24

La persecución de Estratocles no duró toda la noche. Poco después de las doce, descubrieron el medio que había empleado para abandonar la ciudad, un barco que aguardaba ante el palacio, y la ventaja que llevaba garantizaba su éxito.

—Irá en busca de Demetrio —dijo Filocles a Sátiro.

El joven no vertió ni una lágrima, estaba cansado, con el corazón partido e incapaz de sentir. En los días posteriores nada logró levantarle la moral. Marcharon de la ciudad al desierto, y las cinco siguientes jornadas fueron muy duras; trechos de desierto puntuados por ciudades del Delta y ríos que debían cruzar, de modo que un hombre podía morirse de sed a causa del calor y, al cabo de nada, correr peligro de ahogarse. Los mosquitos eran los peores que Sátiro había visto jamás, se abatían sobre el ejército en nubes que se veían a un estadio.

—¿Qué comen cuando no encuentran judíos? —preguntó Abraham.

—Mulas —contestó Dionisio—. El sabor es prácticamente el mismo.

Sátiro marchaba en silencio, a ratos absorto en sombrías fantasías sobre el sufrimiento que debía de estar padeciendo Amastris y, al mismo tiempo, atormentándose por su incapacidad para rescatarla. Pocas cosas hay más calculadas para indicar su insignificancia a un muchacho que marchar en la interminable nube de polvo e insectos de la columna de un ejército del alba al ocaso; un diminuto piñón de bronce en la gran máquina de guerra.

Por la noche acampaban en terreno llano junto a ramales del Nilo y bebían agua turbia que dejaba posos en las cantimploras. Cada mañana, Sátiro se obligaba a levantarse para ir de fogata en fogata y ayudar a cada casino a encender el fuego, pedir un hacha para otro y recordar a un tercero cómo cocinar con cazuelas de barro sin romperlas.

En general la cocina estaba mejorando, si bien se debía a que la falange de Egipto comenzaba a tener seguidores. En cada pueblo había chicas y chicos muy jóvenes que deseaban irse a cualquier parte, aunque sólo fuera para escapar de la eterna monotonía de la tierra. En el río, una chica se consideraba mujer cuando cumplía doce años, y vieja cuando era una abuela de veinticinco. En su mayoría morían antes de los treinta. Sátiro había oído hablar de todo aquello, pero ahora marchaba a través de esa realidad, y cada mañana había más campesinos en sus fogatas, cocinando la comida… y comiéndosela. Y las filas de escuderos empezaron a crecer, de modo que la falange se asemejaba cada vez más a los Compañeros de Infantería.

El tercer día Filocles recorrió las filas, ordenando a los hombres que acarrearan su equipo.

—¡Dejad que ellos lleven las cazuelas! —rugió Filocles—. ¡Cargad con vuestras propias armas! Os habéis pasado el verano ganando este privilegio, ¡no lo vendáis por un poco de descanso!

La cuarta mañana Amastris seguía siendo un sueño remoto. Sátiro se había dormido al lado de Abraham, y al despertar vio que su amigo tiritaba. Sátiro también tiritaba, pero sabía qué hacer al respecto. Se levantó en un periquete, tapó a Abraham con su clámide y se echó a correr siguiendo la orilla del Termótiaco, un brazo del Nilo, y luego en torno al campamento hasta que entró en calor.

Río arriba se encontró con dos infantes de marina a los que conocía y con Diocles, que llevaba una cabra.

—¿De dónde ha salido? —preguntó Sátiro.

—La hemos encontrado vagando por ahí —contestó uno de los infantes.

—La verdad es que no pertenecía a nadie —dijo Diocles, evitando los ojos de Sátiro.

El muchacho se rascó la incipiente barba.

—Ya sabéis lo que dice Filocles acerca de los robos.

—No ha sido un robo —insistió Diocles.

—Vagaba por ahí —repitió el infante de marina. Su compañero guardaba silencio.

—Sé dónde puedes encontrar a tu hermana —dijo Diocles inopinadamente. Si tenía intención de distraer a su oficial, desde luego que lo consiguió.

—¿De veras? —preguntó Sátiro.

—Enseguida os alcanzo —dijo Diocles a los infantes. Luego se volvió y comenzó a desandar lo andado—. Está en el campamento de los arqueros. Todos los marineros y los infantes lo saben. ¿No la harás regresar?

—¡Hades, no! —dijo Sátiro.

Caminaron medio estadio hasta donde una docena de muchachos estaban tirando contra una bala de forraje para la caballería.

—La cabra nos la ha dado ella —confesó Diocles.

—¿En serio? —preguntó Sátiro.

—¿Realmente quieres saberlo? —repuso Diocles—. Ve a verla. Nos vemos en el campamento.

Sátiro fue corriendo hasta el grupo de arqueros. No era demasiado difícil distinguir a su hermana, si sabía dónde mirar. Se acercó a ella y le pegó un manotazo en la espalda, como solían hacer los soldados cuando llevaban armadura.

