22
El ejército de Egipto tenía previsto iniciar la marcha al amanecer. Su partida estuvo marcada por disturbios y protestas que se sumaron a las dificultades usuales, y el sol alcanzó el cénit antes de que la caballería se pusiera en camino. La caravana de carros, carretas, mulas y porteadores que llevaba el equipaje ocupó la calzada antes de que saliera el primer escuadrón, y cada vez hubo más no combatientes siguiendo a cada unidad. El ambiente en la columna era malo, y en las calles de la ciudad, peor.
Se rumoreaba que los Compañeros de Infantería se habían amotinado en su cuartel, pero estaban presentes, marchando de a dieciséis en fondo, con sus escuderos apretujados entre las filas de soldados, de modo que los hombres caminaban sin cargar nada mientras que sus esclavos acarreaban su armadura, sus armas y su comida. A diferencia de la caballería, muchos de cuyos jinetes se habían puesto sus mejores galas para la partida, en parte para alardear y en parte para intimidar al pueblo, los Compañeros de Infantería no se dignaron hacer lo mismo. Emprendieron la marcha con polvorientos quitones rojos, rezongando. Había huecos en sus filas, y corría la voz de que algunos hombres habían desertado, o algo peor.
El otro taxeis también marchó, cada cuerpo con dos mil hombres en formación de cuatro en fondo, constituyendo una larguísima columna, seguidos por sus carros y esclavos. Sólo los más afortunados de estas formaciones menos prestigiosas tenían escudero. Una vez más, había huecos, filas en las que faltaban uno o dos hombres. Los rumores que circulaban por la columna aseguraban que había un complot contra Tolomeo, que los macedonios se alzarían y lo matarían, que los egipcios lo matarían… un runrún cada vez más disparatado.
La falange de Egipto continuó entrenando en su plaza de armas junto al mar. Al frente de la parada estaba su equipo. Cada hombre tenía un petate cuidadosamente atado, y los filarcos inspeccionaron el equipo de campaña de cada hombre antes de que los capitanes de filas les pasaran revista otra vez. Después de la inspección, que se prolongó hasta el mediodía, mientras los soldados más pobres corrían al mercado en busca de un donativo de última hora, apilaron el equipo en un extremo de la plaza e hicieron instrucción hasta que las sombras comenzaron a cernirse sobre la ciudad. Y entonces apareció Diodoro.
—¡El strategos de la retaguardia! —anunció Filocles.
—El mismo —contestó Diodoro, saludando—. Hoy no habríamos llegado ni al campamento más próximo, amigo mío —dijo, señalando los petates—. ¿Pueden acampar aquí tus hombres? ¿En la plaza de armas?
—Ya contaba con ello —dijo Filocles.
Sátiro se acercó a Diodoro.
—Llevamos oyendo rumores todo el día —expuso. Estaba un poco aturdido por la falta de sueño—. ¿Qué está ocurriendo?
—Los amotinados se han juntado —contestó Diodoro, aunque mirando a Filocles, no a su sobrino—. Tal como dijimos, ¿eh, hermano?
Filocles esbozó una sonrisa enigmática.
—Tal como planeamos. —Saludó y le hizo una seña a Rafik, su trompetero, que acudió a la carrera. Se volvió hacia Sátiro—. Chaval, busca a Abraham y dile que vaya a buscar la comida de la que hemos hablado. Rafik, toca «filarcos al frente». —La llamada resonó, y entonces Filocles bramó—: ¡Conmigo!
Sátiro se encontró enseñando a una extraña mezcla de hombres cómo cocinar sobre una fogata. La mayoría eran habitantes de la ciudad y sabían tan poco de cocina como de dormir cómodamente en el suelo desnudo. Mientras comentaba la mejor mezcla de queso y cebada para el vino y el agua, las bondades de añadir un huevo al rancho y el sabor resultante con cien aprendices de cocinero, tuvo ocasión de advertir que los hombres estaban con los nervios de punta además de excitados. Flotaba algo en el aire.
Cuando los largos rayos del sol dieron la bienvenida al ocaso, descubrió que tenía a Filocles al lado, tomando un cuenco de sopa de cebada y mordisqueando un pedazo de pescado.
—No está mal, filarco. Tus hombres comen bien.
Sátiro sonrió.
