le daba la vuelta y, acto seguido, por encima del gran escudo redondo de su atacante, le clavó a éste la punta en el cuello.

Recibió un golpe en el costado, pero la armadura que llevaba debajo de la túnica desvió la punta. Srayanka giró en redondo, pero ya los tenía a todos alrededor y no corrían riesgos. Se agachó casi hasta el suelo y blandió la espada corta hacia arriba, por debajo de un escudo. El agredido gritó mientras caía al tiempo que ella ocupaba su posición; un golpe en la espalda, y otro más, y de pronto la asaltó un dolor agudísimo. Pese al mareo y a la pérdida de fuerza en los miembros, el otro hombre estaba allí, y se abalanzó sobre él. Ya había perdido el control de sus músculos antes de que su espada golpeara el puente de la nariz del ateniense y la sangre manara a chorros, alcanzando la espalda de Srayanka. Vio los pies de sus enemigos; unos descalzos y otros con recias sandalias.

—¡Maldita puta! —gritó el ateniense.

Srayanka sonrió a pesar de que la oscuridad se cernía sobre ella y a que sabía exactamente lo que eso significaba.

El sonido contundente de una flecha clavándose en la carne… en otra ocasión el extraño ruido de la punta atravesando el thorax de cuero blanco del guardia le habría hecho sonreír, pero para entonces ya había descendido demasiado por la senda de la oscuridad. «Ataelo —pensó—. Aún está vivo y sigue disparando. Salva a mis hijos, Ataelo.»

Luego, gritos. Retumbar de pisadas. El ateniense maldiciendo, su voz como la de un hombre muy resfriado.

Frío, frío en todo el cuerpo. «Tendida despierta en su carromato en el mar de hierba, desnuda para invitar a Kineas a jugar, pero con frío. Y luego la calidez, la recompensa cuando él se acostaba a su lado, oliendo a hombre, a caballo y a bronce sucio como si fuese un perfume.»

—No me eches la culpa a mí —dijo Herón—. Te la he servido en bandeja. Eres tú quien la ha jodido.

—¡Me ha cortado la nadiz! —gimió el ateniense.

—Tonterías. La conservas casi intacta. He mandado aviso a mi curandero. Bien, ¿qué es lo que quieres? ¿Su cabeza?

Herón estaba impaciente. Srayanka formuló su maldición y la escupió sílaba a sílaba, como las últimas gotas de un tarro de miel, mientras se sumía en la negrura. Pero aún podía oír.

—Jódete —dijo el ateniense, arreglándoselas para aparentar coraje.

—Un insulto más y le diré al general Casandro que caíste en la refriega. ¿Queda claro? Bien. Mi curandero se ocupará de curarte la nariz y luego intentaré rectificar tu error antes de que me cueste más tiempo y dinero —dijo Herón, como siempre con aires de suficiencia.

—Has dejado escapar a la pequeña escita y ahoda su badco se ha ido —replicó el ateniense. La impresión de la herida se le estaba pasando—. Tú has sido el idiota que nos ha delatado. ¡Si me asesinas Casandro vendrá a pod ti!

—Si eres un ejemplo del poderío de Casandro, creo que he apostado por el caballo equivocado —alegó Herón—. Dale recuerdos de mi parte a doña Olimpia. Y recuerda bien esto: voy a ser el rey del Euxino. Éste era el precio. ¿Queda claro? —Una pausa—. Se suponía que iba a traer a los mocosos. ¿Dónde cojones están? Los quiero muertos.

—Que te jodan —le espetó el ateniense.

Srayanka estaba perdiendo interés. El frío se le iba pasando; notaba los pies cálidos de su hombre junto a los suyos, y captaba el aroma a bronce viejo, aceite y caballo, con un rastro de sudor masculino.

Como siempre, el contacto de Kineas la relajó; y se dejó llevar.