Melita dio media vuelta.

—¡Cabrón! —gruñó.

Sátiro se rio. Se abrazaron.

—¡Estás loca! —dijo Sátiro.

—Tanto como tú, hermano —respondió Melita—. ¿Se sabe algo de Amastris?

Sátiro se puso en cuclillas, una buena postura en un mundo sin sillas.

—Nada de nada. Estratocles se la llevó y tomaron un barco.

—No la molestará —contestó Melita—. Amastris es muy inteligente.

Al cabo de un momento Melita dijo «demasiado inteligente», como sugiriendo que toda esa inteligencia no era totalmente admirable.

—Temo por ella. —Sátiro frunció el ceño—. Ya sé que parece una estupidez, pero quiero rescatarla.

—No es una estupidez, hermano. Si ese cabrón me hubiese raptado a mí, esperaría que tuvieras los cojones de venir a salvarme.

—Bonito lenguaje —dijo Sátiro.

—Tengo buenos maestros —respondió Melita.

—Debo regresar para asegurarme de que todos desayunan —dijo Sátiro, y vio que Jenofonte se acercaba con aire avergonzado—. Ahora ya sé dónde duermes —agregó Sátiro con cierta malevolencia.

Jenofonte evitaba mirarlo a los ojos, y Sátiro se entristeció al constatar que le daba igual.

—Regreso contigo —dijo Jenofonte. Él y Melita cruzaron una mirada elocuente.

—No —repuso Sátiro—. Tú llevas armadura y yo voy a correr. Ya nos veremos. ¿Cómo te haces llamar? —preguntó a su hermana.

—Bión, como mi caballo.

Le dedicó la mejor de sus sonrisas y Sátiro le correspondió. Le dijo adiós con la mano, se despidió de Jenofonte con una inclinación de cabeza para no parecer grosero y salió corriendo hacia el campamento.

Al cabo de un rato, con la panza llena de cabrito mal asado, estaba marchando de nuevo.

La columna pasó por Nato y Bubastis, donde se les sumaron más seguidores y donde los aguardaban las barcazas que suministraban grano al ejército. El uso de gabarras restringía el pillaje por parte de los campesinos a niveles aceptables. En Bubastis, Filocles sorprendió a un egipcio y a un heleno robando ganado en una granja de las afueras, y condujo a ambos hombres de regreso al campamento a punta de lanza.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Diodoro.

Él y Eumenes habían llegado mientras el sol brillaba lo suficiente para trabajar. Una barcaza descargaba pacas de leña para las fogatas; como decían los egipcios, en el desierto no había suficiente leña ni para construir una balsa para una hormiga.

Sátiro escuchaba con atención porque el campamento era un hervidero de rumores sobre los planes del espartano.

—Tengo intención de convocar una asamblea del taxeis esta noche. ¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Filocles.

Diodoro se rio.

—La mayoría de tus hombres no son griegos.

Filocles se encogió de hombros.

—Eso lo dices tú. Cuando se trata del deseo de justicia, y del deseo de que cada hombre pueda expresar su opinión, ¿quién no es griego? ¿Quieres que mate a esos hombres de inmediato, como castigo ejemplar?

—Así es —contestó Diodoro—. Eso es exactamente lo que quiero.

Filocles negó con la cabeza.

—Pues entonces necesitas a otro comandante para esta unidad, strategos.

La cena fue buena porque las gabarras estaban a menos de un estadio y abundaban la comida y la leña. Con tan sólo cinco días de marcha a sus espaldas, la falange de Egipto era más dura y capaz que cuando abandonaron la ciudad en un ambiente de amotinamiento. Los hombres cocinaban, dormían, comían, hacían el equipaje y reanudaban la marcha sin demasiado alboroto. Pero la asamblea era una nueva aventura, y además peligrosa, porque contenía un elemento de muerte.

Los helenos sabían a qué atenerse, de modo que todos los hombres se reunieron formando un gran círculo en el fresco aire nocturno. Encima de ellos, el telón entero de los cielos se vía tachonado de estrellas que brillaban como fuegos distantes. No faltaba un solo hombre, ni siquiera los que tenían fiebres palúdicas o las diarreas que al parecer provocaba el consumo excesivo de agua del Nilo, al menos a los griegos.

—¡Soldados! —La voz de Filocles sonó tan fuerte como la de cualquier sacerdote—. Estos hombres han desobedecido mis órdenes y las del ejército. En Esparta, en Atenas, en Macedonia, estos hombres pagarían con su vida. Pero sólo —su voz se impuso al murmullo de los hombres—, sólo si la asamblea de su regimiento lo aprobase. ¿Quién de vosotros hablará en nombre del ejército, acusando a estos hombres de su crimen?

Filocles clavó los ojos en Sátiro, que salió al frente en medio del silencio.

