12
Sátiro vio despuntar el día ataviado con sus botas, un coselete debajo de la clámide y un sombrero de paja de ala ancha colgado a la espalda. Fue un amanecer espectacular, rosa y gris, rojo y dorado, y el muchacho siguió echando vistazos al cielo mientras ayudaba a Terón a cargar las mulas que habían traído consigo todo el camino desde Heráclea.
En torno a ellos, en la penumbra del alba, los hombres se dirigían al frente establecido a unos ocho estadios del campamento. El despliegue estaba cuidadosamente organizado, aunque Sátiro lo observaba con ojo crítico, pensando cómo podría mejorarse. En las bocacalles del campamento los hombres formaban grupos que luego se reunían en taxeis. Los mejor entrenados marchaban marcialmente, pero había muchos —los frigios, los numerosos tracios, lidios y carios— que se limitaban a caminar detrás de un oficial o de un noble a quien conocieran. Los oficiales del estado mayor, resplandecientes de hierro y bronce, con grandes penachos de crines teñidas, cabalgaban de un lado a otro entre la muchedumbre, gritando constantemente. «¿Artabazes? ¿Jabalinas carias? ¡No! ¡No! ¡Vosotros vais en el ala derecha! ¡No, señor, tenéis que marchar en esa dirección!» y «¿Felipe? ¿Escudos Blancos? Sí, señor. En el centro de la línea, con los Escudos Plateados a vuestra derecha. ¡Sí, señor!»
Cuando las bestias de carga estuvieron listas y Safo ordenó que se trasladaran a la parte trasera del campamento, los gemelos fueron al principio de su calle para contemplar el gran desfile del ejército. Llegaron justo a tiempo para ver pasar a los elefantes, sesenta bestias enormes que parecían la encarnación misma del poderío militar, todos ellos engalanados con mantas rojas y blancas, con argollas de oro, protectores de bronce para el pecho y la cabeza, y con sus mahouts tan bien armados como los generales.
—¡Ahí está Tavi! —gritó Sátiro, y se puso a saludarlo con la mano como un loco.
El hindú, que ahora parecía un Aquiles moreno con un quitón púrpura y un coselete que alternaba hileras de escamas de oro y de plata, alzó su focino, un arma en sí mismo, y los saludó. Detrás de él, un par de macedonios con largas sarisas se despidieron de los niños con la mano.
En su calle, el cuarto escuadrón de los mercenarios de Diodoro —todos los hombres que habían pasado la noche de guardia o efectuando otros servicios— se reunía y montaba, y cuando pasaron los elefantes cada uno de ellos se apresuró a sujetar la cabeza de su corcel. Los caballos piafaron y se movieron inquietos hasta que el último elefante se alejó lentamente.
En ese momento Crax saltó a su silla y gritó a voz en cuello para que el escuadrón formara. Miró a los gemelos a través del polvo arremolinado.
—Sed prudentes —les recomendó—. Si todo se va a la mierda, agrupaos detrás del barranco. ¿De acuerdo?
Sátiro asintió, y Crax saludó con el puño y el escuadrón enfiló la calle, despacio al principio, luego más deprisa, hasta que los jinetes desaparecieron en la nube de polvo que levantaban. Todos los soldados saludaron a los gemelos al pasar, y muchos de los celtas se agacharon y tocaron a Melita para que les diera buena suerte.
—¡Quiero ver la batalla! —dijo Sátiro a Filocles.
—¡Yo también! —exclamó Melita.
—Por supuesto —respondió el preceptor, y señaló el promontorio desde donde habían visto el campamento por primera vez. Él y Terón reunieron caballos y los cuatro montaron.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Safo. Llevaba pantalones persas, una chaqueta saje y el pelo recogido en trenzas.
—Por favor, tía, ¡queremos ver la batalla! —rogó Melita—. Filocles subirá al promontorio con nosotros.
—Voy a enviar a un esclavo con vosotros —accedió Safo tras sopesarlo un momento—. ¡Targis! Ve con el amo Filocles y los niños. Ven a avisarme si sucede algo malo.
Se llevó al espartano a un aparte. Hablaron en voz baja un momento y, de pronto, Safo se arrojó a sus brazos, llorando. Sátiro lo vio, pero no estuvo muy seguro de que hubiera ocurrido realmente, porque un instante después Safo estaba dando órdenes, y el único signo de que hubiera llorado era cierta rojez en torno a sus ojos. Filocles regresó junto a ellos.
—¿Targis? —dijo el preceptor con la cortesía que siempre mostraba con los esclavos—. Acompáñanos, por favor.
Targis era un muchacho pálido y rubio con las piernas muy largas, como un corredor. Asintió a su ama y siguió al grupo.
—Me pregunto qué habrá sido de Felipe y Draco —comentó Sátiro.
