17

Se hallaban doscientas millas al nornoreste de Alejandría y el timonel, Peleo, avistó con sumo atino la costa de Salamis, en Chipre. Las playas de la isla no eran más que un resplandor titilante, y el templo de lo alto del cabo consagrado a Afrodita resplandecía bajo el sol.

—Peleo, eres el príncipe de los navegantes —lo alabó Sátiro, con el remo de gobierno debajo del brazo.

Peleo no miraba al frente, sino que escrutaba la estela de la nave. El Loto Dorado era un tremiolia, un barco con tres bancadas y media de remeros, una vela permanente y la tripulación necesaria para manejarla incluso en combate. Los piratas preferían la versión menor, llamada hemiolia, igual que los rodios, que eran los mejores marineros del mundo. El Loto Dorado era de construcción rodia y Peleo era un rodio de nacimiento que llevaba navegando desde los seis años. A la sazón no se conocía su edad, pero tenía la barba blanca y todos los marineros de Alejandría lo trataban con respeto.

—Mientras hablas, hay una muesca en la estela —dijo el timonel.

Con la adusta determinación de la juventud, Sátiro agarró con fuerza el timón de gobierno.

—Nunca he preparado a un chico de tu edad para ser timonel —comentó Peleo. Pero lo dijo esbozando una sonrisa, y la curva de sus labios daba a entender que a lo mejor, sólo a lo mejor, Sátiro sería la excepción—. Si te digo que pongas rumbo al norte por el este, ¿cuál será el primer cabo que verás?

Sátiro se volvió para mirar la estela.

—Mar abierto hasta que veamos aparecer el monte Olimpo de Chipre por la amura de babor —contestó.

—Tal vez —convino Peleo—. La respuesta es correcta. Pero ¿qué error hay en la orden?

Sátiro detestaba aquella clase de preguntas. Miró hacia el blanco cegador del lejano templo.

—No lo sé —contestó tras una incómoda pausa.

—Desde luego, es una respuesta franca —admitió Peleo—. Es verdad, chico: no lo sabes. Y no puedes saberlo. He aquí la respuesta: estamos demasiado cerca de tierra para contar con la brisa marina, de modo que nuestros muchachos tendrían que remar todo el tiempo. —Estaba observando la costa—. Tengo intención de hacer noche en Thronoi; la playa es de fina arena blanca y los habitantes del pueblo nos traerán comida a buen precio. Antes tenía un chico allí.

Su sonrisa arrugó la cicatriz que le surcaba el rostro.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Sátiro. Estaba enamorado, de ahí que quisiera oír hablar de los amores de los demás.

—Creció y se casó con una chica —replicó Peleo con aspereza—. Atento al timón, chico. Hay una muesca en la estela. —Miró detrás de Sátiro, a través del agua y casi directamente al sol—. Tenemos compañía.

El muchacho volvió la vista atrás hasta que divisó unas manchas oscuras justo en el límite del horizonte y casi invisibles con el resplandor del sol.

—Sí, ahora lo veo.

Peleo gruñó.

Thronoi estaba bastante retirado de la costa, pues ningún pueblo sin amurallar podía permitirse estar cerca del mar. Los primeros hombres que se aproximaron portaban lanzas y jabalinas, pero conocían el Loto Dorado y conocían a Peleo, y antes de que el sol deviniera una bola roja en occidente, la tripulación estaba asando cabritos y langostas en la playa, bebiendo vino del lugar y hablando de las posibilidades que tenían con la bella hermana del navarco, que suscitaba comentarios pese a ir envuelta de la cabeza a los pies con una clámide lo bastante grande para sentarle bien a Filocles. Melita había suplicado que le permitieran embarcarse como arquera, pero Peleo no había cedido, de modo que viajaba como una acaudalada dama griega con su doncella. Los remeros eran incapaces de verla más que como una bella mascota. Competían por atraer sus miradas, y Peleo le había dicho a Sátiro que no había visto remar con tanto brío en todo el tiempo que llevaba en el mar.

—Todo barco necesita una mujer hermosa —concedió Peleo, de pie junto a Sátiro. Igual que los demás hombres de la playa, observaba a Melita. Ella se mantenía un tanto alejada, mirando a unos arqueros que tiraban contra un blanco. Sátiro sabía que llevaba el arco en su equipaje, y le constaba que podía superar a la mayoría de aquellos hombres. Su postura era desafiante. Su doncella se mantenía detrás de ella, murmurando. Dorcus era la liberta de mediana edad que León había enviado en lugar de Calisto, cuya propensión a marearse era tan legendaria como su hermosura. La belleza de Dorcus residía en su discreto sentido práctico.

—Ese amigo tuyo se partirá el cuello mirándola —dijo Peleo, señalando a Jeno. El hijo de Coeno se estaba quitando la coraza, pero no apartaba los ojos de la joven.

Sátiro meneó la cabeza.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Sátiro, con un gesto de desaliento.

—Es la encarnación de Artemisa, chico —dijo Peleo, torciendo los labios y lanzando una mirada piadosa al templo de Afrodita, la rival celestial de Artemisa—. Lo único que puedes hacer es confiar en que tu hermana no le parta el corazón a nadie.

Durmieron por turnos. De hecho lo hacían todo por turnos porque los principales estados contrataban piratas para complementar sus armadas, y aquel verano la piratería era el negocio más floreciente del Egeo. Sátiro dormía solo porque el navarco técnicamente iba al mando y disfrutaba de tienda propia. Melita dormía en el otro lado de la tienda con Dorcus.

Sátiro despertó al amanecer, vio que su hermana se había levantado, maldijo el anquilosamiento de sus hombros por haber dormido sobre la arena y corrió a zambullirse en el mar mientras el sol salía. Nadó alejándose de la playa. Desde el agua no vio a los centinelas, pero sí a su hermana nadando al otro lado del cabo.

—¡Me ha parecido ver un destello de remos! —le gritó Melita.

Desnudo, Sátiro salió del agua y trepó por las frías rocas del cabo hasta el puesto de vigilancia.

Ambos centinelas dormían como troncos. Era comprensible, después de tres días en el mar remando casi sin tregua, pero también imperdonable. El amanecer era el momento que los piratas solían elegir para atacar.

Sátiro miró hacia el sol naciente protegiéndose los ojos con la mano mientras meditaba cómo despertar a los dos infractores. Vio destellos de sol en palas de remos hacia el norte, más allá del cabo de Korkish. Veinte estadios como mucho.

El corazón se le aceleró.

—¡Alarma! —gritó.

Melita se hizo eco del aviso y corrió a lo largo de la fila de remeros durmientes, sin preocuparse por su propia desnudez, dando una patada a cada hombre y sin dejar de repetir la voz de alarma.

Peleo se había levantado de sus pieles de borrego y subía dando saltos por las rocas como si fuese mucho más joven. Sátiro observaba los distantes destellos de los remos, temiendo tanto equivocarse como estar en lo cierto.

La playa bullía de actividad. Aquélla era una tripulación veterana y bien pagada. Los remeros ya estaban regresando a bordo. Los infantes de marina formaban en la playa a las órdenes de Karpo, su capitán, que dedicó a Melita una mirada de admiración mientras comprobaba la disposición de sus hombres. Jeno estaba en la primera fila, con el aspis al hombro y un par de jabalinas pesadas en la mano.

Detrás de los infantes formaron los arqueros. Sólo eran media docena, con arcos escitas y carcajes que contenían dos docenas de flechas, así como algunas sorpresas.

Peleo dio una patada en la entrepierna a uno de los centinelas adormilados.

—¡La que te espera esta noche, Agatón! —le espetó al otro—. ¡Te voy a despellejar, lavacoños de burdel! —Escudriñó el mar y se volvió hacia Sátiro—. Tienes toda la razón, chico. Sale del ojo del viento al alba; ningún marinero honesto haría semejante cosa. —Bajó la vista hacia la playa—. ¿Luchamos o huimos?

Sátiro no estuvo seguro de que realmente le pidiera su opinión, pero le picó la curiosidad.

—Sin duda podemos aguardarlos en la playa. Los hombres del pueblo nos apoyarán.

Peleo asintió.

—Sí —convino Peleo—, pero entonces perderíamos el Loto. Con suerte se limitarían a perforar el casco y dejar que se hundiera. Probablemente lo abordarían por la proa y se lo llevarían a remo. Es difícil defender un barco en la playa, aunque no imposible. —Se encogió de hombros—. Gracias a ti, llevamos la delantera. Pienso que deberíamos huir.

—¿Huir? —preguntó Sátiro—. ¿No podemos vencerlos?

—Navarco, eso debes decirlo tú. —Peleo torció el gesto—. Tu tío te ha puesto al mando del Loto y por tanto la decisión es tuya. Pero somos mercaderes. Llevamos un valioso cargamento y también a tu hermana. Y luchar contra piratas es trabajo de soldados. —El viejo timonel señaló hacia la playa—. ¿Cuántos de ellos estás dispuesto a sacrificar a cambio de rebanar el cuello a unos cuantos piratas? ¿Y qué será de tu hermana si perdemos? —Frunció el ceño—. O de ti, ya que estamos.

—Mensaje recibido, timonel. Huimos.

¿Se debía a la cobardía el alivio que Sátiro sintió en ese instante?

—Buen chico. Quizá llegues a ser marinero, después de todo.

