8
Sátiro soltó su fardo y corrió, pese a lo mucho que le dolían el tobillo y la nariz, con el corazón en un puño. Melita volvió a gritar.
Sátiro vio que el médico ateniense salía precipitadamente de detrás de una cortina en el otro lado del peristilo y corría hacia la habitación de su hermana. Desenvainó la espada, gesto al que ya se estaba acostumbrando.
—¡Socorro! —gritó Melita.
Sátiro irrumpió en la habitación. Su hermana estaba tendida en el suelo de mármol, tratando de sujetar a Calisto, que se agitaba como un pez dando coletazos, con el rostro amoratado. Sátiro apoyó la espalda contra la pared e intentó cubrir todos los lados de la habitación con su espada.
—¡Veneno! —exclamó la niña.
Calisto se retorcía como si estuviera librando un combate de pancracio contra un oponente invisible. El físico ateniense entró, seguido de Filocles.
—¡Ahhhggg! —bramaba Calisto, que se agarraba el cuello con ambas manos y tenía los ojos desorbitados.
El médico echó un vistazo a la habitación.
—¿Qué ha bebido? —preguntó bruscamente.
Melita señaló la jarra de vino.
—Lo ha probado por mí. Oh, Hera, lo ha probado por mí.
El médico lo olió. Luego metió un dedo dentro de la jarra, vaciló un instante y lo probó. Arrugó los labios como un caballo y escupió.
—Mierda. Dadla por muerta —dijo categóricamente—. Envenenada. Poco puedo hacer.
Filocles no titubeó. Se abalanzó sobre la chica. Pese a los violentos forcejeos de la esclava, consiguió inmovilizarla en un abrir y cerrar de ojos. Melita se apartó. Terón apareció en el umbral con la cabeza vendada.
—¡Ayúdame! —masculló Filocles—. ¡Cógele las piernas!
—¿Qué demonios…? —preguntó el médico.
Terón pasó el brazo izquierdo por debajo de las rodillas de Calisto, le juntó los tobillos, los sujetó con su manaza y levantó las piernas.
—¿Tiene cáñamo, galeno? —inquirió Filocles. En cuanto la cabeza de la esclava se separó del suelo, Filocles dijo a Terón a voz en cuello—: ¡Mantenía así! ¿Cáñamo? —repitió.
El médico se encogió de hombros.
—Creo que tengo un poco —dijo, y se dirigió a la puerta—. Mantenedla así —agregó desde el umbral.
En cuanto el médico hubo salido, Filocles dio un puñetazo a la esclava en el estómago; un golpe muy fuerte, al que imprimió todo su peso, haciendo trastabillar a Terón.
La chica reaccionó vomitando explosivamente sobre Filocles. Parte del vómito salpicó a Terón, y otro poco alcanzó el rostro de Sátiro.
—¡Mira lo que has hecho! —gritó Melita—. ¡Espera a que el doctor traiga el cáñamo!
Sátiro agarró una toalla, la empapó de agua y se limpió la cara. Luego se puso a limpiar a Filocles.
El espartano dio otro puñetazo a la chica, que se encogió con una convulsión del vientre y volvió a vomitar, esta vez un hilillo de un líquido entre negro y púrpura, que manchó a Sátiro.
El muchacho arrojó la toalla a un rincón y cogió otra, dando gracias a Zeus por que las chicas se hubiesen bañado poco antes. Se volvió hacia Terón, que hacía un gran esfuerzo para sostener en alto a la esclava.
Oyeron pasos y entró Néstor con gran estrépito de bronce.
—Veneno —dijo Filocles. Metió la mano en la boca de Calisto y le provocó una arcada.
—Hermes, dios de los viajeros —exclamó el capitán de la guardia, haciendo un signo con las manos—. ¡Sellad este corredor! —gritó asomándose afuera.
—¡Dejad pasar al médico! —gritó Filocles, y momentos después Sófocles regresó. Detrás de él llegó un esclavo con un brasero, un cuenco de bronce y un trípode.
—¿Cómo le has inducido el vómito? —preguntó el médico. Se encogió de hombros—. Sea como fuere, hecho está. Apolo, dios de la salud, y todos los dioses estén conmigo. —Sonrió al esclavo—. Justo ahí. Pon el trípode ahí. Muy bien. ¿Has traído un fuelle?
El esclavo lo sacó.
—¡Calienta el brasero! —ordenó el médico.
Calisto abrió los ojos y chilló.
Sófocles echó cáñamo al brasero, produciendo un humo acre. Para Sátiro era el aroma del mar de hierba. Los sakje levantaban pequeñas tiendas de cuero y se sentaban dentro para disfrutar del humo.
El médico usó el fuelle hasta que el humo fue muy denso y entonces le dio la vuelta, de modo que el instrumento lo absorbiera. Lo metió en la boca fláccida de Calisto y le llenó los pulmones de humo. La chica tosió, se atragantó y volvió a vomitar.
—¡Aún no ha muerto! —proclamó Sófocles con gravedad—. ¡Apolo, no me abandones y sálvala!
Generó más humo y hundió bien el fuelle en la garganta de Calisto antes de insuflarlo.
La chica tuvo arcadas y tosió, pero no salió más bilis.
—Ya podéis tenderla. La próxima vez que tenga que inmovilizar a un paciente, seréis mis elegidos. Tumbadla en el diván. Eso es.
Sátiro estaba mareado por el humo. Veía a Calisto, en la plenitud de su belleza, vestida para una fiesta, flotando justo encima de la maltrecha víctima del veneno, como una alegoría. Parecía que le sonriera.
Una corriente de aire dispersó el humo y la visión de Calisto saludable se desvaneció como un arco iris.
La esclava respiró profundamente, estremeciéndose. Todo el cuerpo le tembló.
—Que beba agua —dijo Sófocles.
Melita dio una jarra a su hermano.
—Ve al pozo, sácala tú mismo y tráela —ordenó imperiosamente.
Sátiro se pasó la mano por el pelo y descubrió que tenía vómito ácido en la cabeza. Se limpió la mano en el quitón —«maldita sea, es el mejor que tengo, regalo de Kinón»— y salió corriendo al patio.
Uno de los guardias lo acompañó. Sátiro miró al hombre que había debajo del yelmo. Era uno de los macedonios del cuartel.
—Voy por agua —dijo, haciéndose a un lado.
El guardia, cargado con una pesada lanza y un escudo, iba despacio. Sátiro aguardó a que comenzara a caminar y entonces echó a correr por la stoa hacia la escalera.
—¡Eh! —gritó el soldado—. ¡Espérame, chaval!
El joven no le hizo caso: atajó por la escalera de los esclavos hacia el patio principal y hundió la jarra en el agua.
En torno a la fuente había grupos de esclavos, en su mayoría mujeres, charlando despreocupadamente. Casi todos le miraron. Él los observó a su vez. Cuando tuvo llena la jarra, se puso de pie y la sacó de la fuente. Todos los esclavos se apartaron de su camino, abriéndole paso.
Tenedos, el mayordomo de Kinón, estaba intentando esconderse detrás de otro hombre.
Sátiro se quedó helado. El guardia le había seguido escaleras abajo, pero la muchedumbre de esclavos lo separaba de Tenedos. Pensó que podía enfrentarse al mayordomo hombre a hombre; su enemigo era más corpulento y mayor, pero lo más probable era que nunca se hubiese entrenado para luchar. Le pareció oír a Terón diciendo: «Cada vez que te enfrentes a un hombre en una prueba de fuerza, te vencerá.» Pero Tenedos no era más que un esclavo, y Sátiro tenía una espada.
Para colmo, Calisto necesitaba el agua.
«Mierda, ¿por qué es tan complicada la vida?», pensó. Dio la espalda a los esclavos y dejó la jarra en el suelo. Respiró profundamente, giró sobre sí mismo y salió disparado en pos del mayordomo.
