13

Filocles los observó unos instantes y acto seguido agarró a Targis.

—Ve corriendo en busca de tu ama tan deprisa como puedas. Dile que cinco mil jinetes asiáticos están a punto de entrar en el campamento. Tal vez disponga de algo de tiempo. Ella sabrá qué hacer. ¡Corre!

El joven esclavo salió volando cuesta abajo, y sus miembros morenos brillaron acompasadamente al correr.

Filocles observó un momento a los medos. Luego se volvió hacia Terón y los gemelos.

—El ala izquierda de Eumenes está rota sin remedio, pero los hombres que la han quebrado han optado por saquear el campamento en lugar de enfrentarse a los elefantes. —Asintió—. Muy sensato por su parte, en realidad. Pero a fin de cuentas anula la victoria del Tuerto. Salvo que me equivoque, ese hombre de ahí abajo es Eumenes. Intenta contener la huida en desbandada.

—Mirad a esos cobardes —dijo Terón.

En efecto, la flor y nata de la caballería macedonia de Eumenes se había agrupado en el extremo izquierdo, en el lecho de un río. Muchas de las unidades habían formado como para un desfile, pero no avanzaban.

—Es difícil diferenciar entre cobardía y traición —comentó Filocles—. ¿Es responsabilidad nuestra decirle a Eumenes que están atacando su campamento? ¿O incluso que su falange sigue combatiendo?

—¿Y tu amigo Diodoro? —preguntó Terón.

A sus pies, una columna corta de caballos y mulas ya había formado y se dirigía hacia el sur.

—Diodoro ya tenía un plan por si ocurría esto —respondió el ateniense—. Igual que Safo. —Meneó la cabeza—. Diodoro tiene que saber lo que ha sucedido. ¿Irás tú, Terón?

El atleta contempló la vorágine de polvo de sal y bronce.

—Ni siquiera sé a quién debo buscar —objetó—. No. No es mi guerra.

—Iré yo —se ofreció Sátiro.

Filocles ni siquiera miró a su pupilo. Tenía la vista clavada en el campo.

—Tengo que saldar una antigua deuda. Tú te quedas con los niños. Diodoro es un niño grande.

—Iré yo —insistió Sátiro.

El rumor de la catástrofe se estaba extendiendo y los refugiados abandonaban el campamento en tropel, dirigiéndose hacia el sur. En el norte, los bactrianos ya estaban en las líneas de caballos, cogiendo monturas de refresco. Los saka cabalgaban hacia el este, rodeando la maraña de tiendas que entorpecería el avance de sus caballos.

—¿Qué antigua deuda? —gritó Terón—. ¡Por Ares, hombre, no puedes meterte ahí!

—Banugul —dijo Filocles a media voz. Aquel nombre no significaba gran cosa para los gemelos.

—Mamá solía hablar de ella —dijo Melita—. Una vez la pusiste como ejemplo de mujer poderosa.

—Veo que realmente escucháis todo lo que digo —señaló el espartano, sin apartar los ojos del avance enemigo.

—Tía Safo dijo que debería ser nuestra aliada —terció Sátiro.

—Vuestro padre le salvó la vida una vez —dijo Filocles, reviviendo otra batalla, lejana en el tiempo y el espacio. Levantó el brazo y soltó la correa de la vaina de la espada—. Niños, id con Terón. Bajad hasta la columna y seguid hasta el punto de encuentro. Yo voy a salvar a una ramera dorada.

Los gemelos cruzaron una mirada, comunicándose en silencio. Montaron con Terón y comenzaron a descender del promontorio, ambos mirando a Filocles mientras montaba y desaparecía por la ladera que daba al campamento.

—¿Está loco? —masculló Terón, trotando al frente de ellos.

—Iré en busca de Eumenes —dijo Sátiro en voz baja, volviéndose hacia su hermana—. Y de Diodoro.

—Bien —asintió ella—. Yo ayudaré a Filocles. —Miró el caballo pardo en el que iba Sátiro—. Ojalá tuvieras una montura mejor.