Peleo saltó de las rocas como si estuviera en la flor de la edad y comenzó a gritar órdenes a los remeros.

Jenofonte ya llevaba puesta la armadura, y Melita ya había sacado de su equipaje el gorytos y un coselete egipcio de lino blanco acolchado y un pequeño yelmo de Pilos.

—¿Piratas? —preguntó la muchacha, con los ojos brillantes.

—¡Guarda todo eso! —exigió su hermano.

—¡Deja que luche! —dijo Jenofonte desde la formación—. ¡Tiene más puntería que Timoleón!

—Huimos —dijo Sátiro.

—¿Cómo dices? —preguntó Melita, pasando en un instante de la euforia a la indignación—. ¿Estás de broma?

—Huimos —repitió su gemelo, y se encogió de hombros—. Somos mercaderes, Lita. No podemos presentar batalla.

Detestó las miradas que su hermana y Jenofonte le lanzaron.

—¿Este es el noble guerrero de Amastris? —le recriminó ella—. ¿Cómo piensas explicárselo? ¿Eh, hermano?

—Lita, vigila tus modales.

Sátiro dio media vuelta porque Peleo lo llamaba, pero Melita no iba a rendirse fácilmente, así que lo siguió por la playa.

—Peleo te ha dicho que no podías ponerme en peligro, ¿verdad? A la mierda con eso, hermano. ¡Luchemos! Piensa en los que habrán vendido como esclavos, piensa en los que atraparán mañana… Todos pesarán sobre nuestra conciencia. ¿Tienes miedo de que me violen? A la mierda. Tú eres tan guapo como yo.

—¡No! —exclamó Sátiro, levantando la voz un poco más de la cuenta.

—¿Tienes miedo, hermano? —replicó Melita, y lo dijo en voz tan alta que lo oyeron todos los hombres que aún estaban en la playa.

—¡Ya está bien! ¡Huimos y punto!

Sátiro subió por la pasarela en tres largas zancadas.

Peleo arrastró a la muchacha detrás de él y una vez a bordo no le soltó la mano.

—Si fueras un hombre, golpearía tu maldita cabeza contra el poste de gobierno —dijo. Estaba congestionado—. ¿Cómo te atreves a cuestionar a los oficiales? —preguntó, con una calma cargada de ira.

Sin embargo, los hombres enojados no intimidaban a Melita.

—Sólo lo hago cuando toman malas decisiones, Peleo. Esos tipos son piratas. Deberíamos matarlos.

—Quizá veas cumplido tu deseo —dijo el timonel—. Si buscas impresionarme, lo estás haciendo muy mal, niña. Y ahora, a tu sitio. ¡No con los arqueros, señorita!

Resentida, Melita se dirigió a la toldilla de media eslora con Dorcus, fulminando con la mirada a cuantos hombres vio por el camino.

—Deberías disciplinarla —comentó Peleo.

—Tú primero —respondió Sátiro, esbozando una sonrisa.

Enseguida los remeros de la media cubierta superior y la tripulación a cargo de las velas empujaron desde la popa, y el Loto se deslizó por el último trecho de guijarros. Las olas levantaron la proa, y la popa dio un topetazo contra la playa, causando un cierto caos entre los remeros durante dos paladas. No tardaron en dejar la playa atrás y la proa del Loto cortó el oleaje, mostrando el rojo cobrizo de las amuras bajo el sol matutino.

—Nos hemos dejado un caldero —dijo el primer oficial, señalando hacia la playa.

—Lo recogeremos la próxima vez. Si es que sobrevivimos. Poseidón, no nos desampares —dijo Peleo, y vertió un fiale de vino al mar.

Los piratas doblaron el último cabo; dos barcos negros atestados de hombres. Ambos eran del tamaño del Loto Dorado, uno un trirreme a la antigua usanza ateniense y el otro un fenicio, y en cuanto divisaron a su presa comenzaron a acelerar. Los jefes de remeros ordenaron a gritos la remada de combate, y la celeridad con que fueron obedecidos demostró que aquellas tripulaciones sabían lo que se hacían.

—No —dijo Peleo, mirando hacia popa—. No queremos nada de esto, chico. Firme al timón. Tenemos la rémora del cargamento, pero ellos llevan algas incrustadas: seguro que esos cascos no han visto un dique seco en años. Esto va a ser muy reñido.

—¿No deberías gobernar tú, timonel? —preguntó Sátiro.

Peleo negó con la cabeza, luciendo su habitual media sonrisa.

—No. Tú puedes manejar el timón. —El viejo lobo de mar se rascó la barba unos instantes y luego señaló hacia la jarcia—. ¡Izadme el trinquete, holgazanes! —gritó, y los tripulantes de cubierta corrieron a sus puestos, pues ya tenían la vela desplegada en la cubierta. Sátiro no pudo evitar fijarse en que Agatón había sido el primero en arrimar el hombro cuando los hombres sacaron la vela, tratando de compensar su lapsus.

El joven navarco percibió el cambio en el timón antes de que la vela estuviera izada por completo. La popa del Loto se alzó al tiempo que el trinquete hundía el espolón de la proa en las olas, pero la nave cobró impulso. Gobernar era más sencillo a mayor velocidad; un barco grande como el Loto avanzaba fácilmente cuando navegaba veloz.

Habían zarpado de la playa propulsados tan sólo por la bancada inferior de remeros, pero Peleo ordenó que todos se pusieran a bregar, y sus briosas estrepadas mantenían la velocidad que les proporcionaba la vela e incluso la aumentaban. Entonces el timonel regresó a popa y midió la distancia que los separaba del enemigo valiéndose del pulgar.

—Vamos igualados —dijo—. Para tu información, navarco, si arrojamos el cuero por la borda, lo dejaremos atrás en cuestión de una hora.

Sátiro meneó la cabeza.

—¿Tú lo harías?

Peleo se rascó la barba.

—Seguramente, no. Al menos de momento.

—De acuerdo.

Se oyó un estrépito a popa, y una lanza del tamaño de un trinquete salió disparada hacia ellos. Sátiro no pudo evitar agacharse.

—Mierda —dijo Peleo—. Una de esas máquinas recién inventadas. ¿De dónde cojones sacan una máquina de Ares dos putos chipriotas?

Empezaron a perder arrancada porque los remeros estaban tan confundidos como Sátiro, mientras que las naves negras avanzaban a ritmo constante. La máquina volvió a disparar y en esta ocasión Sátiro tuvo tiempo de ver todo el vuelo de la lanza, que desapareció bajo las olas bastante a estribor de la popa.

—Ahora sí que tiraría el cuero —dijo Peleo—. Si una de esas pértigas alcanza nuestros remeros, estamos perdidos. —Escrutaba el mar—. Es buena época para que encontremos una patrulla rodia —añadió entre dientes—. En estas aguas siempre solía haber un barco. O en la playa del otro lado del cabo. Era mi puesto, tiempo atrás.

—Poseidón sea con nosotros —dijo Sátiro, que se sentía extrañamente ligero—. Podemos conseguirlo.

El promontorio de Acrotirion estaba cerca, tan sólo a una docena de estadios de la amura de estribor, y el joven sabía que en cuanto doblaran la punta encontrarían agua profunda en la bahía y un cambio de viento.

Una de las máquinas disparó con un chasquido de madera que se oyó a través de las aguas y la lanza salió bien apuntada, derecha hacia el Loto pero demasiado alta, de modo que sobrevoló la cubierta sin chocar con el mástil y se hundió delante de ellos.

—Traedme a Timoleón —ordenó Peleo. En un momento el capitán de los arqueros estuvo con ellos. Peleo señaló hacia popa—. ¿Puedes acertar a los hombres de la máquina?

Timoleón negó con la cabeza.

—Sólo si Apolo dispara mi arco —dijo, pero sin añadir más quejas, cogió una saeta de su cinturón y tiró de la cuerda hasta que la punta de bronce le tocó los dedos antes de disparar.

Sátiro la perdió de vista por culpa del sol, pero Peleo meneó la cabeza.

—Muy corto.

La máquina ubicada en la proa del barco fenicio disparó, pero el proyectil cayó corto porque lo lanzaron en un mal momento, cuando la proa cabeceaba en las olas. Se aproximaban a la costa muy deprisa, puesto que ambos bandos querían doblar el cabo lo más cerca de tierra que pudieran.

—¡Pon los remos de estribor en el rompiente, chico! —dijo Peleo—. Hay más agua de la que crees. ¡Pasa rozando esas rocas! —Luego se dirigió al arquero—: Vuelve a intentarlo.

Esta vez Timoleón aguardó a que la popa estuviera en lo alto de las olas y tiró tanto de la cuerda que la punta de la flecha casi se cayó de la empulgadura antes del disparo. Una vez más, Sátiro perdió de vista la flecha.

—Mejor —dijo Peleo.

—Dispara éstas —le ofreció Melita, haciendo caso omiso de la mirada de enojo de Peleo—. Son flechas sakje de largo alcance. Por eso están emplumadas. Ten en cuenta el viento; no pesan nada y se desviarán.

Timoleón cogió una, un palmo más larga que cualquiera de las suyas, hecha de caña de ciénaga y con espinas de hierro.

—Esto da miedo —dijo con una sonrisa—. Gracias, despoina.

—Veneno —advirtió Melita, sonriendo a su vez.

La mano de Timoleón se detuvo cuando iba a tocar la punta.

