6

En cuanto estuvieron de vuelta en el patio comercial de Kinón, Filocles se puso a trabajar tras haber pedido mano de obra prestada del personal de la casa. Envió a Zósimo en busca de un talabartero que haría vainas, cinturones y correas para los coseletes, y él mismo comenzó por los escudos, arrancando los refuerzos de cuero viejo. Melita y Sátiro recibieron sendos botes de aceite rancio, trapos de lino y piedra pómez en polvo. Los gemelos se pusieron a frotar con entusiasmo la superficie oxidada de las hojas de las espadas, con la ayuda de varios esclavos que conocían bien el uso de aquel utillaje. No tardaron en estar sucios de óxido hasta los codos.

Kinón entró en el patio de trabajo vestido con un elegante quitón y con un pesado himatión envuelto sobre el hombro izquierdo. Echó un vistazo en derredor.

—Si te ha engatusado con un lote de cosas viejas…

—Me parece que estamos la mar de satisfechos —dijo Filocles—. Un poco de trabajo no nos hará ningún daño —agregó, mirando a los gemelos.

Sátiro estaba de acuerdo. Era divertido ensuciarse, daba gusto hacer algo para matar el rato. Disfrutaba con el lento progreso de su trabajo, observando cómo se iba desprendiendo el orín del acero, así como con el rítmico esfuerzo que ampliaba la superficie brillante. A su juicio, aquella tarea encerraba una lección.

Melita comenzó a tararear para sí mientras trabajaba; una canción sakje sobre beber vino. Sátiro se le unió cantando la letra.

Kinón asintió.

—Tengo una cita —dijo—. Tenedos ha salido a ver de qué se enteraba. Os veré a la hora de cenar —agregó. Se detuvo en la puerta de la calle al ver entrar a Zósimo con el guarnicionero, que llevaba el mandil y el cuchillo propios de su oficio—. Me recordáis a mi padre —comentó, mirando en torno a sí—. Cuando se preparaba para la guerra, todos sus clientes y amigos se juntaban para reparar sus equipos en nuestro patio, que se parecía mucho a éste.

Filocles levantó la cabeza. Sátiro siguió su mirada y vio lágrimas en el rostro del tebano, pero no interrumpió la canción.

La cena fue tan deliciosa como la de la primera noche, y Sátiro devoró con los ojos a Calisto hasta que todos se percataron de su inclinación por ella, aunque le costaba mantenerlos abiertos y se quedó dormido en el diván, para mayor vergüenza suya.

Melita se entretuvo hasta tarde, escuchando a los adultos trazar planes y fijándose en las complejidades del trato entre hombres. Se estaba consolidando una amistad entre Filocles y Terón, y algo similar entre Filocles y Kinón, pero este último y el atleta corintio no parecían llevarse demasiado bien. Los observaba detenidamente.

Una vez que el vino comenzó a circular deprisa y los esclavos se fueron a acostar, llegó Calisto y se acercó al diván de Melita.

—¿Podemos compartirlo? —preguntó.

Melita se hizo a un lado y la muchacha se recostó. Melita le echó un brazo al hombro y se acurrucaron juntas.

—No me han dicho que me retire, pero a Kinón no le gusta que escuche —dijo la bella Calisto—. Está flirteando con el espartano. ¿Por qué no dicen lo que quieren sin más?

Melita miró con disimulo por encima del respaldo del diván. Los hombres habían perdido el control por completo. Reían de la manera que Melita asociaba con las bromas sobre sexo o mujeres. En cuanto a eso, los sakje y los griegos eran muy semejantes.

—Filocles no sabe lo que quiere —dijo Melita.

—Mi amo lo desea —respondió Calisto.

Melita contuvo la respiración un momento.

—Creía que… Es decir… Parecía… ¡Ay, qué cosa! Pensaba que te amaba a ti.

Calisto se rio.

—Ante todo, señora, soy una esclava; puede tenerme cuando le plazca o enviarme a dar placer a sus huéspedes. Ya he pasado por todo eso. Pero no, en esta casa nunca me han pedido que complaciera a mi amo en nada, salvo sirviendo la mesa. Soy un adorno. Como las jarras de plata.

—Oh —dijo Melita—. ¿Y tú…? ¿Lo prefieres… a… complacerle?

Calisto se rio.

—¿Qué edad tienes, señora?

—Doce años —contestó Melita.

—Yo he estado con hombres desde los once —dijo Calisto—. A veces es agradable. A veces son hombres corpulentos y borrachos quienes me quieren encima de sus pollas en mitad de una fiesta. —Se encogió de hombros y se volvió para que Melita no le viera el semblante—. Pero nunca me ha encendido la pasión, bendita sea Afrodita, y Kinón no me ha echado en brazos de ningún hombre desde que puse el pie en esta casa. A lo mejor me vuelve a crecer el himen —dijo. Se giró con sumo cuidado, procurando que el diván no hiciera ningún ruido—. ¿Y tú? ¿Has estado con un hombre?