—Ya me gustaría.

Ambos sonrieron. Sátiro miró a Terón e hizo girar al animal hacia la izquierda. A lomos de un caballo pardo, sin yelmo, con un manto pardo, Sátiro desapareció entre el polvo en cuanto se desvió. Subió de nuevo por la ladera del promontorio hasta que alcanzó a ver la llanura de sal por encima de la polvareda.

El yelmo plateado de Eumenes era un destello de luz blanca, tan sólo uno o dos estadios más al norte. Sátiro apuntó la cabeza de su castrado hacia el general, le hincó los talones para hacerlo correr y salió disparado.

Melita vio que su hermano hacía girar el caballo y se agachó para comprobar que el carcaj estuviera abierto.

—¡Por aquí! —gritó Terón.

Melita lo siguió obedientemente y cuando se adentraban en la polvareda de la columna de Safo, gritó:

—¿Dónde está Sátiro?

Terón se volvió en la silla, anudándose la clámide sobre la cara para protegerse del polvo.

—¿Adónde ha ido? —preguntó—. ¡Ares!

—Estaba aquí hace un momento —dijo ella.

—Ve a reunirte con Safo —ordenó el corintio, haciendo dar media vuelta a su montura—. ¡Sátiro! —bramó.

Melita no contestó. Siguió cabalgando hacia donde le había indicado Terón hasta que el polvo la engulló. Entonces se apartó la túnica sakje del hombro, dejando desnudo el brazo derecho, y obligó a Bión a efectuar un viraje muy cerrado. El polvo no la molestaba: había cabalgado en posiciones retrasadas durante las marchas veraniegas con las doncellas y los muchachos asagatje. Se tapó la boca con un pañuelo mientras regresaba hacia el campamento a medio galope.

La polvareda era densa, y los saka estaban cerca: veía cómo se gritaban unos a otros un poco más al este. Los saludó agitando el arco por encima de la cabeza y le correspondieron a gritos. Acto seguido desaparecieron entre el polvo.

Tenía una idea bastante aproximada de dónde se erguía la enorme tienda roja y amarilla, de modo que se dejó guiar por el instinto, confiando en que Bión avanzara con cuidado entre el bosque de tiendas, estacas y cuerdas. No iba muy deprisa, pero seguía la línea más corta que cabía encontrar.

Al surgir de la nube que la envolvía aterrorizó a muchos seguidores del campamento. Parecía una masageta. Bajo la máscara de suciedad y el pañuelo rojo, sonrió pícaramente, lanzó un chillido de alegría y los aterrorizó un poco más. Así correrían más deprisa. Quizá les estuviera salvando la vida.

Bión dio un traspié en dos ocasiones, al tropezar con una estaca o un viento de una tienda, pero en ambas se recuperó sin caer.

—Buen chico —le dijo en sakje, dándole palmadas en los flancos. Hablaba y pensaba en ese idioma, y el griego de las mujeres aterrorizadas que la rodeaban le resultaba casi incomprensible. Notó que el peso de Bión cambiaba y se arrimó a su cuello para dar un salto; el caballo libró el obstáculo sin que Melita supiera de qué se trataba. Luego el castrado giró debajo de ella y faltó poco para que Melita se cayera de la silla, pero enseguida estuvieron avanzando a medio galope otra vez.

Entrevió un destello de color a su izquierda, y luego otro, y vio que los cascos de Bión pisoteaban fruta. Estaban en el ágora del campamento, cerca de la tienda de Banugul.

«Bien, ¿dónde está Filocles?», se preguntó.

Sátiro cabalgaba con soltura, inclinándose hacia atrás mientras se deslizaban por la ladera del promontorio para luego cambiar el peso hacia delante en cuanto llegaron al suelo duro del valle. Dio rienda suelta a su caballo, que no dudó en lanzarse a un galope tendido. Sátiro confiaba en su silla, y aprovechó el galope para quitarse la clámide de la cintura, donde la había atado, y envolverse la cabeza con ella.