—Puñeteros escitas —dijo respetuosamente, acariciando el astil con el pulgar. Tensó el arco al máximo y disparó.

Incluso Sátiro vio el alboroto en la proa del barco pirata.

—¡Buen tiro! —gritó.

Timoleón sonrió encantado.

—Apolo me ha guiado la mano —dijo—. En mi vida había tirado tan lejos. —Asintió a Melita—. Gracias, despoina. ¿Quieres tirar?

—Soy incapaz de llegar tan lejos —admitió ella, encogiéndose de hombros.

El menor de los barcos pirata navegaba raudo, pero no volvió a disparar con su máquina. Mientras el promontorio crecía en el horizonte sus arqueros dispararon, y como tenían la brisa a favor, las flechas surcaban el aire con facilidad. Acertaron a un remero del Loto, a quien la punta de bronce le hizo un corte en la espalda.

Timoleón respondió, y fue agotando las flechas de caña de Melita sin acertar a ningún enemigo, pues los proyectiles se desviaban a la izquierda o la derecha como si estuvieran hechos de plumas. Melita lo observaba con una expresión que Sátiro conocía muy bien y que daba a entender que ella lo habría hecho mejor.

—Déjame tirar una vez —pidió Melita cuando sólo quedaba una saeta de caña.

—¡Faltaría más! —contestó Timoleón.

La joven se encaramó a la misma punta de la plataforma de popa, se balanceó un momento, alzó el arco, lo tensó y disparó con un único movimiento muy fluido.

Su flecha desapareció entre los remeros del trirreme más cercano, un poco alta para alcanzar a quienes manejaban la máquina de Ares, pero fue recompensada con un alarido.

Melita juntó las manos, la mar de contenta, mientras Timoleón le daba una palmada en la espalda.

La máquina de los fenicios disparó y el proyectil cayó sobre las bancadas de babor con un ruido como el de una tela al rasgarse, rebotó en la maraña de remos y cayó al mar sin romper nada.

Sátiro gobernaba el timón con mano de hierro. No acusaba la menor fatiga ni era de todo consciente del intercambio de proyectiles. Observaba la estela y afinaba el rumbo, dirigiendo engañosamente la proa hacia mar abierto y dejando que las olas empujaran el casco hacia el promontorio.

«Vamos bien», pensó, y mantuvo el rumbo. Mentalmente se hallaba en otro lugar, un lugar donde ser el timonel no dejaba sitio a ningún otro temor.

Melita bajó de la plataforma seguida por Timoleón. Peleo la observó con la boca fruncida, pero cuando la chica estuvo en mitad del barco, dijo:

—Nos ha regalado no menos de una eslora.

Doblaron el promontorio de Acrotirion pasando tan cerca como osaron, con los remos de estribor en el rompiente y los cascos negros a media docena de estadios de su popa. Todos los ojos del Loto se asomaban por encima del nivel de cubierta escudriñando la bahía de Kition con la esperanza de ver dos barcos de guerra rodios fondeados.

Los piratas perdieron un estadio porque el buque fenicio no se atrevió a acercarse tanto a la playa. Hizo un bordo mar adentro y Sátiro respiró más tranquilo, casi seguro de poder vencerlos en una carrera a muerte.

Y entonces todo el esmerado trabajo de gobierno se fue por la borda porque, como era de esperar, había un trirreme rodio anclado en la bahía, cuya tripulación todavía se encontraba en la playa, desayunando. Rodas era un puerto franco, ajeno a las guerras de los sucesores de Alejandro, pero protegía el comercio de Tolomeo porque convenía a sus intereses, y el trirreme fondeado disuadió a los piratas al instante. Mientras los tripulantes rodios regresaban presurosos a bordo, los piratas ya viraban hacia mar abierto, con sus máquinas en silencio.

Los remeros del Loto Dorado aplaudieron y gritaron con entusiasmo.

El patrón rodio subió a bordo con su trierarca y su timonel, y Peleo lo abrazó. Era un hombre apuesto de piel curtida y el cabello tan rubio que era casi blanco. El trierarca era la imagen opuesta de su capitán: pálido de tez y moreno de pelo, mientras que el timonel era tan negro como un nubio. Un exótico trío de la armada más famosa del mundo.

—Peleo, he reconocido el Loto en cuanto habéis doblado la punta. Y Juba dice que navega muy deprisa, ¿eh? He observado a tus remeros —señaló a los hombres cansados de las bancadas—, ¡y todos hemos gritado alarma a la vez!

—¡Y aun así llegábamos tarde, por Poseidón! —intervino el hombre de tez pálida. Era el más joven de los tres, y tenía el rostro colorado por el sol y lucía un quitón púrpura digno de un rey.

—Este es mi navarco. Se llama Sátiro. —Peleo hizo un gesto y el muchacho se adelantó sonriente—. Sobrino de León.

—Cualquier pupilo de León es un amigo de Rodas —dijo el nubio. Le tendió la mano, y Sátiro se la estrechó—. Me llamo Juba. El chico que no soporta el contacto de Helios es Orestes, y nuestro intrépido jefe se llama Actis. ¿No eres un poco joven para ser navarco?

—Iba al timón cuando hemos doblado la punta —añadió Peleo, frunciendo los labios.

Juba miró a Sátiro con más detenimiento.

—No está mal, viejo. ¿Es serio o sólo otro aristócrata?

—Todavía no lo sé —respondió el timonel con un encogimiento de hombros.

Compartieron la cena y el desayuno con los rodios, y luego zarparon, navegando a remo a lo largo de la costa sur de Chipre hasta que el viento fue favorable para poner rumbo a Rodas. Hicieron escala en Xanthos, donde recibieron malas noticias: Antígono el Tuerto tenía su flota en Mileto y el puerto de Rodas se hallaba cerrado. La armada rodia era audaz, pero también pequeña.

Peleo se sentó enfrente de Sátiro a un mesa de una taberna de los muelles de Xanthos, tan cerca del Loto que la jarcia proyectaba una maraña de sombras con el sol poniente. Una esclava se puso de puntillas para encender las lámparas de aceite del fondo de la taberna y Peleo la observó con escaso interés.

—Hay viento portante para ir a Rodas —comentó—. Si no cambia, propongo que zarpemos al alba y lo intentemos. El Loto será más rápido que cualquier nave que tengan en el mar.

Mientras hablaba, tocó la madera de la mesa e hizo un signo para conjurar la mala suerte.

Melita bajó por la pasarela del barco con un recatado quitón de mujer. La esclava de la taberna negó con la cabeza.

—¡Mujeres no! —advirtió.

Melita enarcó una ceja y fue a sentarse con su hermano. La esclava la siguió.

—¡Por favor, mi señora! Mujeres no. Es la ley de la ciudad. En los burdeles y las tabernas sólo se permiten esclavas. La guardia nos arrestará a las dos.

Melita suspiró. Cruzó una mirada con Sátiro, se levantó, volvió a subir por la pasarela hasta la popa del Loto y desapareció bajo cubierta. Al cabo de un momento salió como una especie de arquero andrógino con un gorro de Pilos, y la esclava accedió a que se sentara con los hombres a cambio de unos pocos óbolos de cobre.

—Detesto Asia —protestó Melita.

—En Atenas sería peor, despoina —señaló Peleo, alzando una ceja.

—¿Cuál es el veredicto? —preguntó la muchacha.

—Peleo piensa que deberíamos intentar llegar a Rodas —respondió Sátiro.

—Ya decía yo que no eras un cobarde —dijo Melita, tomando un poco de vino de su hermano.

Soltó el comentario sin ánimo de ofender, pero Sátiro se encendió y apartó la mirada. Peleo suspiró.

—Señorita, huir de los piratas no es un acto de cobardía y, francamente, tu manera de perseguir un poco de gloria sólo servirá para que mueran hombres —dijo Peleo tras un suspiro—. Te comportas como una niña, una niña particularmente estúpida. Esto es el mar. Aquí tenemos otras reglas. Obedecemos a Poseidón, no a Atenea ni a Ares. El mar puede matarte cuando quiera. ¿Crees que una batalla es algo maravilloso? ¿Algo que pone a prueba tu coraje? Espera a pasar una tormenta en el mar, despoina. Yo he vivido cientos; sí, y otras tantas batallas.

—Tú has gastado buena parte de tus reservas de coraje —asintió Melita con una media sonrisa—. Yo no.

—Te arriesgas a enojarme —le advirtió el timonel, con el semblante pálido.

—Es un riesgo que puedo correr —replicó ella.

—Cállate, Melita —intervino Sátiro con un suspiro—. No seas idiota. Que yo recuerde, era yo el jovenzuelo; yo debería ser el exaltado y tú la voz de la razón. —La hizo sonreír, y se volvió hacia Peleo—. No le hagas caso. Mi hermana siempre tiene que ser más valiente que Aquiles. Es el problema de tener que representar a toda la mitad femenina de la raza.

Jenofonte apareció en la proa y saltó a tierra con un quitón limpio y una clámide ligera.

—¿Y bien? —preguntó.

—Rodas —dijo Sátiro—. Al alba. ¿Alguna objeción?

—Estás muy susceptible, esta noche —comentó Jenofonte, meneando la cabeza—. ¿Puedo sentarme al lado de tu hermana?

—¿Te refieres a este arquero? Faltaría más. Dale un buen empujón de mi parte al sentarte.