—El mérito no es mío. Diocles ha traído especias, ¡pimienta! ¿Quién lleva pimienta a la guerra?
—Yo —intervino Diocles—. ¿Pan con aceite de oliva, strategos?
Filocles se arrimó a su pupilo.
—Diodoro ha enviado a Eumenes al barrio del sur con guías proporcionados por Namastis —dijo—. No tardaremos en saber a qué atenernos. —Hablaba en voz baja—. Tu hermana, sólo los dioses saben cómo, ha enviado una nota a León a través de un esclavo. El niño esclavo nos ha dicho dónde está Estratocles; él y todos los macedonios partidarios del motín se han juntado. Es probable que su intención sea atacar el palacio. —Miró en derredor, tomó una cucharada de sopa y luego, viendo la confusión del semblante de Sátiro, enarcó una ceja—. ¡Se trata de Estratocles, chaval!
Sátiro asintió, olvidando la fatiga.
—¿Puedo ir? —preguntó.
—Si los amotinados están todos juntos, si nuestra información es correcta, atacaremos esta noche. Quiero llevarme a unos cuantos de nuestros hombres. Egipcios y helenos juntos.
Diocles sonrió de oreja a oreja.
—¿Para encarnizarlos un poco? Ese es el espíritu.
—¡Por eso nos hemos quedado atrás! —dijo Sátiro.
—Hummm. Ha sido más un efecto que una causa, chaval. Buena sopa. Elige a tres hombres y reúnete conmigo en el frente de la plaza dentro de una hora. Sólo espadas y escudos.
—¡Sí, señor!
Era plena noche cuando se adentraron en el barrio del sur. La luna daba un poco de luz, y llevaban guías, en su mayoría egipcios de la falange a quienes Sátiro conocía. Un buen puñado de ellos le estrecharon la mano o se la llevaron a los labios. No entendía por qué le profesaban tanta devoción, pero así era, y el regusto que le dejaba era más amargo que dulce.
La tenería apestaba. El hedor era tal que los hombres estornudaban y escupían.
—¡Silencio! —susurró Filocles—. ¡Ya veréis cuando oláis a los muertos en el campo de batalla!
Llevaba a Jeno con él, y éste cogía de la mano a un niño pequeño.
Sátiro y su amigo se dieron un fuerte apretón de manos.
—¿Quién es el crío?
—Compré un escudero —dijo Jeno. Parecía apenado—. Sabía cómo encontrar a esa ateniense, Tique.
El niño estaba temblando y Sátiro se arrodilló a su lado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El niño rubio volvió la cabeza y se escondió entre los pliegues del kitoniskos de Jeno.
—Sátiro, tu hermana va a servir con los arqueros —dijo Jeno.
—Safo la matará —respondió. Se encogió de hombros.
Cada vez que miraba hacia el fondo del callejón se le revolvía el estómago, y el daimon del combate estaba comenzando a cantarle al oído, y le temblaban las manos. Sátiro no tenía ni idea de cuál era el plan de su preceptor. Condujo a su destacamento donde le ordenaron, a la puerta trasera de un almacén, donde vio a Hama, un suboficial de los hippeis de Diodoro, aguardando junto a otro hombre con armadura.
Hama se llevó la mano a la frente en cuanto reconoció a Sátiro.
—Señor —susurró.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Sátiro, porque Filocles había desaparecido en la penumbra lunar. Jeno y el niño estaban detrás de él. Hama se encogió de hombros.
—Cuando suene la trompeta, cargamos contra esa puerta —dijo Hama. Volvió a encoger los hombros—. Diodoro dice: prisioneros. —Hama mostró a Sátiro una maza de jinete persa—. Por eso la he traído.
La noche estaba llena de hombres. Sátiro pensó que Filocles tendría que haber llevado a la mitad de la falange, y usado a la otra mitad como guías. Ares y Afrodita, como le gustaba decir a Diodoro. Con los jinetes desmontados, había dos mil soldados acechando en la oscuridad.
Filocles reapareció con su trompetero, el joven nabateo que se llamaba Rafik. Jeno y el niño se habían marchado.
—¿Para qué son todos estos hombres? —preguntó Sátiro.
—Estoy usando un martillo para cascar un huevo —contestó Filocles—. Es una buena estrategia, si tienes ocasión de usarla. Dicho de otro modo, más es más.