Acababa de apartarse el tejido de lana de la cara cuando se encontró de repente con una muchedumbre de bactrianos. Los reconoció por sus largos albornoces y sus pantalones, y de pronto se vio en medio de ellos, avanzando tan rápido que no tuvieron ocasión de atraparlo. El corazón le palpitaba y por primera vez la locura de su propósito lo sobrecogió.

«Podría morir en el intento», pensó. Era muy diferente de ser acosado por asesinos; aquel riesgo lo estaba corriendo por voluntad propia, y se sintió estúpido. «¡Ni siquiera es mi batalla!», le gritó una parte de su mente. «¡Demasiado tarde!», contestó otra parte, y salió del protector muro de polvo de sal como disparado con un arco.

Se sintió desnudo al instante. Allí soplaba una brisa que había partido en dos el velo de sal, dejándolo galopando con mil bactrianos a plena vista al oeste, a menos de medio estadio de distancia. Sus piernas desnudas proclamaban que era griego y, probablemente, enemigo, y una docena de ellos hizo girar a sus caballos para dirigirse hacia él, profiriendo agudos alaridos.

Delante tenía el grupo de soldados que constituía su objetivo: caballería macedonia con spolades de cuero blanco y yelmos de bronce. El hombre que iba al mando llevaba un yelmo plateado y un manto púrpura, pero desde aquella distancia resultaba obvio que no era Eumenes. Estaba a unos diez largos de caballo, y gritaba órdenes en una voz tan joven y estridente como la del propio Sátiro.

El muchacho se irguió sobre las rodillas, hincó los talones en los flancos de su castrado y corrió como una exhalación hacia la brecha que se estrechaba entre la caballería macedonia y los bactrianos. Detrás de él, una docena de enemigos galopaban agachados sobre los cuellos de sus caballos, gritándose entre sí en plena persecución, pero él era un jinete más ligero, y su montura, mejor. Se le ocurrió que debería dispararles, pero le faltó coraje para hacerlo. Bastante ocupado estaba ya en ser uno con su caballo.

El joven oficial dio media vuelta y Sátiro pasó junto a él a una jabalina de distancia. El broche de su manto púrpura habría bastado para pagar el rescate de una ciudad pequeña.

En un abrir y cerrar de ojos logró cruzar la brecha y se encontró cabalgando ante una fila de soldados macedonios. Todas las cabezas se volvieron y algunos hombres lo señalaron, y los bactrianos de la derecha comenzaron a girar, y más bactrianos, tan cerca que casi podían tocarlo, también desviaron sus monturas a su paso, y de pronto los hubo dejado atrás, alejándose por la llanura de sal, donde la brisa había dejado de soplar, hasta adentrarse en otra nube de polvo.

Galopó hasta agotar a su montura y luego viró con cuidado hacia su derecha, aminorando gradualmente la marcha y aguzando el oído tanto como podía. Oyó ruido de lucha a su derecha, y su caballo, aunque cansado, piafó inquieto. No logró comprender por qué estaba tan nervioso, pero lo refrenó mientras ponía sus ideas en orden.

Estaba perdido en la bruma de la batalla.

Melita recordaba que la tienda roja y amarilla se alzaba en el extremo sur del ágora, y cabalgó en esa dirección. El lugar estaba desierto, salvo por los desperdicios y el cuerpo de un niño de seis o siete años con el cuello rebanado.

Impresionada, Melita se detuvo un momento a mirar el cuerpecito. Entre los últimos puestos de comida divisó el techo de la tienda roja y amarilla. Delante había una docena de caballos y unos hombres que gritaban. También se oía el creciente ruido de una muchedumbre presa del pánico que se acercaba desde el norte. Los medos sin duda habían entrado en el campamento.