Melita notó que se ruborizaba.

—No —dijo—. Todo eso me parece… ridículo.

Calisto se rio entre dientes.

—No sabes ni la mitad. ¿Y tu hermano? ¿Lo ha hecho? —preguntó, arrimándose más a Melita.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo la joven, ambiguamente alarmada.

—Por nada —respondió Calisto—. Es bastante guapo para su edad. Los hombres lo desearán, y las chicas también.

—Dudo que mi hermano haya pensado mucho en eso —dijo Melita, tras meditarlo un momento.

Calisto se puso tensa y se apartó de nuevo. Estuvo un rato tendida dando la espalda a Melita y luego se puso de pie.

—Eso debe de estar bien —replicó con amargura, y desapareció en la penumbra.

Melita permaneció reclinada un instante, pero enseguida fue en busca de la esclava. Oía sus pasos en el peristilo, y le siguió el rastro. Calisto, que era mayor que ella, lloraba casi en silencio. Melita la alcanzó a la entrada de una habitación a oscuras mediante el simple recurso de correr unos pasos y cogerla del hombro.

—A veces soy una estúpida —se disculpó Melita.

Calisto se echó en sus brazos, sollozando quedamente. Melita cayó en la cuenta de que para un esclavo, ni siquiera sus sollozos le pertenecían.

—¡Eh! —dijo Melita. Procedía de una familia poco paciente con las lágrimas—. ¡Lo siento!

Calisto apoyó la cabeza en el hombro de su joven compañera.

Y de pronto comenzó a besarle la nuca.

Melita se quedó paralizada un instante, pero enseguida se zafó del abrazo de la chica con los trucos que le había enseñado su hermano.

—¡Eh! —dijo otra vez, y su voz amenazó con aumentar de volumen si fuera preciso.

—Oh —dijo Calisto—. Pensaba…

—Afrodita —protestó Melita.

—Me gustaría que fuésemos amigas —propuso Calisto.

—¿Siempre muerdes a tus amigas?

—Es divertido —susurró la esclava.

—Escucha —dijo Melita, levantando una mano—. En verano cabalgo con las doncellas lanceras. Sé lo que hacen las chicas. —Se encogió de hombros—. Quizá podamos ser amigas. —Apartó la espalda de la columna que tenía detrás—. Pero amantes, no. Tengo doce años, no cinco; sé cómo funciona todo esto.

—¿En serio? —preguntó la bella esclava, y Melita se percató de su jocosidad.

—Bueno —admitió Melita—, probablemente no.

Calisto le estrechó la mano.

Melita sintió una especie de revoloteo, como un arrebato que se extendía del pecho a las ingles. Soltó la mano de Calisto y echó a correr hacia su habitación, dejando a la esclava riendo, o llorando, a sus espaldas.

Pero le costó dormirse.

Melita se despertó pensando en Calisto, y en cuanto se hubo bañado fue a la habitación de su hermano, que estaba haciendo estiramientos como si se encontrara en la palestra.

—Te veo mejor —dijo ella.

Sátiro se encogió de hombros.

—Va y viene. ¿Y tú?

—Lo mismo. —La muchacha se sentó en el diván de dormir—. Te gusta Calisto —agregó en tono acusador.

—Es verdad —admitió su hermano, sonriendo—. Tal como nuestra señora madre prometió; con todo el sentimiento del mundo, como si ella fuese la única mujer que hubiese vivido jamás, Afrodita personificada.

Lo dijo burlándose de sí mismo, pues su madre les había dado un montón de sermones sobre los peligros del amor juvenil y las intrigas del sexo.

Luego se sentó al lado de su hermana y se abrazaron, ambos pensando en su madre.

—A lo mejor mamá está bien —aventuró ella.

Sátiro la estrechó con más fuerza y su gemela le correspondió.

—Anoche Calisto se me insinuó —añadió Melita.

Sátiro se irguió.

—Vaya.

—Me preguntó sobre ti —prosiguió Melita—. Me cae bastante bien. Es agradable tener una chica con quien hablar. Pero hay otra faceta en ella… algo que se me escapa. Cuando me preguntó sobre ti, parecía… ansiosa.

Sátiro se levantó y siguió haciendo las posturas defensivas del pancracio.

—Bueno, no me sorprende —dijo—. Todo el mundo sabe lo rico que soy y habrá pensado que sería un buen cliente. Me parece que ya conozco ese juego.

—Sí. Creo que es justo así como te ve.