Tenedos se movió deprisa, derribando a una muchacha y empujando a un hombre más corpulento que él contra el borde de la fuente en su huida. Sátiro saltó por encima de una banqueta volcada y vio que el guardia macedonio avanzaba deprisa a pesar de la armadura, cruzando la parte trasera del patio de la fuente.
Tenedos se coló por una puerta y desapareció. Sátiro dobló la esquina a toda velocidad y corrió bajo los aleros de las casas de los esclavos, donde las dependencias de las mujeres sobresalían como asomándose al patio de trabajo, pero allí no había nadie más que dos esclavas viejas tejiendo quitones de lino, que se arrimaron a la pared para dejarle pasar. El mayordomo sin duda se había escondido en una de las habitaciones de los esclavos o en las cocinas.
El guardia llegó jadeando.
—¿Y bien?
—¡Es el mayordomo de la casa de Kinón! —dijo Sátiro. Al ver que sus palabras no significaban nada para el guardia, agregó—: ¡El asesino!
El soldado asintió con severidad, se llevó un silbato de hueso a los labios y sopló con fuerza una y otra vez. Todos los esclavos se tendieron de inmediato en el suelo, y en los pórticos que rodeaban el patio resonaron pasos presurosos.
—Lo cogeremos —aseguró el guardia—. En cuanto tenga aquí al pelotón, mi señor, te irás derecho de vuelta a tus cámaras.
Sátiro negó con la cabeza.
—Yo puedo identificarlo. Está en uno de esos cuartos. Vayamos a…
—Escucha, chaval. Te estamos protegiendo. Deja que te protejamos, caray.
El guardia sonrió. Aparecieron media docena de arqueros, hombres negros corpulentos con plumas de avestruz en el pelo.
—Un asesino. En los cuartos de los esclavos —indicó el soldado, señalando con la lanza.
—¡Cogedlo vivo! —gritó Sátiro.
El jefe de los arqueros se volvió.
—Tal vez —dijo, con una sonrisa malvada.
—Vuelve a tu habitación, mi señor —dijo el macedonio. Detrás de él, tres arqueros aprestaron sus flechas mientras los otros tres desenfundaban unos puñales de hierro de aspecto muy peligroso.
—Son medje —dijo el macedonio—. Tu mayordomo está sentenciado. Ya verás cuando traigan a sus puñeteros monos. Huelen a un hombre a un estadio de distancia.
Sátiro no quería abandonar la persecución, y deseaba aprender más cosas acerca de los medje, pues rara vez había visto a un grupo de hombres que dieran tanta impresión de competencia.
—¿Cómo lo reconocerán? —preguntó.
—Será el que no esté tumbado en el suelo en posición de sumisión… —El macedonio negó con la cabeza—. Y si lo está, no llevará el disco de esclavo. Y ahora, vete.
Sátiro volvió a envainar la espada, recogió la jarra al pasar junto a la fuente, enojado consigo mismo, y fue corriendo hacia la escalera de los esclavos.
—He visto a Tenedos —anunció mientras le daba la jarra a Melita. Daba la impresión de que en la habitación nadie se había movido—. Estaba en el patio de trabajo. Creo que él también me ha visto a mí.
—¿Ha escapado? —preguntó Filocles—. ¿Por qué no lo has perseguido?
Sátiro pensó que aquello era injusto.
—La guardia del palacio va tras él. Uno de los soldados me ha obligado a regresar.
Néstor asintió.
—Bien hecho —dijo—. Ese hombre conoce bien sus obligaciones.
—¿En qué demonios andabas pensando, chico? —preguntó Filocles—. Néstor, ¿registraréis el palacio?
El capitán de la guardia gruñó.
—Estoy convencido de que ya se está haciendo. Y el chico ha hecho lo correcto; igual que mi hombre. Él es el objetivo.
Se asomó al pórtico y comenzó a gritar órdenes. Luego se volvió de nuevo hacia la habitación.
—¿Vosotros dos le reconoceréis? —preguntó a Filocles—. Tú y Terón, venid conmigo. Formaré dos grupos. Yo debo atender al tirano; cerrará el palacio a cal y canto.
—No necesitamos que cierre el palacio —replicó el espartano.
Néstor meneó la cabeza.
—Te equivocas. Es posible que todo esto tenga como objetivo al tirano.
Frustrado, Sátiro fulminó con la mirada a su preceptor. Melita le pasó la jarra.
—No estés tan abatido —le dijo Melita—. Envía a un esclavo a buscar más agua.
Poco después, todo el complejo estuvo plagado de soldados. Había guardias en cada puerta y en la mayoría de las ventanas, y cuando un esclavo iba a algún lugar, los guardias se avisaban para vigilar sus movimientos y anotarlos en un registro. Cada vez que sonaba un silbato, todos los esclavos se echaban cuerpo a tierra, con los brazos a los costados. Era un método eficaz y amedrentador.
Draco apareció al lado de Sátiro.
—No puedes ni echar un polvo sin que tus enemigos vengan a incordiar —rezongó. Pero sonrió al muchacho—. Vayamos a tus habitaciones, mi señor. Me han ordenado que las registre contigo.
Draco asintió indicándole que lo acompañara, salieron juntos a la stoa y otro guardia dio aviso de que se movían. Cuando llegaron al ala donde se alojaba Sátiro, registraron a fondo las habitaciones, abriendo todos los arcones y mirando debajo de todas las camas y divanes, así como detrás de todas las cortinas. La meticulosidad de Draco resultaba inquietante. El joven nunca se había figurado que hubiera hombres adiestrados para efectuar registros.
Los esclavos seguían llevando jarras de agua. Sátiro se volvió para regresar a las habitaciones de su hermana.
—No te vayas —dijo Draco—. Puedes aguardar aquí, mi señor.
—Ya me conoces —replicó Sátiro.
—Ve a tu habitación. Lee la Ilíada. Lo que sea. Tan sólo obedece, ¿de acuerdo?
El mercenario macedonio estaba muy serio.
El jovencito se encogió de hombros con un ademán de fastidio propio de adolescentes y entró en su habitación. Estaba solo. Fue hasta la hornacina y encontró la bolsa de rollos que había visto allí el día anterior.
Cómo no, la Ilíada.
Sátiro se sentó en el suelo e intentó leer sobre la ira de Aquiles, procurando no pensar en la constante amenaza de ser asesinado.
Aquiles no le ayudó a esclarecer su problema. En la Ilíada nadie se enfrentaba a enemigos que acechaban en la noche y usaban veneno; bueno, a excepción de Ulises. Pero las palabras aladas surtieron su efecto benéfico: no tardó en quedar absorto, leyendo con avidez.
Se oyeron gritos en el pórtico y un sonido distante que pareció un chillido, y el chico levantó la cabeza del rollo que estaba leyendo. Tuvo miedo. Se preguntó si lo próximo que vería sería un asesino irrumpiendo en la habitación.
—Mierda —masculló. Sin proponérselo, se encontró recordando a su madre y la calidez de sus infrecuentes abrazos. Y acto seguido pensó en la chica sármata llamando a su madre mientras agonizaba. Le temblaron las manos.
Se retiró a un rincón, mientras la mente le corría desbocada como una cuadriga tirada por caballos enloquecidos. Pensó en la ciudad y en las cuadras y en su madre. Pensó en su padre, el semidiós. Pensó en su hermana. En Calisto. ¿Qué clase de vida llevaba aquella chica? ¿Moriría? ¿Era culpa de él?
Poco a poco, su respiración recobró un ritmo normal. Las manos dejaron de temblarle, se dio cuenta de que empuñaba la espada y de que estaba acurrucado en un rincón de su habitación.
—Estoy perdiendo el juicio —dijo en voz alta. Envainó la espada, se lavó la cara y se mojó la cabeza—. ¿Draco? —llamó, con voz bastante firme.
Naturalmente, el guardia le oyó. No había intimidad en ninguna parte.
—¿Mi señor? —respondió el soldado.
—Me gustaría ir a la habitación de mi hermana.
—¡El príncipe Sátiro se mueve! —gritó el capitán—. Adelante, mi señor.