Jenofonte obedeció, Melita soltó un grito y Sátiro se rio. Pero Peleo no se había aplacado.

—No me gusta que unos mocosos se burlen de mí —dijo, mirando de hito en hito a Melita—. León dijo que embarcaras con nosotros; es una equivocación. No eres disciplinada ni obediente y nos defraudarás. Si veo que un hombre muere por tu culpa, te tiro por la borda. ¿Entendido, niña? —Le dio la espalda, volviéndose hacia Sátiro—. Dormiré a bordo y ordenaré a los hombres que regresen al barco antes del amanecer. ¿Algo más?

—No, Peleo —dijo Sátiro. Se levantó con el rodio y salió con él de la taberna—. No tiene mala intención. Sólo quiere ganarse tu respeto.

—Si fuese un chico, la habría azotado hasta hacerla sangrar; cachorro ignorante. —Peleo se encogió de hombros—. Es buena tiradora, pero eso no la hace especial. Las mujeres no pintan nada en el mar. Mañana controlaré mi mal genio. Pero quiero que regrese a casa desde Rodas. Y no en mi barco.

Se marchó pisando fuerte.

Sátiro suspiró. Volvió a entrar en la taberna a través de la cortina de cuentas, justo a tiempo para ver que Jenofonte apartaba bruscamente su cabeza de la de Melita y daba un respingo como si le hubiese picado un bicho.

Ambos tenían un aire culpable. La tez de su hermana estaba roja como el sol poniente. Se sentó delante de ellos, meditando el comentario que iba a hacer, pero no estaba seguro. ¿Se habían besado? ¿Era asunto suyo?

Sátiro estaba acostumbrado a que su hermana fuese la más sensata de los dos, la serena y valiente. Algo había cambiado: de pronto el prudente era él.

—¿Y bien? —preguntó Melita en tono agresivo, inclinándose hacia delante con los ojos encendidos.

—Me voy a acostar aunque tenga que compartir mi manto con un montón de insectos —dijo Sátiro, obligándose a sonreír—. Al menos no estaré tendido junto a un fuego humeante en una playa abierta. Peleo tiene intención de zarpar cuando asomen los primeros dedos de la aurora.

«Se están dando la mano debajo de la mesa. Apolo, ¿es asunto mío?». El muchacho se apoyó en el respaldo, con la cabeza contra el tabique de madera que separaba aquel garito del siguiente, y de repente levantó una pierna entre su hermana y su mejor amigo, de modo que el pie tropezó con… sus manos.

—Melita, vete a la cama —ordenó.

—¿Por qué? No puedes obligarme —replicó la joven, con el rostro súbitamente congestionado de pura rabia.

—Si desvelo que eres una mujer, puedo hacer que te retengan en un templo por el resto de tu vida, estúpida. ¿Qué demonios te ocurre? Y tú, Jenofonte, ¿vas a casarte con mi hermana, eh? Más vale que lo hables conmigo, amigo. Porque si veo que volvéis a tocaros antes de que lleguemos a Rodas, correrá la sangre. Lo prometo.

—¡No te pertenezco! —espetó Melita.

Algunos parroquianos se estaban volviendo a mirar.

Sátiro respiró profundamente.

—No —concedió—. Pero yo tampoco soy tuyo, Lita. Y aquí el único responsable soy yo, no tú. Del barco, del cargamento y de tu virginidad. Cuando seas tú la responsable, haz lo que te plazca. Cuando has estado al mando, ¿no te he obedecido?

Jenofonte guardó silencio mientras los gemelos se fulminaban con la mirada. Melita se tapó la boca con la mano y se mordió la palma hasta hacerla sangrar. Fue algo muy desagradable de ver.

—Sí, has obedecido —concedió hoscamente. Acto seguido rompió a llorar y se fue corriendo hacia el barco.

—Lo siento, Sátiro —dijo Jeno—. La amo. Creo que siempre la he amado.

El joven negó con la cabeza.

—En este barco, no. ¿Entendido? En este barco no hay amor que valga. Ella es una pasajera y tú un infante de marina.

—Lo intentaré —asintió Jenofonte, con escasa convicción.

Sátiro procuró imitar a Filocles.

—No lo intentes —replicó, disfrutando bastante al usar la frase que más temía de su preceptor—. Hazlo, y punto.

Después, una vez solo, siguió bebiendo vino mientras contemplaba el muelle. Su mejor amigo, su timonel y su hermana estaban enojados por igual.

A solas en la oscuridad, sonrió y se terminó el vino.

Cuando la bola roja del sol estuvo encima del horizonte oriental ya se encontraban a considerable distancia de Xanthos, navegando casi derechos hacia el oeste como si huyeran de la cuadriga de Apolo. El crepúsculo los encontró con el mismo rumbo, surcando las aguas en pos del sol. El cabo de Rodas y la propia ciudad brillaban como una almenara bajo el sol, mientras la cabeza de la estatua de Apolo en lo alto del cabo parecía arder como si el dios tuviera un halo de fuego sagrado.

Detrás de ellos, en la creciente penumbra del anochecer, un par de sombras resultaban visibles, delatadas por sus velas pese a que los cascos se confundían con la costa de Asia.

Peleo las observaba, protegiéndose los ojos con la mano.

—Son los mismos cabrones —dijo—. Aquí pasa algo raro. No merecemos tanto esfuerzo. El más grande ha bajado desde Tiro, cuando debería haberse quedado en la costa este de Chipre.

Sátiro se estaba esforzando para que la estela fuese tan recta como el vuelo de una flecha, de modo que contestó con un gruñido.

—¡Barcos en la amura de babor! —gritó alguien desde proa con voz aguda: era Melita.

Peleo miró en derredor y echó a correr por la cubierta central, se agachó para pasar por debajo de la vela mayor y Sátiro lo perdió de vista. El muchacho vio dos destellos sucesivos. Los piratas estaban comenzando a remar porque la brisa amainaba.

Peleo regresó, corriendo tan deprisa que sus pies descalzos palmoteaban la suave madera de la cubierta.

—No es rodio —declaró lacónicamente—. Dame el timón.

—Te doy el timón —dijo Sátiro ceremoniosamente, y aguardó a que las manos de Peleo agarraran el remo de gobierno antes de soltarlo—. Llevas el timón.

—Llevo el timón —dijo Peleo—. Hay un carguero lesbio justo enfrente del cabo —agregó, al tiempo que viraba unos pocos grados hacia el norte—. Voy a apartarme de esos barcos que no conozco, que quizá sean macedonios bloqueando la isla, y a ofrecer a los piratas que nos siguen, si es que en verdad son piratas, ese gran mercante lesbio.

Sátiro corrió a proa para formarse una idea de la situación. Los barcos que tenían al suroeste no eran más que una hilera de señales en el mar, cascos negros sin velas, pero el destello de sus remos era rítmico y predatorio. Cuatro, cinco, seis barcos. Una columna de naves.

Hacia el norte, un panzudo mercante iba a cruzar su derrota a vela, con el viento por la aleta, tratando de mantener un rumbo tan hacia el sur como le permitía el velamen. Sátiro lo observó un momento y luego pasó por debajo de la vela mayor para regresar a popa a la carrera.

—Ésos del sur son barcos de guerra —dijo.

—Sí —convino Peleo—, así es.

Las dos siluetas negras que llevaban detrás iban perfilándose con más claridad a medida que aumentaba el ritmo de sus estrepadas. Peleo las vigilaba mientras acortaban distancias.

—Por la verga de Poseidón, son nuestros amigos de las máquinas —dijo con convencimiento—. ¿Cómo es posible?

—¿Qué debo hacer? —preguntó Sátiro.

Peleo frunció los labios y volvió a mirar hacia popa.

—¿Rezar? —aventuró. Sonrió y empujó el timón un poquito más—. Remeros a la cubierta superior —llamó.

El oficial de remeros hizo sonar el gong de bronce una vez y acto seguido gritó:

—¡Listos!

La mayoría de los remeros ya estaba en posición. En un barco con menos de doscientos hombres, las noticias circulaban deprisa.

—Diez estadios y estaremos a salvo —dijo Peleo a voz en cuello. Desvió el barco otros pocos grados hacia el norte—. Oficial de remeros, danos un poco de velocidad.

El oficial de remeros comenzó a marcar el compás, y todos los brazos de la cubierta superior empezaron a trabajar con empeño, poniendo cuidado en que las estrepadas no restaran impulso al último soplo de brisa.

—Atentos a mi orden para arriar la mayor —dijo Sátiro, alto y claro, y Peleo asintió.

El oficial de cubierta alineó a sus hombres e incluso Agatón sujetaba un cabo pese a los verdugones que tenía en la espalda; había sido castigado en Xanthos por la mañana, azotado con una soga.

La brisa fue abandonándolos a medida que se aproximaron a tierra. Era una cuestión de opinión decidir cuándo eran útiles los remos, así como cuándo las velas devenían un lastre; la clase de decisión que podía suponer la mayor diferencia del mundo.

—¡Cubiertas inferiores listas! —gritó el oficial de remeros.

—Arriad la mayor —ordenó Sátiro a una señal de Peleo.

Los tripulantes de cubierta soltaron las drizas de la borda y la vela cayó plegándose sobre la cubierta con un gran resplandor rojo. Los piratas —suponiendo que los cascos negros fueran tales— se acercaban deprisa. Sus proas brillaban al sol, y la del barco fenicio tenía dos ojos pintados en las amuras, encima del espolón.

