18

Por la mañana, la insolación de Sátiro había remitido casi del todo. Tomó el timón de gobierno en cuanto zarparon de la playa de Urania y puso la proa rumbo al este, hacia el sol naciente. Kyros le llevó un sombrero de paja de ala ancha como los que se ponían los jinetes de la caballería.

—Ahora eres un hippeis —bromeó—. Una chica los vendía en la playa.

—Te lo compro —dijo Sátiro con una sonrisa.

—¿Has visto que tiene un cordón de lino para que no se lo lleve el viento? —señaló Kyros—. Ni hablar, chico, es para ti de parte de los remeros. La suerte, suerte es. Tanto marear el timón y al final nos has desembarcado en la roca de Akamas como una puta del Pireo desembarca en la polla de un marinero. —Kyros sonrió. A sus espaldas, Kalos lo miró con lascivia—. Los muchachos piensan que eres afortunado, navarco.

—Y has pagado por ello con la insolación —terció Kalos. Señaló el sombrero. Había un diminuto tridente de plata prendido en la copa—. Los tripulantes de cubierta han añadido eso. Es una insignia de peregrino. —Sonrió—. Para que la suerte no te abandone.

De modo que Sátiro se quedó el sombrero.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Melita, al llegar a la popa.

—Qué lista es la gente, incluso cuando parece ordinaria, o lerda, o simplemente tonta. —Se encogió de hombros—. A menudo me pregunto si alguna vez engaño a alguien.

Melita asintió y se quedó a su lado, observada por cien ojos, mientras los estadios fluían bajo la quilla.

El sol se estaba poniendo y Peleo anunció que desembarcarían veinte estadios al norte de Hydatos Potomai, en la costa de Siria. Esa noche costearon a remo hasta que Peleo y Kyros vieron una playa que les gustó, y atracaron a la luz de la luna. El pelotón de infantería y una docena de marineros bajaron a tierra en el bote para inspeccionar el arenal y la colina que se alzaba detrás. El Loto aguardó novedades.

Sátiro se había embarcado como infante de marina y conocía el procedimiento para acampar en una playa hostil, pero nunca lo había llevado a la práctica, y sintió el corazón palpitar mientras observaba los coseletes blancos a la luz de la luna.

Melita preparó su arco en silencio.

Estaban todos en posición, anclados, y los remeros de la cubierta superior daban alguna que otra palada para mantener la nave aproada al mar abierto por si tenían que huir. Había vigías a lo largo de todo el casco, y un hombre en lo alto del mástil vigilaba el mar abierto bañado por la luna, donde el cielo todavía era rosa salmón.

Se oyó un largo pitido desde la playa. Lo único que Peleo tuvo que hacer fue asentir. Sátiro era capaz de varar el barco por sí solo.

—Listos a los remos. Atentos a mi orden. ¡A ciar!

El Loto se deslizó hasta la orilla, varó la popa y los remeros saltaron por la borda tan deprisa como pudieron, corriendo a tirar de los cabos para aligerar el barco y ayudarlo a subir por la arena hasta que Sátiro gritó el alto y miró a Peleo.

—No está mal —comentó el rodio. Luego, en voz muy baja, agregó—: Hay algo raro.

Sátiro había dado por sentado que se trataba de que su voz había transmitido inseguridad.

—Sí —dijo. Se irguió y se puso alerta—. Hay algo que apesta —dijo de pronto, al darse cuenta. Miró al timonel a la luz de la luna—. ¿Lo hueles?

—Muerte —dijo Peleo. Asintió y se acercó a la borda—. ¿Karpos? Necesito que exploréis el norte. ¿Lo hueles? Hay algo muerto.

—Todos lo olemos, Peleo —respondió Karpos a voz en cuello. Acto seguido se marchó a la carrera, con un par de infantes pisándole los talones. Los arqueros fueron hacia el sur.

Encendieron fogatas y prepararon la cena, calderos de denso estofado con cordero de la víspera. Al cabo de una hora estaban envueltos en sus mantas, los infantes todos juntos en medio y una guardia doble en los promontorios que se alzaban como torres en ambos extremos de la playa.

Sirio estaba en lo alto cuando Sátiro despertó y vio a Karpos arrodillado en la arena al lado de Peleo. Se destapó y se arrodilló junto a ellos a la luz de la luna.

—Esto no deben oírlo todos, chaval. Continúa, Karpos. Cuéntale lo que has visto.

—Barcos. Un combate. —El hombre meneó la cabeza—. La brisa nos ha engañado. La siguiente playa hacia el sur está sembrada de cadáveres, y en el rompiente hay un casco que ha zozobrado y se ha roto. —Volvió a negar con la cabeza—. Un crucero rodio. Le dieron con un espolón a media eslora, aunque antes había hundido un trirreme macedonio. Trescientos o cuatrocientos cadáveres.

Karpo se dejó caer sobre la arena.

—Mierda —dijo Sátiro sin querer.

Peleo se rascó el mentón.

—Dormid mientras podáis. O sea que el viejo Pantera no es tan tonto como yo creía. Parte de la flota del Tuerto está en esta costa, y ha atacado al barco rodio para mantenerlo en secreto.

—Deberíamos zarpar con los primeros dedos de la aurora —dijo Sátiro.

—En efecto, chaval. —Peleo se tumbó de nuevo—. Así que duerme mientras puedas.

—¿Por qué no huimos ahora mismo? —preguntó Karpos.

Peleo no contestó, de modo que lo hizo Sátiro.

—¿Y si tenemos que luchar? —adujo—. Necesitamos que los remeros hayan descansado.

Karpos asintió.

—Yo no podré dormir. Encontrarme con eso en plena noche… Hay que joderse. —Miró hacia otro lado—. ¿Alguna vez has visto un campo de batalla de noche, chaval?

—Sí, lo he visto —contestó Sátiro.

—Pues lo siento por ti —dijo Karpos. Y se acostó, envuelto en su clámide, y fingió dormir.

Sátiro despertó y vio que era Karpos quien le agarraba el hombro, que aún estaba dolorido por las quemaduras del sol. Reinaba la misma oscuridad que en el Tártaro, y el oficial de remeros tiraba de él para que se pusiera de pie.

—Hay que zarpar —dijo—. El maestro Peleo está trepando al cabo.

Sátiro engulló un cuenco de gachas con un poco de vino caliente y poco después se encontraba en la popa mientras el barco se deslizaba por la arena hacia las olas. Su hermana estaba a proa, envuelta en un manto grueso. Sátiro la conocía lo suficiente para saber que debajo de aquel manto llevaba una armadura en lugar de un quitón. Oyó rumores en torno a él en el primer arrebol del día: los vigías habían visto pasar una escuadra durante la noche; había hogueras detrás del siguiente cabo.

La popa se liberó. Sátiro notó un cambio de peso.

—¡Al mar! —gritó, y los últimos remeros y todos los marineros subieron a bordo por las bandas, casi nadando, mientras los remeros de la cubierta superior le daban suficiente impulso para mantener el barco aproado al oleaje.

—Todos los remos —gritó—. Velocidad de crucero. ¡Avante!

Hizo una seña al viejo jefe tal como lo hacía Peleo, y éste inició su letanía. En el tiempo que tardó una gaviota madrugadora en describir un círculo sobre ellos y soltar un graznido, dejaron la playa atrás.

El bote ligero llegó desde el cabo antes de que tuvieran ocasión de dar una docena de estrepadas, y en cuanto hubieron salido del rompiente, Sátiro dejó descansar a los remeros, con los remos cruzados en cubierta, mientras el bote se abarloaba y Peleo saltaba a bordo. Kalos llevó el bote hasta debajo de la popa y lo amarró para luego zambullirse y nadar hasta media eslora, donde la borda era más baja.

Peleo iba desnudo. Temblaba cuando se dirigió a la popa, y Sátiro le pasó su manto tracio.

—Gracias, chaval —dijo. Negó con la cabeza y bajó la voz—. Debería irnos bien. Sopla viento del norte. Iremos a vela hasta que tengamos que doblar los grandes cabos. En algún lugar de esta costa hay una armada peligrosa. El Rosa de Aristión es un hueso duro de roer, y no se habría quedado a combatir a no ser que le tendieran una emboscada. —Meneó la cabeza—. Estoy impresionado, chaval. En Rodas decimos que podemos dejar atrás a cualquiera contra quien no podemos luchar y vencer a quien no podemos dejar atrás. Pero que el Rosa haya zozobrado en esa playa… Lo verás dentro de un rato. Y el joven Aristión convertido en carnada para los peces.

—¿Cuándo ha sucedido?