Sátiro fue a hacer otra pregunta, pero Filocles levantó la mano.
—Prepárate. Entraremos antes de que nos vean. ¿Estás listo?
Sátiro asintió.
A una señal de Filocles, Rafik se llevó la trompeta a los labios.
Sátiro corrió hacia la puerta con Hama. Detrás de ellos, una docena de falangitas avanzó sin prisas con un tronco, y Sátiro se sintió ridículo cuando se apartó para dejar que el ariete golpeara la puerta. Se abrió de golpe como si Zeus le hubiese lanzado un rayo.
El patio estaba lleno de hombres; docenas de hombres, tal vez cientos, algunos con armadura y todos armados. Podrían haber sido un enemigo formidable, salvo que los estaban atacando miles de hombres surgidos de la nada, cogiéndolos completamente por sorpresa.
Eso no afectó a Sátiro, que fue el tercer hombre en cruzar la puerta trasera. El primero fue Filocles, que llevaba escudo, un enorme aspis griego, y un garrote, y el segundo fue Hama con su maza. Cada uno de ellos abatió a un hombre, y entonces Sátiro se vio enfrentado a un macedonio que gritaba de pánico; tampoco era que Sátiro le escuchara. Golpeó al macedonio con el escudo y lo derribó, y luego se dirigió al edificio.
Instantes después peleó contra otro hombre, apartándolo de Filocles y apuñalándole el pecho cuando quiso oponer resistencia. En su mayoría, los macedonios intentaban rendirse, pero los falangitas estaban enardecidos y arremetían sin piedad.
Sátiro vaciló, gritando a los hombres a los que conocía que perdonaran la vida a quienes se rendían, y Hama se adelantó a él y abrió la puerta principal con el hombro. Una flecha se clavó en su escudo, pero eso no hizo que Hama aminorase el paso. Levantó el escudo y empujó, prácticamente a ciegas, y su ímpetu fue una mala sorpresa para el hombre que estaba detrás de la puerta. Entonces se detuvo, rápido como un gato, y blandió la espada por debajo del escudo, rompiendo rodillas y espinillas.
Sátiro siguió a Hama a través de la puerta. Una flecha zumbó malignamente junto a su rostro y de pronto se vio haciendo frente a un ataque desde una habitación lateral; a pesar de su vigor, lo empujaron de espaldas contra una pared, y entonces el hombre que fue a por él soltó un alarido cuando uno de los jefes de fila de Sátiro lo ensartó en su largo puñal.
—¡Gracias! —exclamó el joven.
El egipcio sonrió y negó con la cabeza.
—¡A tu merced, señor! —contestó.
—Te había perdido —dijo Diocles, que se había acercado apartando al egipcio.
Entraron en la habitación lateral, una especie de taberna, y otros dos hombres se abalanzaron sobre ellos desde detrás de las mesas de caballete que delimitaban la parte de la tienda que correspondía al tabernero. Uno empuñaba un hacha, pero titubeó cuando Sátiro hizo amago de ir a cortarle la cabeza, y acto seguido estuvo muerto. El otro hincó la rodilla.
De todos modos, Diocles lo mató, hundiendo la afilada punta de su kopis en el cuello del macedonio.
En la parte trasera de la tienda había una escalera que subía a la exedra, o eso supuso Sátiro. La puerta de la calle se abrió de golpe, y allí estaba Diodoro con armadura completa.
—¡Soy yo! —gritó Sátiro.
—¡Alto! —bramó Diodoro. Entró, y una docena de soldados de caballería entró detrás de él. Sátiro los conocía a casi todos.
Ahora o nunca. Sería muy fácil titubear y dejar que pasaran ellos delante; Diodoro y Eumenes, quizás, o Diocles y su compañero de filas egipcio. Y una mierda.
—¡Seguidme! —chilló Sátiro, y fue hacia la escalera.
Sátiro levantó el escudo y notó el impacto de la flecha que lo alcanzó, asomando la punta a través del recubrimiento de bronce, las hojas de papiro y la madera de álamo hasta pincharle el brazo. Rugió de nuevo, contuvo la oleada de miedo, y las piernas lo impulsaron hacia arriba. Embistió al arquero con el escudo y blandió la espada por debajo, por encima, por todas partes hasta que la sangre manó y el hombre se vino abajo; un perfecto desconocido, no el médico ateniense a quien veía en sus pesadillas, sino un pobre mercenario que se cayó por la escalera y derramó sus tripas como una cadena de ancla. Se volvió en cuanto un puñal rebotó contra las escamas de su coraza.