—No creo que les haya ocurrido nada malo —respondió Filocles, enarcando una ceja.
—Los echo de menos —dijo Sátiro.
—Estás comenzando a ver que hay un mundo más allá de ti mismo —señaló el espartano.
Cabalgaron al trote hasta lo alto del promontorio, y Targis corrió tras ellos con soltura, dándose impulso con los brazos.
—Ha entrenado en un gimnasio —dijo Terón, admirando su forma física.
Cuando se detuvieron, el corintio hizo una seña al esclavo para que se acercara.
—¿Has sido atleta? —preguntó.
—No nací esclavo —contestó Targis, desviando la mirada.
—Nadie nace esclavo —intervino Melita—. Los hombres se esclavizan mutuamente.
—¡Muestras signos de auténtica sabiduría, niña! —exclamó Filocles—. ¿Dónde has aprendido tales cosas?
—Tú me las has enseñado, maestro —contestó Melita con rubor.
—¡Bah! —respondió él—. Yo nunca he dicho nada tan bien expresado.
Sátiro apenas los oía. Dedicaba toda su atención al amplio trecho de llanura que se extendía hacia el norte y el oeste, donde ambos ejércitos estaban formando, e ignoraba el movimiento de hombres y caballos en lo alto del promontorio para concentrarse en los ejércitos que se desplegaban a sus pies.
En lo más alejado de la vasta llanura de sal había hostigadores, psiloi y peltastai. Ninguno de ellos era visible como individuo, pero el movimiento de tantos hombres, aun estando tan separados entre sí, levantaba un polvo de sal que recordaba la pelusa del diente de león.
Tras la cortina de sus hostigadores, el ejército de Eumenes estaba a medio formar, con la falange en medio lista para entrar en acción, con las lanzas erectas y las puntas relucientes al sol por encima del polvo. La caballería del flanco derecho, donde Diodoro ostentaba el mando, aunque subordinado a Felipe, un macedonio, ya casi había formado. Sátiro distinguió a los prodromoi y los exploradores, en la parte exterior y a los jinetes con armadura más próximos a la falange.
En la izquierda, no obstante, más cerca del campamento, todavía reinaba el caos. Una pesada cortina de arena se alzaba en el aire, ocultando a la mejor caballería de Eumenes y a sus peltastai, que estaban formando para cubrir el flanco de la falange en las zonas más agrestes de la llanura, donde el espeso matorral y un olivar interrumpían los campos llanos.
Al otro lado del valle, Antígono el Tuerto formaba a su mejor caballería a la derecha, delante de la más selecta caballería de Eumenes, y casi todos los jinetes estaban ya en sus puestos. En la falange que ocupaba el centro de su línea de batalla reinaba la confusión, y el flanco izquierdo fluctuaba, medio oculto por la polvareda. El extremo izquierdo, la parte de su ejército enfrentada a Diodoro, reaccionaba ante la evidencia de que el flanco de éste se extendía mucho más que el de su adversario, haciéndolo vulnerable.
Nada parecía suceder deprisa. Desde aquella distancia no veían individuos, y lo único que oían era un vago fragor, como el de un lejano arroyo discurriendo entre rocas.
—¿Por qué aguardan a que el enemigo haya formado? —preguntó Sátiro—. Seguro que quien forma primero tiene una clara ventaja.
—No está mal la pregunta, para un cachorro —ladró una voz ronca. Justo a su derecha, sin que se hubiesen dado cuenta por lo absortos que estaban contemplando el despliegue militar, una cabalgata había subido al promontorio. Un hombre de tez morena con un peto plateado y el yelmo a juego se acercó a ellos.
»Ningún comandante atacará mientras no esté seguro de sus posiciones, y cuanto más tiempo mantengamos a nuestros hombres en la línea, más cosas se le ocurrirá corregir. Puede prolongarse todo el día. La guerra no es más que una competición de errores. Cuantos menos cometas, más probable es que venzas. No he conseguido situar a mi ala derecha en la línea, y no tengo a mis peltastai donde los quería. Y mi adversario ha pifiado la disposición de sus elefantes; los ha comprometido en la línea. Ahora se ha dado cuenta del error, sospecho que su hijo ha tenido algo que ver en ello.
—Eumenes —dijo Filocles. Estaba de pie y saludó a la manera espartana.
—Por todos los dioses, un espartano. Tanto gusto, señor.
Eumenes le tendió la mano, inclinándose sobre la silla, y el preceptor se la estrechó.
—Soy Filocles, un amigo de tu strategos Diodoro y de Kineas, con quien luchaste en Bactria. Éstos son sus hijos.
El hombre hizo una mueca.
—Podrías alojarlos con Heracles. ¡Abriríamos un albergue para huérfanos de grandes generales! —Bajó la vista a los gemelos, imperioso en su atuendo de púrpura y plata—. ¿Qué os parece, niños?