—Hace dos o tres días. Lo suficiente para que los cadáveres se hinchen. —Peleo meneó la cabeza—. ¿Qué pinta el Tuerto en esta costa? Pensaba que su objetivo era Casandro.

Sátiro se encogió de hombros.

—Tal vez quería que pensáramos eso. Y quizás Estratocles quería que Tolomeo pensara lo mismo.

—Qué mal asunto, chaval. Si es como dices… tarde o temprano atacará Egipto. Quizá ya esté allí.

—Anoche me tenía preocupado —dijo Sátiro, meneando la cabeza—. Y otras cosas también.

—Eres un guerrero nato, eso está claro. Te servirá para ser un buen timonel. Salvo que tu remo de gobierno será un cetro, ¿no es cierto, chaval? Para ti esto sólo es una aventura, ¿eh? Timeo me explicó quién eres. En cierto modo ya lo sabía, por supuesto. En cualquier caso, podrías ser un buen timonel —dijo Peleo, un tanto compungido.

—¡Caray, gracias!

—Dentro de unos años —agregó Peleo, guiñándole el ojo.

Primera hora de la tarde. Las playas de Laodicea resplandecían hacia el este bajo el sol neblinoso y el viento refrescó hasta aullar antes de dar paso a una brisa intermitente que no consiguió disipar la bruma.

Un mercante de grano ateniense, con las velas flameando, a duras penas avanzaba. Era un barco inmenso, cargado hasta los topes, y se dirigía hacia el sur a lo largo de la costa.

—Abarlóame —dijo Peleo. Fue la única orden que dio, y el oficial de remeros y el primer oficial se encargaron del resto. El mercante necesitaba más viento para huir, y el viento no cooperaba.

Subiendo y bajando a merced del oleaje, lidiando con los rezones que los sujetaban al barco ateniense, Sátiro aguardaba con los arqueros de puntillas, ansiosos por disparar, mientras los infantes estaban en el gigantesco mercante con Peleo. Y entonces el bote regresó, los infantes de marina negaban con la cabeza, y finalmente Peleo trepó a bordo, con el quitón empapado.

—Grano para Demetrio —dijo, meneando la cabeza—. Grano para su flota. Ha supuesto que éramos rodios. Se ha rendido. Le he dicho que no fuese idiota, que no estamos en guerra. —Peleo se encogió de hombros—. No podemos remolcar a ese gigante. Me gustaría dejar que se vaya.

Sátiro levantó la vista hacia el encumbrado costado del barco ateniense.

—Te comprendo. ¿No informará de nuestra presencia?

—Dirá que somos un mercante amigo que le ha hecho una visita. Y me ha dado un montón de información.

Peleo se quitó el quitón por la cabeza y se puso otro que sacó de un petate de cuero que guardaba debajo de la plataforma de popa.

Sátiro aguardó, igual que Kyros y Karpos. El capitán de infantería llevaba la coraza abierta para aprovechar el poco aire que soplara y el yelmo ático echado para atrás.

—Demetrio, el hijo mimado del Tuerto, tiene doscientos barcos de guerra en las playas que quedan al sur de aquí. Ha conseguido la mitad del ejército de su padre, que se está adentrando hacia el este, camino de Nabatea. —Peleo asintió al silencio—. Es una incursión para sacar dinero. Expoliará el oro de los nabateos y lo usará para financiar la guerra en occidente contra Casandro. ¿Qué os parece?

Sátiro aguardó pacientemente, toda una proeza para un chico de dieciséis años. Pero quería que los adultos hablaran primero, por si estaba equivocado.

—Pues se acabó lo que se daba —dijo Karpos—. Si enfilamos hacia mar abierto podemos llegar a la bahía de Kyrios mañana por la tarde y buscar al crucero rodio. Le damos el parte de novedades —juntó las manos y deslizó una por el horizonte de la otra—, y a casa.

Kyros negó con la cabeza.

—Está claro que no eres rodio, amigo Karpos. Ningún capitán rodio aceptará un informe como ése. Tenemos que ver la flota con nuestros propios ojos.

—Me temo que lleva razón, Karpos —asintió Peleo.

—Pues manos a la obra. —El marinero se encogió de hombros.

—No están juntando dinero para la guerra contra Casandro —sentenció Sátiro.

Los otros tres hombres se volvieron hacia él.

—Es un engaño. Escuchadme, por favor. He vivido con esta historia desde que nací. Estratocles vino para quitarle tropas a Tolomeo. Ahora hay un ejército en Nabatea y toda la flota del Tuerto está a dos días de navegación de Egipto. Casandro ha hecho un trato con el Tuerto.

Sátiro los miró, consciente de haber golpeado la palma de una mano con el puño de la otra para transmitir su convicción.

Peleo se acarició la barba.

—No digo que te crea, chaval, pero tampoco que no lo haga. Podría ser como dices. Ay, y eso aumenta el riesgo si nos equivocamos.

—Tal vez no sea un puñetero rodio —dijo Karpos, torciendo el gesto—, pero os digo que lo que necesitamos es un prisionero. Uno que valga la pena, alguien que sepa de qué va toda esta mierda.

—¿Cómo sugieres que lo capturemos? —preguntó Peleo.

Karpos echó un vistazo a las altas amuras del mercante ateniense. Debido al escaso viento, el carguero todavía estaba a menos de un largo de amarra.

Peleo se rascó el mentón.

—He dado mi palabra —dijo.

—No somos piratas —terció Sátiro—, y no estamos peor de lo que estábamos esta mañana. Costa abajo, ojo avizor. Si encontramos un prisionero, bien. De lo contrario, en cuanto veamos los barcos en la playa, nos largamos a Chipre. Y luego derechos por alta mar hasta Alejandría. Me parece bien ayudar a Rodas, pero es Tolomeo quien necesita esta información.

—Creo que… —comenzó Peleo.

Sátiro asintió con simpatía y le interrumpió.

—Encantado de escuchar tu consejo, timonel. Pero en privado.

Peleo se mostró herido en sus sentimientos, pero sólo por un instante. Enseguida sonrió forzadamente.

—Bueno, desde luego el navarco eres tú.

Como para confirmar su decisión, la brisa refrescó; primero dos súbitas rachas y luego un viento cardinal que sopló con fuerza desde el norte, llevándose consigo al mercante ateniense. Sus vergas eran mayores y su casco más duro. El Loto Dorado tuvo que cobrar las candalizas del trinquete, arriar la mayor y remar para mantener su dirección, y el mercante despareció en el horizonte al cabo de una hora.

—Se avecina tormenta —dijo Peleo. Llevaba el timón de gobierno—. Y un cambio de viento.

Fiel a su palabra, media hora después el Loto volvía a estar al pairo. Sátiro hacía lo posible para no dormirse. Intentaba decidir hasta cuándo podía recorrer aquella costa hostil antes de tener que huir de nuevo hacia el norte o hacia mar abierto para encontrar una playa segura donde pasar la noche.

A media tarde navegaban ante la costa de Líbano al norte de Tiro, una costa tan vacía de embarcaciones que era como si los dioses hubiesen barrido los mares. Costeaban con la vela de trinquete, los remeros descansaban debajo de los toldos, el agua gorgoteaba en los costados y el Loto Dorado avanzaba lo justo para que el remo de gobierno cortara el agua.

Peleo renegaba casi sin cesar. Cada nuevo cabo y cada nueva bahía que pasaban sin avistar un mercante o siquiera una barca de pesca daba pie a una nueva invectiva.

—En cuanto estemos a la altura de Laodicea —dijo Sátiro, obligándose por fin a tomar una decisión—, viramos al oeste hacia mar abierto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Melita, mientras comían pan fresco y queso de cabra.

—Cuanto más tiempo pasamos sin ver nada, peor pinta tiene todo —explicó él—. Cuanto más despejado esté el mar, mayor es la flota que anda por aquí. Y cuanto más dure esta situación, más tiempo hace que llegó, y eso también es malo. —Miró hacia el mar—. Si encontráramos un barco que pudiéramos abordar, tomaríamos un prisionero y nos largaríamos. ¿De acuerdo? No queremos encontrarnos con la flota del Tuerto. Queremos que nos hablen de ella.

Melita asintió, aunque fue patente que ansiaba un poco de acción y que, por lo tanto, no estaba de acuerdo del todo.

—Escúchame bien: es posible que Alejandría ya esté bloqueada, tal vez sitiada —dijo Sátiro apesadumbrado—. Tal vez haya habido una batalla. ¿Entiendes? Así de mal están las cosas.

—¿Por qué no vamos en su ayuda? —preguntó la joven—. Hay que contarles lo que está ocurriendo.