De pronto el impulso de ayudar a Filocles a rescatar a Banugul le pareció una estupidez. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Cómo se enfrentaría a doce hombres? Se le acababa el tiempo: el lamento de la masa desesperada estaba justo a sus espaldas.

—¿Dónde demonios está? —gritó alguien entre el complejo de tiendas arracimadas en torno a la roja y amarilla. La joven conocía aquella voz: era la del médico; el falso médico, Sófocles.

—¡Ha huido! —dijo otro hombre.

—¡Coged a su mocoso!

—¡Tiene una espada!

Melita estaba a punto de huir por la larga avenida que conducía de regreso al barranco cuando oyó la voz de Sófocles, y la fuerza del juramento de su hermano la embargó. Levantó el arco, empuñó su akinakes y se aproximó a una pared lateral del gran pabellón, confiando en que Bión supiera abrirse camino entre la maraña de vientos y estacas. Cuando alcanzó su objetivo, alargó el brazo y rajó la tela de la tienda de arriba abajo, de modo que la lona cedió sobre sus soportes, y de pronto estuvo en el interior. Dejó el akinakes colgando de la correa de la muñeca, cargó una flecha y vio que un hombre intentaba atrapar a un niño algo menor que su hermano, un niño con el pelo de bronce que empuñaba una espada. El pequeño se volvió e hirió a su atacante.

—¡Mátalo de una vez! —gritó Sófocles.

La primera flecha de Melita dio al ateniense en el costado justo por debajo del brazo con el que señalaba. Sin llegar a ver el disparo, cayó desplomado. La segunda flecha se clavó en el hombre que perseguía al niño.

—¡Ven conmigo! —gritó Melita al niño. Metió el arco en el gorytos que llevaba atado al cinto y le tendió la mano izquierda.

Su hermano habría sabido qué hacer, pero aquel niño se limitaba a mirarla.

—¿Quién eres? —preguntó.

Sófocles había vuelto a levantarse, agarrándose el costado. El arco de Melita era ligero y la flecha no le había atravesado el thorax.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó el herido, a dos largos de caballo.

—¡Arriba! —urgió Melita al niño—. ¡Deprisa!

—¿Tengo que hacerlo todo yo mismo? —se indignó Sófocles, pasando por encima del cuerpo del otro hombre y cogiendo una lanza del suelo.

Otros dos soldados entraron en la tienda a sus espaldas y el ateniense se distrajo un instante vital cuando un tercer hombre entró en la inmensa tienda desde el corredor lateral principal, forcejeando con una mujer.

—¡La tengo!

—¡Mátala! —ordenó el falso médico—. ¡Ares! ¿Es que sois idiotas?

Finalmente, tras un titubeo que a Melita le pareció una eternidad, el niño le cogió la mano. Ella tiró del pequeño y enseguida lo tuvo en la silla, agarrándole tan fuerte la cintura que casi la derribó de su montura. Bión retrocedió un par de pasos. Melita cogió el arco y se hizo un corte en la parte alta del muslo con la cuchilla del akinakes que colgaba de su muñeca.

—Ese niño no es para ti —dijo Sófocles, levantando la lanza—. Entrégalo; te pagaré en oro. ¡Oro! ¿Entiendes? —Se señaló un brazalete que llevaba en el brazo derecho—. Oro, estúpida bárbara. —En un aparte, añadió—: Malditos bárbaros.

—El Tuerto dijo que capturásemos a la mujer y a su hijo —dijo una voz con acento macedonio, uno de los hombres que había detrás del asesino ateniense. Iba armado como un oficial, con finas tiras de oro sobre la coraza de hierro—. No la matéis.

Sófocles lo miró como quien ha sufrido demasiadas humillaciones.

—Que te jodan, macedonio —masculló. Dio media vuelta y clavó la lanza en el cuello del oficial, derribándolo al instante.

Con el arco ya en la mano, Melita vio un destello en la lejana entrada y descubrió a Filocles, que empuñando su espada dio una patada detrás de la rodilla a un hombre, que se cayó soltando una maldición.