—Yo seré la acusación —dijo Sátiro.

Filocles miró en derredor.

—¿Quién hablará en nombre de estos hombres?

Los dos culpables miraron sonrientes a sus camaradas, y se sorprendieron al ver que muchos rostros los miraban serios. Finalmente Abraham dio un paso al frente.

—Yo seré la defensa —dijo.

Sátiro lo miró, sorprendido de que su amigo se opusiera a él, pero luego se encogió de hombros, entendiendo que Abraham tenía tan pocas ganas de defenderlos como él de hablar contra ellos. Se trataba de un deber.

El capítulo de cargos fue breve y condenatorio, dado que lo presentó el comandante de la falange.

Sátiro hizo varias preguntas para corroborar su culpabilidad y luego se encogió de hombros. Había leído todas las causas vistas en Atenas, podía citar a Isócrates, por ejemplo, pero aquél no parecía un lugar apropiado para tales alardes de retórica.

—Si robamos a los campesinos —preguntó Sátiro a los silenciosos hombres de la falange—, ¿por qué tendrían que ayudarnos? ¿Y en qué nos convertimos, sino en enemigos, igual que los que vienen a conquistar?

Sus palabras dieron en el clavo; pudo verlas, como una flecha disparada de lejos que, tras un compás de espera, acierta en la diana. Inclinó la cabeza a Filocles y se hizo a un lado. Abraham se adelantó.

—No soy griego —dijo—, pero creo que los griegos llevan razón en esto, en que un hombre debe ser juzgado con arreglo a la voluntad de sus camaradas. Porque sus camaradas son los más capacitados para juzgar el crimen. —Abraham se volvió, de modo que se dirigía a los egipcios, que llenaban la mitad del círculo—. Os lo pregunto a todos: ¿quién no ha comido carne robada durante la última semana? ¿Quién no ha hurtado una botella de cerveza de miel? Que ese hombre vote que estos bellacos deben morir. En lo que a mí respecta, no soy hipócrita. Mi amigo os ha dicho por qué perjudicamos a nuestra propia causa cuando robamos, y lleva razón. Yo no volveré a comer un cabrito robado. Pero hasta que el sabor de esa comida robada desaparezca de mis labios, no condenaré a otro a muerte.

Filocles reprimía una sonrisa cuando se adelantó a los abogados.

—Ambos habéis hablado bien.

Miró en torno a él. Quinientos hombres guardaban un silencio casi absoluto.

—Recordad este momento —dijo Filocles a la asamblea—. Este es el momento en que comenzáis a ser soldados. —Miró en derredor con aprobación, y aun así siguieron callados—. Bien, todos coméis cabritos. ¿Cómo debería castigarlos? Ni siquiera su abogado los ha declarado inocentes.

Namastis se puso al frente de los egipcios.

—¿Los dos recibirán el mismo castigo? —preguntó.

Filocles puso los brazos en jarras.

—¿A ti qué te parece? —replicó—. No me hagas enfadar, sacerdote.

Namastis negó con la cabeza.

—Es difícil cambiar las viejas costumbres —dijo—. Si quieres castigarlos a los dos de igual manera —prosiguió—, que acarreen cazuelas con los campesinos hasta que te parezca oportuno devolverlos a la formación.

Los hombres reunidos en la oscuridad dejaron escapar una especie de suspiro.

—¡Joder! —dijo el heleno culpable, un infante del Jacinto.

—¡Silencio! —gritó Filocles—. ¿Alguna opinión discrepante?

Hubo otro murmullo, como el del viento en un campo de cebada, pero ningún hombre se pronunció.

Filocles asintió bruscamente.

—Terón, coge a los dos mejores escuderos y que presten el juramento de la falange. Estos hombres llevarán su equipo. Si alguno de vosotros deserta, será condenado a muerte. Servid, y quizá se os rehabilitará. —Filocles levantó la voz—. ¿Estáis de acuerdo, hombres de Alejandría?

La asamblea asintió dando un grito que llenó la noche.

Al octavo día llegaron a Peleosiaco, donde montañas de trigo y cisternas de agua fresca los aguardaban junto a barcazas cargadas de leña y decenas de miles de balas de forraje para la caballería. Doce mil esclavos públicos trabajaban en la preparación del terreno bajo un sol abrasador, levantando plataformas de troncos y arena y material de relleno traído desde el Sinaí e incluso del río. Las murallas tenían cuatro veces la altura de un hombre y las plataformas sustentaban máquinas de Ares capaces de disparar lanzas o rocas a tres estadios de distancia. Al norte estaba el mar, y al sur las mortales marismas, que no ofrecían la menor esperanza a un ejército. Incluso con la brisa del mar, el hedor del limo de la ciénaga se imponía al de los caballos, los camellos y los excrementos de los hombres.