—Porque no lo sabemos a ciencia cierta. Podemos suponerlo, pero mientras no veamos un centenar de trirremes o encontremos a alguien que los haya visto, lo único que hacemos es inventarnos historias que nos meten miedo.

—Mamá solía decir que siempre había que reconocer el terreno —dijo Melita contemplando el agua.

—Lo recuerdo bien —contestó Sátiro.

No apartaba la vista de la punta de Laodicea. Más allá, la gran playa se extendía a lo largo de cientos de estadios, pero no la vería hasta al cabo de una media hora, y la luz estaba cambiando mientras la tarde daba paso a un anochecer dorado. Necesitaba aguas abiertas si iba a venir un vendaval, o mejor aún, una playa segura. Se rascó el mentón, imitando inconscientemente a Peleo. La brisa estaba cayendo; apenas soplaba. Había llegado el momento de sacar los remos.

—¡Barcos! ¡Barcos en el horizonte por estribor! —alertó el vigía desde el mástil, de cuya verga colgaba lacia la vela.

Sátiro se despertó sin ser consciente de que había estado descabezando un sueño. Miró a popa, luego hacia el oeste, y vio uno en el horizonte; y luego, otro.

Dio un codazo a Peleo y señaló.

El timonel gruñó. Abrió la boca para decir algo pero el vigía de proa soltó un alarido como el de un hombre a punto de ahogarse.

—¡Poseidón! ¡La playa está llena de barcos! —gritó, después de farfullar.

Peleo llevaba el remo, de modo que Sátiro corrió a proa, pasando junto a su hermana, todavía envuelta en su manto, para ver qué ocurría. Una vez allí no aguardó consejo de su timonel.

—Kalos, abajo el palo mayor. Aparejo de combate.

Regresó al puesto de gobierno.

—La flota ocupa toda la playa. Lo verás dentro de nada.

—Mira al oeste —dijo Peleo.

Las dos mellas del horizonte se iban definiendo con más nitidez: un trirreme pesado y otro más ligero.

—Ares y Afrodita —maldijo Sátiro.

Justo entonces llegó una racha de viento.

—Muy acertada, la orden de bajar el mástil —prosiguió Peleo—, porque el viento del norte va a rolar al sur y entonces nos veremos obligados a combatir. Como mínimo, lucharemos hasta que todos esos cruceros macedonios nos vean, y luego seremos carnaza para los peces. —Se inclinó hacia Sátiro—. No permitas que capturen a tu hermana, chaval. Hazlo tú mismo si llega el momento.

Sátiro tragó saliva, pero tenía los ojos clavados en los cientos de cascos varados en la arena dorada, impasible.

Peleo meneó la cabeza.

—Con tu permiso, Sátiro, voy a ordenar que las bancadas inferiores dejen de remar hasta que tengamos a los piratas en nuestra estela.

El muchacho asintió.

—Mira quién está en la bahía —dijo, señalando el gran carguero de grano ateniense anclado en las aguas profundas de la bahía, tan sólo quince estadios costa abajo.

—Eso no cambia nuestra situación, chico.

—¿Tiene puerto Laodicea?

—Playa abierta —contestó Peleo—. Si vamos a aligerar el barco, éste es el momento.

Con un tableteo y un golpazo que Sátiro había aprendido a temer, la máquina disparó. Pero los dos piratas estaban muy a popa y el viento cambiante les soplaba de través. El proyectil ni siquiera fue visible.

Remaron dos estadios. Peleo los condujo tan cerca del cabo como era posible en un tardío intento de resultar invisible a los macedonios de la playa.

—Derechos a través de la playa —dijo Sátiro—. Si no logran meter un barco en el agua a tiempo, estaremos fuera de peligro.

Hablaba sobre todo para levantar el ánimo de los tripulantes de cubierta que alcanzaban a oírle. La rolada del viento favorecía al casco profundo del galeón fenicio más pesado, que se iba distanciando de su hermano gemelo más ligero.

El segundo proyectil voló cual rayo lanzado por la mano de Zeus y alcanzó de pleno su codaste, un impacto que se sintió en toda la nave.

—¡Poseidón! ¡Nos hundimos! —dijo el jefe de remeros.

Peleo le dio tal puñetazo que el oficial se retorció de dolor.

—¡No seas tan cagueta! —le espetó el timonel—. Ni cien lanzas como ésa nos harían daño. ¡Son los remeros quienes corren peligro! —Fue a popa, se subió a la regala con un hacha y cortó la lanza—. Un buen cacho de bronce —dijo—. Bien, ¿soltamos algo de lastre?

—¿Crees que los piratas leen a Tucídides? —preguntó Sátiro. Miraba fijamente el mercante que tenían delante.

—Dudo que haya un solo hombre en esos barcos que sepa leer, chaval —dijo Peleo—. ¿Qué tienes en mente?

—¿Y tú has leído a Tucídides? —insistió Sátiro.

—Historia antigua —negó Peleo—. No puedo decir que lo haya hecho. ¿Qué haría él?

—Tengo una idea —dijo el joven, haciendo de tripas corazón y obligándose a sonreír.

Había multitud de macedonios en la orilla y Sátiro vio que los remeros formaban largas filas ante la popa de una docena de trirremes y, peor aún, de un quinquerreme, el mayor barco de guerra de la playa.

Sátiro rezó a Heracles.

«Dios de los héroes —rezó Sátiro a Heracles—, voy a jugar a los dados con el destino. No me abandones.»

Los mercaderes atenienses también observaban desde la alta popa de su barco. Algunos de sus tripulantes habían desembarcado y otros estaban tendidos en camastros de paja sobre la cubierta, vitoreando como si estuvieran viendo una carrera.

Oyendo sus gritos, Sátiro dedujo que pensaban que el fin estaba cerca. El Loto estaba tirando a la rada el poco cargamento que llevaba y singlaba raudo, pero tirar carga por la borda exigía tiempo y esfuerzo y hombres que abandonaran las bancadas, y le costaba mantener la velocidad. El Loto comenzó a bambolearse; al parecer sus remeros estaban agotados o quizá tenían la moral baja. Los piratas redoblaron sus esfuerzos, convencidos de atrapar a su presa. Y su máquina de guerra lanzaba proyectiles del tamaño de una sarisa. Dos alcanzaron la popa de la galera que huía de ellos.

Sátiro estaba en la cubierta central con los marineros, mientras Peleo gobernaba tan bien como podía.

—Quiero que baje de golpe —dijo Sátiro por tercera vez, pues los marineros podían ser muy tozudos—. Que parezca que el palo trinquete ha caído. ¿Podéis hacerlo?

Su hermana estaba justo a su espalda, tratando de atraer su atención, pero él la ignoró.

—Por supuesto —dijo un oficial de cubierta egipcio con su marcado acento—. Como si le cortaran las alas, ¿eh?

—Exactamente —asintió Sátiro. Se volvió hacia atrás, rezó a Poseidón y procuró no amedrentarse cuando el siguiente proyectil se hundió un palmo en los tablones de la popa—. Al siguiente. ¿Podéis hacerlo?

Los marineros se encogieron de hombros demostrando poco interés, y Sátiro no supo si gritar o llorar. A estribor, el mercante ateniense, un casco gigantesco con los costados muy altos y un mástil mayor imponente, seguía anclado en aguas profundas tan sólo a medio estadio de la playa. Sobresalía tanto de la superficie pese a ir lleno de grano, que su mole le impedía ver tres cuartas partes de la playa.

Ahora que Sátiro había dado sus órdenes, su idea se le antojó absurda. Tenía la garganta tan tensa que pensó que no podría hablar. Pero de pronto olió la piel de león húmeda y se sintió como si estuviera ahíto de ambrosía.

—¿Qué demonios estamos haciendo, hermano? —preguntó Melita.

Peleo estaba ordenando a los arqueros y los infantes que se dirigieran a la proa, cosa que parecía contraria a toda lógica dado que el enemigo estaba al alcance de un tiro de arco desde la popa.

—Déjame hacer unos disparos largos —dijo la muchacha con el arco en la mano—. A lo mejor mato algún tripulante de los que manejan esa máquina.

—A eso vamos, Melita —respondió Sátiro—. Vamos a luchar, tal como tú querías. —Se vio incapaz de enfadarse con ella y le dio un rápido abrazo—. Ponte la armadura y únete a los arqueros.

Peleo lo fulminó con la mirada y Sátiro se encogió de hombros.

—Espera a ver cómo tira —dijo, a modo de disculpa.

—No te dejes capturar —murmuró Melita, y le dio un efusivo abrazo.