Algo destelló a popa y cayó al mar dentro de su estela, y luego se oyó un distante ruido sordo.

—Aquí los tenemos —dijo Peleo—. Son los mismos cabrones de ayer.

Empujó el remo de gobierno un poco más hacia el norte, de modo que su rumbo fuera opuesto al del mercante lesbio que se dirigía al sur.

—¡Todos los remos! —bramó el timonel—. ¡Avante a toda, muchachos!

En el sur, la escuadra militar iba a toda velocidad, pero Peleo los había engañado al virar hacia el norte de su rumbo. Se acercaban en columna, dirigidos por los dos barcos más pesados, y pese a contar con la ventaja de la corriente y de tener bancadas de remeros mayores, no estaban dándoles alcance. Pero allí los tenían, como un rompiente o una costa a sotavento, una amenaza que no podían obviar.

—Macedonios. Algunos corintios y quizás un asiático —dijo Peleo—. La flota de Antígono. —Meneó la cabeza—. Aunque no lo veas, ya los hemos adelantado. Se darán por vencidos dentro de nada, y más vale que así sea, porque de lo contrario tendremos serios problemas.

La máquina del barco fenicio volvió a disparar, y el proyectil rozó las olas al adelantarlos antes de hundirse en el mar.

—Poseidón, cómo detesto esos artilugios —renegó Peleo—. Prometo dedicarte un becerro, Sorteador de la Olas, si me conduces sano y salvo hasta Rodas.

Una vez más, mientras oían las protestas de los lesbios, Peleo empujó el remo de gobierno dirigiendo la proa hacia el norte, de modo que ahora su bordada era opuesta a la del barco mercante, casi en ángulo recto con su rumbo inicial, y los dos piratas que llevaban a popa tuvieron que virar hacia su estela para ganar distancia. Ya no estaban perdiendo la carrera, y los enojados marineros del mercante, que se vio obligado a poner rumbo al sur para evitar la colisión con los locos a bordo del Loto, les gritaron toda suerte de insultos al cruzarse raudos con ellos.

—¿Atacarán los piratas a la presa más fácil? —preguntó el timonel—. ¿Y cómo se atreven a acercarse tanto a Rodas?

Sátiro negó con la cabeza. Estaba claro que el escuadrón que tenían al suroeste había renunciado a perseguirlos. Caía la tarde, y necesitaban encontrar un fondeadero.

—¡Fíjate! —dijo Peleo. A popa, los dos barcos piratas ignoraron al mercante, que de hecho pasó entre ambos soltando otra sarta de insultos—. Les han pagado bien —añadió—. ¿Listo para coger el timón?

—Listo para coger el timón —asintió Sátiro, y agarró el remo con las dos manos. El barco parecía estar vivo.

—Tienes el timón.

—Tengo el timón —respondió el joven.

—Cuando te avise, viras noventa grados y derechos a puerto.

Peleo le confió el gobierno de la nave y echó a correr hacia proa, gritando al oficial de remeros.

Sátiro sonrió al comprender lo que el timonel se traía entre manos. Dado que el escuadrón macedonio remaba hacia su playa de pernoctación, había abierto una ruta diferente hacia el puerto —en realidad, el Loto seguiría a la escuadra— y los piratas volverían a perder terreno. Demasiado terreno esta vez para darles alcance.

—Todos a la vez. El timón mantiene el rumbo, y las bancadas de remeros nos hacen virar. ¿Listos? ¿Todos listos? ¡A mi orden! —gritó Peleo. Los jefes de banco levantaron la cabeza, dando a entender que lo habían comprendido.

Los remeros dieron otra estrepada hacia el norte. Peleo vigilaba a los piratas. Sátiro ni siquiera volvió la cabeza. Aquello era tarea de Peleo, ahora.

—¡Todo a babor! —bramó Peleo.

Al instante, el oficial de remeros tradujo la orden en instrucciones para los remeros. Momentos después, las bancadas de babor ciaron, el timón se hundió, y todos los marineros corrieron a la banda de estribor y se colgaron de la borda, y más a proa los infantes de marina y los arqueros hicieron lo propio. Sátiro, con los ojos fijos en la proa, vio que su hermana y Dorcus se colgaban de los cabos de estribor como el resto de la tripulación. Cada granito de arena contaba.

El Loto viró de norte a oeste en dos esloras y siguió navegando veloz, prácticamente sin perder arrancada.

A popa, las aves de rapiña ni siquiera tuvieron ocasión de apuntar con su máquina. Siguieron remando para ganar un tiempo precioso mientras su presa se escabullía cual conejo perseguido por unos perros, y tardaron demasiado en efectuar el viraje. El pesado trirreme fenicio tardó tanto en realizar la maniobra que quedó casi un estadio al norte y perdió varios estadios de distancia.

La nave decidió perder más terreno y disparar su máquina otra vez. Fue su último disparo, le costó más tiempo y más maniobras.

—¡Al suelo! —gritó Peleo, y apoyó la espalda contra la proa. Se quedó helado al darse cuenta de que Sátiro estaba de pie y al descubierto.

El tiempo pareció detenerse mientras el joven observaba el proyectil que salía despedido de la máquina bajo los últimos rayos del sol y caía al agua al sur de su posición por un mal cálculo del momento para lanzarlo. El viejo marino puso cara de preocupación.

Los dedos del sol se extendían a través del mar vinoso y el Loto cruzó el cabo a toda velocidad hasta el puerto exterior, mientras los piratas daban media vuelta en su estela. En la playa, debajo del templo de Apolo, un puñado de curiosos los ovacionó mientras Peleo ordenaba a los remeros que detuvieran la nave, clavando las palas en el agua para restarle arrancada.

Peleo se rascó la espalda y se estiró.

—Ha valido la pena arriesgarse —dijo. Meneó la cabeza—. Aunque ha sido una maniobra muy apurada para un viejo como yo.

—No he sabido qué te proponías hasta el último momento —dijo Sátiro—. ¡Y los piratas tampoco!

El viejo marino volvió a menear la cabeza.

—Tu hermana lleva razón —dijo—. Ya no tengo las agallas de antes.

Descargaron un cargamento secreto de bienes valiosos —amuletos, sellos con piedras preciosas talladas y lino egipcio de primera calidad— y el cargamento real de farro egipcio. El factor de León ya había cerrado tratos con los compradores y Sátiro, como navarco, recibió un fajo de anotaciones que indicaban el valor de la carga y su venta final. Ni un solo óbolo cambió de manos: el dinero quedaba sobre el papel para que los piratas no pudieran hacerse con él.

—Cuero curtido ateniense para Esmirna —dijo Sátiro.

—Ya lo están cargando —respondió el factor con petulancia—. Me alegra que conozcas tu oficio, pero nosotros conocemos el nuestro. Néstor el Galo es el factor en Esmirna. Entrégale el cuero y te dará un cargamento para que lo lleves de vuelta a Egipto. Lana y aceite, si no me equivoco. —El factor sonrió por primera vez—. León sin duda te ama, muchacho. Te ha confiado el Loto.

Sátiro sonrió un tanto confundido y dejó pasar el comentario.

Peleo lo acompañó a las oficinas de la armada rodia, sitas junto al templo de Poseidón, justo encima de los diques secos.

—Todo oficial debe presentarse y dar parte de novedades —le explicó el timonel—. Si tienes previsto seguir en este negocio, te conviene granjearte su amistad.

Sátiro subió la escalera con Peleo. Para cuando llegaron a la altura del patio del templo, una docena de curtidos veteranos habían saludado al viejo marino con sumo respeto. Entraron a través de una hilera de columnas de madera pintada y se unieron a una docena de hombres con quitones desgastados por las inclemencias del tiempo y mantos manchados de aceite reunidos en torno a dos hombres de más edad, sentados en banquetas de madera.

—¡Peleo! —exclamó el mayor, un hombre nervudo con la barba tan blanca como la nieve del monte Olimpo—. Me habían informado de que venías hacia aquí.

—Y aquí estoy. Este joven pícaro es Sátiro, el sobrino de León. Un navarco bastante aceptable. Sátiro, estos dos ancianos son Timeo y Pantera. Este año están al mando de la flota.

Peleo les dio la mano a ambos.

—Entonces eres Sátiro, el hijo de Kineas de Atenas, ¿verdad, chico? —Pantera hacía honor a su apodo, con una mata de abundante pelo gris a pesar de la edad, cejas que le conferían un aire furibundo y una inmensa barba que no lograba ocultar el horno que ardía detrás de sus ojos—. ¿Cuándo vas a librarnos de la puta sifilítica de Eumeles? ¿Eh, muchacho?

—Mi hermana ya lo habría matado —dijo Sátiro con un carraspeo—. Yo aún lo estoy meditando.

—¡Señor de los sementales, oigo el ruido metálico de sus huevos desde aquí! —dijo Pantera. Se volvió hacia Peleo—. Estábamos hablando de vuestros piratas. Cuando habéis arribado, ¿adivinas qué han hecho?

Peleo se encogió de hombros.

—¿Remar hacia el norte con el viento en la amura?

—¿Puedo intervenir, señor? —dijo el joven navarco con una sonrisa.

—Adelante, muchacho —indicó Pantera, gruñendo.

—Han puesto rumbo al sur para costear, buscando la flota de Antígono.

—Chico listo —comentó Timeo, entornando los ojos—. ¿Y por qué?