Sátiro salió al aire vespertino y caminó por el pórtico hasta la habitación de Melita. Cuando adelantó al soldado, el macedonio se volvió para mirarle.
—Pronto habrá terminado todo —le informó en un susurro.
—Gracias —respondió el muchacho—. ¿Lita? —llamó.
—¡Pasa! —dijo su hermana, y Sátiro apartó la cortina.
Melita estaba sentada en una silla junto a Calisto, que seguía tendida en la cama, inconsciente. Su gemela lo recibió con una sonrisa tan radiante como forzada.
—Hola, hermano —lo saludó.
—¿Estás bien?
—No —contestó Melita con una sonrisa, pese a que las comisuras de los labios le temblaban un poco—. Hay personas que intentan matarme. Matarnos. Esto no es como una lucha. ¡Es horrible, Sátiro! ¡A mí me gusta la gente!
Sátiro la estrechó entre sus brazos, contento de poder consolar a alguien. Sobre todo a su hermana, dado que normalmente era ella quien le consolaba a él.
—No es todo el mundo, hermana. Sólo un par de imbéciles. Si hubiese corrido más, ya estaríamos a salvo.
—¿Quién crees que eres, Aquiles? ¿Todo depende de ti? ¿Eres el centro del mundo? ¡Ya basta de esta mierda de asumir la responsabilidad! ¡Eso es fruto de leer demasiado a Platón!
Le apoyó una mejilla en el hombro y lo abrazó. El peso de la cabeza le clavaba una de sus mejores fíbulas en el hombro, pero aquello era un gaje del oficio de ejercer de hermano.
—No lo he atrapado, y ese macedonio me ha hecho regresar aquí. ¡Tendría que haberme quedado! Me siento como un mierda.
Sátiro se sintió mejor por el mero hecho de decirlo en voz alta.
Melita levantó la vista, con los ojos enrojecidos, y negó con la cabeza.
—La esclavitud no los vuelve débiles, bobo. La esclavitud los vuelve desesperados. Prométeme que cuando seamos reyes no tendremos esclavos.
—¡Trato hecho! Lo juro por Zeus y por todos los dioses.
Permanecieron un rato abrazados en silencio. Las sombras se alargaron. Calisto seguía respirando.
—Estoy mejor —dijo Melita—. Gracias.
Se apartó y comenzó a arreglarse el pelo.
—¡Eh! —protestó él—. ¿Y si yo no estoy mejor?
—¿Puedo decirte una cosa? —preguntó su hermana, dándole la espalda.
—Claro —contestó Sátiro. Contemplaba a Calisto. Comparaba su rostro sucio, los labios hinchados, las marcas de las quemaduras y la piel tirante con la imagen de la belleza que había presentado la primera noche en la rosaleda. La comparación encerraba muchas lecciones.
—Cuando pensaba que te morías, estaba dispuesta a suicidarme —dijo sin alterarse—. Me parece que no querría vivir sin ti, hermano.
Se hincó una horquilla en el pelo. Sátiro se rascó la cabeza con aire avergonzado.
—Sí —se limitó a decir. Otra de sus excelentes respuestas.
—¿Mi señor? —preguntó el capitán de la guardia desde el otro lado de la cortina.
—Es Draco, nuestro centinela. ¡Adelante! —dijo Sátiro.
El macedonio asomó la cabeza.
—Nos vamos de aquí, mi señor. Los medje tienen a tu hombre y la cena sigue en pie. Nuestro tirano nunca se dejaría intimidar por un esclavo. De modo que tenéis que vestiros. —Desvió los ojos hacia donde estaba sentada Melita—. Mis disculpas, mi señora.
—Un momento —dijo el chico, saliendo tras el mercenario—. Gracias.
Draco sonrió debajo de su yelmo tracio.
—No hay de qué, mi señor.
—¿Por qué ya no me llamas «Sátiro» o «chico»?
—Órdenes. Hay que trataros a los dos como a miembros de la realeza. —El capitán sonrió—. Aunque los visitantes de la realeza no suelen ayudarnos a saquear una casa, por supuesto.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Claro. Pide lo que quieras. Mi turno termina en cuanto me quite este thorax.
Se puso el escudo en bandolera.
—¿Puedes conseguirme un quitón? ¿Un buen quitón? Señaló la mancha alargada de vómito negro de su prenda decorada con llamas. Draco sonrió de oreja a oreja.
—Eso está hecho. ¡Eh! —gritó, volviéndose—. ¡Eh, Filotas! ¿Dónde tienes a tu querida?
Otro hombre con armadura apareció entre las columnas del otro lado del peristilo de los huéspedes.
—Aquí mismo, hijoputa.
—Mándala para acá. El príncipe necesita algo de ropa —dijo Draco, y soltó una carcajada de satisfacción.
—¡Ella también! —Filotas se rio—. Tendrás que esperar un momento.
Draco se encogió de hombros.
—Es un juerguista, nuestro Filotas. Las mujeres lo adoran. Tiene la verga más larga que el pie de una doncella. —Puso los ojos en blanco—. Su amante es una de las esclavas del guardarropa. Su amante actual, se entiende.
Sátiro intentó parecer un hombre de mundo.
—Mi madre dice que «nada de esclavas».
—¡Afrodita! ¿Y eso por qué? —preguntó Draco, perplejo.
—Porque no pueden decidir por sí mismas. No son dueñas de su cuerpo.
Sátiro se las arregló para pronunciar bien el discurso, como si realmente supiera de qué estaba hablando. El guardia se rio.
—¡Ares! ¿Y a quién le importa eso? ¿Bien dispuesta? ¿Mal dispuesta? —Miró a Sátiro—. Me cago en diez. Lo siento, chico. No te lo tomes así, no soy un monstruo. Sólo que tu madre es un poco estricta para mi gusto.
La chica acudió, evitando mirarlos, vestida con un quitón jónico pulcro y elegante.
—¿Amo? —preguntó.
—Al príncipe le gustaría saber si podría conseguir un quitón del guardarropa —pidió Draco muy formal—. Su favorito se ha manchado de vómito.
La esclava levantó la vista y miró el quitón de Sátiro. Acarició el raso.
—No quedará limpia del todo —dijo. Se animó—. Pero conozco a una arpía a quien no le vendrá mal intentarlo. ¿Podemos movernos, Draco?
—Libres como los putos pájaros, encanto —contestó el guardia—. Mi señor, te dejo en buenas manos.
—Dame la prenda, mi señor —dijo la chica, chasqueando los dedos, y Sátiro se la quitó por la cabeza.
—Quédate los broches si quieres volver a verlos —le aconsejó el capitán.
—¿No tendrías que estar en otra parte, guardia? —dijo la esclava. Sus hábiles dedos quitaron las fíbulas de los hombros—. En esta ala no hay nadie que robe, mi señor. Pero, claro, Draco es macedonio; sus paisanos son un atajo de ladrones.
Draco la miró dándole a entender que no iba a cambiar de parecer, y Sátiro se encontró desnudo con un par de broches de oro en la mano y el cinto de una espada en bandolera.
La vida con esclavos y guardias le resultaba tan ajena que estuvo a punto de romper a reír.
Filocles se aproximó por detrás.
—¿Tienes intención de ir a cenar desnudo, chico? —preguntó—. La espada te da un toque estupendo. Podrías ser el joven Heracles.
Sátiro se sonrojó y regresó apresuradamente a su habitación para ponerse un quitón tan deprisa como pudo.
—Mejor que vayas a darte un baño. Hueles a vómito —le gritó Filocles, apartando la cortina de su puerta.
—¿Tú también vas? —preguntó Sátiro.
—Por supuesto. Aún tenemos un poco de tiempo.
El preceptor apoyó una mano en el hombro de Sátiro y echaron a caminar por el pórtico hacia la escalera. Filocles no conocía el palacio tan bien como Sátiro.
—Por aquí —dijo el muchacho, dirigiéndose hacia la escalera de los esclavos—. ¡Es más rápido!