Por supuesto, Filocles no la reconoció: se limitó a mirarla y recogió a la mujer del suelo.

—¡Mi hijo! —gritó ésta.

—Te estoy rescatando, maldita idiota —espetó Filocles.

Al oír esas palabras, todas las cabezas de la tienda se volvieron, y Melita tuvo la impresión de que la acción se aceleraba. Sófocles y Filocles se reconocieron mutuamente.

—Aquí tenemos al borracho —dijo el asesino.

—Intenta matarlos porque trabaja para Olimpia —explicó Filocles—, no para el Tuerto. ¡Matadlo!

—Hermes, eres la peste —bufó el falso médico, justo antes de arrojar la lanza.

Filocles se las arregló con un giro atlético para soltar a la mujer, golpearla con la cadera lo bastante fuerte para derribarla y desviar la lanza.

—¡Maldito seas! —gritó Sófocles—. ¡Tienes la suerte de la mismísima Tique!

Melita le disparó detrás de la rodilla. Era la parte menos protegida por la armadura y Sófocles le estaba dando la espalda. Entonces, con la euforia que le producía un buen tiro, hizo retroceder a su castrado por la raja de la tienda, dio media vuelta y se fue.

Sátiro tardó mucho tiempo, para él toda una eternidad, en darse cuenta de que su caballo se sacudía como un loco porque estaba prácticamente rodeado de elefantes. Formaban dos largas columnas, cada una de veinte bestias o más, y él estaba entre ambas, si bien no sabía cómo había llegado allí. También había hombres en torno a él, francotiradores, psiloi o simples soldados que se habían desorientado igual que él, pero ninguno de ellos suponía una amenaza. Se cruzó con un peltastes medo con pantalones de lunares, pasando tan cerca que el hombro del soldado rozó su caballo.

Consiguió recobrar cierto control sobre su montura cuando los elefantes, obedeciendo órdenes a voz en cuello, comenzaron a abrir sus filas para formar una línea abierta. Su castrado emprendió una carrera a galope tendido entre los elefantes y se oyeron bramidos de ira: ira elefantina, monstruosos sonidos de leyenda en medio del polvo que le infundieron tanto miedo a él como a su despavorido caballo. Perdió de nuevo el control del animal y el enorme corcel adelantó a un elefante tras otro, rompiendo su línea. De hecho, pasó tan cerca de una de las enormes bestias que Sátiro, de haber tenido menos miedo, habría podido tocar las patas del gigante.

A su izquierda, dos animales luchaban erguidos sobre las patas traseras, con los colmillos trabados y la piel manchada de sangre, y los hombres que los montaban se aferraban a ellos para salvar la vida. Mientras contemplaba la escena, una trompa alcanzó a un mahout, se enroscó en torno a sus brazos y lo arrancó entre alaridos de su asiento en la cabeza del elefante enemigo. Sátiro, horrorizado y fascinado a la vez, vio cómo el elefante tiraba al suelo al hindú para luego pisotearlo sin tregua.

Se alejó galopando y sus temores pasaron del terror a los elefantes a la preocupación porque su castrado había comenzado a avanzar pesadamente, falto de aire, con los flancos palpitantes y temblorosos. A pesar del pánico, Sátiro alejó su montura de los últimos elefantes y luego la frenó para que recobrara el aliento. A su derecha veía los destellos del bronce y el acero y oía, con toda claridad, la ira desatada de otra clase de monstruo: las dos falanges machacándose mutuamente.

La mente de Sátiro se puso en acción por vez primera desde que escapara de los bactrianos. Se sentía profundamente avergonzado de su pánico, pero sabía que no tenía posibilidad alguna de encontrar a Eumenes en medio de la polvareda.

Por otra parte, Diodoro y los hippeis estaban justo al otro lado de la falange, constituida por dieciséis mil hombres; en la formación normal de combate, tenía una anchura de mil en fondo, o de tres mil podes en orden de batalla. Cinco estadios.