—Tú tampoco —respondió Sátiro, y entonces vio que en la proa enemiga los hombres estaban cargando la máquina.

Melita saltó de la cubierta central al castillo de proa.

—¡Preparados! —gritó Sátiro. Ya no estaba tan nervioso. Una parte de él le decía que llevaban suficiente ventaja para varar el barco de proa en la playa y rendirse a los macedonios. Pero no se imaginaba regresando a casa de su tío sin el Loto Dorado. ¿También era cobardía, aquello?

—¡Listos! —gritó Peleo—. Todos los hombres de cubierta a borda de babor. ¡Ahora, cabrones!

A la orden del timonel, todos los hombres que estaban en cubierta sin otras órdenes corrieron a la borda del costado de babor, haciendo escorar el barco.

Detrás de ellos, a menos de un estadio, la máquina disparó, y el proyectil, apuntando alto, barrió la cubierta a la altura de un hombre. El oficial de remeros murió en el acto; su cabeza estalló como un melón maduro, sus sesos salpicaron a los remeros de la media cubierta y uno de sus ojos golpeó a Sátiro en la mejilla para luego caer a sus pies. Sátiro soltó un chillido de puro pavor y retrocedió tambaleándose.

La vela de trinquete bajó a plomo y el pesado tejido de lino cubrió la cubierta tapando por completo a Sátiro, que quedó como si estuviera amortajado. El barco parecía virar a lo loco, pues la popa salía disparada hacia la banda de babor y la sobrecargada proa pivotaba mientras el timonel daba la impresión de haber perdido el control de su nave. Sátiro apartaba el pesado lino, nadando a través de él con creciente desesperación. Oyó a un hombre gritando y cuando por fin se vio libre del lienzo, vio que estaban protegidos del asalto de los piratas por el alto costado del mercante, que se alzaba sobre ellos mientras seguían virando. Los tripulantes de cubierta equilibraban el barco descolgándose por fuera del costado de babor, mientras los remeros ciaban o bogaban bajo el mando directo de Peleo, porque su jefe era un cadáver decapitado cuya sangre seguía extendiéndose por la vela de trinquete arriada.

—¡Babor, ciar! ¡Estribor, bogar! ¡Media cubierta, avante todos!

Mientras Peleo gritaba, Sátiro salió de debajo de la vela y corrió a subir a la plataforma de popa.

—¡Coge el timón, chico! —dijo el viejo marinero—. ¡Es tu plan!

—¿Adónde vas? —preguntó Sátiro, mientras veía que su hermana cargaba una flecha en el castillo de proa. Su mano dio un palmetazo al agarrar el remo de gobierno y habló automáticamente—. Tengo el timón —dijo.

—Tienes el timón —respondió Peleo. Sonrió—. Necesitamos un oficial de remeros. —Saltó a la plataforma de en medio del barco. Antes de subir a la media cubierta gritó—: ¡Dadle fuerte! —Y luego, con más autoridad—: ¡Velocidad de embestida!

Sátiro jamás había imaginado, ni en sus sueños más alocados, que llegaría a gobernar un barco en combate. Aquél era el arte por el que los timoneles recibían la paga más alta.

—¡Justo entre los dos, chico! —gritó Peleo—. ¡Sin virguerías, destrózales los remos!

Aquella imprecación penetró en su aturullado cerebro. Un rastrillado de remos. Se tomó un momento para respirar, respirar de verdad, inhalando y exhalando el aire profundamente. Echó un vistazo a su estela y se tranquilizó.

Habían virado en redondo en torno al mercante ateniense, cuyos altos costados habían impedido que los piratas vieran la maniobra.

La proa surgió de detrás del carguero. Usando su enorme casco a modo de pantalla e incluso como fulcro, el Loto había dado media vuelta, perdiendo muy poca velocidad, y ahora, con todas las bancadas bogando con la pericia por la que León pagaba, salían disparados de detrás de la popa del mercante como uno de los proyectiles que disparaba la máquina enemiga.

Los dos barcos piratas estaban a la misma altura, cerca de su presa y ansiosos por cortarle la retirada. El éxito aparente del último proyectil los había enardecido; un barco desgobernado, con los remos por doquier, no era una amenaza para nadie.

En un instante la situación se invirtió, y el gran hemitrieres salió de detrás de la popa del carguero de grano a un estadio de ellos. La velocidad de unos y otros en sentidos opuestos apenas dejó tiempo a los piratas para reaccionar.

—¡Remos dentro! —rugió Peleo, y a lo largo de todas las cubiertas, los hombres tiraron de los remos hacia el centro del buque, a veces chocando entre sí, a veces hiriéndose a sí mismos, desesperados por apartar las palas de la inminente colisión.

Habían practicado aquella maniobra. Los remos comenzaron a entrar, seis metros de roble cruzando las bancadas hasta que los asidores se apoyaban en las bancadas opuestas.

Sátiro iba erguido, con una sonrisa de loco pintada en el rostro. El olor a piel de felino flotaba en el viento. Dio un pequeño giro al remo de gobierno tal como lo había visto hacer a Peleo, de modo que el pico de bronce se desplazó un poco a estribor sin apenas cambiar de dirección, y entonces sus arqueros tiraron, todos a la vez. Vio a su hermana inclinarse hacia la línea de tiro como si fuese la mismísima diosa; cargaba y tiraba, cargaba y tiraba…

Puso de nuevo el timón a la vía y la proa del Loto chocó contra la caja de remeros de la cubierta superior de la galera ateniense, de modo que el recio bauprés del Loto arrancó la canoa de los balancines del costado del buque enemigo, y los remeros gritaban al verse aplastados por quintales de madera y metal propulsados por trescientos pares de brazos. En el interior de la nave, los remos rotos los desgarraban, las astillas de madera se clavaban como lanzas en manos de gigantes, y los fragmentos iban llenando el casco. Los remos subían disparados desde el agua rompiéndoles los huesos y abriéndoles tajos en las carnes mientras el espolón destrozaba el casco y arrollaba a los hombres que momentos antes estaban remando.

El Loto pasó entre sus enemigos y dejó la galera ateniense naufragando a la deriva mientras chocaba con muchos de los remos de la nave fenicia que flotaban en el agua. Esta última no sufrió tantos desperfectos como la ateniense, pero estaba en desventaja, y antes de que su oficial de remeros tuviera ocasión de poner remedio a su situación, ya estaba virando debido a que sus remos de estribor estaban intactos. Desde el Loto se oyeron los gritos del oficial de remeros pirata.

—¡Remos fuera! —rugió Peleo, poniéndose en pie—. ¡Sangre en el agua y plata en nuestras manos, muchachos!

Los remos salieron disparados por los ojos de buey como las patas de un monstruo vivo y el Loto siguió costeando sin haber perdido apenas impulso tras rastrillar los costados de los barcos enemigos.

Melita, garbosa como una acróbata, se encaramó a la borda de la banda de babor, se equilibró en un instante y disparó contra el jefe de remeros que estaba gritando órdenes. Sátiro vio que los oficiales de cubierta del barco siniestrado miraban boquiabiertos mientras su hermana saltaba, esquivando con atlético desdén las saetas lanzadas contra ella.

—¡A mi señal! —gritó Peleo—. ¡Banda de babor avante! ¡Banda de estribor, invertid las bancadas! ¡Listos! ¡Remad, cabrones! ¡Remad por vuestra casa y hogar! —Levantó su vara y golpeó el mástil—. ¡Remad!

Como las patas de un gigantesco insecto acuático, los remos se hundían y empujaban, sendas bandas en direcciones opuestas, y la cubierta se inclinó de mala manera. Sátiro reparó en que los arqueros de proa habían dejado de disparar y se aferraban a lo que podían para no caerse por la borda.

El oleaje de la playa bamboleaba la pesada galera fenicia, cuyos remeros se quedaron paralizados de miedo al ver a su oficial muerto, con una saeta sakje clavada en la laringe. Peleo miró a Sátiro mientras el espolón parecía estar cortando la playa. Giraban tan deprisa que Sátiro tuvo miedo de que fueran a volcar, y ante sus ojos los infantes y los arqueros se colgaron de la borda para equilibrar el barco, liderados por Jenofonte, que saltó temerariamente a la canoa como si no fuese consciente de que un mal salto le supondría ahogarse, hundido por la armadura. Pero Sátiro notó el cambio en cuanto el peso de su amigo salió por la borda, y de nuevo cuando otros infantes se unieron a él. Los aguerridos soldados estaban por encima de la línea de flotación y en la parte externa del casco, y aun así la proa seguía virando. La galera fenicia estaba de lado casi encima de ellos, y ambas naves en paralelo. Si los arqueros hubiesen permanecido en cubierta, podrían haber disparado otra vez, pero todos ellos, incluso su hermana, estaban colgados de la borda de babor, y la proa del Loto seguía virando, y el oleaje de la playa alcanzó a la galera fenicia, empujándole la proa hacia atrás. Los hombres intentaban darle la vuelta, pero al parecer no había nadie al mando. Peleo hizo una seña para atraer la atención de Sátiro.