—No, chico —replicó el espartano. Empujó a Sátiro, dejando atrás la escalera de los esclavos—. No es justo para con ellos. Tú no te criaste con esclavos, pero yo sí. Necesitan disponer de lugares donde nosotros no interfiramos. Igual que los soldados. Los oficiales no van a las zonas donde acampa la soldadesca. Es una cuestión de modales.
Bajaron juntos por la escalera pública. Los baños estaban atestados, porque todo el mundo había estado de servicio o encerrado durante la tarde. Los hombres presentes en la sala de vapor se callaron cuando Sátiro entró.
—Bienvenido, príncipe —saludó Néstor.
Sátiro se sonrojó. Aún se puso más colorado cuando se fijó en los frescos de las paredes. Se dejó envolver por el vapor y se zambulló en una piscina fría tan profunda que permitía bucear y nadar. En el fondo había una hermosa mujer con cola de pez que parecía que nadara hacia la superficie. Luego se dio un baño más caliente y finalmente se dirigió a la sala de relajación.
—¿Masaje? —preguntó un esclavo aburrido—. Eres el príncipe extranjero, ¿verdad? Aquí —indicó.
Sátiro se encontró tendido sobre una losa entre Néstor y Filocles. Reclinados a la espera de sendos masajes, eran como dos esculturas yacentes a juego; Néstor en negro y Filocles en blanco. El espartano no estaba en su mejor momento, tantos años ejerciendo de preceptor en una ciudad remota no le habían obligado a mantenerse en forma, aunque tampoco estaba gordo. La musculatura de Néstor era perfecta, digna de adornar cualquier gimnasio de Grecia.
—¿Chico o chica? —preguntó el mozo de toallas.
—Sorpréndeme —dijo Néstor.
Llegó un hombre rechoncho que comenzó a masajear a Filocles.
—¿Soldado, señor? —preguntó—. Viendo las espaldas, siempre lo adivino.
—¡Es espartano! —exclamó Néstor, riéndose.
—Aquí tienes una contractura, señor —señaló el masajista con un gruñido—. Te convendría hacer un poco de ejercicio ligero.
—Lo tendré presente.
—¿Dónde está Terón? —preguntó Sátiro, mientras otro masajista comenzaba a aporrearle los hombros. De pronto un pulgar enorme se hundió bruscamente bajo un omóplato y le dolió—. ¡Ares! —chilló.
—Ve con cuidado, Glaukis. Seguramente es el primer masaje que le dan al chico —dijo Néstor entre dientes.
—Siempre duelen, mi señor.
El masajista de Sátiro gruñó y le torció el brazo como si quisiera obligarle a bajar la cabeza en un encuentro de pancracio.
—¡Au! —protestó el joven.
Ambos hombres rieron. Finalmente, todo terminó. Hubo un momento en que comenzó a sentirse bien, y otro en el que se sintió como después de una tabla de ejercicios.
—¿Aceite, mi señor? —preguntó el masajista.
—Sólo un poco —contestó Sátiro.
El masajista le ayudó a levantarse de la losa.
—La segunda cortina, mi señor.
El chico enfiló el corredor, apenas capaz de caminar debido a la absoluta relajación de sus músculos. Escenas eróticas que mostraban diversas combinaciones de parejas adornaban las paredes. Sátiro no era mojigato y, por descontado, sabía cómo iba todo aquello —en Tanais había incluso menos intimidad que en Heráclea—, pero aun así se sonrojó.
La segunda cortina daba a una habitación pequeña donde aguardaba una chica menuda y morena no mucho mayor que él. Le ayudó a acomodarse en un banco.
—¿Perfumado? —preguntó—. ¿Cedro o lavanda?
—Sin perfume, gracias.
La chica comenzó a untarle aceite con toques leves pero eficientes.
—¿Alguna otra cosa, amo? —preguntó mientras comenzaba a masajearle el pene con aceite.
—No, gracias —dijo Sátiro, quien consiguió dominar bien la voz y se sintió orgulloso de no haberse mostrado impresionado.
—Pues entonces ya está —replicó la chica con tal indiferencia que el muchacho pensó que había tomado la decisión acertada.
Subió de nuevo por la escalera principal irradiando bienestar, eudaimonia, y fue derecho a la habitación de su hermana.
—¿Cómo se encuentra Calisto? —preguntó a Melita.
—¡Caramba… pareces un dios! —dijo ella—. Respira mejor.
—¿Sabes que cuando te ponen aceite en los baños te ofrecen actos sexuales? ¿También lo hacen en los baños femeninos?
Melita se rio tontamente.
—Sí y no. No entremos en detalles.
Se puso muy colorada y ambos se echaron a reír con ganas.
—Ve a ponerte algo de ropa, hermano —dijo Melita—. Hay una esclava esperando en tu habitación. —Hizo un elocuente ademán—. De repente ya tenemos la edad en que la gente empezará a chismorrear de nosotros si estamos juntos desnudos.
Sátiro se puso rojo.
—¡Zeus Sóter! —exclamó—. ¡Eso es repugnante!
Melita se encogió de hombros.
—Los macedonios lo hacen constantemente. Pregunta a tu amigo Draco. —Melita sonrió con picardía; pocas niñas de doce años sabían sonreír de aquel modo—. Tus amigos guardias piensan que eso es lo que hacemos aquí.
Sátiro se prometió no volver a ir desnudo en presencia de su hermana y se fue a su habitación, donde lo aguardaba la esclava del guardarropa.
—Perdona que te haya hecho esperar —dijo Sátiro.
Ella no levantó la vista del suelo, pero esbozó una sonrisa.
—Qué cortés. He podido descansar un poco y he hilvanado las costuras de los lados. Póntelo, amo. Menos mal que no chorreas aceite. Ensucia la tela.
Le tendió un quitón de lana ligera, bellamente tejido, con una cenefa púrpura bordada.
—Él nunca se lo pondrá —dijo la esclava—. Vino con los tributos. No le cabría en la cabeza, y mucho menos en el cuerpo. —Sonrió—. Dale las gracias cuando le presentes tus respetos. Así tendré las espaldas cubiertas.
—Que Hestia, diosa del hogar, vele por ti. ¿Cómo te llamas? —preguntó Sátiro.
—Harmone, mi señor. Muy bien, pareces un príncipe. Sólo te faltan unas sandalias doradas.
—Nunca he tenido tal cosa —adujo Sátiro.
—Yo sólo soy una esclava y tengo cuatro pares —dijo Harmone, riéndose—. Desde luego, el mundo es un lugar muy curioso.
Se quedó esperando junto a la puerta.
«Aguardando una propina.» Sátiro echó un vistazo a la habitación y vio todo su equipo allí donde lo habían dejado los esclavos… ¿aquella misma tarde, realmente?
—Tardaré un poco en encontrar mi monedero —se justificó.
—Aguardaré —contestó Harmone—. Sabía que eras todo un caballero.
Sátiro se preguntó dónde estaría el monedero.
—Harmone, ¿cuánto es una propina decente? —preguntó, mientras sacaba su colchoneta del montón—. Éste no es mi estilo de vida habitual.
Harmone puso los ojos en blanco.
—Diez dáricos de oro bastarán para mí —dijo, y rio tontamente—. Eres un caso aparte. Un óbolo o dos está bien por cualquier servicio extra de una esclava, excepto fornicar. Eso cuesta más, salvo que se te ofrezca gratis.
La mano de Sátiro se detuvo encima de su macuto. Miró a Harmone y ella le sonrió.
La esclava tenía como mínimo diez años más que él y no estuvo seguro de si se estaba ofreciendo; el mundo se le antojaba un lugar muy confuso. Tuvo que apartar la mirada —Harmone estaba humedeciéndose los labios— y al bajar los ojos descubrió una aguja que asomaba por la solapa del macuto, a pocos dedos de su mano. La punta estaba embadurnada con una sustancia oscura; cera.
O veneno.
—Hades —susurró Sátiro. Había oído hablar de agujas envenenadas—. Harmone, ya te daré la propina después. ¡Avisa a Néstor!