—No son piratas —explicó Sátiro—. O, mejor dicho, no son sólo piratas. Nos persiguen a Melita y a mí, por orden de Estratocles de Atenas. Quizás eso forme parte de un acuerdo de mayor alcance. —Se encogió de hombros—. Estratocles el Informante es la clase de hombre capaz de conseguir un salvoconducto de sus adversarios y al mismo tiempo dedicarse a espiarlos. —Se encogió de hombros—. Hay que reconocer que es eficiente.

—Atenas no siente un gran amor por Casandro, de eso no hay duda. —Pantera miró en derredor y se dirigió a Peleo—. Cuando Antígono nos ataque, ¿Tolomeo nos apoyará?

—Tiene que hacerlo —asintió Peleo—. Está armando una flota. No es la flota que vosotros o yo armaríamos, pero mejor eso que nada.

Timeo gruñó.

—Parte de la flota del Tuerto está en nuestras playas para asegurar el bloqueo.

Se rascó el mentón, mirando hacia el suelo. Sátiro bajó la vista y se dio cuenta de que estaba encima de una carta del mar Interior. Sus sandalias pisaban la costa de Rodas, con los rayos de Helios perfilados en oro, y Esmirna quedaba a dos pasos de él.

—El resto ha desaparecido —terció Pantera, señalando vagamente la costa de Asia.

—Que yo sepa, Demetrio se la llevó directamente a Alejandría para quemar la ciudad. Es un tipo muy osado. —Timeo meneó la cabeza—. Sacamos todos nuestros cruceros al mar para impedir el bloqueo, y luego hicieron su jugada y no hemos vuelto a verlos.

—Nuestro puerto está vacío, por si no os habéis fijado. No nos quedan más barcos que puedan salir a explorar. ¿Recorreríais vosotros la costa de Palestina en el camino de regreso? —solicitó Pantera a Peleo—. Nuestra necesidad es grande.

Peleo miró a Sátiro.

—Eso tiene que decidirlo él, caballeros. Palestina queda muy lejos de nuestra derrota. Y no podríamos traeros las novedades.

—Podríais transmitirlas a nuestra base de Chipre. Peleo, nos hallamos en un apuro. Y, además, estamos en el mismo bando —dijo Timeo, levantándose de la banqueta.

—Soy tan rodio como el que más, Timeo —respondió Peleo, encogiéndose de hombros—. Pero trabajo para un alejandrino y soy un servidor honesto. El año pasado vosotros enviasteis barcos a asistir a Antígono el Tuerto.

Pantera se encogió de hombros.

—Fue por pura conveniencia. Sabes bien a quién preferimos.

—Bienvenido a los Juegos Olímpicos de la política, chico —dijo Peleo a Sátiro.

El muchacho se adelantó.

—¿Encontraríais un mercante que llevara el cuero del señor León hasta Esmirna?

—En principio eso tiene fácil arreglo —asintió Timeo.

—Siendo así, venderemos artículos de lujo para pagar a los remeros y zarparemos de vacío hacia la costa de Palestina —decidió Sátiro.

—Y volaremos —terció Peleo.

—Esos dos lobos se os echarán encima en cuanto salgáis del puerto —advirtió Pantera.

—Casi nos alcanzan cuando íbamos a plena carga —respondió el viejo timonel—. A no ser que los dioses quieran condenarnos, si vamos vacíos llegaremos al horizonte antes de que puedan montar sus infernales máquinas.

Sátiro respiró profundamente.

—Necesitamos tres días —dijo—. La tripulación necesita un descanso.

—De acuerdo —convino Timeo—. Entretanto, tal vez llegue uno de nuestros cruceros y ya no será preciso molestaros.

El joven se volvió hacia Peleo.

—Y mi hermana se queda a bordo —sentenció.

—Hecho —dijo el marinero con un encogimiento de hombros.

Tras un día de excesos y otro más de reposo, los tripulantes del Loto Dorado se congregaron en la playa, hoscos o sonrientes según la naturaleza de cada cual. Muchos de ellos habían encontrado compañía, por lo general temporal, y unos cuantos habían ganado o perdido bienes. Sátiro vio a un joven remero con lo que parecía una clámide de tejido de oro en torno a los hombros, de pie junto a un hombre de más edad con la cabeza entre las rodillas que al parecer iba completamente desnudo. Pero ninguno llegó tarde ni dejó de presentarse, y todos tenían consigo el cojín de remar, fuera cual fuese el estado de su indumentaria.

Peleo se levantó. Llevaba un peto de bronce y sostenía un yelmo.

—¡Éste es un viaje de guerra! —gritó—. ¿Alguien prefiere quedarse en tierra? Tengo un par de jabalinas para cada hombre y añadiré un óbolo a la paga. Pero apenas llevaremos cargamento y eso significa que no hay reparto.

Kyros, el oficial de remeros, habló.

—¿Qué pasa con las capturas?

Peleo asintió.

—Eso está hecho. Pero vamos a explorar una costa enemiga, muchachos. No habrá mucho tiempo para capturas. Si las hacemos, se repartirán según la costumbre de Rodas.

Kyros asintió y volvió a sentarse en cuclillas.

Peleo se volvió hacia Sátiro.

—Esto es lo que se considera un consejo entre la gente de mar —dijo—: la corriente es favorable.

—Pues aprovechémosla —resolvió el muchacho.

Los dos lobos se percataron de que el Loto Dorado zarpaba en cuanto éste pasó por delante del templo de Apolo y salió de la dársena del puerto. Peleo los vigilaba, protegiéndose los ojos con la mano, mientras lanzaban sus remos a bordo para luego empujar sus popas playa abajo. Pero en la orilla no soplaba viento y sus remeros reaccionaron despacio, de modo que el Loto les sacó ventaja sin apenas esfuerzo.

—¡Adiós y buen viaje! —dijo Peleo, sin quitarles el ojo de encima—. Desde luego sus proas cargan con un buen peso en metal. No me importaría perderlos de vista.

Lo último que vieron de ellos fueron sus mástiles hundiéndose en el horizonte mientras la costa de Asia surgía por la amura de babor.

Sátiro vio los reveladores cabos que lo conducirían hasta Xanthos.

—Supongo que no haremos escala en Xanthos —dijo.

—Tenemos un día espléndido y una tripulación dura como la madera vieja —respondió Peleo—. Aprovechemos este viento franco del oeste mientras sople y veamos si alcanzamos las playas de Panfilia. Si el tiempo se mantiene —dijo, e hizo el signo del cuerno con la mano—, tal vez arribemos a Pafos, en Chipre, y ya no volveremos a ver a esos cabrones.

Kyros cogió un cazo de agua del tonel de popa y miró al timonel enarcando una ceja.

—Nada de decírselo a los muchachos, supongo.

Peleo se rio a carcajadas.

—A lo mejor cuando salga la luna. —Miró a Sátiro—. Estaría bien que pudieras contar a tus nietos que una vez fuiste de Rodas a Pafos en una singladura.

Se apostó al lado del joven por espacio de diez estrepadas y entonces notaron el viento franco del oeste en sus espaldas. El timonel mostró una de sus escasas sonrisas.

—Levanta el palo mayor, Kalos. Iza la vela.

—Palo y vela mayor —contestó el hombre.

Bajo, peludo y con múltiples cicatrices, su nombre indicaba lo que no era: apuesto. Tal vez era el tipo más feo que Sátiro hubiese visto jamás, incluido Estratocles, pero tenía sentido del humor, y a menudo sostenía que había sido un avatar de Afrodita en una vida anterior y que ahora pagaba por ello.

Por supuesto, también era un marino muy experimentado. En menos tiempo del que se tardaba en dar cien paladas, el palo mayor estuvo arbolado y asegurado con recios obenques, y la vela mayor iba ascendiendo, tensa como una tabla y redonda como un queso.

—Navarco —dijo Peleo con brusquedad—, si te interesa mi consejo, diría que podemos hacer la travesía hasta Pafos.

Sátiro asintió varias veces, considerándolo.

—Pues entonces, adelante —decidió.

—Lo único es que todo el trayecto es por mar abierto. Ni avistamientos ni refugios —agregó el timonel, enarcando una ceja muy poblada.

—¿Por un día? ¿Somos marineros o no? —preguntó Sátiro retóricamente—. ¿Cuál es el rumbo?

—Hace años que no hago esta ruta. —Peleo entrecerró los ojos para mirar el sol y el cielo—. Suroeste. No, más al sur. Eso es. Mantén esta derrota. —Se quedó tanto rato contemplando la estela que Sátiro pensó que quizás había cambiado de parecer—. La navegación de altura es la que te permite descubrir si eres capaz de llevar el timón —dijo—. No hay demoras ni balizas. Tu estela es recta o no lo es. ¿Me oyes, chaval?

Sátiro se estaba cansando de aquella vida que parecía consistir en una interminable sucesión de pruebas, pero se tragó la primera respuesta que acudió a sus labios y logró sonreír.

—Lo haré tan bien como pueda.

—Veo una muesca en tu estela —repuso Peleo.

Cuando el sol estuvo en lo alto del cielo, Melita recorrió la cubierta elevada que discurría entre las bancadas de los remeros. La mayoría de ellos iban cómodamente sentados, y unos cuantos estaban aparejando un toldo en la banda de babor para guarecerse del sol.