Lamentaba hacer daño a su hermano, pero de todas formas le clavó la daga de sus palabras. Prometió a su madre, viva o muerta, que ocuparía su puesto cuando fuese necesario; en la familia tenía que haber alguien sensato. Y no iba a permitir que su hermano se prendara de una hetaira, por encantadora que fuera. Se sintió mejor.

—¡Au! —exclamó Sátiro. Había simulado una patada con la pierna izquierda para luego golpear con la mano, pero encendido por la ira había calculado mal la distancia y estampó el puño izquierdo contra la pared enlucida. Levantó polvo y renegó, metiéndose la mano debajo de la axila derecha—. Mierda —protestó.

—¡Sátiro! —le reconvino su hermana.

—Me siento como un idiota.

—Sin comentarios —dijo Melita—. Vayamos a comer algo.

—Necesito salir de esta casa. Vino una noche y esclavas la siguiente. Salva mi virtud, Lita.

—Hago lo que puedo —respondió su hermana.

—¿No tuviste tentaciones con ella? —preguntó Sátiro. Metió la mano en su jarra de agua.

—No —mintió Melita.

Fueron juntos a desayunar. Tomaron tortas con miel y semillas de sésamo; ambos comieron cuanto les ofrecieron, y luego tuvieron que bañarse otra vez porque estaban pegajosos. Filocles se rio de ellos, y Melita se rio de sí misma, pues a pesar de su sensatez (había rezado y vertido una libación a Atenea por haberla ayudado la víspera), seguía siendo una niña que comía demasiadas tortas.

A media mañana se encontraban de nuevo en el patio comercial, limpiando yelmos bajo la exigente supervisión de Terón. Filocles tenía un montón de pelo de crin.

Mientras trabajaban, el preceptor repasó su plan.

—Mañana o pasado partiremos hacia el sur —dijo—. Terón irá como capitán de la escolta y yo le acompañaré. Vosotros seréis dos niños nobles que viajan bajo nuestra tutela. Viajaremos a través de un territorio en guerra, aunque espero que no por mucho tiempo.

—¿Por qué no tomamos un barco para Atenas sin más? —sugirió Terón.

Filocles habló en voz baja.

—Tenedos dice que los infantes de marina del trirreme están vigilando los muelles. Creo que quieren que tomemos un barco de modo que puedan atraparnos en el mar. —Miró a Sátiro—. Esto es un rotundo «no» en lo que atañe a ir a ver a Isocles.

El muchacho siguió quitando pátina gris verdosa del yelmo que estuvo limpiando durante el rato que le llevó cantar para sus adentros todo el himno de Atenea. Luego dijo:

—¿Hasta cuándo nos perseguirán?

Filocles gruñó.

—No cejarán hasta que regreses, los mates y te proclames rey. Así son las cosas.

Miró a Sátiro a los ojos y el chico tuvo la impresión de que el espartano le hacía una difícil pregunta filosófica. Apartó la vista. Parecía que Filocles lo acusara de algo. De tener miedo; miedo de hacer valer sus derechos. O de alguna otra cosa.

—Estoy cansado de preocuparme —se quejó.

Terón meneó la cabeza.

—Sátiro, las preocupaciones acaban de comenzar.

Pareció ir a decir algo más, pero justo entonces entró Zósimo desde la calle. Se abrió paso entre las armas y hasta donde estaban los gemelos, a quienes hizo una ostentosa reverencia.

—El amo Eutropio os envía esto —expuso. Sacó un paquete envuelto en lino—. Ruega disculpéis que no tengan vaina.

Dentro del paquete estaban los dos puñales pesados, o espadas muy pequeñas, que habían visto bruñir el día anterior. En ese momento relucían como el agua y tenían empuñaduras de acero y hueso.

Filocles alargó el brazo.

—¿Puedo? —preguntó.

Melita le pasó el suyo.

—Faltaría más —respondió, aunque le encantó desde el momento en que lo tocó.

—Bonita pieza —alabó Filocles—. Está a medio camino entre un cuchillo de comer y una espada corta. —Lo devolvió a Melita—. Zósimo, ¿tendrías la bondad de llevárselos al guarnicionero?

Sátiro se levantó.

—¿Podrías transmitir mi profundo agradecimiento y el de mi hermana al herrero?

—Por supuesto —contestó Zósimo con una sonrisa.

Desde que los huéspedes habían llegado a la casa, había dos esclavos armados en la puerta de la calle. La abrieron para que Zósimo saliera y entró Tenedos, quien les lanzó una mirada iracunda y se marchó hacia las dependencias de los esclavos.

—Pensaba que había ido a comprarnos caballos de refresco —dijo Terón, cuando el mayordomo se hubo ido.