—¿Vas a ir a por todas, chico? —gritó.

El joven asintió, con los ojos clavados en el barco enemigo.

—¡Infantes, volved a proa! —gritó Peleo—. ¡Hay que bajar esa proa! ¡Todas las cubiertas, listos para ciar a mi orden!

Sátiro agarró el remo de gobierno con ambos brazos para parar el golpe y vio a su hermana saltar a bordo como una ninfa marina antes de caer de pie en la cubierta y echar a correr hacia la proa, desperdigando las flechas de su carcaj torcido.

En ese momento la proa comenzó a deslizarse hacia la nave fenicia y Peleo ordenó la arrancada. El barco se escoró cuando los remeros de la banda de estribor invirtieron las bancadas para ciar, y Sátiro tuvo que apoyar el esternón contra el remo para afianzarlo. La primera estrepada cayó como cien hachas y la proa se encabritó mientras los infantes saltaban a la cubierta de combate y los remeros, siguiendo a Peleo, se pusieron a cantar el peán.

Melita estaba justo en la proa, tendida encima de Jenofonte, a quien aplastaba contra el parapeto del castillo de proa, donde se apretujaban los quince arqueros para dar peso al espolón, listos para el abordaje. De pronto tuvo una nueva percepción del combate que tanto había deseado desde primera hora del día, pues por encima de las escamas de bronce que cubrían la espalda de Jeno veía los rostros pálidos del enemigo presa del pánico, y hombres muertos, y aletas de tiburones que ya cortaban la superficie del agua. Los tripulantes de la galera fenicia ya se sabían muertos y, por primera vez, la muerte fue algo real para Melita, su propia muerte y la de ellos, y la garganta se le llenó de bilis.

Karpos, el capitán de infantería, levantó la cabeza de entre sus antebrazos.

—Cuando embistamos —dijo con toda calma—, los arqueros disparáis, y el resto de vosotros no deis un puñetero paso hasta que sepamos si el espolón queda atrancado. No quiero dejar a nadie atrás cuando arranquemos nuestra verga de bronce de las entrañas de ese cabrón. ¿Entendido? —preguntó, con voz áspera como la grava, y de repente una flecha le atravesó la armadura.

—¡Apiñaos! —bramó Jenofonte.

Los infantes agacharon la cabeza y los arqueros se apretaron contra ellos. Melita apoyó la mejilla en el suave bronce de la hombrera de Jeno, procurando no vomitar porque la sangre que manaba de Karpos le salpicaba las piernas. El peán ahogaba los gritos de Karpos, apartando todo pensamiento de la mente de Melita; sudor en los ojos, caliente humedad en las piernas, una flecha casi olvidada entre sus dedos.

El estrépito más fuerte y largo que jamás había oído. El barco pareció parar en seco, y la presión en su vientre fue intensa al aplastar a Jeno debajo de ella, que rebotó y se dio un topetazo contra el mamparo de madera que tenía a sus espaldas.

—¡Arqueros! —volvió a chillar Jeno, y se le quebró la voz, más aguada pero aún firme—. ¡Arqueros!

Melita cargó el arco sin pensarlo y barrió la cubierta apuntando hasta que vio a un hombre con armadura que intentaba cruzarla.

«Dispara.»

La flecha dio contra el escudo del pirata y ya tenía otra en la cuerda. El soldado que estaba a su lado disparó, y su flecha también dio contra el escudo, y entonces apareció otro pirata con armadura. El Loto seguía avanzando con el espolón debajo de la quilla de la pesada galera fenicia, de modo que en lugar de perforarle el casco la estaban volcando, hundiéndole la borda de estribor en el agua. Todos los hombres armados del barco fenicio se agolpaban en la proa.

—¡Remad! —gritaron Peleo y Sátiro a la vez.

—Mierda, mierda, mierda —dijo Jeno, y Melita se inclinó encima de él y disparó al primer hombre con coraza justo por debajo del escudo. El pirata hincó lentamente una rodilla, con la flecha clavada en el muslo, y acto seguido cayó al agua.

Jeno se volvió hacia la cubierta media y sus ojos se cruzaron con los de Melita.

—¡Repeled el abordaje! —gritó, mirándola—. ¡No saquéis un puto pie de esta cubierta! —gruñó, dirigiéndose a un soldado veterano.

El infante sonrió, se inclinó hacia delante y lanzó una jabalina al primer enemigo que quiso abordarlos. La cubierta del barco pirata escoraba deprisa, y el agua se apresuraba a llenarle el casco; la inclinación de la nave ya había alcanzado un punto sin retorno, y la jabalina del infante, una pesada y anticuada lonche, atravesó el escudo forrado de bronce del pirata y los huesos de uno de sus brazos; el hombre dio un alarido y cayó al mar, pero detrás de él había otra docena.

Las jabalinas volaban en ambos sentidos, y de pronto la cubierta de combate estuvo llena de hombres. Melita retrocedió, usando sus flechas como un sakje, disparando a la cara y la entrepierna de los enemigos cuando estaban lo bastante cerca para alcanzar a Jeno, que la cubría luchando con su pesado aspis. Perdió la cuenta de los tiros, y vio que Jeno recibía un golpetazo en el yelmo. Melita disparó a su adversario entre las barberas de su adornado yelmo tracio y cuando fue a sacar otra flecha descubrió que ya no le quedaban.

Se oyó un alarido de ira, triunfo y horror, y cuando la muchacha echó un vistazo para ver qué había ocurrido, vio que el trirreme enemigo se volcaba empujado por su espolón tras recibir un golpe tremendo que resonó como la campana de un templo. El casco del Loto se zarandeó de tal modo que los hombres cayeron al suelo, pero Melita se mantuvo de pie. Jeno salió despedido hacia atrás y chocó contra ella, y los últimos atacantes avanzaron desesperados, dejándola atrapada contra la baranda posterior de la plataforma de combate. Fue a coger su akinakes, alcanzó con la mano el asta de la empuñadura y supo que era demasiado tarde, dado que el pirata ya estaba alzando una pesada hacha de bronce que su yelmo no lograría desviar, pero de todos modos sacó la espada corta. Todo pareció suceder muy despacio, y el hacha se detuvo cuando Jeno se interpuso en su camino, agarró el mango y dio un cabezazo contra el rostro del pirata con el bronce de su yelmo. El enemigo cayó desplomado a los pies de Melita, atravesado encima del cuerpo de Karpos. Melita empuñaba su espada, dispuesta a seguir luchando, pero entonces una punta de lanza pasó cual centella junto a ella y se clavó en el cuello del pirata. De pronto el combate cesó.

Su hermano mantenía el equilibrio encima de la baranda que tenía a sus espaldas, desarmado, y Peleo estaba debajo de él empuñando su hacha.

—Buen lanzamiento, chico —dijo Peleo. Su voz sonó más ronca de lo habitual, pero por lo demás parecía estar tranquilo. Entonces se vino abajo como un animal al ser sacrificado y Melita vio la flecha que le atravesaba los pulmones.

Su hermano saltó sobre el enemigo muerto.

—¡Jeno! —gritó.

—Aquí —dijo éste, levantando la cabeza. Estaba sangrando.

Melita se volvió hacia los remeros, que gritaban de entusiasmo al tiempo que bogaban.

—¡Sátiro! —le gritó casi al oído—. ¡Eres el navarco! ¡Han abatido a Peleo!

El joven no se había percatado. Se levantó, dio media vuelta, y se le demudó el semblante al ver a su héroe tendido en la cubierta en medio de un charco de sangre. Reprimió el súbito deseo de sentarse en el suelo y dormir. Inspiró profundamente.

—Encargaos de los heridos. Tú —señaló a un infante—, no matéis a sus heridos. Quiero prisioneros. ¿Entendido?

—¡Sí, señor! —respondió el soldado. Parecía a punto de venirse abajo, pero se irguió.

Sátiro saltó la baranda y corrió a la cubierta media.

—Necesito un oficial de remeros —gritó—. ¿Quién es el mejor?