Sátiro marchó con el resto de la falange a un campamento montado con antelación y entregó su equipo a un esclavo para que lo limpiara. Disponían de tiendas. Por descontado, dentro de las tiendas de lino faltaba el aire, hacía un calor sofocante y entraba luz a raudales, pero el alcance de la planificación de Tolomeo resultaba asombrosa. Sátiro apoyó su escudo contra una sección de la muralla y dejó la lanza en un soporte construido para tal fin.

Más tarde, después de una cena cocinada por esclavos públicos con suficiente cordero para saciar a todo el mundo, Sátiro fue a reunirse con sus tíos y los oficiales de éstos: Andrónico, el hipereta de los hippeis de exiliados, Crax y Eumenes, que contemplaban el Sinaí y el camino de Gaza.

—No estamos condenados en absoluto —dijo Filocles—. He subestimado a nuestro Granjero.

Diodoro se rio.

—Así tenía que ser. Pero ojo, si los macedonios se hubiesen amotinado, nunca habríamos llegado aquí. ¡Mirad esto! Todos los soldados van a ver las murallas y el campamento, las tiendas, los fosos con estacas… ¡y los almacenes! Y todos ellos dirán lo mismo.

—Tolomeo podría defender esto con esclavos —dijo Filocles—. Con ratones.

—Algo por el estilo —dijo Diodoro. Llevaba vino en una cantimplora, y la ofreció a los demás.

Sátiro estaba intimidado en presencia de tantos veteranos, pero se armó de valor para hablar.

—Bien —dijo—, ¿cuándo entraremos en combate?

Diodoro se rio y dio una palmada en la espalda a Sátiro.

—Eso es lo mejor de todo, chaval. No vamos a combatir. Demetrio quizá sea un niñato, pero no es idiota. Echará un vistazo a esto y propondrá un acuerdo. Luego dará media vuelta y se marchará por donde ha venido.

—O sea que nadie vence —dijo Sátiro—. Y Amastris se queda con el traidor.

Diodoro negó con la cabeza, pero Eumenes, que siendo más joven tal vez entendía mejor a Sátiro, intervino.

—No es verdad, Sátiro. En primer lugar, vencemos nosotros. Nuestro objetivo siempre ha sido defender Egipto. Vencemos. Es importante que un soldado entienda este concepto. En segundo lugar —se encogió de hombros—, me consta que no es lo que relata Homero, pero sospecho que ahora mismo los tíos y el padre de Amastris, los demás señores del Euxino y un buen número de otros entrometidos ya están hablando por ella. Y cuando el rubio vea estas murallas y ponga el rabo entre las piernas, bueno…

Eumenes miró a los demás oficiales, y los tres sonrieron.

—Bueno… ¿qué? —preguntó Sátiro, debatiéndose entre el enojo por ser tratado como un niño y la conciencia de que, para aquellos hombres, lo era—. ¿Qué, Eumenes?

—Lo más probable es que proponga un tratado para alimentar a sus hombres —dijo Filocles—. Amastris será parte del precio para comprar ese grano.

Sátiro escupió indignado.

Diodoro flexionó los músculos debajo de su coraza.

—Tengo ganas de quitarme este bronce de encima. Sátiro, comparto tu indignación. Te pareces mucho a tu padre cuando te enfadas.

Filocles rodeó los hombros de Sátiro con un brazo.

—Cuando crezca será clavado a Kineas.

—Igual que su hermana —dijo Diodoro, y todos se rieron, incluso Sátiro.

Transcurrió casi una semana antes de que vieran a los primeros exploradores del enemigo, y otra más antes de que Demetrio llegara con su infantería.

La caballería salió del fuerte y hubo refriegas. Los hippeis de Tanais regresaron de sus incursiones con prisioneros, mayormente sakje y medos, y Seleuco, el nuevo segundo de Tolomeo, ganó una batalla de caballería en algún lugar del camino a Nabatea. Los piqueros de las falanges no participaron en ninguna de aquellas acciones. Mataban el rato descansando en el campamento. Pero la falange de Egipto hacía instrucción todo el día, a diario. Marchaban arriba y abajo por los caminos, y cargaban a campo abierto y en terreno accidentado, y cavaban en los fosos de las murallas cuando se lo ordenaban, porque Filocles se negaba a dejarlos ociosos.

Trabajaban más duro que nadie, con la salvedad de los esclavos.

Melita los observaba marchar, sentada en la gran muralla levantada sobre el terraplén, con las piernas colgadas para que le diera la brisa, piernas que no llamaban la menor atención en un campamento tan lleno de jóvenes campesinas. Ese pensamiento le hizo sonreír. Bajo sus pies veía desfilar a Jeno, a Sátiro y a los demás muchachos que conocía, como Dionisio, que, con el pelo pegado a la cabeza por un solideo, estaba haciendo un comentario sarcástico a propósito de un compañero de filas. Cantaban el Peán de Apolo para marcar el paso y lo hacían tan bien que la conmovieron.