—Me parece que no tiene muy buen concepto de nosotros —respondió Filocles.

Entrada la tarde, los gemelos apenas eran capaces de seguir bruñendo de pura fatiga. Terón los había sometido a una sesión de entrenamiento en el jardín y Filocles les había impartido una lección de manejo de la espada en la tierra compactada del patio —meros rudimentos, y tan parecidos al pancracio que las posiciones de los pies eran casi idénticas, así como la mayoría de los ataques— antes de ponerlos de nuevo a trabajar. Sátiro levantó la cabeza y vio que Zósimo entraba entre los esclavos armados.

—El herrero está encantado de haberos complacido —dijo Zósimo—. Aunque podrás darle las gracias en persona. La caravana se formará en la herrería. Partiremos dentro de dos días, de modo que deberíais salir mañana por la tarde y pasar la noche allí.

—Gracias por tu ayuda, Zósimo —dijo Filocles.

—Iré con vosotros —apuntó el esclavo—. Me toca acompañar a la caravana a la ida y a la vuelta; luego seré libre. —Sonrió de oreja a oreja—. Salvo por los trámites legales.

—¿Y después qué? —preguntó Terón.

—Creo que intentaré aprender el oficio de herrero. El maestro Eutropio lleva años ofreciéndose a enseñarme. Bueno, al menos desde que se me ensancharon los hombros.

Se marchó sonriendo para sí.

El equipo que había en el patio estaba listo según los exigentes requisitos de Filocles; las hojas de las armas bruñidas y afiladas, los astiles de madera de las lanzas aceitados, las puntas pulidas, y las conteras brillantes como el oro. Filocles guardó los yelmos en bolsas de cuero, puso fundas a los escudos y se pasó el cinto de la espada por la cabeza. Terón hizo lo mismo. Les iban bien, y las vainas estaban hechas con esmero; eran de cuero sobre madera con accesorios de bronce. Los puñales de los gemelos tenían las mismas guarniciones, y se las pusieron con orgullo.

—Sospecho que eres la única griega de Heráclea que tiene su propio xiphos —comentó Terón mientras le ponía el yelmo—. ¡Salve, diosa de los ojos grises!

—Deja de hacer payasadas —le recriminó Filocles—. Ojalá pudiéramos irnos a la herrería ahora mismo.

—¿Y perdernos otra cena con Kinón? —replicó el corintio no sin cierta mordacidad, a juicio de Sátiro.

Filocles lo miró detenidamente.

—Eres un hombre virtuoso, Terón.

Éste se sonrojó.

—Dado que eres un hombre virtuoso, debo decir que algunas de tus insinuaciones son mujeriles e indecorosas.

Filocles, cuando estaba sobrio, resultaba bastante imponente.

El atleta frunció el ceño.

—Filocles, también tú eres un hombre de virtud. Pero bebes demasiado y pierdes la autoridad que deberías tener por derecho propio. La autoridad para decirme que soy mujeril, por ejemplo.

Ambos hombres estaban de pie.

—Lo que beba o deje de beber es un asunto entre los dioses y yo, corintio. Guárdate tus opiniones.

Filocles cerró los puños.

—Bonito discurso, espartano. Aunque los de tu tierra siempre han sido más dados a criticar que a asumir.

El corintio dio un paso hacia Filocles, que avanzó a su vez, mirando de hito en hito al atleta.

—¡Basta! —gritó Melita—. ¡Basta! ¿Habéis olvidado que en esta ciudad hay gente que quiere matarnos? —Se puso de pie y miró en derredor—. Voy a darme un baño —anunció—. Os recomiendo que hagáis lo mismo.

Se fue resueltamente del patio como una reina.

Sátiro estaba terminando de limpiar su yelmo y deseó ser tan valiente y majestuoso como su hermana. Terón miró a Filocles.

—Nos ha puesto en nuestro sitio, ¿eh?

—¿Has oído hablar de Kineas? —preguntó el espartano. Terón asintió—. Pues acabas de conocerlo. Ése era él, personificado en su hija.

El preceptor de los gemelos llenó una copa de vino de un odre colgado en la pared y derramó una libación al suelo.

—Por el espíritu de Kineas, y por sus hijos. Y por la amistad contigo, Terón —dijo antes de beber.

Terón cogió la copa de asta y miró a Sátiro.

—¿Es difícil tener por padre aun héroe o un semidiós? —Sonrió al chico—. Mi padre era pescador. A veces ése es el camino más fácil. —Alzó la copa hacia Filocles, vertió otra libación y adoptó la postura de un orador—. Por el espíritu de Kineas, que se sienta entre los héroes, Arimnestos y Dion y Timoleón, Ajax y Aquiles y todos los hombres que derramaron su sangre en la ventosa Ilion. Y por tu amistad, espartano, que significa mucho para mí, diga lo que diga cuando me enfurezco. Y por los gemelos.