La esclava percibió la gravedad de su voz.
Sátiro no se movió, paralizado por el descubrimiento. Se sintió sumamente vulnerable, pero procuró no pensar. No se dejó llevar por el pánico, limitándose a permanecer en cuclillas junto a su equipaje hasta que llegaron Filocles y Terón. Al cabo de un instante se presentó Néstor con un destacamento de soldados y le dijo que no se moviera mientras mandaba aviso a más soldados mejor armados.
Su hermana estaba en el umbral, vestida para la cena, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza con alfileres y mordiéndose el puño.
Hombres con gruesos mitones de fieltro separaron los bultos de su equipaje mientras otros con recias sandalias militares lo sacaban en volandas de la habitación. El joven apoyó la cabeza contra la fría suavidad de una columna y se quedó así un rato, respirando mientras le temblaban las manos y las rodillas. Luego se acercó a la puerta.
—¿Alguien puede darme la espada? —preguntó, controlando la ansiedad. Lo hizo bien, con un deje de ironía.
Melita sonrió. Filocles parecía acongojado y un poco ebrio.
—Todo esto es culpa mía —se lamentó con voz pastosa.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Sátiro—. Si Calisto puede viajar en camilla, propongo que nos vayamos esta misma noche.
El médico se acercó por detrás de Filocles.
—Ese tobillo tuyo necesita un par de días de reposo —advirtió.
—Dentro de un par de días podría estar muerto —respondió Sátiro, procurando disimular su amargura.
Filocles se volvió hacia Néstor.
—Me gustaría enviar un mensajero al herrero para ver si su caravana sale como estaba previsto. Es probable que ya haya partido o que haya cancelado la expedición. Si ya se ha ido, agradecería una escolta hasta que la alcancemos.
—Ya voy yo —propuso Terón.
—No —respondió el espartano—. A partir de ahora, permaneceremos juntos en todo momento. Néstor dejará a un guardia con Calisto hasta que regresemos de la cena, luego nos acostaremos en la habitación de Melita; al alba cargaremos nuestras bestias y nos iremos.
—Siempre y cuando el tirano os dé permiso, por supuesto —puntualizó el capitán de la guardia.
—Por supuesto —dijo Filocles, asintiendo.
Sófocles miró a Néstor.
—Me iré con ellos —anunció—. Necesitan asistencia médica.
—Acaban de contratarte como médico del tirano —adujo el capitán, perplejo.
Sófocles se encogió de hombros.
—Me siento responsable —alegó.
Sátiro miró al ateniense, tratando de interpretar sus intenciones.
—Vayamos a cenar —dijo Melita.
Sátiro volvió a quedar impresionado por la gran mole de Dionisio de Heráclea cuando éste entró en el salón. El tirano ocupaba todo el estrado, su diván era el triple de ancho que los demás y lo ocupaba él solo. Resultaba grotesco, y el pelo corto y rubio hacía que la cabeza pareciera aún más pequeña. Era la encarnación de un verdadero ogro.
Sin embargo, no dejaba de ser fascinante con su quitón blanco inmaculado y la corona de oro reluciente, con sus hojas y zarcillos dispuestos cual rayos de sol, que titilaban como llamas a la luz de la lámpara. Sátiro y Melita pasaron delante hasta el estrado, cogidos del brazo y caminando con la cabeza bien alta, y el muchacho fue consciente, aun sin apartar la vista del tirano, de que todos los ojos del salón estaban puestos en él y su hermana.
Los divanes de los invitados de honor formaban un círculo en torno al tirano. Las mujeres que habían sido invitadas ocupaban sillas junto a sus compañeros. La cena no era una orgía, sino un banquete, y cuando Sátiro consiguió apartar sus ojos del tirano, vio que los divanes del círculo de allegados los ocupaban hombres muy serios atendidos por mujeres de su misma edad, no hetairas.
Antes de aproximarse al círculo, Sátiro se volvió hacia Filocles.
—¿Hay algún protocolo especial para los tiranos? —preguntó.
—Sé cortés —contestó Filocles—. Y no largues discursos sobre la libertad de la asamblea.
Terón contuvo la risa y enseguida pasaron entre dos divanes vacíos para situarse delante del estrado.
—¡Saludos, príncipe Sátiro y princesa Melita! —El tirano se incorporó, apoyándose en un codo—. Néstor, ofrece una libación en el altar por la seguridad de nuestros gemelos.
Sátiro no se había percatado de que Néstor había llegado al comedor antes que ellos. El hombre negro estaba sentado detrás del tirano y se levantó, cogió una crátera de libaciones y vertió vino sobre un altar arrimado a la pared con una hornacina donde había una estatua de oro y marfil que representaba a Dionisio. El tirano asintió.
—Que las bendiciones de Dionisio sean con vosotros. Que la fuerza de nuestro patrón Heracles os proteja. —Sonrió, y su sonrisa fue dura y peligrosa, tratándose de un hombre tan gordo—. Sigues portando tu espada, muchacho.
Sátiro hizo una profunda reverencia.
—Me alegra contar con tu… con tu favor, Dionisio. Agradezco tu hospitalidad, los cuidados de tu físico, la seguridad de tu techo y tu generosidad. Incluso las ropas que me cubren te las debo a ti. —Hizo otra reverencia y los nervios le traicionaron, agudizándole la voz—. Pero, en dos ocasiones, unos hombres han intentado matarnos bajo tu techo. Suplico tu perdón y tu permiso para portar esta espada.
—No he entendido esto último —dijo Dionisio. Cambió de postura pesadamente y las patas del diván crujieron—. Néstor, ¿qué dice el chico?
El soldado se inclinó junto al tirano y le susurró al oído.
Dionisio asintió exagerando el gesto.
—Así sea. Lamento profundamente que esos criminales hayan abusado de tal modo de mi hospitalidad. Ahora sentémonos a cenar. ¿Cómo se encuentra vuestra esclava? —preguntó, aguzando la vista.
—Sobrevivirá —dijo Melita—. Quizá quede… resentida.
Dionisio miró a la niña de arriba abajo.
—Tengo una hija, Amastris, de tu misma edad. ¿Te gustaría sentarte con ella?
Melita inclinó la cabeza con suma dignidad.
—Estaré encantada.
Néstor hizo una seña y unos esclavos movieron una silla. Melita fue a ocuparla al lado de otra chica de su edad.
—Tú siéntate conmigo —dijo Dionisio a Sátiro. Señaló el diván que tenía a su izquierda.
El muchacho se reclinó en él. A Filocles y Terón los acompañaron a otros divanes del segundo círculo.
En cuanto los de Tanais estuvieron instalados, Néstor dio unas palmadas y entraron las bailarinas. Ejecutaron las danzas rituales de primavera tal como lo hacían las chicas de los pueblos en todo el Euxino, si bien con más gracilidad, y, mientras se movían armoniosamente, los esclavos sirvieron el primer plato en mesas de tres patas que colocaron junto a los divanes.
—Néstor me dice que quieres renunciar a mi hospitalidad —comentó Dionisio. Su cuerpo era enorme y además estaba en lo alto del estrado, de modo que conversar con él resultaba incómodo, pues la cabeza del tirano quedaba cinco palmos por encima de la de Sátiro.
—Señor, ¿sabes que el esclavo Tenedos, el mayordomo de Kinón, campaba a sus anchas en tu ciudadela? —dijo el chico, estirando el cuello para ver los ojos del tirano.
—Joven Sátiro, estoy al tanto de todo lo que ocurre en este castillo. Sé cuándo una esclava fornica, o no, con un huésped, y qué propina recibe. —Tomó un bocado y le guiñó el ojo—. Tenedos ya no es motivo de preocupación, pero tuvo varias cosas interesantes que decir antes de irse al Hades.
Sátiro asintió. La lección hizo diana en su corazón.
—¿Ha traicionado a su amo? —preguntó cautamente.
—Sí y no, muchacho. Es decir, ha admitido que ese tal Estratocles lo utilizó, pero también ha sostenido, padeciendo un dolor atroz, que el alma máter era la esclava Calisto. No él, por supuesto.
