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312 a. C
Estratocles cabalgaba con desenvoltura, concentrando casi toda su atención en controlar su sed. El resto de su atención recaía en su cautiva, que cabalgaba serena, con la cabeza bien alta, y que, de vez en cuando, se dignaba sonreírle.
Sus sonrisas lo desconcertaban.
En torno a él cabalgaban los mejores entre sus asesinos a sueldo, con Lucio al frente, y más adelante, apenas a unos cuantos estadios salvo si había errado estrepitosamente en sus cálculos, se encontraba el ejército de Demetrio el Rubio, hijo de Antígono el Tuerto; el más joven y gallardo entre los contendientes de las guerras que los hombres daban en llamar los «Divinos Juegos Fúnebres de Alejandro».
Estratocles irguió la espalda, tratando de borrar capas de fatiga y el tiempo pasado en la silla, y tratando de ordenar sus ideas con vistas a la inminente entrevista. Por el momento había fracaso en su intento de matar a Tolomeo. Mejor no pensar demasiado en eso.
Hermes, dios de los espías, qué seca tenía la boca.
—¿Cuánto hace que planeaste mi secuestro? —preguntó la princesa. Sonrió con una caída de ojos, viva encarnación de la dignidad femenina.
Estratocles se encogió de hombros.
—Lo hice sobre la marcha, mi señora —admitió. Se frotó el muñón de la nariz. «¿Por qué he dicho esto?», se preguntó. «Sin duda una ficción más elaborada habría cosechado más premios que este único dato.»
—Ajá. Entonces, ¿al no lograr matar al regente de Egipto, pensaste que yo te valdría como compensación? —preguntó Amastris como si tuviera mucho interés en el funcionamiento de su mente.
Estratocles irguió la espalda otra vez y maldijo para sus adentros su propia falta de disciplina; su anhelo de que Amastris tuviera una buena opinión de él.
—Señora, mi intención es ofrecer mis servicios a Antígono a cambio de una satrapía. Frigia no tiene señor. Tú serías una eficaz aliada, incluso una apropiada consorte. O, al menos, así lo razoné.
—Vaya, vaya —respondió la princesa.
Cabalgaron en silencio durante más de un estadio, y Amastris se fue rezagando. Se tapó el rostro con un chal y prosiguió con la cara cubierta, y Estratocles alternaba sus pensamientos entre aquel rostro y su deseo de agua.
Luego espoleó a su caballo y el cansado animal regresó al lado de Estratocles, que sintió que el corazón se le llenaba de una estúpida alegría.
—¿Es porque mi padre es el tirano de Heráclea? ¿O porque has observado alguna cualidad en mí que me convertiría en, cómo lo has dicho, una eficaz aliada?
Estratocles consideró distintas respuestas, desde ofensivas hasta halagadoras, pero una vez más, pese a largos años de experiencia, se encontró con que su boca escupía la verdad.
—Por tu padre y su ciudad, por supuesto. Aunque —agregó con una reverencia—, ahora que te tengo calada, despoina, me consta que he subestimado tus cualidades.
—¡Oh, qué bien expresado! —se rio la princesa, echando la cabeza para atrás sin un ápice de falsedad—. Que un hombre tan cauto y astuto como tú admita que ha subestimado mis cualidades constituye todo un cumplido.
El comentario hizo sonreír a Estratocles. ¿Cuándo había sonreído tantas veces en tan poco tiempo?
—Has captado a la perfección lo que quería decir, mi señora.
Mientras proseguían la marcha, se encontró contando la verdad a aquella dama, si bien no por otro motivo que sus incesantes preguntas, pues parecía contenta de poder preguntar, cabalgando a su lado y hablándole como si él fuera un leal consejero. Cosa que hizo que Estratocles se sintiera idiota. Y viejo.
Estaban riendo de buena gana cuando se toparon con los primeros piquetes de caballería.
—Es como hablar con Pericles —dijo doña Amastris.
Estratocles se puso radiante de felicidad.
—¿Intentaste matar a Tolomeo? —preguntó Demetrio. Estaba sentado en una simple banqueta plegable en medio de un círculo de sus compañeros, pero toda simpleza terminaba en eso. Sus cabellos dorados a juego con su peto dorado contrastaban con la piel de leopardo que lucía en lugar de clámide, y calzaba unas magníficas botas sin puntera de cuero labrado y dorado. En efecto, parecía la imagen de uno de los héroes, Teseo, Heracles o un fornido Aquiles.
Estratocles lo había visto antes, pero nunca se había enfrentado a su encanto y su carisma cara a cara.
—Sí, señor —dijo Estratocles.