Los remeros no estaban acostumbrados a que les pidieran su opinión. Sin dejar de remar, se volvían para mirarse unos a otros y el ritmo se resintió. Sátiro no conocía a los remeros tan bien como debería un navarco. Pero sí conocía a Kleitos, que aun siendo joven, a menudo era a quien mandaban en el bote. Había remado con él aquella noche en Alejandría dos semanas antes, aunque ahora aquello daba la impresión de pertenecer a otra vida.

—¡Kleitos! —llamó. Lo agarró del brazo y empujó a un marinero para que ocupara su sitio en la bancada—. Eres el jefe de remeros.

—¿Yo? —preguntó el joven. Se quedó boquiabierto, con los ojos como platos.

—Quiero virar a estribor en una eslora; media vuelta completa, tal como lo han hecho Peleo y Kyros.

Sátiro miró hacia proa; había espacio de sobra. Tras dar cincuenta estrepadas se habían apartado mucho de las naves siniestradas.

El trirreme ateniense avanzaba con dificultad, movía sólo una docena de remos en la banda de babor, virando hacia mar abierto sin querer.

—Remos de estribor —dijo Kleitos.

—¡Más alto! —exigió Sátiro.

—¡Remos de estribor! —gritó Kleitos. Tenía buenos pulmones, cuando los usaba—. ¡Ciad a mi señal!

—Ya están ciando, chaval —dijo Kalos. El oficial de cubierta estaba a dos pasos de Kleitos.

—¡Remos de babor, invertid las bancadas! —gritó el flamante jefe de remeros, con voz vacilante, y muchos hombres miraron a Kalos antes de obedecer.

Sátiro hizo una mueca; había hecho una mala elección. Kleitos no estaba preparado para el puesto, pero Sátiro no tenía otro hombre a mano para el cargo.

El barco escoró cuando los noventa hombres se movieron para sentarse al revés.

—¡Banda de babor, avante a mi señal! ¡Todos avante!

Parecía que Kleitos le iba cogiendo el tranquillo, aunque sus órdenes se sucedían demasiado deprisa y su ejecución era lenta.

No importaba, pues la galera ateniense no había avanzado ni un estadio desde que comenzaran a virar.

Sátiro corrió a popa, donde un marinero llevaba el timón, petrificado por tamaña responsabilidad.

—Tengo el timón —dijo—. Ve a atender al oficial Peleo.

El marinero se marchó corriendo; sus pies descalzos palmearon contra la cubierta.

—¡Oficial Kalos! —llamó Sátiro—. Haré lo posible para ponernos al lado de ese ateniense. Tengo intención de alcanzarlo por popa y apresarlo. Prepara a la tripulación de cubierta. Realizarás el abordaje con todos los infantes y los tripulantes de cubierta y le desarmaréis la vela de trinquete. ¿Queda claro?

El feo rostro de Kalos sonrió de oreja a oreja, mostrando los dientes que le faltaban.

—¿Vas a apresarlo? ¡A la orden, navarco!

Con las velas arriadas, Sátiro veía la cubierta entera. Jenofonte estaba de pie, y había tres prisioneros despojados de sus armaduras a quienes estaban atando al palo mayor. Peleo yacía en su propia sangre y dos marineros le hacían compañía inútilmente.

—¡Oficial Jenofonte! —llamó Sátiro. La voz se le quebraba cada vez que gritaba. Deseaba sentarse y descansar, pero aún no habían terminado.

Jenofonte corrió hacia popa.

—¡Señor!

—Coge a todos los infantes que estén en condiciones de luchar y apoya al oficial Kalos. Vamos a abordar al ateniense. —Sátiro corrigió el rumbo mientras Kleitos ordenaba a los remeros que bogaran otra vez. Ya habían dado la vuelta, quizás haciendo la maniobra menos elegante de la historia del Loto Dorado, pero la habían dado. Sátiro se inclinó hacia delante—. Jeno, ¿te ves capaz de apresar ese barco, de matar a sus remeros si es preciso? ¿Debo poner a otro hombre al mando?

—Ponme a prueba —respondió su amigo con una sonrisa—. ¡Ya me he enfrentado al grupo que nos ha abordado!

—Es cierto.

Se abrazaron espontáneamente, sintiéndose unidos por una extraña dicha. Acto seguido Jeno dio media vuelta y comenzó a llamar a «sus» infantes. Sátiro se sintió mejor. De pronto se irguió, consciente de que tenía los hombros encorvados desde que había arrojado la lanza.

—Muy bien —se dijo a sí mismo—. ¡Lita! —llamó, y su hermana se acercó corriendo por la cubierta central. Sátiro disponía de un poco de tiempo, tal vez cien paladas hasta que tuviera que dar otra orden. Se sentía invadido por el daimon que se adueñaba de los hombres en la guerra y los deportes; tan lleno de él que las manos le temblaban y las rodillas le flaqueaban, pero sentía la cabeza despejada y el mundo parecía ralentizado.

—¡Señor! —dijo Melita con una sonrisa al llegar a su lado.

—Tú y Dorcus sois lo más parecido que tengo a un médico. Mirad qué podéis hacer con la flecha clavada en los pulmones de Peleo… y con los demás heridos. —En voz baja, agregó—: Lita, encárgate de que se vaya sin sufrir, si es preciso.

Melita arrugaba la nariz de un modo insólito en ella, tenía un moco pegado en la mejilla y sangre en la frente. Se sirvió de la manga para limpiarse.

—Lo haré —dijo, y se volvió, llamando a Dorcus.

Sátiro todavía disponía de tiempo y se volvió para ver qué hacían los macedonios.

El quinquerreme cabeceaba en el rompiente con sus remeros a bordo, y dos trirremes zarpaban de la playa, pero el viento del suroeste estaba refrescando y los timoneles debían poner mucho cuidado. Sátiro calculó que todavía le quedaba un poco de tiempo. Por la amura de babor, el creciente oleaje bamboleaba la galera ateniense, y sus remeros daban paladas infructuosamente.

—Oficial Kalos, dejad el trinquete aparejado antes de marcharos —dijo—. Afloja el ritmo, jefe de remeros. —Se sentía en pleno control de su nave. Miró al cielo, y de nuevo a la playa.

Los marineros aparejaron el trinquete, y la mancha de la sangre de Kyros apareció como una flor en medio de la vela izada. En cuanto se hinchó, el Loto Dorado cobró arrancada como un caballo de batalla que se echara a galopar, una suave aceleración que hizo que algunos marineros sonrieran de gusto, mientras a bordo del trirreme ateniense los hombres señalaban hacia ellos con miedo.

Sátiro llamó a un marinero para que le ayudara a gobernar, pues a tanta velocidad la nave podía virar bruscamente, y retuvo a cuatro marineros del grupo de asalto para que manejaran la vela.

—¡Remos dentro! —bramó Sátiro.

El barco ateniense dio media vuelta, haciendo una amplia guiñada en el último momento, pero Sátiro se había percatado de la maniobra de su timonel y estaba alcanzando su popa. El espolón estaría debajo del costado de babor del ateniense enseguida, y sus remeros fueron presa del pánico. Aprovechando la confusión, Jenofonte saltó solo a la cubierta enemiga antes de que las naves se tocaran. Al ponerse de pie asestó un golpe al timonel para dejarlo inconsciente y acto seguido se enfrentó al trierarca enemigo. Los anclotes volaron desde toda la cubierta del Loto y los marineros saltaron las bordas, inundando la cubierta de remeros enemiga.

A poca distancia, el trierarca enemigo y Jenofonte se enfrentaron hombre a hombre. Jenofonte hizo una simple finta y asestó un mandoble alto contra el borde superior del escudo del ateniense. Su adversario paró el golpe con el escudo y embistió, derribando a Jenofonte sin esfuerzo. El ateniense se irguió encima del joven postrado y levantó su lanza.

Melita disparó. Su flecha se elevó en la brisa, un tiro que tuvo que cruzar la eslora de los barcos, pasar entre sogas, jarcias, cascos y bordas, y caer desde su apogeo, como guiada por la mano de Atenea, para clavarse en el muslo del ateniense, un palmo por encima de su greba. El hombre hincó una rodilla en cubierta y Jeno se levantó.

El mercenario paraba un golpe tras otro, usando su lanza con desesperada destreza. Intentó ponerse de pie sin lograrlo, cayó sobre su propia sangre y aun así fue capaz de parar el golpe mortal de Jenofonte. Rodó por el suelo, con la hermosa coraza de bronce chorreando sangre roja de la herida del muslo, y se irguió sobre una rodilla. Jenofonte dio un paso atrás y lo saludó, y el mercenario se rio y correspondió al saludo, convirtiendo el movimiento del brazo en un mandoble.