Derramó vino en cada brindis y bebió. Luego le ofreció la copa a Sátiro, que la aceptó, deseando ser capaz de dar con algo noble que decir. Finalmente vertió una libación y dijo:

—Ojalá me pareciera más a mi padre. Que se halle con los inmortales, dándose un festín. Que vosotros dos seáis amigos.

Tomó un sorbo, sonrió con timidez y devolvió la copa.

La solemnidad del momento se vio interrumpida por los gritos de Melita en el baño. Estaba tirándole agua a alguien, y ese alguien chillaba y reía.

Todos se bañaron para cenar. Kinón regresó de sus recados poco antes de que los esclavos dispusieran los divanes.

—¡Atún! —anunció Melita al entrar. Iba elegantísima con un quitón jónico cuyos broches eran sendos ciervos de plata; ciervos sakje, hechos por un herrero en el mar de hierba. Se recostó en el mismo diván que su hermano—. Calisto dice que vamos a tomar atún porque es la última noche que pasamos aquí.

Sátiro parecía un príncipe, con un quitón de lana blanca decorado con llamas anaranjadas y rojas que subían desde el dobladillo y bajaban desde los hombros, formando un estampado que desconcertaba a la vista; la prenda la sujetaba un broche de oro en cada hombro.

—¿Lo has encontrado en tu cama? —preguntó a su hermana.

—No, Calisto me lo ha traído cuando he acabado de bañarme.

Melita no estaba acostumbrada a reclinarse, y levantó la cadera para alisarse el vestido. Kinón sonrió.

—Quería que ambos tuvierais algo bonito que poneros. Dionisio se ha avenido a recibiros mañana, en público. Después de eso, estaréis a salvo. De hecho, yo dudaría en marcharme con la caravana; estaréis más seguros aquí.

—Más vale que no los manchemos de comida —dijo Melita en voz baja.

Filocles no parecía contento.

—Por más que gocemos con tu hospitalidad… —comenzó, pero Kinón le interrumpió.

—León, nuestro amo, ha viajado hasta las Columnas de Hércules, en los confines occidentales del mar. El asunto que lo llevó allí es secreto; incluso el propio viaje lo era. Pero hoy he recibido la noticia de que ha regresado sano y salvo a Siracusa, y que visitará Alejandría en verano antes de venir aquí. Lo esperamos para finales de otoño. Le he enviado cartas. En mi opinión, deberíais aguardar aquí. Además, he iniciado gestiones para que Sátiro hable ante la asamblea de Atenas. He hablado con Teógenes, que a veces representa los intereses de Atenas aquí, y ha propuesto que fuerais a vivir a su casa en calidad de ciudadanos atenienses. —Kinón bebió un sorbo de vino—. No me fío de él hasta ese punto. Tiene alojado a Estratocles.

—¿Quién es Estratocles? —preguntó Terón.

—Un político ateniense —contestó Kinón—. Llegó hace dos días en un trirreme de Panticapea —explicó, e hizo una pausa para que asimilaran la trascendencia del dato.

»Ahora sostiene que es el representante de Atenas aquí, en Heráclea. Alega una vasta fortuna, contactos familiares y poder político. —Se encogió de hombros—. No sé a qué atenerme, aunque desde luego tiene la apariencia de un representante de Atenas. Está comprando todos los cargamentos de grano que tenemos en venta, y eso le granjea amistades. Yo mismo he hecho negocios con él. Es un demócrata convencido, la clase de hombre que quiere otorgar el mismo poder a todos los ciudadanos. Él y León a veces son rivales. Y tiene fama de asesino. Allí donde va, los enemigos de Atenas mueren.

—Pues será cuestión de evitarlo —comentó Filocles, sonriendo.

—No, no —repuso Kinón—. No me fío de él, pero el tirano le escucha; me refiero a Demetrio de Falero, el tirano de Atenas. Y Demetrio era amigo de Focionte y de Kineas, vuestro padre. Le necesitamos. Puede conseguiros un pasaje a Atenas con garantías de seguridad.

—Sólo que llegó aquí en el trirreme de Panticapea —terció Sátiro, y Filocles asintió.

—Ares, menuda ratonera. Creo que deberíamos mantenernos alejados de ese tal Estratocles, para ver qué podemos averiguar acerca de él. Entretanto, ¿qué pasa con Macedonia? —preguntó Filocles—. ¿En qué términos estáis con Poliperconte?