—¿Bión? ¡Bión!

Un oficial. Encogió las piernas y saltó al camino de grava compactada que utilizaba la guardia.

—¡Filarco! —gritó con su voz más grave.

Idomeneo era cretense, como casi todos los arqueros expertos. Llevaba armadura acolchada y un arco enorme, y Melita sospechaba que aquel mercenario con perilla sabía que era una chica, pero le traía sin cuidado. Melita lo saludó tal como le habían enseñado.

—Presta atención, chaval. Voy a coger a mis cien mejores arqueros. Saldremos con otros tantos jinetes de caballería e intentaremos una emboscada. Es probable que haya algo de botín. ¿Qué me dices?

—Voy a por mi equipo —contestó Melita.

—No corras tanto, potrillo. Al ocaso, en el campamento de los exiliados. —Sonrió—. Son profesionales. No nos dejarán morir, creo.

Melita esperó que su rostro no dejara traslucir su reacción. «Exiliados» era como el ejército de Tolomeo llamaba a los hippeis de Tanais que estaban a las órdenes de Diodoro. Su gente, gente que la reconocería.

Demasiado tarde para echarse atrás.

—Allí estaré —dijo.

Melita aceptó las burlas de sus iguales cuando apareció en la parada con pantalones persas comprados a un esclavo. Como la mayoría de ellos, llevaba un gran sombrero de paja, del tamaño de un aspis, y la cabeza envuelta en lino para resguardarse del sol. Quedaba muy poco de Melita, la hija de Kineas, a la vista.

Los cien toxotái elegidos más que desfilar pasearon a través del campamento. Los buenos arqueros eran especialistas, igual que los artesanos, y no estaban sujetos a la misma disciplina que los hombres de las falanges. De hecho, se reían de los falangitas en cuanto tenían ocasión.

La caballería era harina de otro costal. Los jinetes solían tener cierta distinción social y consideraban inferiores a los soldados de infantería. Melita, siendo hija de los sakje, participaba de ese desdén, y le resultaba extraño ser objeto de la mordacidad de hombres a quienes conocía cuando mostraban semejante actitud.

—¡Por Plutón, cómo huelen! —dijo Crax, riendo al adelantar al trote a los toxotái, llegando a rozar a Melita con su caballo. Se detuvo y se inclinó hacia Idomeneo.

—¿Esto es lo mejor que tienes? ¡Parecen enanos, Ido!

Crax señaló a Melita.

—Ése no puede tener más de doce años.

El capitán de Melita no se enojó. En lugar de eso, señaló a Bión.

—Sal de la formación —dijo—. Encuerda tu arco.

Crax se rio.

—Bueno, al menos es lo bastante fuerte para doblarlo. Oye, eso es un arco sakje, chaval.

Años de práctica permitieron que Melita encordara el arco en un periquete. Sin aguardar una orden, puso una flecha en la cuerda, eligió una diana, una diana de jabalina en la otra punta de la plaza de armas de los Exiliados, a más de medio estadio de distancia, y tiró. La flecha se elevó, se movió un poco, empujada por la brisa vespertina y dio de pleno en la diana, desplazando el escudo de madera.

—Hummm —dijo Diodoro—. Ese chico me resulta familiar, Crax.

Diodoro llevaba una clámide parda sobre una sobria coraza de cuero y dos lanzas en el puño.

Crax se agachó y dio una palmada a Idomeneo.

—Lo retiro todo, cretense. Son los hijos del mismísimo Apolo. ¡Al menos no cansarán a los caballos!

Tras pasar revista, diez de ellos fueron enviados a llenar las cantimploras, tarea que Melita siempre llevaba a cabo dado que era obvio que se contaba entre los más jóvenes. Después formaron con los hippeis, y cada arquero fue asignado a un jinete.

Bión fue asignado a un desertor macedonio al que no conocía muy bien, pero justo cuando se disponía a subir a su montura, Carlo llegó trotando a los lomos de su gigantesco caballo de batalla.

—El capitán dice que me lleve al chico —dijo Carlo.

El macedonio se encogió de hombros.

—Es el más ligero. Eso está claro. Aunque no me importa montar sin él. Todos tienen piojos.

Dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia el final de la columna. Carlo subió a Bión a su caballo con una sola mano.

—Agárrate a mi cintura, chaval —dijo.

Carlo olía a sudor masculino y a caballo; no era en absoluto un mal olor, pero…

—Tu tío dice que, si quieres ir con el ejército, deberías ir con nosotros —dijo Carlo, con toda naturalidad—. Podemos velar por tu vida.

—Eso puedo hacerlo por mí misma. Tengo camaradas a quienes valoro —respondió Melita. Y tuvo claro que la vida en el campamento de los Exiliados no sería tan real como la vida con los toxotái. Estaba ganándose una buena reputación como arquera y la comenzaban a tomar en serio, tanto jugando a la taba como incluso en el pugilato. Con los hippeis, sería tratada como correspondía a su persona. Miradas paternalistas, manos serviciales y burlas a sus espaldas.