Ahí donde fuese la seguían el silencio, las miradas y algunos comentarios en voz baja. La vida a bordo había demostrado a Melita lo estúpidos que eran los hombres. Su cuerpo de mujer era capaz de poner fin a una riña, a una discusión, a una afirmación religiosa; realmente era increíble que los hombres se las arreglaran para trabajar estando ella en el barco.

Por contraste, ella estaba rodeada en todo momento de hombres desnudos, si bien ninguno la excitaba ni un ápice. Algunos tenían cuerpos hermosos; su hermano, por ejemplo, o el viejo Peleo, a su manera. Jenofonte, excepto por los granos de la cara, tenía el físico de Heracles. El capitán de infantería hacía ejercicio desnudo, reluciente de aceite, tratando a todas luces de atraer su atención. Tenía un buen cuerpo, pero, tal como Melita ya le había comentado a Dorcus, no había gran cosa dentro de él.

Se recogió el quitón jónico con un brazo y la clámide con el otro antes de dejarse caer sobre un fardo de pieles de becerro que hacía las veces de asiento de popa para las visitas del timonel.

—Estoy harta de que me miren —se quejó Melita a su hermano.

—Pues yo estoy harto de que me pongan a prueba. ¡Te lo cambio! —dijo Sátiro con una sonrisa irónica.

—¡Trato hecho! —respondió Melita, y escupió en la palma de la mano. Las chocaron sin que Sátiro dejara de agarrar el remo de gobierno con ambos brazos.

—Ahora has puesto una muesca en mi estela —dijo Sátiro.

—Finges que eres marinero mientras yo finjo que soy griega. —Melita se rio—. ¿Cuándo dejaremos de fingir?

Su hermano contempló el horizonte por encima de la proa por un largo momento.

—Me acuerdo de cuando pensaba que tú eras mucho más madura que yo —dijo al cabo—. Ahora pienso que quizá te haya adelantado, por un tiempo. Porque aprendí una cosa el año pasado, y la volví a aprender después de besar a Amastris.

—¿Besaste a Amastris? ¿No a una esclava vestida con su ropa?

—¿Estaba mascando canela antes de llamarme? —preguntó Sátiro.

Melita sonrió de manera enigmática.

—Entonces… la besaste. ¿Fue bonito?

Sátiro suspiró.

—Sí, fue bonito, Lita. A eso me refería. No fue en absoluto como besar a Fiale. Besar a Fiale me ponía el miembro duro. Besar a Amastris me ablandó.

—Me vas a matar. ¿Mi hermano tiene un alma poética? ¿Y yo me quedo con estos farfollas? —Hizo un ademán que abarcó a los hombres de cubierta. Luego, al ver que Peleo se acercaba por la cubierta central, se aproximó más a Sátiro—. Cuéntame qué aprendiste.

—Siempre estamos fingiendo. —La miró de hito en hito, tan de cerca que Sátiro podía ver las motas de color de su iris y ella veía su propio reflejo en el de él. Melita notó el aliento de Sátiro en el rostro—. Finjo ser valiente cuando tengo miedo. Finjo que me interesa el sexo cuando lo que quiero es impresionar a mis amigos. Finjo que soy religioso cuando voy al templo. Finjo ser obediente cuando gobierno el barco.

Su hermana lanzó una mirada a Peleo y Sátiro le cogió el brazo.

—Escúchame bien, Melita, esto es lo que todo efebo sabe. Pero lo que yo sé es que lo que se finge acaba convirtiéndose en la realidad.

Melita lo miró como si fuera la primera vez que lo veía.

—Pero… —Hizo una mueca—. Sátiro, ¿por qué no eres siempre así?

—¿Qué? —Sátiro frunció el ceño.

—En el mar, eres tan sabio como Filocles —explicó ella, alzando los brazos al cielo como en una súplica a los dioses—. Tan sutil como Diodoro. En tierra, a menudo eres… bueno, no del todo un hombre, hermano.

—Vaya, pues muchas gracias —respondió el joven. Al cabo de un instante, se encogió de hombros—. No lo sé. En el mar estoy al mando, al menos en este viaje. Y mandar… bueno, es como un cubo de agua fría cuando estás dormido. Y no paro de ver a otros haciendo cosas que me consta que yo hago. Jeno a veces me causa escalofríos, así que ayúdame, ¿quieres?

Se echó a reír, y Melita se le unió.

—Si fueseis marineros, me esperaría un motín —dijo Peleo. Dedicó una sonrisa a la muchacha—. ¿Puedo presentar a la despoina una disculpa por mi grosería cuando huíamos de los piratas?

Ella le sonrió abiertamente con los ojos brillantes y echándose el pelo para atrás. Si como griega aquéllas eran las armas que debía utilizar, las blandiría sin piedad.

—¿Fuiste grosero, timonel? Creía que estabas cumpliendo con tu deber.

Dicho esto, se marchó enseguida hacia el toldo que compartía con Dorcus bajo el palo trinquete. Melita oyó el gruñido de Peleo mientras se alejaba, y volvió a sonreír con satisfacción. No eran las armas que ella habría elegido, pero desde luego cortaban.

Era primera hora de la tarde y el mar, azul sobre azul, pareció rebasar por el borde circular del cuenco del horizonte. El sol surcaba el cielo encima de ellos, dirigiéndose al oeste, y el puñado de nubes aborregadas que se veían en el cielo eran más un adorno que una amenaza.

—Nada da tanto miedo, salvo una tormenta —masculló Kalos. Se puso en cuclillas en la popa, resguardado del viento. Mantenía la vista al frente, como si no quisiera ver el borde vacío del cuenco, sin un atisbo de tierra en ninguna dirección.

—No seas afeminado —dijo Peleo—. Piensa en el ejemplo que das a los muchachos.

—Detesto no ver la costa —declaró Kalos. Se puso de pie, se estiró como un gran gato feo y se dirigió diligentemente hacia proa, sin que le afectara el balanceo.

—Yo también lo detesto —confesó Peleo. Dedicó a Sátiro su sonrisa más íntima—. Pero surcar el mar abierto es lo que nos convierte en mejores marineros, chaval. Y tiene que parecer que sabes adónde vas, como si hubiera un camino de oro remachado en la superficie del agua sólo para ti.

—Siempre finjo que no tengo miedo —dijo Sátiro, pensando en el consejo que había dado a su hermana.

—Para eso tenemos un nombre, chaval —replicó Peleo—. Lo llamamos coraje.

—¿Sabes dónde estamos?

—No —contestó el timonel, mirando en derredor—. En algún lugar al oeste de Chipre, mil estadios arriba o abajo. Esas nubes bajas que asoman por proa me han dado esperanza. ¿Las ves?

Sátiro alargó el cuello para ver por debajo de la vela mayor.

—Me parece que sí.

—Voy a echar un vistazo. Como si tal cosa, para que no parezca que algo va mal. Muesca en la estela, chaval.

Peleo fue hacia proa, ajustando escotas y maldiciendo a los remeros, que en su mayoría no habían tocado un remo desde media mañana y constituían un pesado cargamento humano.

Sátiro lo observó marcharse y se quedó mirando a su hermana y pensando en Amastris y en que, igual que la flor de loto, probablemente sería perniciosa para él a largo plazo. ¿Y si hacía peligrar sus planes de venganza? ¿De tener su propio reino? Le acudió a la mente la imagen de Ataelo, por mencionar a uno de tantos, el menudo sakje que estaba con su madre cuando la mataron. Había huido para liderar la revuelta de su clan, y había trabajado infatigablemente para reagrupar a la antigua coalición de los asagatje orientales para luchar contra los sármatas y contra Eumeles, apoyado por León. O Likeles, que hablaba en contra de Herón a diario en la asamblea de Olbia.

¿Y si contrariaba al padre de Amastris? ¿O a Tolomeo?

Se volvió hacia la estela. La vida, pensó, era demasiado complicada. Disfrutaba ejerciendo de timonel. Disfrutaba con la simple aunque interminable tarea, disfrutaba con la confianza y la responsabilidad y con el éxito palpable al final de la jornada. Si pilotabas un barco, éste llegaba a puerto. Misión cumplida. Lo de ser rey se le antojaba mucho más complicado.

Sus pensamientos lo llevaron al momento en que Amastris se deslizó entre sus brazos, la rendición de su boca, la rapidez de su lengua…

—¿Tienes intención de regresar a Rodas, chaval? —preguntó Peleo. Señaló la larga curva de la estela.

—¡Oh! ¡Mierda!

Sátiro puso el barco de nuevo en rumbo con un perceptible viraje que hizo que muchos volvieran la cabeza a lo largo de la cubierta. Estaba irracionalmente enojado, consigo, con Peleo, por estar siempre a prueba. Una vez más.

—¿Una chica? —preguntó el marino.

—Sí —contestó Sátiro en voz muy baja.

—No pienses en nada de eso cuando estés al timón. Aunque has estado al gobierno durante una guardia y media. Ya lo cojo yo.

—Estoy bien.

—No, nada de eso. Tomo el timón, navarco. Por favor.

De pronto, Peleo se había puesto muy formal. Sátiro se irguió y se avino a poner el remo en la mano del timonel, a pesar de la vergüenza que le encendía el rostro.

—Tienes el timón.

—Tengo el timón. Ve a dormir un poco y sueña con tu chica. Te has ganado un buen descanso. No te inquietes.