—Vaya —dijo Sátiro.
—Ay, bendita juventud. Un hombre puede decir cualquier cosa bajo tortura. Cualquier cosa. No tiene por qué ser la verdad. En realidad, rara vez lo es.
El tirano cogió una codorniz y se la metió entera en la boca.
—¿Y qué hay del ateniense, si me permites preguntarlo, señor?
Sátiro se sirvió una codorniz cuando le ofrecieron la fuente.
—Huyó hace días. En barco, sospecho. Pero habrá dejado a otros agentes aquí, no te quepa la menor duda.
El obeso tirano escupió huesos de ave en la palma de la mano y los tiró a un cuenco que tenía en el diván.
—Qué conveniente para todos —opinó Sátiro.
—Lamento decir que estoy de acuerdo. Si estuviera en tu lugar, sospecharía que el tirano Dionisio es cómplice —dijo, sonriendo.
El joven tomó un sorbo de vino.
—La idea me ha pasado por la cabeza —admitió. Por más que procuraba parecer un hombre de mundo, no oía más que a un niño asustado.
—Aunque, por descontado, si quisiera veros muertos, ya lo estaríais. —El tirano volvió a guiñarle el ojo—. Néstor os podría haber destripado a los dos y hacer que sirvieran vuestra carne en una taberna a un chasquido de mis dedos. O podríais morir envenenados ahora mismo, con el vino de esa copa. No la has hecho probar. Nunca se sabe. O podría hacer que mis esclavos os estrangularan mientras dormís. Realmente, no es preciso que te preocupes por tales cosas; estás tan a mi merced que a lo mejor lo único que ocurre es que aún no he decidido cómo deshacerme de vosotros.
Sátiro se obligó a tomar un bocado, cuyo sabor ni siquiera percibió. Tenía la mente bloqueada.
—La espada que llevas señala cierto engreimiento, pero ¿te defenderá del veneno? ¿O incluso de un hombre decidido con una espada? De mi inquina no te defenderá en absoluto y, al llevarla al cinto, me acusas de ser un mal anfitrión. Es una grosería.
El tirano se revolvió en su diván y, desde su posición por debajo de aquel hombre inmenso, Sátiro vio la longitud de las correas que sostenían el colchón y lo tensas que estaban.
—Pero has querido manifestar algo. Tal vez hayas pensado que debías atraer mi atención. Los chicos hacen esas cosas. Adoptan poses. —El tirano volvió a sonreír—. Yo también adopto poses. Cuando eres tan mayor como yo, y así de gordo, la gente supone que eres tan malvado como feo. ¿No es así, kalos kalon? La belleza es el bien, ¿eh, chico? Los hombres estúpidos y violentos a menudo confunden la bondad con la debilidad y el mal con la fuerza. Tú pareces inteligente. ¿Sabes de qué te estoy hablando?
Sátiro había captado lo que quería decir. Alzó su copa.
—Bebo por la virtud de la fealdad, señor —dijo, tergiversando una frase hecha. La tenía en mente desde que el tirano había usado la expresión kalos kalon.
Dionisio se incorporó, y su diván se quejó.
—Néstor, ¿has oído eso? ¡El chico acaba de hacerme un verdadero cumplido!
El capitán rio entre dientes.
—La virtud de la fealdad, en efecto —añadió el anfitrión—. Bien hablado, muchacho. Me parece que podríamos llegar a ser amigos. Dime qué deseas.
Dionisio chascó los dedos y los esclavos sirvieron el plato principal. Contempló a los sirvientes con el mismo orgullo que había mostrado Kinón, hasta que un mensajero lo distrajo.
—Señor, quiero… Es decir… —Sátiro observaba de hito en hito al tirano. «¿Qué deseo?», pensó.
Como Dionisio estaba distraído, miró en derredor y sus ojos buscaron los de Melita, sentada en una silla con incrustaciones de marfil. A su lado, con el rostro casi pegado al de su hermana, estaba la nereida de la otra noche, con el semblante enmarcado por sus rizos negros. Estaba contándole algo a su hermana, y ambas reían. Cuando Melita reparó en la mirada de Sátiro, la otra chica advirtió que su interlocutora le prestaba menos atención, así que se volvió para mirar al joven y los dos se quedaron mirándose a los ojos.
Los de ella eran verdes. Todos los pensamientos abandonaron la mente de Sátiro. «Qué verdes.»
Un esclavo se inclinó sobre su mesa, sosteniendo una jarra de plata maciza. Tendría que haber preguntado si Sátiro quería más vino, pero cuando abrió la boca, el murmullo de los comensales, el ir y venir de las conversaciones, el zumbido de las moscas y el rumor del mar hablaron como la voz del dios a través de su boca.
«Esa chica es lo que deseas», manifestó el esclavo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Sátiro.
—¿Más vino, amo? —dijo el esclavo con voz chillona.
Sátiro se volvió y vio que su hermana y la nereida estaban riendo otra vez. Miró al esclavo. El chico estaba aterrado. Bueno, los esclavos a menudo se asustaban. Estaba aprendiendo muchas cosas acerca de ellos.
Alzó su copa. El chico le sirvió vino de la jarra y Sátiro se fijó en que estaba casi vacía.
El chico derramó un poco de vino porque le temblaban las manos, sólo unas gotas que cayeron sobre la funda del diván.
—No te preocupes —dijo Sátiro muy amable. Hizo una seña al chico para que se retirara y se volvió de nuevo hacia el tirano.
»Lo que deseo, señor, es venganza —declaró—. Y la restitución de mi ciudad.
—La venganza es absolutamente inútil, muchacho. —Dionisio bebió un sorbo de vino—. Espero que no estés ahíto de atún. Las capturas de este año son excepcionales.
El gigantesco pescado pasó por delante de Sátiro sostenido por cuatro esclavos, todos ellos hombres maduros. Sátiro echó un vistazo al comedor y se dio cuenta de que el chico que acababa de servirle el vino era el único esclavo joven, aunque no lo vio en parte alguna.
—Tengo en mente convertirme en rey del Bósforo —dijo Sátiro, y acercó la copa de vino a sus labios—. No tenía intención de hacerlo, pero Eumeles, Herón, ha forzado la situación.
Dionisio entornó los ojos. Sátiro dejó la copa de vino en la mesa sin probarla. Acababa de atar cabos.
—Señor, creo que este vino está envenenado.
Dionisio se estremeció como si le hubiesen golpeado.
—Eso es una acusación en toda regla. —Hizo una seña a Néstor, que se acercó de inmediato—. Llévate esta copa y que alguien la pruebe. El chico cree que está envenenada. —El tirano indicó al guardia que se retirara. Se volvió hacia Sátiro como si no hubiese sucedido nada—. Está muy bien, esto de planear convertirte en rey. Para lograrlo necesitarás riquezas y ejércitos. ¿Qué quieres de mí?
La voz de Dionisio dejó claro que ni las riquezas ni los ejércitos serían fáciles de conseguir.
—Me gustaría contar con tu permiso para marcharme y que me cedieras una escolta. Quiero reunirme con mi amigo Diodoro de Atenas.
Sátiro siguió a Néstor con la mirada hasta que desapareció. Le dolía mucho la cabeza, y se preguntó si había bebido un sorbo de vino sin darse cuenta. O si no lo habrían envenenado antes. Estaba mareado.
—Eso está hecho —accedió el tirano.
El comedor quedó sumido en un silencio sepulcral. Néstor regresó por otra entrada con una fila de soldados. Uno de ellos llevaba un perro muerto. Los guardias se apostaron en todas las puertas de acceso.
De pronto los esclavos corrieron como centellas, empujados por otros soldados como si fuesen ganado.
Néstor fue hasta los pies del estrado. Inclinó la cabeza, se dirigió en voz baja al tirano y éste se sobresaltó. Acto seguido habló con rapidez.