—Pienso que estás escondiendo tus elefantes en esa nube de polvo —declaró Melita—. Y que arremeterás contra el enemigo por el centro.
—Pienso que el flanco del tío Diodoro se extiende más lejos que el de su oponente —terció Sátiro—. Y que los jinetes enemigos tienen miedo.
—No está mal —dijo Eumenes, con el aire de quien dispone de todo el día para comentar su táctica con unos críos—. No está nada mal. Pero he aquí la cuestión, niños. Tiene más caballería que yo. Sin embargo, su línea de batalla es más corta. ¿Dónde está el resto de la caballería? Eso es lo que he venido a ver desde aquí.
Sátiro y Melita cruzaron una mirada.
Eumenes prosiguió, hablando mayormente para sí mismo.
—Las batallas suceden porque ambos generales piensan que están en una posición superior, y uno de ellos siempre se equivoca —explicó—. O porque uno de ellos está desesperado. Mi falange es mejor y tengo más elefantes. El Tuerto tiene más caballería. Es su única ventaja, aparte del hecho de que él es macedonio y yo griego. —Sacó una toalla de lino de su macuto y se limpió la frente—. De modo que ¿dónde puñetas está? Si la ha enviado a los flancos… Bueno, tal vez me dé tiempo de aplastar su centro antes de que lleguen. Sin polvareda. Supongo que podrían venir desde detrás de aquella serrezuela al oeste, pero eso son veinte estadios.
Volvió a guardar la toalla.
—Bien, espartano, disfruta con la vista. Niños, considerad esto una lección.
Sin decir más, hizo una seña a su séquito y bajaron del promontorio al galope, levantando una nube de polvo que tardó un rato en disiparse, oscureciendo su visión del campo de batalla.
Terón abrió una canasta y sirvió un almuerzo frugal a base de higos y dátiles. Todos disfrutaron comiendo las sabrosas frutas, y estuvieron pegajosos antes de que el polvo se aclarase.
—Así que ése era Eumenes el Cardio —comentó Sátiro.
—En carne y hueso —contestó Filocles.
—¿Qué crees que quería decir con que esto es una lección? —preguntó el muchacho.
Filocles adoptó el aire que ambos gemelos asociaban con sus enseñanzas.
—¿Cuál ha dicho Eumenes que era la clave de una batalla? ¿Por qué ocurren las batallas?
—Las batallas suceden porque ambos generales creen que son superiores, y uno de ellos se equivoca —dijo Sátiro, muy serio.
Melita le dio un codazo.
—En este caso, creo que Eumenes ha decidido que su adversario va a jugarse la batalla marchando contra el flanco, y él apuesta por sus elefantes —explicó Filocles, y señaló hacia el campo, donde la cortina de humo se iba disipando lentamente—. Uno de los dos se equivoca.
—¿Cuál de ellos? —preguntó Melita.
—Pregúntale a Zeus —dijo Terón—. ¡Mirad!
En la llanura, toda la línea de Eumenes había comenzado el avance. La aparente confusión de su flanco izquierdo ahora se reveló como una estratagema, con todo el poderío de sus elefantes protegiendo la izquierda de su falange y avanzando con audacia apenas un estadio por detrás de la línea principal. A la derecha, la caballería de Diodoro ya había iniciado la carga, adentrándose en el campo.
—Pero… —Sátiro saltaba a la pata coja—. Pero… ¡No está pasando nada!
—Una vez que comienza la batalla —dijo Filocles con voz extraña, casi como si estuviera borracho—, todo va bastante deprisa.
Mientras observaban, ambos bandos maniobraron, poniendo las últimas unidades en línea o tratando de reforzar las divisiones peor formadas, de modo que ambos tenían algunas fuerzas en movimiento y toda uniformidad estaba hecha trizas, salvo en los respectivos centros, donde las falanges marchaban en orden. Parecían iguales en tamaño, y se estaban aproximando una a la otra; apenas mediaba un estadio entre ambas.
—Esta es la peor parte para la tropa —observó el espartano—. Cuando ves esa pared de puntas de lanza que viene hacia ti, te sientes desnudo. Sólo el sentido del honor, y el miedo al desdén de los dioses y de tus amigos, te empuja a seguir avanzando. El corazón te palpita como si fueras a morir. —Apartó la vista—. Pobres desdichados. Que los dioses los acompañen a todos.
—¡Mirad! ¡Los nuestros están venciendo! —chilló Melita, que observaba a la caballería del flanco derecho, donde estaba estacionado Diodoro.
—¡Ares! —exclamó Terón—. Qué rápido.
—O bien el Tuerto ha tendido una trampa y Felipe ha caído en ella —dijo Filocles, meneando la cabeza—, o el Tuerto ha cometido un error.
Sátiro vislumbró los destellos de sol de unas armas en el extremo derecho.