Carlo se encogió de hombros.

—Cada cual debe seguir su camino —aseveró.

La luna brillaba, el desierto estaba vacío y cabalgaban deprisa, a una velocidad que los medos y los sakje hallaban natural, pero que a los griegos les costaba mantener. Cada hombre tenía dos caballos, o incluso tres, y cambiaban de montura regularmente.

Era excitante ir tan deprisa por aquel paisaje bañado de luna y con semejantes compañeros. La sensación de determinación resultaba extraordinaria. Los hippeis eran tan silenciosos como las circunstancias exigían, ruidosos cuando se sentían seguros, silenciosos como una necrópolis cuando comenzaban a acercarse al campamento enemigo, y los toxotái se contagiaron de su absoluta convicción de que iban a vencer. En el segundo alto para cambiar de montura, Idomeneo le sonrió.

—Algún día me gustaría entrenar a los arqueros así de bien —dijo.

—Llevan juntos veinte años —contestó Bión, y enseguida se dio cuenta de que había cometido un error garrafal—. Al menos eso dice el bárbaro al que me han asignado.

Idomeneo asintió.

—Aun así —susurró.

—¿Habéis terminado de charlar? —preguntó Crax. Ya había montado y tendió una mano al cretense—. Espero que no os estemos obligando a acostaros demasiado tarde. La fiesta está a punto de comenzar.

Nadie se tomó la molestia de explicar el plan a Bión hasta que se detuvieron por última vez, poco después de que la luna se ocultara. Carlo señalaba el suelo.

—¿Qué hago? —preguntó Melita.

La sonrisa de Carlo pareció cadavérica a la luz de la luna.

—Cavar un hoyo y meterte dentro. Los atraeremos hacia vosotros con las primeras luces. Cuando oigas la trompeta, comienza a disparar. —Se encogió de hombros—. El plan no es mío.

Melita saltó de la grupa del elefantino caballo de Carlo y recogió sus cosas. Por supuesto, no tenía pico ni pala. En torno a ella vio que los demás arqueros tenían la misma dificultad.

Hicieron hoyos poco profundos con las manos, y algunos que tenían yelmos los usaron, mientras Idomeneo iba de arriba abajo, renegando y exigiendo que cavaran más deprisa. Cuando los primeros rayos del alba pintaron de rosa el cielo, Melita estaba tendida en la fría arena cubierta con la clámide y unos cuantos hierbajos recogidos apresuradamente. No era un gran camuflaje. A su derecha vio que a otro cretense, Argón, le sobresalía el culo porque era un perezoso y se había negado a cavar más.

«¿Por qué estoy aquí?», se preguntó Melita en la intimidad de su hoyo. Había entrado en calor al cavar, pero ahora la arena lo estaba absorbiendo y tenía frío. Y nada de aquello le parecía que tuviera sentido. La caballería se había marchado.

Sin duda se durmió, pese a todo, porque de pronto había movimiento en torno a ella y el cielo ya era azul. Levantó la cabeza y vio polvo, sintió un batir de cascos de caballo, muchos caballos al galope.

—¡Aguardad la señal! —gritó Idomeneo. Estaba de pie a la sombra de una gran roca—. ¡Encordad los arcos!

Cien capas se removieron y la arena se onduló como el mar mientras los toxotái encordaban sus arcos tendidos en el suelo. Incluso en el desierto había demasiada humedad para dejar un arco encordado toda la noche.

Bión tenía la impresión de tener a los caballos encima, pero Idomeneo seguía sin dar la orden y la trompeta no sonaba. El ruido, cada vez más fuerte, era atronador. Y aterrador.

—¡En pie! —gritó el cretense.

Eumenes estaba justo enfrente de ella, a dos largos de caballo, y mientras se levantaba, su caballo pasó entre ella y Argón, con la cabeza vuelta hacia atrás y la capa ondeando al viento.

Melita puso una flecha pesada en su arco al tiempo que reparaba en que había no docenas sino cientos de caballos pero que sólo algunos tenían jinete.

«Han robado una manada de caballos», pensó. La idea le hizo sonreír; se trataba de algo muy propio de los sakje.

Los caballos sin jinete levantaban una nube de polvo bastante densa. Se tapó la boca con el griñón y se caló bien el sombrero de paja para protegerse del sol. Ahora veía casi un estadio, y había dos cuerpos de caballería.

«El enemigo.» Aquello era diferente de cuanto había hecho hasta entonces, muy distinto de luchar contra piratas. Se sorprendió sonriendo como una loca. Miró en derredor; era capaz de dar en el blanco a aquella distancia, pero no sabía si estaba autorizada a disparar.