—Me disculpo por las molestias —anunció Néstor—. Esta cena ha terminado y todos seréis huéspedes del tirano esta noche. Los soldados os conducirán a vuestras habitaciones. Cuando la situación se aclare, os escoltarán a vuestras casas. Una vez más, nuestras disculpas por las molestias. Los responsables serán castigados —Néstor miró en derredor— con la mayor severidad.
Los comensales estaban pálidos. Una mujer se echó a llorar. Los soldados fueron a cada uno de los divanes para llevarse a los invitados. Sátiro vio que dos soldados escoltaban a Terón hacia la salida del comedor y que otros dos se llevaban a Filocles.
—Tu vino estaba envenenado, muchacho. Y hay un chico degollado en la cocina. —El tirano meneó la cabeza—. Me exaspera que esto haya sucedido aquí. Hace que me sienta débil. Hace que parezca débil. —Se encogió de hombros, moviendo la masa de sus carnes—. Muchacho, me has traído un montón de problemas, pero también has identificado una grave amenaza, y por eso te doy las gracias. Escóltalos a sus habitaciones —terminó, dirigiendo un ademán a Néstor.
—¿Mi señor? —dijo el capitán ante el diván de Sátiro. El muchacho se puso de pie. Melita acudió a su lado y juntos hicieron una reverencia al tirano, que respondió con una cortés inclinación de cabeza.
—Sois unos niños estupendos —dijo—. Os deseo larga vida.
Sátiro miró al ogro a los ojos.
—Espero recordar siempre que la belleza no es sinónimo de bondad —dijo. Comenzó a volverse, pero reparó en la sonrisa que destelló en el rostro del tirano.
—Cuando estés preparado para ser rey, ven a verme —dijo Dionisio—. Me parece que me gustará ser tu aliado.
Dicho esto, y a pesar de su mole, se movió ágilmente y desapareció entre sus guardias.
—No está mal —dijo Melita—. Veo que ya has empezado a actuar como un príncipe.
—Tendré que vivir mucho tiempo para asumir el papel —replicó Sátiro, aunque enseguida sonrió a su hermana—. Ándate con cuidado, Lita. Podría acabar por gustarme. Néstor los escoltó hasta la puerta.
—¡Draco! —llamó.
Muchos de los comensales estaban agrupados fuera. La guardia del tirano los cacheaba con brusca eficiencia. En el aire flotaba su silenciosa indignación.
Draco acudió a la carrera y saludó.
—¿Capitán?
—Acompáñalos a sus habitaciones —dijo Néstor—. Me encargaré de los preparativos. Estad preparados —agregó lacónicamente, y se marchó.
Sátiro miró a Melita, que meneó la cabeza.
—Quiere decir que no nos acostemos —susurró.
—Por aquí, señora —dijo el soldado.
Cuando se hubieron separado de los invitados y de los demás guardias, los condujo por los pasadizos y las escaleras de los esclavos hasta sus habitaciones. Había centinelas apostados en todas las esquinas del palacio.
—Esto está sucediendo demasiado a menudo, para mi gusto —dijo Draco—. Escuchad: los guardias han visto a un hombre que subía por la escalera de los esclavos hace un rato. Le han dado el alto, cuando tendrían que haber cargado contra él, y ha escapado. —El macedonio se encogió de hombros—. ¿Más veneno? ¿Iba a liquidar a vuestra esclava? ¿Quién coño lo sabe? Nunca había visto nada semejante, salvo en la corte de mi tierra.
Sátiro se detuvo ante la puerta de su habitación, súbitamente dominado por un miedo irracional, o quizá perfectamente racional, a entrar en una habitación a oscuras.
—¿Podrías hacer que alguien registre mi habitación? —preguntó.
—Ni siquiera estoy de servicio —respondió Draco con un suspiro—. ¿No puede esperar a mañana el registro?
Sátiro se volvió hacia él.
—No, no puede. Escúchame bien: alguien acaba de intentar envenenarme. Poco antes, alguien lo ha intentado con mi hermana y ha conseguido envenenar a Calisto, la esclava. Es probable que mi madre haya muerto en Panticapea, no tengo acceso a mis amigos ni a mi patrimonio, y te aseguro que ya no aguanto más. Quiero que entres en esta habitación y la registres o que avises a alguien para que lo haga. ¿Entendido?
Su voz fue estridente, y el tono cruel, y lamentó haber largado aquel discurso en cuanto lo hubo pronunciado. Draco se puso tenso.
—Sí, mi señor —dijo, con rigidez.
Hizo venir a otros dos guardias, tuvo una charla en voz baja con ellos y acto seguido, provistos de faroles, registraron la habitación, quitaron los cobertores del diván y los inspeccionaron en busca de agujas, y luego una pareja de esclavas volvieron a hacer la cama. Repitieron la operación en las estancias de Melita, apartando a Calisto, que roncaba, sin despertarla.
Cuando hubieron acabado, Sátiro intentó desagraviar a Draco.
—Lo siento —se disculpó.
Draco le dedicó una mirada desdeñosa.
—Es mi trabajo, señor. Ahora tengo que irme.
Sátiro hizo una pausa.
—Sí, así es, Draco. Lamento las molestias, pero es tu trabajo.
El hombre se marchó muy ofendido.
Filocles y Terón se reunieron con ellos en la habitación de Melita. Soltaron sus petates en el suelo y se sentaron encima. Luego Filocles fue con Sátiro a su habitación, recogieron su equipo y lo trasladaron a la habitación de su hermana.
Antes de que lo tuvieran todo ordenado, se oyó el ruido de unos soldados en el pórtico. Néstor entró, apartando la cortina, seguido por una figura envuelta en mantos de la cabeza a los pies.
—El tirano tiene otros compromisos —expuso el capitán.
—Me envía para demostrar que está de vuestra parte —dijo Amastris, retirándose el embozo. Sonrió vacilante—. Y también porque quería despedirme. Néstor os escoltará hasta las cuadras. Padre quiere que os marchéis de inmediato, mientras el palacio está cerrado y nadie puede hablar de vuestra huida. Luego ha resuelto vender a todos los esclavos del palacio. Ese chico, el que te sirvió, era uno de los nuestros. —Sus ojos buscaron los de Sátiro, y le sonrió. El chico tuvo que apoyarse contra la pared—. Ni siquiera tendría que haber estado en el comedor. No es camarero, tan sólo pinche de cocina. Pero ninguno de los esclavos parece saber gran cosa. —Se encogió de hombros de manera harto elocuente—. De modo que padre los venderá a todos por la mañana.
—¡Ares! —dijo Filocles—. ¿Todos los esclavos del palacio?
El semblante de Néstor se endureció.
—Encontraré al responsable. Y no atosigaremos a los esclavos mientras sean parte del personal.
—El responsable es el ateniense, Estratocles —dijo Sátiro—. Y su agente, el esclavo Tenedos.
Néstor negó con la cabeza.
—Estratocles ha huido de la ciudad y es ciudadano de Atenas. La casa está bajo vigilancia, pero no puedo hacer mucho más. Ahora todo indica que el mayordomo, Tenedos, tal vez haya actuado como su mensajero para dar instrucciones a alguien de dentro del palacio.
—¡Seguro que podéis hacer algo contra él! ¡Arrestadlo! —espetó Sátiro.
—Atenas, joven príncipe, no suele tomarse bien que se enjuicie a sus embajadores. —Chascó los dedos y una pareja de soldados llevó un caldero de estofado—. Ni que los asesinen. He comido de esta olla. El vino es mío. Comed, por favor.
Sátiro no vaciló. Aceptó la hogaza de pan que le ofrecía un guardia, cogió un cuenco y comenzó a comer. Melita hizo lo propio. Filocles y Terón se les unieron.
Amastris también cogió un cuenco y se sirvió. Compartió la única silla de la habitación con Melita, como si fueran hermanas.
—Mi padre dice: «Huelo a Olimpia y a Casandro, su niño mimado.» Olimpia sirve a poderes oscuros. Le encanta el veneno. —Miró a Melita—. Todos tememos a Olimpia. A mí me ha dado miedo desde que nací.
