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312 a. C

Estratocles tenía un montón de tiempo para estar furioso consigo mismo.

Lo peor de todo era que se había equivocado. Él, el gran filósofo político, había apostado por el caballo equivocado en la misma medida en que Demóstenes lo había hecho con Alejandro. No era que Demetrio el Rubio fuese incompetente. Era despiadado y tenía una inteligencia brillante, y su voluntad era firme. Simplemente era demasiado joven e inflexible para estar al mando de un ejército. Sus propias brillantez y belleza nublaban su juicio. Se consideraba hijo de los dioses y se comportaba como tal. Y no cambiaba de opinión aunque los acontecimientos demostraran que iba errado.

Estratocles contemplaba el fracaso de la estrategia del niño dorado, negando con la cabeza en silencio. No necesitaba espías para saber hasta qué punto estaba perdiendo la guerra de incursiones su caballería: veía a los heridos, las sillas vacías, la indignación de los nobles medos y saka.

Por otra parte, sus redes de informadores y mensajeros puntualmente pagados trabajaban sin cesar, y Estratocles recibía no menos de dos informes diarios sobre la traición de los macedonios de Tolomeo. Los Compañeros de Infantería, la élite del ejército de Tolomeo, cambiaría de bando en cuanto comenzara el combate. El trato estaba sellado. Cuando cambiaran de bando, todos los macedonios del campo sabrían quién sería el vencedor, y el niño dorado debería su trono a un astuto ateniense y a sus redes de informadores.

—Si fuese luchador —comentó Estratocles a la que antaño fuere la víctima de su secuestro—, Demetrio estaría en el borde de la arena, con un pie en la línea, perdiendo por dos asaltos a uno.

—Hummm —dijo Amastris—. ¿Por qué me trajiste aquí?

—Tenía al chico y a su padre en más alta estima de la que merecen —contestó Estratocles. Habiendo iniciado una senda de escrupulosa sinceridad, no se desvió—. Cabría decir que me equivoqué.

Amastris asintió.

—¿Excepto?

Estratocles abrió las palmas de las manos.

—Ay, despoina, hay cosas que ni siquiera tú estás en condiciones de oír todavía. Tienes otras lealtades. Digamos que tengo los medios para salvar al niño dorado de su propia locura.

—Y así lograr que esté más en deuda contigo de cuanto lo hubiese estado de haber sido tan competente como te imaginabas.

Amastris se acomodó en sus cojines y le sonrió. No tenía ningún reparo en mirarlo a la cara.

—Eres una alumna aventajada —dijo Estratocles, y Amastris sonrió radiante ante semejante cumplido.

Estratocles siempre había concebido sus planes en capas, de modo que cuando una capa fallaba, tenía otra de reserva; a veces dos o tres. Miró a su nueva alumna del arte de gobernar, y pensó cariñosamente en su nueva reserva.

En el palacio de campaña de Demetrio, un complejo de tiendas tan grande como el de Jaxartes capturado en Atenas, tenía a un joven rehén. Un chico guapo y ceñudo que sostenía tener por padre al mismísimo Alejandro. Heracles.

En Macedonia, Heracles era un rumor. Ahora que Estratocles lo había visto con sus propios ojos, costaba resistirse a conspirar. Le costaba no imaginar lo que podría conseguir para Atenas, para el mundo, teniendo como tenía al heredero de Alejandro y a aquella brillante chica.

La volvió a mirar y supo que no era para él. Como tampoco la satrapía de Frigia. De pronto le parecía una ambición limitada, una vida desperdiciada. Él no necesitaba ser el señor de una rica provincia. En cambio, podría ocupar un lugar detrás del trono de la tierra como consejero de confianza, y convertirse así en las manos, las sutiles manos, que llevarían las riendas del estado. Atenas sería la ciudad más rica del mundo, y a él le erigirían una estatua de bronce en la Acrópolis.

—¿Has visto al joven que hace llamarse Heracles? —preguntó a su estudiante.

Amastris se permitió sonreír.

—Sí.

—Es el hijo de Alejandro. Es fácil que se convierta en el jugador más importante de este tablero —dijo Estratocles, mesándose la barba.

—Es más joven que mi Sátiro, y la única experiencia que tiene es la de ser un rehén.

Amastris hizo una seña para que le sirvieran vino.

—Su experiencia no es la cuestión —respondió Estratocles—. La cuestión es su sangre.

—¡Ah! —contestó Amastris.

—Un hijo vuestro, el nieto de Alejandro, podría garantizar el futuro de Heráclea para siempre —dijo Estratocles con cautela.

Amastris no se ruborizó, sino que sonrió con recato y meneó la cabeza.

—O convertir a mi ciudad en el objetivo de cualquier aventurero que tenga un ejército —dijo—. Y con ella, a mi hijo y a mí.

—¡Ah! —respondió Estratocles y ambos se echaron a reír.

Sin embargo, Estratocles hizo llamar a Lucio y le dio una serie de instrucciones muy precisas.

De modo que, si bien Estratocles tenía un montón de tiempo para estar furioso consigo mismo, no lo estaba. Estaba demasiado entretenido conspirando.