Tan sólo a medio estadio había cientos de soldados enemigos. Y se aproximaban cabalgando deprisa.

Una pesada flecha cretense salió despedida —Argón, maldito fuera— y voló alto antes de abatirse como un halcón sin alcanzar a la primera compañía.

—¡Maldito idiota! ¿Quieres cenar estiércol de caballo esta noche, inútil? —Idomeneo no gritó, pero allí estaba—. ¡Aguarda a la trompeta! —Y en voz más baja agregó—: Ares, qué descerebrado.

Los enemigos estaban tan cerca que tenían que ver a los arqueros, pero siguieron avanzando a medio galope, haciendo que la tierra retumbara. Melita temblaba como antes de decirle a su tía Safo que se había acostado con Jeno. ¿Dónde estaba Jeno, por cierto? ¿Y quién había ideado aquel plan?

La trompeta sonó.

Bión tiró sin pensarlo dos veces, y luego observó mientras sacaba otra flecha del carcaj y la cargaba, con el emplumado rojo hacia arriba; levantó el arco, lo tensó al máximo, apuntó cuatro dedos por encima de los jinetes, tiró; tercera flecha…

La primera compañía se deshacía bajo las descargas de flechas. Las dos primeras descargas fueron muy cerradas, y las flechas llovieron desde arriba, dando en los desprotegidos cuartos traseros de los caballos, de modo que las bestias relinchaban y se caían, o se encabritaban y pateaban el aire, bramando su agonía de tal modo que el estómago sakje de Melita se revolvió como nunca lo había hecho ante la muerte de un hombre. El efecto sobre la compañía que tenía delante fue brutal; donde había habido cien jinetes, había una nube de polvo y los gritos de los agonizantes. Nada salió de la nube salvo un jinete solitario y, mientras lo miraba, la tercera descarga de flechas desapareció en la arena levantada, provocando un nuevo coro de gritos.

Las compañías enemigas segunda y tercera no vacilaron. Se dispersaron hacia sendos flancos de los arqueros, habían pasado de perseguidores a hombres desesperados después de tres descargas de flechas. Los hombres que atacaban por el lado de Bión lucían largas barbas y vestimenta persa, montaban buenos caballos y avanzaban deprisa. Su capitán llevaba una cota de malla dorada y la barba teñida con alheña. Bión lo derribó de la silla; un buen tiro incluso a corta distancia, antes de que reaccionara ante la nueva amenaza que se cernía sobre su propio flanco: apretadas filas de los Exiliados que avanzaban desde las dunas de los marjales.

Sin comandante, los jinetes enemigos seguían concentrados en repeler a los arqueros que diezmaban sus filas cuando los Exiliados arremetieron contra sus flancos, anunciados por una descarga a boca de jarro de jabalinas tan pesadas que podían derribar a un caballo.

Aun así, eran hombres resueltos, orientales barbudos que habían crecido combatiendo contra los sakje en la frontera y que identificaban un desastre en cuanto lo veían, y no titubearon. Un grupo se dirigió derecho hacia Melita. La chica asintió al poner otra flecha en la cuerda, con dedos súbitamente torpes por un ataque de miedo mientras una parte de su mente contemplaba la batalla, reflexionando…

El nuevo comandante enemigo sabía que era más seguro atravesar la emboscada que dar media vuelta. Era un buen comandante.

Iban a alcanzar su posición y ni ella ni nadie podría detenerlos.

Disparó, y no supo si hizo diana o no porque se echó cuerpo a tierra y rodó como una pelota mientras los medos pasaban por encima de ella, blandiendo sus sables. Aquél fue su instante de pavor; cegada y aguardando a ser ensartada contra el suelo como un cerdo en el ágora, pero de pronto ya habían pasado, y Argón daba gritos agudos. Melita miró en derredor y sólo vio polvo. Luego corrió hacia el cretense, que estaba tendido en su hoyo poco profundo con sangre debajo de los codos y la espalda arqueada por el dolor.

Tenía un corte en la garganta; un corte superficial abierto por la punta de una espada meda, y mientras lo miraba Argón se vino abajo, su cuerpo dejó de luchar y la espalda se hundió en el hoyo que él mismo había cavado. Argón volvió la cabeza y la vio. Movió los labios, sin emitir sonido alguno. Melita no llegó a saber qué intentaba decir porque de súbito la derribó un golpe en el costado.

El daño se le extendió por las costillas y el brazo izquierdo, pero no estaba muerta. Tenía el pelo lleno de arena. Escupió y se dispuso a levantarse.

El medo tenía una espada de hoja larga y estrecha como un akinakes sakje, y empuñó la jabalina con la que la había golpeado mientras ella se ponía de pie.