Jenofonte lo paró, pero ahora tenía una larga línea roja en el brazo derecho.

Durante la pausa, Kalos había subido a bordo por detrás del ateniense con un martillo de mango largo. Después del intercambio de saludos, Kalos le asestó un golpe en la sien que lo dejó inconsciente.

Sátiro pudo volver a respirar, y musitó una plegaria a Atenea y a Heracles para que salvaran a Jenofonte, quien, pese a toda su destreza, estaba claramente superado.

Una vez abatido el trierarca ateniense, el resto de la tripulación dejó de presentar batalla. El oleaje iba en aumento, incluso lejos de la playa, y lo único que podían hacer sus remeros era mantener la nave aproada a las olas, que ya eran el doble de altas que poco antes.

Sátiro se demoró y clavó su espolón debajo de la popa de la galera ateniense con un golpe mucho más amenazador de lo que se había propuesto, pero logró hacerlo, y el resto de los infantes y marineros la abordaron en medio del estrépito atronador.

—¡Seguidme, y quiera Poseidón que lo consigamos! —gritó Kalos—. ¡Intentad coger vivo al navarco!

Kalos hacía señas y Sátiro le oía gritar órdenes. También vio que estaban desarmando a los infantes atenienses en la proa, y a Jeno sin yelmo, echándose agua en una herida. Se abarloó con el viento en la vela de trinquete bien cazada y sus arqueros abarcaron las cubiertas. No hubo más resistencia.

Kalos levantó el palo trinquete de la galera ateniense antes de que las crestas de olas rompieran, y enseguida arrancó empujado por el viento. El trirreme ateniense estaba deteriorado, pero al navegar de empopada se comportaba bastante bien, y Kalos tuvo tiempo de reorganizar a los remeros, ahora cautivos.

Sátiro advirtió que el quinquerreme zarpaba de la playa y comenzaba a adentrarse en las olas.

Dos remeros llevaron a Peleo y lo sentaron en la popa. Estaba pálido como un pergamino recién raspado y le salía un hilo de sangre por la boca, pero estaba vivo. Melita y Dorcus lo habían lavado y cortado el astil de la flecha a ras de la herida para que pudiera apoyarse. El hecho de que no le hubiesen sacado el astil hablaba por sí mismo del estado en que se hallaba.

—Maestro Peleo.

Sátiro se sentó en cuclillas, sujetando el remo, tratando de oír al timonel, que movía los labios. Peleo levantó la cabeza.

—Ha sido hermoso —dijo. Luego agregó—: Hay que ir a la playa enseguida.

—Si estuvieras en forma, maestro, podríamos haber intentado apresar el barco grande. —Sátiro se encontró con que tenía las mejillas húmedas de lágrimas—. ¿Qué quieres decir, con lo de ir a la playa?

—Tormenta —murmuró Peleo.

Sátiro miró hacia el mar y comprendió que el timonel llevaba razón.

—Puñeteramente hermoso —insistió Peleo. Se apoyaba en un codo y alcanzaba a ver por encima de la popa—. Dos contra uno, ¡y a la vista del enemigo! —Se rio, y la risa se convirtió en un gorgoteo y una rociada de sangre. Los ojos de Peleo se cruzaron con los de Sátiro y el muchacho comprendió que su maestro estaba agonizando; incluso llegó a ver cómo su sombra se liberaba de su cuerpo—. Viene tormenta —prosiguió Peleo. Acto seguido, añadió con gran esfuerzo—: ¡Avisa a Rodas!

Entonces se desplomó, y Sátiro pensó que había fallecido. Se volvió a mirar hacia popa. La tormenta venía desde el mar, avanzando tan deprisa que se veía la forma de proa del frente de la borrasca, al tiempo que se notaba el descenso de la temperatura. En el mar abierto había una línea brumosa, pero Sátiro sabía que era la del turbión.

Hacia tierra, el quinquerreme ya había abandonado la persecución. Retrocedía hacia el fuerte oleaje mientras ellos doblaban la punta de Laodicea y la playa llena de macedonios desaparecía de su vista.

Navegaban deprisa, tanto que un momento de descuido provocó que el casco temblara como un perro en una correa y se balanceara. Ahora que llevaban la vela bien reglada, adelantaban decididos al trirreme ateniense capturado.

Pasaron a un remo de distancia de él y siguieron singlando hacia el norte. El frente de la tormenta los llevaba tan aprisa como podía navegar una galera. Salvaron las rocas al norte de la punta de Laodicea y la bahía siguiente en un abrir y cerrar de ojos.

—Voy a intentarlo —dijo Sátiro. Le hablaba a Peleo, cuyos ojos todavía tenían una chispa de vida. No había nadie más a quien hablar. Kleitos estaba atareado con sus nuevas responsabilidades y Melita se encontraba en la proa con los arqueros—. Intentaré varar el Loto aquí mismo para pasar la noche.

Se sorprendió al descubrir que Peleo asentía.

—Buen chico —dijo éste.

Sátiro no había pasado toda su vida en el mar, pero había visto tormentas. Rezó para que aquélla siguiera la pauta habitual, con un período de calma justo antes de la llegada del frente.

—¡Oficial Kleitos! —gritó. El hombre acudió a la llamada—. Voy a varar de popa en la próxima playa. ¿La ves? —Sátiro señaló hacia la amura de estribor y Kleitos le miró perplejo—. Cuando ordene arriar el trinquete, debes tener a todos los remeros preparados. Viraje de un cuarto de círculo a babor y luego a ciar como posesos.

Sátiro reprodujo la maniobra con las manos.

Kleitos asintió, pero sus ojos no mostraban ni un atisbo de comprensión.

—¡Repítemelo! —urgió el joven navarco.

—Cuando arríes el trinquete, un cuarto de vuelta hacia el mar y retroceder hacia el rompiente —dijo Kleitos con cierto aire de incredulidad.

—Pon al corriente a todos los hombres. No confíes en las órdenes dadas en el último momento. ¿Entendido?

—¡A la orden, navarco!

Kleitos tenía los ojos sin brillo, ya estaba exhausto por el esfuerzo de mandar.

Sátiro llamó a un marinero.

—¿Cómo te llamas?

—Diocles, señor.

Sátiro se sorprendió al reconocerlo de la noche en Alejandría.

—Diocles, ¿puedes coger el remo de gobierno?

Sátiro había visto a ese hombre con Peleo a menudo; si eran amigos, tenía que ser competente. Había estado a cargo de las guardias.

Diocles alargó el brazo y agarró el pesado remo.

—Tengo el timón —dijo con voz sorda y áspera. Bajó la vista a Peleo, que asintió.

Faltaban apenas unos instantes para llegar al rompiente. ¡Y había tanto que hacer!

—¡Tienes el timón! —dijo Sátiro, y salió disparado hacia proa, buscando a los cuatro marineros.

»A mi orden, arriad la vela de trinquete. Que caiga a plomo, ¿entendido? Que el viento no la hinche ni un instante de más.

Demasiada información; lo veía en sus semblantes.

—Conocemos nuestro oficio, navarco —dijo el de más edad, con una sonrisa torcida—. No te preocupes, chaval —susurró con voz ronca.

Sátiro regresó a la popa y descubrió que Diocles había logrado dirigir la proa hacia la playa; un buen trabajo de gobierno.

Llevaban mucha velocidad. De hecho, Sátiro estaba casi seguro de que en toda su vida no había navegado tan deprisa. Observó la costa, tan cercana, y respiró profundamente. Echó un vistazo a la galera ateniense. ¿Tendrían ocasión de imitar su maniobra?

Ambas naves iban hacia la playa. Poco antes de las grandes olas del rompiente, cada vez más embravecidas, Sátiro ordenó que pusieran el Loto Dorado paralelo a la playa para aguardar la calma. Rezó por que ésta llegara. La línea de la borrasca estaba a diez estadios y se aproximaba como una carga de caballería.

El viento amainó, la vela restalló y se puso a ondear.

—¡Arriad el trinquete! —gritó Sátiro. Se volvió para observar a Diocles mientras éste apoyaba todo su peso en el remo de gobierno, sin moverse de en medio del barco, rogando que la proa virase hacia el mar para quedar de cara al oleaje.

«¡Poseidón, déjanos vivir! ¡Detén el viento!»

La respuesta de los remeros fue todo lo vigorosa que podía ser. Efectuaron el giro de un cuarto de círculo en el tiempo que tardaron dos olas en romper debajo de su popa, imprimiendo tanta presión en los remos que Sátiro vio cómo se torcían; y acto seguido comenzaron a ciar a toda prisa, con los remos clavándose en la grava de la playa, y la popa se elevó y cayó con un pesado golpazo.