—Bien, pondremos buena nota a la intentona, pero preferiría derrotarlo en persona. Hombre a hombre, si es posible. Así es como se construyen los mitos, ateniense.
Demetrio irradiaba su juventud como la luz de una lámpara.
Estratocles aún tenía que esforzarse para mantener la espalda derecha, los hombros le pesaban cada vez más y sólo deseaba tenderse en el suelo y dormir. Había pasado una semana muy dura. Y no le gustaba la manera en que los ojos del chico rubio se desviaban de él. Los hombres siempre habían reaccionado de igual modo ante su fealdad. Excepto Casandro. Casandro al menos era capaz de mirarlo de hito en hito.
—Sin duda vencerás a Tolomeo, mi señor, ya sea en combate o de cualquier otra forma, pero quienes te aman harán cuanto puedan por allanarte el camino —dijo Estratocles. Pericles no lo habría expresado mejor.
En su fuero interno, Estratocles comenzaba a cuestionar su compromiso con aquel cachorro arrogante. Pérdicas, hijo de Bión, uno de los jóvenes oficiales de Demetrio, de pelo rizado y con unos labios igualmente curvados que prometían insolencia, chascó los dedos.
—¿Qué hay de los oficiales macedonios? —inquirió.
Estratocles se encogió de hombros.
—Organicé el encuentro de los líderes del motín, y me aseguré de que fueran armados para el ataque contra Tolomeo. En cualquier caso, no vinieron. ¿Culpa mía? Tal vez. O quizá les entró miedo y se echaron atrás.
—Nos han llegado rumores de que fueron masacrados —dijo Demetrio. Sus ojos ya no miraban a Estratocles. Estaba valorando las cualidades de la muchacha que aguardaba en silencio detrás de Estratocles, envuelta en lana, con un recatado tobillo como único indicio de su edad y vitalidad.
Estratocles se sentía algo más que un mero protector de la chica. Dio un paso al frente para atraer la atención del comandante.
—Lo dudo. ¿No harías correr un rumor como ése si temieras un motín, mi señor?
—¿La fealdad es una enfermedad contagiosa? —preguntó Demetrio, y todos sus compañeros rieron—. Estoy convencido de que me has prestado un buen servicio, ateniense, pero me aburre mirarte. ¿Qué me has traído? ¿Eso es un obsequio? ¿Has traído a Briseida a mi tienda?
Estratocles no pudo resistirse.
—Briseida fue arrebatada a Aquiles, señor.
—Nada más apropiado, entonces, aunque me cuesta trabajo asignarte el papel de Aquiles. Veamos qué aspecto tienes, muchacha.
Demetrio se levantó de su trono.
—Es la hija del tirano de Heráclea, una joven modesta.
Estratocles se puso enseguida a su lado. Amastris retrocedió, interponiendo a Estratocles entre Demetrio y ella. Ningún otro acto podría haber tensado con tanta firmeza las trizas del sentido del honor de Estratocles; una prenda hecha jirones, pero con más trama y urdimbre de lo que él mismo sospechaba.
Demetrio se encontró alargando el brazo hacia Estratocles. Sus hombres se llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas.
—No seas estúpido, mal encarado —dijo el chico rubio.
«Entrégale la chica sin más.» El olfato político de Estratocles, un daimon afinado tras una generación de política ateniense y con voz propia, le dijo que podría obtener lo que quisiera de aquel niño bonito si le entregaba la chica. «O mejor aún —sugirió la voz—, cuanto más te resistas a entregársela a este nuevo amo, mejor valorará este nuevo amo a la chica… y a quien se la dé.»
Por primera vez en varios años, Estratocles hizo caso omiso del desapasionado que lo gobernaba en los asuntos de estado. Su agilidad mental acudió en su ayuda.
—No soy estúpido —dijo con toda calma—. Y tampoco, señor, para ofender al tirano de Heráclea cuando tu padre depende de sus puertos y de sus barcos.
—¡Tiene los tobillos de Afrodita! —señaló Demetrio. Puso los brazos en jarras—. Me importa un comino el tirano de Heráclea.
—Me figuro que has usado la coletilla de Afrodita en otras ocasiones —repuso Estratocles.
Amastris se rio a su lado, y Estratocles se sintió el rey del mundo. Entonces ella dejó que los pliegues de su himatión le cayeran de la cabeza y dio un paso al frente.
—Tal vez te importe un comino mi padre —dijo Amastris, y sonrió a Demetrio—, pero te prometo que a él sí le importaré yo.
El sol de su sonrisa arrolló sus palabras, y Demetrio juntó las manos dando una palmada.
—Que la conduzcan a una tienda; arrojad a los ocupantes a la arena. Procurad que no le falte de nada. —Demetrio hizo una profunda reverencia—. Permite que te rescate de este sapo.