—Es una trampa. ¡Oh, tío Diodoro!
Mientras la línea entera, una línea poco compacta, de delante de Diodoro se combaba y huía, los lanceros que emergían de la serrezuela oriental arremetieron contra sus prodromoi por el flanco. Pero la contienda no era en modo alguno desigual, y justo antes de que la neblina de la batalla les ocultara la acción en la derecha, vieron a todo un regimiento de caballería de Diodoro salir de la distante polvareda y caer sobre la emboscada, mientras el grueso de la tropa seguía avanzando.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Sátiro.
—No lo sé —admitió Filocles, rascándose la barba—. Los combates de caballería son rápidos y desconcertantes. Es como ver a dos perros tratando de morderse el cuello: hasta que uno cae muerto, cuesta adivinar cuál ganará. Pero Diodoro lleva en esto desde antes de que vosotros nacierais. Supongo que se ha metido en la trampa con los ojos bien abiertos.
Mientras Filocles hablaba, las falanges del centro ya estaban tan cerca la una de la otra que parecían una única masa. Y de pronto ambas parecieron dejar de avanzar, aunque las últimas filas siguieron haciéndolo. De niño, Sátiro había visto una vez a dos orugas chocar de frente encima de una ramita, juntando las cabezas mientras las patas traseras seguían avanzando; las falanges estaban haciendo algo muy semejante. Y entonces les llegó el fragor de la batalla, un verso de peán y el estrépito de dos grandes cuerpos al chocar.
—Ambas han resistido —observó Filocles.
—Ambas estaban avanzando —repuso Terón.
—No me refería a eso —replicó el espartano con irritación—. Lo que debería haber dicho es que ninguna se ha quebrado antes de entrar en contacto. A menudo sucede, aunque a nadie le gusta hablar de ello.
—¡Mira! —exclamó Melita, agarrando el hombro de su hermano y dándole un tirón.
Sátiro apartó la vista del combate a muerte que se libraba en el centro y de los elefantes que marchaban imperturbables desde la segunda línea. La izquierda de Eumenes, el sector de caballería de élite, que quedaba más cerca del campamento, estaba a punto de recibir por el flanco la embestida de una oleada de caballería. Sátiro no había reparado en su aparición.
—¿De dónde han salido? —preguntó.
—Van a arremeter de pleno contra nuestra caballería —dijo, y se mordió los labios.
—No es muy diferente de ver el clímax de una carrera —observó Filocles—. Salvo que los contendientes fallecen.
—Diodoro tiene que girar hacia el flanco de la falange enemiga —agregó Sátiro, tras un tenso silencio.
El enemigo superaba en número a la caballería de élite de Eumenes, y su antipatía por su patrono se hizo patente en la premura con que se batió en retirada, dejando que el ala izquierda se desmoronara rápidamente. Bactrianos y medos avanzaban en tropel, y muchas de sus unidades penetraron la línea sin haber luchado siquiera.
Melita se puso de puntillas.
—¡No han visto los elefantes! —exclamó.
Sátiro estaba a su lado. Realmente era como animar a los contendientes en un encuentro deportivo. Miles de jinetes enemigos llenaban el hueco dejado por la huida del ala izquierda de Eumenes, pero en lugar de arremeter contra el flanco de la falange, avanzaban hacia un pequeño promontorio que les impedía ver los elefantes. La loma apenas era visible desde lo alto; Melita suponía que debía de existir, porque los bactrianos galopaban derechos hacia los elefantes.
Y en el extremo izquierdo distinguieron un escuadrón de Diodoro lanzando una carga contra el flanco ahora desprotegido de los bactrianos enemigos. Sátiro pensó que aquello se parecía mucho a la lucha de atletas: golpes de ataque y defensa. El valiente que dirigía la carga justo delante de ellos estaba lanzando un izquierdazo poco peligroso, pero para defenderse de él, la masa de bactrianos y saka tendrían que cambiar de frente y perderían toda la ventaja que ahora les daba su posición.
—¿Ves como los medos evitan un segundo combate? Cuando los hombres han triunfado en batalla, a menudo están tan hartos de la violencia como quienes han perdido. Por eso los medos están buscando un blanco más fácil.
Sátiro se encontró masticando un higo sin ser consciente de haberlo cogido de la canasta. Ahora el polvo cubría prácticamente toda la línea. Puso su manto en el suelo y se sentó encima. Se lavó las manos con agua de la cantimplora.
Parecía que nada ocurriera, aunque el fragor del combate se oía con mayor claridad, arrastrado por una brisa fresca del este. Los medos y los bactrianos habían desaparecido en las enormes nubes de polvo de sal, y la línea de batalla quedaba oculta de una punta a la otra.
De pronto los bactrianos salieron en estampida por el borde de la nube más cercano al campamento.