La maniobra había salido casi perfecta, pero ahora se notaban las penalidades de la jornada. El Loto casi no tenía tripulantes de cubierta que saltaran a tierra y sujetaran la popa, y el mar batía la proa implacablemente. Kleitos ordenó una estrepada por iniciativa propia, de modo que los remos de proa que aún podían manejarse afianzaran el barco. A popa los remeros comenzaron a saltar por las bordas, cosa que aligeró la nave y permitió que se adentrara un poco más en la playa, y una ola rompió contra la proa y casi la desvió, pero había suficientes remos en el agua y suficientes espaldas fuertes en el rompiente para arrastrar el casco un poco más arriba. El barco estaba en diagonal a la playa, pero ahora estaba vacío, y antes de que la siguiente ola alcanzara el espolón y lo empujara con riesgo de romperle la quilla, doscientos hombres y dos mujeres tiraron a la vez y el casco negro de brea saltó playa arriba casi hasta la mitad de su eslora. No fue bonito. De hecho, toda la maniobra se había llevado a cabo al borde de la confusión, el caos y el fracaso, pero el Loto estaba varado en la playa y vertical, y se oyó una sonora ovación.

El trirreme ateniense no fue tan afortunado. Aunque efectuó el viraje con estilo y sus remeros, que Kalos había redistribuido en ambas bandas, sabían que sus vidas dependían de sus estrepadas, su retroceso fue torpe y el casco llegó sobre la cresta de una gran ola que rompió en cuanto la tormenta alcanzó la orilla. La ola siguiente golpeó la proa, empujándolo playa arriba, fuera de control. El agotamiento y el desánimo les costaron un tiempo precioso cuando los remeros perdieron el ritmo y la parte central del barco se inundó.

Pero Kalos tenía amigos en tierra. Tenía a los tripulantes de cubierta. Estos lanzaron sogas por encima del costado antes de que el trirreme reventara, y los doscientos hombres de tierra no estaban dispuestos a perder la presa a manos de Poseidón cuando estaban tan cerca de conseguirla, así que tiraron, y volvieron a tirar, para subir el barco siniestrado a la playa, alejándolo de las garras de la tormenta. El trirreme cayó de costado, vertiendo el agua que le había entrado y arrojando remeros al rompiente, pero el viento huracanado dio un empujón a la popa y la ola siguiente levantó la proa al tiempo que Kalos rugía «tirad» como Poseidón redivivo, y el equilibrio cambió. El casco ateniense crujió, pero subió playa arriba un largo de caballo, y lo hizo de nuevo con la ola siguiente mientras desembarcaban los últimos remeros. Y todavía una vez más, sacando el espolón de las olas, mientras trescientos hombres tiraban juntos, empapados por el azote de la lluvia.

Y entonces se dejaron caer en la arena mojada. Estaban en tierra, y vivos.

Sátiro jadeaba tumbado en la arena, todavía con una soga en las manos. Se caía de sueño, pero una voz interior le dijo: «Todavía no has acabado, chico.» Se obligó a ponerse de pie y caminó hasta donde yacía Peleo. El timonel había muerto durante la última maniobra. Sátiro cerró los ojos y susurró una plegaria.

Luego se levantó y se envolvió con su clámide bajo la lluvia.

—¿Oficial Jenofonte? —llamó—. Atad a los prisioneros. Montemos una vela a sotavento de… —Miró en derredor. No había sotavento que valiera. Estaban en una playa que se extendía hasta ambos horizontes, y sólo los altos acantilados que se alzaban unos cuantos estadios tierra adentro prometían algún resguardo.

Melita le tocó el brazo.

—Hay cuevas —dijo, señalando.

—Una vela para cubrir la entrada de la cueva; Melita os conducirá allí. Que se cobijen los heridos primero.

Las órdenes manaban de él como el agua de una fuente. Como si las estuviera dando Peleo.

Kalos estaba poniendo en marcha a sus hombres.

Kleitos, arrodillado en la arena, meneaba la cabeza. Diocles lanzó una mirada a Sátiro, puntuada por un relámpago, y el joven asintió.

—¡Muy bien, muchachos! —gritó Diocles.

Sátiro permaneció plantado en la playa hasta que el último hombre estuvo cobijado en las cuevas. Debajo de sus pies la arena estaba seca, y las hogueras de troncos y tablas que el mar había arrastrado hasta la playa rugían. Se sentía incapaz de hablar. La clámide empapada pesaba y el viento aullaba, y si las olas subían un poco más perderían el trirreme; no podía hacer nada al respecto. Necesitaba seguir haciendo cosas, seguir dando órdenes, porque ahora que disponía de tiempo para pensar, sólo tenía ganas de llorar.

Permaneció allí, de cara a la tormenta, con el rostro y la clámide chorreantes. Los relámpagos partían el cielo y los truenos rugían más fuerte que cien espolones destrozando otros tantos cascos.

Kalos se acercó a él.

—¡Adentro, señor! —gritó, haciéndose oír por encima del viento y los truenos.

Tiró a Sátiro del brazo y entraron en la cueva apartando la ondeante vela de trinquete que tapaba la entrada. En el interior hacía calor. Sátiro tropezó y poco faltó para que se cayera. La cueva estaba llena de hombres, tendidos tan juntos que parecían las ánforas del cargamento de un barco mercante. La fogata, que no era la primera que se había encendido en aquel lugar, y el calor de más de trescientos cuerpos permitieron a Sátiro quitarse la clámide.

—Prueba esto, chaval —dijo Kalos.

Diocles se acercó y le puso un pesado tazón de arcilla negra entre las manos. Estaba muy oscuro para ver qué había dentro, de modo que Sátiro bebió un sorbo: ciceón, lleno de queso y vino. El vino le atravesó el cuerpo como una descarga eléctrica. El dulzor de la miel y la acidez del vino fueron lo mejor que había tomado jamás.

—Acábatelo —dijo Diocles, con su áspera voz. Sonrió brevemente, como si le costara un gran esfuerzo, y volvió a adoptar una expresión perdida.

Sátiro se desplomó en un espacio libre junto a la boca de la cueva y se quedó dormido con el tazón en la mano.

Más hacia el fondo de la cueva, Melita estaba entrelazada con Jenofonte, pegada a él para que le diera calor y por la protección emocional que le proporcionaba un cuerpo conocido. Quería dormir, pero los pensamientos le daban vueltas y más vueltas en la cabeza igual que un niño agotado. Chillando.

Vio que su hermano entraba en la cueva y, a la luz titilante de la fogata, supo qué aspecto tendría Sátiro a los treinta años, o quizás a los cincuenta.

—Me has salvado la vida —dijo Jenofonte en la oscuridad. Su voz sonó diferente, y no lo dijo como un aserto, sino como si tratara de descifrar un rompecabezas.

—Y tú a mí —contestó ella, encogiéndose de hombros.

—Pero… era un combate hombre a hombre —repuso Jeno—. Él era mejor que yo.

Melita se retorció, intentando sacarse una piedra de debajo de la cadera.

Jeno malinterpretó el movimiento y se arrimó más a ella.

—No, no lo era —replicó Melita—. Tenías que enfrentarte al timonel, que llevaba armadura, y al mercenario y a un puñado de marineros. O sea que era una acción general. He disparado porque era mi deber.

—Ha sido un tiro fantástico —dijo Jeno. Esta vez fue él quien se encogió, y ella quien lo interpretó como un estremecimiento, que la llevó a estremecerse a su vez—. Estaba tumbado boca arriba, aguardando la muerte… ¡Parecía una obra de Homero! Y al ver la flecha que se clavaba en su muslo justo encima de mi cabeza, he pensado: «ha sido Melita».

Aquél era el elogio que Melita deseaba. Había sido el mejor tiro de su vida.

—Hoy he matado a unos cuantos hombres —declaró, a medio camino entre la jactancia y el sollozo. No sabía cómo asimilar aquellas muertes.

—Yo también —dijo Jenofonte. Se volvió para ponerse de cara a ella.

Al cabo de un momento, ella hizo lo mismo.

Y en un momento dado, cuando la mayoría de los remeros roncaba, sus retorcimientos de incomodad y sus abrazos de consuelo cambiaron de ritmo y devinieron otra cosa. No fue el idilio romántico que Melita había imaginado, con las nalgas atrapadas contra una piedra y trescientos posibles testigos, pero, sin embargo, sucedió.

—No deberíamos hacer esto —dijo Jenofonte, cuando ya era demasiado tarde para cambiar de parecer.