Kinón alzó la copa para que le sirvieran más vino. El intenso aroma del atún en salsa llegaba desde la cocina. Los esclavos pusieron cuencos de col blanca en vinagre de miel sobre las mesas auxiliares ubicadas al lado de cada comensal.

—Ah, el meollo de la cuestión. —Kinón bebió un poco—. No es Poliperconte con quien teníamos buena relación. Me parece que no estás al día, amigo mío. Poliperconte fue depuesto como regente de Macedonia, y Casandro, el hijo de Antípatro, es quien lleva las riendas; aunque detrás de él está la loca de Olimpia, la madre demente de Alejandro.

—Vaya, eso sí que es una novedad —dijo Filocles—. Algo dijiste anoche antes de acostarnos. ¿Y qué pasa con Heráclea? ¿De parte de quién está?

Kinón meneó la cabeza.

—No hay nadie que esté de nuestra parte. Pérdicas, ¿te acuerdas de él? Era el comandante en jefe cuando Alejandro murió. Pues bien, Pérdicas nos asignó a la satrapía de Frigia después de negarse a reconocer el estatus de ciudad libre que hemos ostentado durante tantos años. Por supuesto, recibió nuestro descontento y a los exiliados, y amenazó, a través de su lugarteniente, Eumenes el Cardio, con sitiar la ciudad. Entonces murió en Egipto, asesinado. Ahora Antígono tiene a su ejército y se enfrenta al Cardio. ¿Seguís confundidos?

—Pero… —dijo Filocles—, ¡tú y León vendéis armas al Cardio!

—No —respondió su anfitrión. Volvió la vista atrás hacia donde Calisto estaba indicando a los esclavos que sirvieran el atún. Estaba más guapa que nunca con un quitón cruzado azul oscuro—. No —repitió Kinón, que a todas luces había perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Miró hacia otro lado—. No —dijo por tercera vez—. Vendemos armas a vuestro Diodoro, que es un gran capitán y un buen cliente. Sirve a Eumenes el Cardio por dinero, y con el permiso e incluso el apoyo de Tolomeo de Egipto. Nosotros preferiríamos que derrotara al Cardio. Aunque en realidad lo que desearíamos es que siguieran combatiendo entre ellos en Frigia y que nos dejaran en paz.

—No lo entiendo —murmuró Sátiro, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.

Kinón probó el atún para sus invitados y asintió vigorosamente.

—Magnífico. Di a la cocinera que es un genio. —Miró de nuevo a Sátiro—. Nadie es capaz de entenderlo todo, joven príncipe. Pero Herón, en Panticapea, forma parte de este juego. Los grandes jugadores quieren que los menos importantes estén de su parte o fuera del juego. Vuestra ciudad de Tanais ponía en entredicho el reino del Bósforo, y vuestra madre era la reina indiscutible de todos los asagatje. Eso os convierte a vosotros en herederos de dos pequeños imperios que, unidos, abarcan todo el norte del Euxino. Eso significa oro, grano, guerreros sakje y griegos.

Se detuvo un momento para observar a los criados que llevaban el atún al jardín, exhibiendo su tamaño y calidad antes de cortar los filetes para servirlos en fuentes.

Kinón lo contemplaba todo con gesto orgulloso, tanto por su personal como por su mesa.

—Los macedonios no están unidos —prosiguió—. La muerte de Antípatro fue como el fin del mundo para ellos. Antígono no es Antípatro, y Casandro, u Olimpia, todavía no están al mando. Los atenienses siguen siendo poderosos y respaldarán a cualquiera que expulse a la guarnición de su ciudad; por el momento, son partidarios de Casandro. Y éste necesita grano del Euxino para ganarse el favor de Atenas. ¿Se entiende lo que digo?

Se miraron unos a otros, confundidos.

—He oído todo esto cada día en Corinto y sigo sin entenderlo —admitió Terón.

—El Ática y Atenas consumen el triple del grano que producen —explicó Kinón—. Hombres como yo se hacen ricos acumulando grano del Euxino y vendiéndoselo a Atenas. Casandro necesita que ese grano siga fluyendo para que Atenas esté contenta, y puede conseguirlo apoyando a Eumeles de Panticapea para que se erija en el único rey del Bósforo. De ahí que vosotros, niños, os interpongáis en su camino y debáis ser eliminados.

—Yo habría llegado a esa misma conclusión —asintió Filocles.

—Nuestro León ha invertido mucho en Egipto y en la nueva ciudad de Alejandría —prosiguió Kinón—, de modo que, os guste o no, somos aliados de Tolomeo. Eso nos sitúa contra Casandro, a veces contra Antígono y otras contra Eumenes el Cardio. El primero está loco por el poder, Antígono es un excelente general y un nefasto gobernante, mientras que Eumenes sería un gran hombre si no fuera tan propenso a demostrar que es mejor que cualquier macedonio. En realidad es el mejor general y el mejor hombre de los tres, pero es griego, no macedonio; ya os figuráis lo que eso significa.