Amastris volvió el sol de su sonrisa hacia Estratocles. Negó con la cabeza.
—Es mi sapo —replicó la princesa—. Confío en él, y a ti no te conozco.
Algo caliente encendió el corazón de Estratocles. Se sonrojó y le dolió la nariz.
—Te protegeré —dijo con voz sorda; palabras equivocadas, lo sabía, y además mal dichas. No le importó.
Amastris volvió a cubrirse la cabeza, pero no apartó los ojos de los de Estratocles. Él no había reparado en lo fríos que eran antes.
—Sí —dijo Amastris—. Lo harás.
Su sonrisa fue visible sólo en los rabillos de los ojos, pero fue toda para él. Hacía mucho tiempo que no veía a unos ojos hacer eso… por él. Hizo una mueca de dolor.
Entonces Amastris retrocedió. Los guardias de Estratocles la rodearon.
—Estaremos encantados de ocupar la tienda que consideres oportuno asignarnos —dijo Estratocles.
—De eso nada, sapo. Ella es mía. Me ocuparé de que te paguen un par de talentos por tus traiciones, pero ella es mía. A lo mejor añado algo a tu recompensa por haberla traído. Realmente, su presencia hace que casi haya merecido la pena conquistar esta franja de arena. —Demetrio se rio, y todos los compañeros se rieron con él—. Afrodita, diosa del amor, ¿nunca has pensado que ella sólo puede encontrarte horrible? ¿Al hombre que la ha raptado? ¿Alguna vez te has mirado en un espejo? En cambio yo, el dorado, el elegido de los dioses, la salvará de tus venenosas garras. —Demetrio rio de nuevo—. Ya está toda mojada sólo de verme, sapo.
Esto último hizo que todos los compañeros se rieran a mandíbula batiente.
Estratocles tuvo el coraje de sonreír. Se irguió cuan alto era. «Yo soy el héroe de esta obra —pensó—. No tú, chico, sino yo; el sapo.»
—No es así como trata a los hombres tu padre, señor —dijo Estratocles haciéndose oír por encima de las carcajadas—. Los insultos de colegial sólo insultan a los colegiales.
Demetrio se volvió de repente, con los ojos entornados.
—¿Te atreves a decirme lo que mi padre haría o dejaría de hacer? ¿Me llamas colegial?
Sus compañeros se callaron.
—Tu padre me ofreció la satrapía de Frigia. He hecho honor a mi parte del acuerdo y todavía tengo agentes en sus puestos. Y ahora —despacio, cautamente, como si le arrancaran las palabras—, ¿ahora me insultas, me arrebatas a mi pupila y me ofreces unos pocos talentos de plata? —Estratocles se encogió de hombros—. Mátame, señor. Pues si no lo haces, le diré a tu padre que eres un idiota.
—Mi padre… —comenzó Demetrio, pero de pronto se calló, como si escuchara a alguien que le estuviera hablando. Demetrio parecía una estatua. Miró al vacío por encima de la cabeza de su amigo Pisandro hasta que volvió a mirar a Estratocles.
»Llevas razón al reconvenirme, señor. —El cambio de actitud de Demetrio fue tan radical que Estratocles, todavía enfrascado en su propia actuación, sintió que debía dar un paso atrás ante el poder de los dioses. Demetrio hizo una reverencia al ateniense—. Ha estado mal que te insultara, aunque debes confesar que nunca imitarás a Ganímedes.
Algunos compañeros rieron, pero la suya fue una risa nerviosa, porque la voz de Demetrio sonaba extraña.
Estratocles inclinó la cabeza indicando que estaba de acuerdo.
—Nunca he alardeado de mi aspecto. Como tampoco he pretendido tomar a Ganímedes como modelo —dijo, lanzando la pulla contra el compañero más guapo de Demetrio, un apuesto muchacho que estaba al lado de Pisandro—. Aunque deduzco que algunos lo hacen.
Demetrio se rio.
—Veo que eres algo más que una cara fea —admitió—. Estamos al borde de una batalla, la batalla que nos dará Egipto. Después recompensaremos a todos nuestros leales soldados. Hemos hecho mal en hablar de unas míseras monedas de plata. Ruego aceptes nuestras disculpas.
Demetrio hizo una reverencia, y Estratocles tuvo que reprimir el impulso de perdonarlo de inmediato.
«Esto es el poder», pensó.
—¿Y la chica? —preguntó.
Demetrio sonrió.
—Que sea lo que ella quiera.
Estratocles se la llevó, con Pisandro en calidad de mensajero. El daimon le reprochó que hubiese caído presa de una chica guapa.