Filocles había dicho que Diodoro necesitaba saber lo que ocurría en el campamento.

Cabalgó rodeando la falange, azuzando al pobre castrado tanto como se atrevía. El caballo estaba agotado: los elefantes le habían causado más fatiga en un momento de terror que el resto de la cabalgada. Pero por el momento estaba a salvo. El muchacho avanzaba por la retaguardia del ejército, y le sorprendió constatar lo vacío que estaba el campo de batalla. Había unos cuantos cuerpos esparcidos por el suelo y unos pocos hombres gemían pidiendo agua, pero el batir de los cascos de su caballo le impedía oír los sonidos más angustiantes. Dio un rodeo para evitar un montón de cadáveres en el denso polvo de sal que le escocía en la garganta y en los ojos. Tenía tanta sed que pensó en robarle la cantimplora a un cadáver.

Tardó un buen rato en recordar que él también llevaba cantimplora. Maldijo su pánico y bebió un poco mientras su caballo pasaba del medio galope a un trote despacioso. Percibía el cambio que se estaba produciendo en la línea de batalla. Ya no veía las últimas filas de la falange, y los gritos a su izquierda devinieron más triunfantes. Dirigió a su caballo hacia el griterío, confiando en haber cabalgado cinco estadios. No era fácil medir el tiempo en la bruma del combate.

Delante de él, en las nubes grisáceas, sonó la llamada de un trompeta que le resultó familiar. Aquél era Andrónico con la trompeta de plata de los hippeis.

«Es él, ¿verdad?»

A sus pies había hombres sonrientes con escudos en forma de media luna que corrían y señalaban al frente sin hacerle ningún caso. Los adelantó. Poco después vio más peltastai, todos avanzando, y supuso que el flanco enemigo se estaba desmoronando. Los hombres que adelantaba bebían agua, se gritaban unos a otros o robaban a los cadáveres. Lo que no hacían era dirigirse hacia el flanco roto de la falange enemiga. Pensó en lo que Filocles había dicho sobre los hombres que, tras haber vencido en una batalla, eran renuentes a entrar de nuevo en combate.

Mantuvo su caballo al trote porque sospechaba que, cuando el inmenso castrado se detuviera, no volvería a caminar. Iban hacia el este, o hacia lo que en la bruma parecía ser el este, más o menos paralelos a la línea de batalla que Eumenes había establecido al principio, en la medida en que podía calcularlo con el calor y la polvareda.

De pronto ya no vio más soldados de infantería. Oyó varias llamadas de trompeta, una de las cuales le pareció familiar. Sátiro no distinguía nada y sólo oía el fragor de la batalla a sus espaldas, de modo que dirigió su caballo más hacia la izquierda, hacia donde le parecía haber oído la trompeta, esperando que Diodoro hubiese seguido venciendo en su flanco. Si Diodoro hubiese perdido la acción inicial de la caballería, razonó Sátiro, los peltastai no habrían podido penetrar tanto en las líneas enemigas.

El sol había recorrido suficiente trecho pasado el mediodía y el muchacho comenzó a confiar más en su sentido de la orientación. A pesar de la bruma, el astro era un disco duro, redondo y blanco en el cielo, y Sátiro fue capaz de situarse. El combate de la falange lo tenía al oeste. La trompeta de Diodoro estaba hacia el noreste.

«Probablemente.»

Sin embargo, cuanto más cabalgaba Sátiro, menos seguro estaba. Para cuando su cantimplora estuvo casi vacía, había comenzado de nuevo a preguntarse dónde estaba. Hacía rato que había dejado atrás la falange; la bruma se alzaba como un ser vivo, asfixiándolo y limitando su visión a unos pocos largos de caballo, y el ruido de la falange sonaba tan distante que Sátiro bien podría encontrarse fuera del campo de batalla.