—Lo sé —dijo Filocles, dedicándole una adusta sonrisa.

—Y se casó con la amante de Alejandro, ¿lo sabías? Banugul tuvo un hijo de Alejandro, aunque muy pocas personas lo saben. Un muchacho muy apuesto que se llama Heracles.

Melita tenía los ojos puestos en Calisto y reparó en que la esclava escuchaba atentamente y en que en un momento determinado sus ojos se desviaron para mirar a otra persona, alguien que estaba de pie detrás de Melita. Se recostó, pasando el brazo por encima de su hermano, y vio a Tenedos, el mayordomo, junto a un aparador con una jarra de vino. El hombre no daba muestras de prestar atención a la conversación, y Melita veía a tantos esclavos ir y venir que no estuvo segura.

Quizá los esclavos siempre escucharan.

—Conozco a Banugul —dijo Filocles.

—¡Ya lo dijiste anoche! —Kinón sonrió—. Deduzco que hay mucho por saber. León fue excesivamente efusivo en sus alabanzas. Continúa siendo amigo de ella, le presta dinero y sigue los progresos de su hijo.

Mientras Melita lo observaba, Filocles bebió un sorbo de vino y se quedó mirando al vacío, perdido entre sus recuerdos. Junto a ella, su hermano carraspeó.

—Me parece que lo entiendo, amo Kinón. El caso es que Casandro tiene que aliarse con Herón —dijo. Un esclavo le dio una copa de oro y el muchacho bebió un sorbo con ademán apreciativo—. Ahora veo qué bandos se formarán y las consecuencias que eso tendrá para el Euxino.

Kinón miró con respeto al chico.

—Sí, joven príncipe. Lo que dices es exactamente correcto. Sólo he tenido unos pocos días para reunir esta información, pero a mí me parece que Herón se ha ofrecido a poner todo el norte del Euxino a disposición de Casandro a cambio de tener las manos libres.

—¿Hay noticias de nuestra madre? —preguntó Melita a media voz.

—Me temo que no —contestó el anfitrión, negando con la cabeza.

—Hagamos honor a la comida y apartemos los pensamientos tristes —propuso Filocles.

Melita se echó hacia delante, apoyando el mentón en el hombro de Sátiro.

—Piensan que ha muerto —dijo.

—Sí —susurró Sátiro. La comida daba vueltas ante sus ojos.

Melita lo abrazó.

—Es mejor que esté muerta y no esclavizada o algo peor. Somos sus hijos, y los hijos de Kineas. Convierte tu rostro en una máscara de bronce y comienza a pensar en nuestra venganza —agregó la muchacha, aunque se le quebró la voz.

Sátiro fue el primero en sollozar, pero un instante después ambos lloraban; no eran audaces príncipes del Euxino, sino dos niños cuya madre seguramente había muerto. Se tendieron juntos, llorando, y los demás comensales procuraron no mirarlos.

Los sollozos se prolongaron hasta que los demás hubieron dado cuenta de buena parte del atún, pero luego se enjugaron las lágrimas y comieron. Sátiro comenzó a construir mentalmente su máscara de bronce. El yelmo nuevo de Filocles tenía una visera alta y una larga barbera que le cubría la cara, imitando un bigote, una barba y un gorro tracio. El muchacho mascaba el sabroso atún y las ostras con salsa de salmón, todo ello acompañado de rico pan de cebada, mientras pensaba en la máscara de la armadura y en cómo le ocultaría el rostro, disimulando su miedo. «Si no puedo ser valiente —pensó—, fingiré que lo soy. Ese es mi deber.» Miró a su hermana, que a todas luces disfrutaba de la comida, vertiendo grandes cantidades de vinagre de miel sobre el pescado de una manera que la cocinera no habría aprobado, para satisfacer su goloso paladar, y se preguntó por qué los dioses habían hecho tan valiente a su hermana.

Tomó varias copas de vino a propósito. Luego, cuando los hombres se disponían a beber en serio, Sátiro se levantó de su diván sosteniendo una crátera. Se plantó en medio del jardín y los demás se callaron. Estaba nervioso; corría un riesgo, aunque no sabía exactamente cuál.

—Kinón, ésta quizá sea nuestra última noche como huéspedes tuyos. Hoy ofrezco una libación a Zeus, amo supremo, que ama a los hombres que tienen huéspedes. Y ofrezco una libación a Atenea, mi patrona, y a Heracles, mi antepasado, y a todos los dioses.

Sátiro, presa de la euforia, apenas se sentía nervioso. El vino era su aliado.