Vaciló al ver que llevaba pantalones, y Melita desenvainó la espada antes de que tuviera ocasión de matarla. Ella no vaciló: levantó una mano hacia la jabalina; no consiguió agarrarla, pero aun así arremetió, blandiendo la espada con el impulso de todo su cuerpo. Él levantó el akinakes para rechazar el ataque pero el golpe de Melita se deslizó por la hoja y le cortó los dedos y la mano con una fuerza brutal.

El medo se quedó paralizado de terror.

Melita dio otro mandoble, abriéndole un tajo tan profundo en el cuello que la espada se quedó clavada, y el medo se desplomó contra la arena ensangrentada, todavía vivo, alargando los brazos hacia ella. Le agarró un tobillo y Melita le dio una patada, seguida de un puñetazo en la cara mientras la sangre de la herida del cuello los salpicaba a los dos, arrancó la espada de entre los músculos y los huesos y le asestó un mandoble tras otro hasta que el arma le cayó de las manos a causa del agotamiento en la arena a un largo de caballo.

Se arrodilló junto al cuerpo, absolutamente vacía. Al cabo se levantó y recogió sus armas, bebió un poco de agua y se dirigió hacia donde los supervivientes se habían reunido en torno a Idomeneo.

—Argón ha muerto —anunció.

Carlo pasó junto a ella.

—¡No la encuentro! —rugió, y una docena de hippeis cabalgaron hacia la bruma de la batalla por donde ella había venido. Los arqueros observaron cansinamente la escena, sin importarles a qué venía tanto alboroto. A Melita tampoco le importaba demasiado, de modo que caminó por la arena hacia Diodoro.

—Estoy aquí —dijo.

Diodoro bajó la vista hacia ella y su rostro cubierto de polvo endurecido se cuarteó cuando sonrió.

—A veces te pareces a tu padre —comentó.

Señaló a Andrónico, y a una seña suya el galo tocó una compleja llamada de trompeta, y todos los Exiliados comenzaron a reagruparse. Varios de ellos la saludaron con la mano, y Eumenes la señaló diciendo algo a Crax y Carlo, que menearon la cabeza.

Carlo se aproximó.

—¡Me has dado un buen susto, señorita!

Melita desdeñó la mano que le ofreció para montar.

—Ahora toca saquear —dijo—. Y sospecho que habrá caballos para todos, Grandullón. Y como vuelvas a llamarme señorita en público, te destripo.

Carlo sonrió como si hubiese ganado un concurso, pero su voz sonó áspera:

—¿Con la ayuda de qué ejército, arquera? —le espetó. Y logró disimular su sonrisa.

Melita echó a caminar por la arena y se obligó a sacar anillos de los dedos de los muertos. Había algunas buenas armaduras y un montón de espadas, aunque en realidad no las necesitaba. Pasados los primeros momentos, no soportó los ruidos que emitían los caballos heridos, y la visión de los hombres, en concreto los hombres a los que apreciaba, haciendo caso omiso de quienes agonizaban a sus pies mientras los despojaban de sus pertenencias, le resultó repulsiva. De modo que arrancó una hermosa sudadera de entre los cadáveres de un caballo y un jinete que habían caído juntos, cogió la brida y el bocado del caballo del barbudo teñido de alheña que había abatido ella misma, y se encaminó hacia la manada, alejándose de aquella carnicería. Eligió una bonita yegua, alta y oscura y con las cuatro patas blancas. Le puso los jaeces, le habló para tranquilizar a la yegua, nerviosa por los olores y la situación general, y la montó con su petate y el arco. Y además tenía unos cuantos daricos de oro para impresionar a los chicos cuando regresara al campamento.

Idomeneo la encontró aguardando con su caballo.

—¿No irás a abandonarme por esos centauros, verdad? —preguntó—. No tendría que haberte puesto al final de la línea en tu primer combate, pero tiras más deprisa que casi todos los demás. ¿Lo has pasado mal, chico?

Melita quiso decir algo ingenioso, tal como solía hacerlo su hermano; siempre valiente, siempre con una ocurrencia a punto. Finalmente dijo:

—No he vomitado.

Idomeneo asintió. Tenía los labios tan prietos como debía tenerlos ella.

—¿Has visto caer a Argón?

Melita meneó la cabeza.

—Los medos lo mataron durante la carga. Todos nos hemos echado en la arena, pero su hoyo no le cubría.

Idomeneo asintió otra vez.

—Ayúdame a subirlo a un caballo —dijo el cretense—. Ha estado conmigo cinco años. Lo menos que puedo hacer es darle sepultura.

Recuperaron a todos sus muertos, y Crax y Eumenes construyeron un trofeo con armaduras, que quedó erguido en la arena, un insulto para el ejército de Demetrio, cuyas tiendas apenas eran visibles a diez estadios en el horizonte. Cuando se marcharon, con botín, prisioneros y doscientos caballos nuevos, el trofeo relumbró a sus espaldas bajo el sol hasta que coronaron la cresta del cerro que quedaba al sur de las murallas. Y poco después llegaron a casa.