Pese a este último comentario, Sátiro sabía que había cometido un error, un error grave que de haberse tratado de otro habría sido castigado con un golpe o algo peor. Caminó en silencio hasta el toldo, y la tripulación de cubierta le abrió paso como si estuviera herido. Los marineros eran muy perspicaces ante el desasosiego; no les quedaba más remedio, viviendo en comunidad, y Sátiro había visto tratar a un hombre que había sido castigado con una consideración rayana en la ternura.

Ahora esa misma manta le envolvía a él, y aborreció haberles fallado. Se desplomó sobre un camastro de paja al lado de su hermana.

—No digas nada —rogó Sátiro.

Melita enarcó una ceja pero guardó silencio, y al cabo de un buen rato de recriminaciones, el muchacho logró conciliar el sueño.

Llegó la noche, una bonita noche. Sátiro despertó y se encontró con que tenía la cabeza apoyada en el regazo de su hermana cuando la primera estrella, Afrodita, comenzaba a asomar por el costado del barco.

—Estabas cansado —dijo Melita.

—¡Hermes! ¡He dormido horas!

Sátiro se puso de pie de un salto y constató que le dolía todo el cuerpo, que tenía la boca seca y que estaba muerto de frío. Kyros se acercó a él y le pasó un odre de agua.

—Bebe —dijo—. Hoy te ha dado demasiado el sol. El viejo cabrón te ha tenido demasiado tiempo al timón. A él no le queda piel que quemar, sólo cuero.

En cuanto el odre de agua tocó sus labios, Sátiro se puso a beber con avidez, llegando a notar el regusto de los posos del fondo, donde la resina, el pelo de cabra y el agua formaban un repugnante brebaje. Escupió por la borda y Kyros se rio.

—Bebe un poco más, navarco. Tienes una insolación de narices. ¿Tienes frío? —preguntó.

Sátiro asintió con aire de culpabilidad.

—Tápate. Tendrás más frío esta noche. Me alegra que durmieras. Buena almohada, espero —agregó, mirando de reojo a Melita.

Sátiro bajó entre los remeros hasta la sentina, que apestaba a orines y cosas peores, donde las ánforas de agua fresca se sostenían clavadas en la arena del lastre. Sacó de la sentina la que estaba abierta y llenó el balde de cuero y el odre del oficial de remeros, castigándose a sí mismo con la tarea. Con el cubo rellenó el tonel de cubierta para que los demás hombres pudieran beber, y luego devolvió el odre al oficial de remeros. Una vez concluida la apestosa labor, fue a presentarse ante el timonel.

—Insolación, me han dicho —comentó Peleo.

—Sí, señor —contestó Sátiro.

—No me llames señor, chaval. Tú eres el navarco. Te dejé demasiado tiempo al timón, no nos engañemos. Soy un estúpido. Pero ojo, te quedaste aquí como un tonto sin pedir un relevo. —Se encogió de hombros—. Sobrevivirás. Huelo la tierra. ¿Y tú?

Sátiro respiró profundamente.

—No —contestó Sátiro tras una honda inspiración—, pero veo las gaviotas.

—Llevas razón, y veremos aves de tierra antes de que se ponga el sol. Ahora viene lo más difícil. ¿En qué parte de la llanura líquida de Poseidón nos hallamos, eh? Porque querremos una playa en cuanto tengamos una al alcance: agua fresca, y un sitio donde cocinar por la mañana. Los muchachos han sorbido tanto ciceón que no tardarán en sublevarse y asesinarme.

Asintió, como si hablara con un tercero.

—¿Quieres que coja el timón? —preguntó el joven.

—No. Ve a proa y escruta el horizonte. Avistaremos tierra en cualquier momento. Avísame en cuanto veas algo.

—Podría subir al palo mayor —propuso Sátiro. Se moría de ganas de ser perdonado.

—Sólo en caso de emergencia. Hace que todo el barco se incline. Es un buen truco a bordo de un mercante, pero no en un trirreme, ¿eh? Venga, a proa.

—¡A la orden!

Sátiro recogió su manto tracio más grueso al pasar junto a su hermana. En cubierta, casi todos los hombres iban desnudos, pero Sátiro estaba helado hasta los huesos, y, sin embargo, tuvo la impresión de que los últimos rayos del sol lo desollaban cuando salió de debajo de la vela mayor camino de la proa.

A sus espaldas oyó que Peleo ordenaba a Kyros que comenzara a despejar las cubiertas de los remeros puesto que el viento que los había propulsado todo el día estaba dando paso a una ligera brisa. A proa, las nubes bajas de la media tarde se habían alzado en el cielo y atrapaban el sol en un mural de rosas y rojos.

Sátiro tuvo que mirarlas y apartar la vista dos veces para estar seguro. Entonces corrió a lo largo de la cubierta central entre los remeros de las bancadas superiores, dejando caer su manto con la prisa por llegar a la popa.

—¡Tierra! Justo en proa, ningún cabo a la vista.

Peleo recibió la noticia como si no hubiera abrigado la menor duda al respecto. Asintió.

—¿Listo para coger el timón, navarco? —preguntó.

Sátiro puso una mano en el remo.

—Tengo el timón.

—Tienes el timón. —Peleo saltó de la plataforma de popa, dirigiéndose a proa, y desapareció debajo de la vela mayor.

Kyros subió a popa con Kalos a la zaga.

—Tierra —dijo Sátiro.

Ambos hombres se mostraron aliviados. Kalos se detuvo cuando su compañero se volvió.

—Lamento haber tenido tanto miedo —dijo a Sátiro—. Era tu primera vez al timón en alta mar. Podríamos haber acabado en el Hades, ¿me entiendes? —Entonces le dio una palmada en la espalda desnuda, y Sátiro se encogió e hizo una muesca en la estela—. ¡Pero lo has hecho muy bien! —agregó, y regresó a organizar el desarbolado del palo mayor.

Melita le llevó el manto tracio mientras Peleo oteaba el horizonte. Sátiro se envolvió con él, agradecido, sintiéndose como un anciano en una noche de invierno.

—Todo el mundo dice que tengo una insolación.

—Estás tan rojo como la lana de Tiro —contestó Melita—. Tú atiende al timón, que Dorcus te untará la piel con aceite.

Juntas, ella y su doncella le frotaron la piel con una mezcla de aceite de oliva y aceite de lana que enseguida le hizo sentirse mejor, con menos frío, quitándole la sensación de que la piel se le caería a tiras por la mañana.

—Gracias, hermana.

—¿Y ahora quién es el adulto? —preguntó Melita—. Yo he tenido el atino de protegerme del sol. Peleo te estaba poniendo a prueba.

—Le he fallado —dijo Sátiro con amargura.

—Eres un idiota —contestó Melita afectuosamente. Se quedó junto a él, guardando un cordial silencio, hasta que Peleo se reunió con ellos. Entonces se marchó.

—La roca de Akamas está justo ante nuestro espolón —dijo Peleo, apareciendo por debajo de la vela mayor—. Tu gobierno quizá sea tan errático como un cordero recién nacido, pero eres hijo de Poseidón, chaval. Llevamos el rumbo exacto, tanto así que doblaremos el cabo hacia el norte y mañana tendremos viento del oeste para recorrer la costa. —Levantando la voz, se dirigió a los marineros y a los remeros del centro del barco—: Avistamiento perfecto. Treinta estadios bogando y las arenas blancas de Licia estarán bajo nuestra popa.

Con alguna aclamación que otra, los remeros ocuparon sus puestos en las bancadas con gusto. Antes de que la luna se viera llena sobre el oleaje, giraron el barco enfrente de la playa, poniendo el largo casco atravesado al rumoroso rompiente, y luego los remeros invirtieron sus paladas y el Loto retrocedió hacia la playa hasta que la popa curvada besó la sibilante arena brillante y estuvieron a salvo.

Sátiro durmió hasta entrada la mañana. Se protegió el rostro del sol en cuanto zarparon y Dorcus lo untó de aceite dos veces ese día, mientras el viento del oeste los impulsaba a lo largo de la costa norte de Chipre. Peleo iba señalando los promontorios y las mejores playas, donde un timonel podía fondear para entregar un cargamento ilegal de cobre y donde la comida era barata. Atracaron para pasar la noche en Urania con la tripulación descansada, y Peleo compró carne. Los remeros se dieron un festín.

—Mañana haremos la travesía hasta la costa de Líbano —dijo Peleo—. Piratas por doquier. Corsarios, trotamundos, supuestos mercaderes y quizá, sólo quizás, escuadras de avanzadilla de la flota del Tuerto. Quiero a nuestros muchachos en plena forma. Tú quieres que estén en plena forma.

—Hoy no he visto un solo barco —dijo Sátiro.

—Has dormido toda la tarde, chaval. Y me ha alegrado que lo hicieras. Una insolación te deja hecho polvo. Pero te has perdido el avistamiento de tres grandes mercantes fenicios con las bodegas llenas que se dirigían al oeste. Con una escolta.

Sátiro reflexionó unos instantes.

—O sea que cualquiera que nos esté persiguiendo…

—Sabrá de nosotros con todo detalle. Así es. Y el crucero rodio no estaba en su posición frente a Makaria. Algo va mal. —Se encogió de hombros—. En fin, volveremos a dormir hasta tarde y mañana aprovecharemos el viento del oeste para cruzar hasta la costa de Asia. Luego el tiempo cambiará.

Se rascó la barba.