—¡Me rindo! —dijo el hombre que había intentado matarlo.
Sátiro detuvo su mandoble. El hombre retrocedió y dejó caer el puñal.
—¡Me rindo! —repitió, y salió corriendo por la puerta.
—¡Sátiro! —llamó Eumenes de Olbia desde el pie de la escalera—. ¡Aguarda, chico!
El hombre que acababa de rendirse chocó de espaldas contra él, suplicando.
—¡Por favor! ¡Ayúdame! —chilló.
Los falangitas y los soldados de caballería habían usado escalas de mano para irrumpir en la exedra y estaban matando a cuantos hombres encontraban.
—¡Parad! —gritó Sátiro—. ¡Prisioneros! —rugió con su mejor voz de timonel durante una tormenta en el mar.
Los hombres le miraron, y la locura se borró de sus ojos.
Diodoro meneaba la cabeza.
—Tenemos cien prisioneros —dijo—. Ares y Afrodita. Macedonios. Por todas las sombras del Tártaro, ¿qué demonios hacían aquí?
—No es difícil de suponer, hermano —replicó Filocles—, pero no tenemos a los hombres a los que buscábamos.
Sátiro empujó al prisionero desde el pie de la escalera.
—Se ha ido hace un rato —dijo—. Pura mala suerte. Y se ha llevado a todo su séquito y a su guardia.
—Señor —murmuró el aterrorizado mercenario—. Señor, se fue a… arreglar… es decir… ¡A matar a don Tolomeo!
—¡Zeus Sóter! —exclamó Diodoro.
Terón y Eumenes comenzaron a quitarse la armadura sin decir palabra, y Sátiro se acercó a ellos.
—¿Corriendo? —preguntó, y ambos asintieron.
—¡Todos los atletas! —gritó Sátiro, y corrió la voz.
Dio acudió con una docena de muchachos. Se quitaron los kitoniskos, se echaron al hombro el cinto de la espada y se marcharon.
Corrían en grupo por las calles a oscuras; sus propios hombres los demoraron durante varias manzanas, ávidos de noticias, y en un puesto insistieron para que se dieran a conocer; eran buenos hombres que obedecían órdenes, pero perdieron un tiempo valiosísimo hasta que el oficial de los hippeis comprobó que eran ellos y los dejó seguir.
Corrieron como velocistas hasta la puerta del palacio, donde no encontraron a la guardia, sólo a un par de esclavos muertos.
—¿Dónde en el Hades vamos ahora? —preguntó Eumenes.
Sátiro conocía bastante bien el palacio. Condujo a todo el grupo a través del patio hasta la entrada del megaron, donde una pareja de hetairoi les cortó el paso con sus hierros.
—¡Estratocles intenta matar a don Tolomeo! —chilló Terón.
Sus palabras resonaron en la columnata, en el patio y en el jardín. Los dos soldados de caballería se les enfrentaron, claramente dispuestos a combatir.
—¡Alto, alto! ¡Conozco esa voz! —gritó un griego desde el interior del megaron, y entonces Gabines apareció en el arco de entrada con más guardias.
Eumenes, como oficial de alto rango, dio un paso al frente.
—Señor —dijo—. Soy un oficial de don Diodoro. Acabamos de apresar a cien amotinados; más, me parece.
—¡Alabados sean los dioses! —dijo Gabines.
—Nos han dicho que Estratocles el ateniense tiene intención de matar a don Tolomeo —prosiguió Eumenes.
—Ya lo sabemos —contestó el mayordomo en tono cansino—. Llegáis demasiado tarde. No lo ha conseguido.
—Gracias a los dioses —suspiró Sátiro, y detrás de él, sus leales compañeros vitorearon.
—Tal vez tú no deberías dar gracias a los dioses —dijo Gabines, mirando al joven—. Don Tolomeo se ha marchado hoy, en secreto, disfrazado de soldado de caballería. Está a salvo. —El mayordomo negó con la cabeza—. Pero el traidor de Estratocles se ha llevado a doña Amastris.