—Muchos de vuestros soldados son macedonios —observó Melita.
—Los investigaremos —aseguró Néstor—. Tenéis que marcharos de aquí antes de que alguien os ataque otra vez. —Miró a Filocles—. ¿Cuánto tiempo llevas tú con los gemelos?
—Toda nuestra vida —contestó Sátiro—. Era amigo de mi padre. No puedo creer que lo acuses.
—Mi señor, no acuso a nadie —aseguró el capitán—, pero debo interrogar a todo el mundo. ¿Eso significa que eres el mismo Filocles que aparece en los relatos sobre las hazañas de Kineas? Bien. —Néstor asintió a Filocles y se volvió hacia Sátiro—. Creo que si bebiera menos sería más digno de confianza; aunque parece un hombre serio y responsable.
El espartano se sonrojó y acto seguido se puso pálido. Inmune a su ira, Néstor miró a Terón y preguntó:
—¿Qué sabéis sobre este atleta, Terón? ¿Cuánto hace que lo conocéis?
—Ha estado con nosotros desde el ataque contra Tanais —dijo Sátiro en voz muy baja. Miró a Melita.
—Nunca nos traicionaría —dijo ella—. Ha tenido un sinfín de ocasiones para matarnos.
—Néstor, ¿por qué está sucediendo todo esto? —preguntó Amastris en voz baja, casi ronca.
—¿Por qué, mi señora? —El capitán se encogió de hombros—. La gente maniobra por el poder. Olimpia y su amigo Casandro lo hacen por mera diversión. Ella es como un gato, le gusta jugar con su presa. Y quieren adueñarse de nosotros, así como de Sinope, en la costa norte. —Apretó los labios—. La última vez que Olimpia alargó sus garras hacia el norte, tu padre se las cortó —le dijo a Sátiro—. Zoprionte era su amante. —Rio para sí—. Por descontado, en la corte de Macedonia todos han sido su amante alguna vez —agregó.
Sátiro contemplaba a Amastris, que cada vez le parecía más una nereida. Ella le sostenía la mirada, y la intensidad de aquellos ojos verdes en los suyos era casi insoportable, como el sol sobre una quemadura.
Sátiro deseaba tocar sus rizos y ver qué los mantenía tan unidos entre sí. Amastris le sonrió.
—Me cae bien tu hermana —dijo, como si hubiesen sido amigos durante milenios, y como si estuvieran solos en la habitación.
—A mí también —dijo Sátiro. Arruinó la respuesta con una risita tonta.
Néstor apoyó una mano posesiva sobre el hombro de Amastris.
—Amastris algún día gobernará. Señora, este apuesto muchacho es un exiliado sin un céntimo, y no le vas a prestar la más mínima atención. Será Tolomeo quien te busque marido, un marido poderoso y con una buena flota.
Dijo estas palabras con el aire desenfadado de un padre.
—Ya lo sé, capitán —respondió Amastris. Sonrió a Sátiro otra vez.
—Mira cuanto quieras, muchacho —dijo Néstor—. Es nuestra mejor baza en este juego de ladrones, y no será para ti.
—Buscamos a un tirano de mediana edad con una buena flota. El de Siracusa, tal vez —dijo la nereida—. Me han educado para ello. Sé los nombres de todas las posiciones de los remeros. Creo que sería una buena navarca. —Se rio y dirigió su mirada verde hierba hacia Melita—. Si tu hermano alguna vez recupera su fortuna, tú estarás en el mismo barco, Melita. Te casará para asegurar su costa.
—Ni hablar, si quiere llegar vivo al día siguiente —repuso la joven. Alargó la mano, revolvió el pelo de su hermano y miró a Amastris a los ojos—. Tu padre no es lo que parece —dijo.
—Si fuese lo que parece —intervino el capitán—, se os habría comido para cenar. Pero le fastidia que alguien haya podido mostrarlo débil. Tenéis que marcharos. Hay dos alternativas: por mar o con la caravana. Se trata de tu vida, muchacho. ¿Qué decides?
—Tal vez sea un estúpido —dijo Sátiro—, pero creo que si podemos llegar sin percances hasta donde se encuentra Diodoro, el amigo de mi padre, estaremos a salvo. Muchos de los hombres con quienes me crié se cuentan entre los mercenarios de Diodoro.
Mientras decía esto, Sátiro revivió las dos últimas semanas. Frunció los labios y miró a su hermana.
—¿Alguna vez estaremos a salvo? —preguntó Melita, expresando en voz alta lo que su hermano estaba pensando.
Filocles, enojado, seguía guardando silencio y apuraba su copa de vino. Terón apoyó una mano en el hombro del espartano.
—Creo que será más seguro por tierra.
Filocles se encogió de hombros.
—Todo lo que he decidido ha salido mal —rezongó—. No soy más que un borracho.
Melita fue a plantarse delante del espartano.
—¿Así es como van a ser las cosas, Filocles? —preguntó—. Si no vas a pensar, no vas a ayudar y sigues bebiendo vino, casi prefiero dejarte aquí.
Terón negó enfáticamente con la cabeza, procurando que el preceptor no lo viera. Sátiro intervino.
—Filocles, ayúdanos, por favor. Nos has salvado la vida varias veces durante las últimas semanas. Llévanos con Diodoro.
—Por tierra —dijo Filocles con voz pastosa—. A caballo.
Sátiro se volvió hacia el capitán de la guardia.
—Iremos por tierra. Y ahora, si pudierais ayudarnos, necesitamos una camilla para la esclava.
—Ya está lista, mi señor —asintió Néstor. Dirigió una mirada elocuente a la pierna de Sátiro y a Calisto, que aún estaba pálida y apenas podía comer—. Todos estáis heridos —dijo—. Si mi señor lo permite, creo que deberíais llevaros al médico.
—No me gusta —intervino Melita, negando con la cabeza.
Filocles se encogió de hombros.
—Sé a qué te refieres, aun estando bebido. Piensas que necesitaremos de sus cuidados.
Melita fue a hablar, pero su preceptor la interrumpió.
—Los médicos no crecen en los árboles —adujo.
—¡Que lleguéis sanos y salvos! —rezó Amastris.
—Estaremos a salvo cuando tengamos poder —repuso Sátiro.
—Ésta no es la lección que te enseñaría Filocles si estuviera sobrio —intervino Melita, esforzándose por mantener la compostura. Miró a su nueva amiga—. Perdona, Amastris. A veces me abruma pensar que no tengo hogar.
Las dos jóvenes se abrazaron. Cuando terminaron de comer, Néstor llamó a las doncellas de la hija del tirano para que la acompañaran a su ala del palacio. Ella se abrazó a Melita.
—Escríbeme a Alejandría —dijo—. ¡Vivirás aventuras! Yo me casaré con un viejo que posea una flota. —Sonrió. Luego frunció el ceño—. Hestia te proteja, no he querido decir que debas correr aventuras. ¡Cuídate mucho! Que Hestia te mantenga a salvo, y Artemisa, la protectora de las chicas vírgenes.
Se ruborizó y abrazó a Melita otra vez. Era un año mayor que los gemelos, pero Melita le sacaba una cabeza, y Sátiro aún era más alto.
El muchacho le tendió la mano —el acto más valiente de su vida— y Amastris se la estrechó.
—No… corras riesgos. Cuídate —dijo, tartamudeando un poco y sonrojándose.
—Y tú, mi señora —dijo Sátiro. Le besó la mano, tal como había visto a Terón besar la de Calisto. Amastris se rio.
—Mi padre te mataría —dijo, y se fue con sus doncellas.
Dejó una cosa dura en la mano de Sátiro: un anillo. Era una espléndida sortija de oro, con granates en torno a una piedra roja cuya delicada talla representaba a un hombre con un garrote y una piel de león: Heracles. Sátiro levantó la vista hacia Amastris. Nunca había poseído un objeto tan valioso.
—¡Hermes protege a los viajeros! —dijo la chica desde la puerta—. ¡Pero Heracles triunfa!