—¿Habéis oído? —dijo Terón.

—Bien hablado —corroboró Filocles.

—Y ante todos los dioses pronuncio este juramento. Que ni la edad ni la debilidad ni las heridas, ni el número de mis enemigos, como tampoco ningún otro poder de la tierra, de los cielos o del inframundo me impida, nos impida, a los gemelos, vengarnos de quien ordenó —se le cayó la máscara y se le quebró la voz—, de quienes ordenaron la muerte de nuestra madre. Morirán. Lamentarán el día en que decidieron comenzar esta guerra.

Filocles lo miraba con ojos tristes.

—¡Ay, chico, semejante juramento, una vez pronunciado, adquiere fuerza! Ahora mismo las Furias escuchan y mueven los hilos del destino. ¿Qué dicha acabas de perder? ¿Qué sino has creado?

Melita se levantó y se puso al lado de Sátiro.

—Comparto este juramento con mi hermano. Nos traen sin cuidado las consecuencias, querido preceptor. Nos vengaremos. Eumeles, el que antes era Herón, morirá. Upazán morirá. Casandro de Macedonia morirá. Cada mano contraria a nosotros, hasta el final de la partida…

—¡Basta! —suplicó Terón—. Por los dioses, ¿queréis parar antes de que los dioses os castiguen a vosotros primero?

Melita parecía enardecida. Los últimos rayos del sol le iluminaban el rostro, los ciervos de los hombros titilaban como estrellas y su vestido era de un blanco sobrenatural.

—Nada nos detendrá —añadió.

Sus palabras sonaron oraculares. Una racha de viento barrió el jardín, agitando las rosas y haciendo que las teas llamearan.

Calisto juntó las manos.

—¡Que los dioses te oigan, Melita! —dijo, y acto seguido pareció avergonzarse de su atrevimiento.

Filocles miró a Terón, que ocupaba el diván contiguo.

—¿Seguro que quieres quedarte con estos niños? —preguntó, sin el menor atisbo de ironía.

El corintio suspiró.

—Siento el peso del sino —dijo—. Hasta hace un momento tan sólo era el hijo de un pescador.

—Ahora eres el aliado de los gemelos —señaló Filocles.

Kinón negó con la cabeza.

—Jurar venganza está muy bien en mi rosaleda —dijo—. Pero guardaos de mencionarlo ante Dionisio. Él juega a su manera. Y juega bien. Se mostró más hábil que Alejandro y nos ha mantenido libres de Pérdicas y de Casandro. No hagáis que os expulse, pues no os dará refugio si ponéis en peligro su política.

—¿Cómo es él? —preguntó Filocles.

—Es el hombre más gordo que hayáis conocido jamás —respondió Kinón—. Y tal vez el más tortuoso y despiadado. Hay quien dice que es el alma de Dionisio de Siracusa rediviva. Es el heredero de su hermano. Y no le teme a nada.

Terón apuró su copa de vino.

—Eso no quita que sea un tirano —dijo—. Yo soy corintio. Timoleón derrocó a ese Dionisio de Siracusa.

Kinón miró en derredor.

—Esas cosas no se dicen en Heráclea.

—Tú quizá no las digas —repuso Terón, encogiéndose de hombros—. Yo soy de Corinto, la ciudad que da muerte a los tiranos.

Filocles fulminó al atleta con la mirada.

—Tal vez deberíamos llamarla la ciudad de los malos invitados, ¿eh? Piénsalo bien, Terón. Este hombre nos ha hecho regalos a los que no podemos corresponder, ¿y cómo se lo pagamos? ¿Con grosería?

En lugar de enfadarse, Terón expresó su vergüenza.

—Mis disculpas, anfitrión. Filocles lleva razón.

Mientras los adultos seguían hablando de política, Sátiro contemplaba a Calisto, sentada junto a su amo.

—Deberíamos acostarnos, si mañana tenemos que ser príncipes ante el tirano —señaló Melita.

Sátiro asintió y bostezó, ansioso por ser adulto también pero sin fuerzas para serlo.

—A la cama —dijo Sátiro.

Calisto le sonrió y él le correspondió. Sabía que no volvería a verla nunca más, y todo le parecía muy injusto. No obstante, se levantó para dar las buenas noches, agradeciendo con su hermana a Kinón su impecable hospitalidad, cosa que hizo sonreír a su anfitrión.

Dio un traspié en el suave mármol del peristilo y ni siquiera se desabrochó el quitón, sino que se lo pasó por la cabeza para dárselo a un esclavo antes de meterse en su diván de dormir. El aire primaveral era un tanto fresco y se tapó con su manto tracio, cuidadosamente lavado por el personal de la casa, y cayó dormido.