Un peltastes medo surgió del polvo como una criatura mitológica, e intentó desmontar a Sátiro hincándole una jabalina. El joven príncipe encajó el primer golpe en medio del vientre, donde la coraza era más recia, y perdió los estribos. Su castrado aminoró la marcha, dio unas débiles coces al peltastes y siguió adelante, dando traspiés. No tardó en detenerse y, con la lenta inevitabilidad de una avalancha en las montañas, se desmoronó. Sátiro se apartó del animal impulsándose con las piernas y se puso en pie, enmarañado en su clámide. Cuando se levantó, notó el costado mojado: se le había roto la cantimplora. El peltastes estaba encima de él, asestándole con la jabalina, rápido como el picotazo de una víbora. El muchacho retrocedió tropezando, aturdido, con sal y sudor en los ojos. Metió la mano derecha debajo de la axila izquierda para desenvainar la espada, y el medo titubeó.

Sátiro se limpió los ojos con la clámide húmeda. El medo estudió a su contrincante, vio el caballo agonizante, dio un paso atrás y lanzó su jabalina como un rayo, pero erró el tiro y el arma se volteó, propinando un golpetazo al hombro izquierdo de Sátiro, que sintió una punzada de dolor que le recorrió el brazo entero. Entonces el medo se volvió para huir, pero vaciló de nuevo.

El joven avanzó, envolviéndose la clámide en torno al brazo izquierdo, y atacó a su enemigo antes de que éste pudiera escapar. El medo saltó hacia atrás, con cara de pánico, y ambos oyeron una trompeta bastante cerca.

Sin el ruido de los cascos de su montura, Sátiro captó el fragor de la batalla hacia el norte. En algún lugar cercano, un corcel enloquecido soltó un relincho de ira. En algún otro lugar de las tinieblas, hombres heridos aullaban de dolor. Enseguida los ruidos lo envolvieron, lo mismo que los fantasmas de la batalla, movimientos en la opaca cortina de sal.

El medo arremetió de nuevo contra él, levantando un puñal con la mano derecha y adelantando con la izquierda su pequeño escudo de mimbre y cuero.

Sátiro tuvo tiempo para pensar: «No tiene ninguna clase de entrenamiento.» Tal idea le confirió una sensación de calma y superioridad que le permitió esquivar la arremetida y cortar por la muñeca la mano que sostenía el puñal. El muchacho estaba demasiado débil para atravesar el hueso, pero el arma salió volando y el medo cayó de rodillas, estrechando contra su pecho la mano mutilada como haría una madre con un hijo enfermo. En un fugaz instante el medo se había transformado: ya no era un monstruo violento, sino una víctima impotente.

Sátiro le dio la espalda y fue hasta el cuerpo de su caballo, pero no encontró nada que llevarse, y la sensación de éxito, la euforia de la supervivencia, lo abandonaron tan deprisa como se habían adueñado de él.

El peto le pesaba en el pecho como un yunque de hierro, estaba empapado en sudor, tenía la boca seca como la arena y sentía la cabeza a punto de estallar. El hombro izquierdo le dolía tanto como cuando siendo niño se había caído del caballo, pero no se atrevía a mirárselo por si veía que sangraba. Además, seguía perdido.

Su padre había sido famoso por su capacidad para orientarse guiándose sólo por sonidos.

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—No lloraré —dijo en voz alta, y comenzó a caminar hacia donde se oía el combate. Siguió empuñando la espada, más como actitud que por el uso que un hombre desmontado pudiera darle en una melé de caballería. Un caballo sin jinete surgió despavorido de la cortina, con los ojos enloquecidos, y lo derribó. Rodó por el suelo para salir de debajo de los cascos del animal y de pronto se vio rodeado de caballos.

—¡Volved a formar conmigo! ¡Tocad a formar!

La trompeta sonó, una trompeta que Sátiro había oído mil veces siendo niño en Tanais, y se puso de pie, haciendo caso omiso del batir de cascos en que estaba metido.

—¡Formad conmigo! ¡En romboide! ¡Filarcos, tocad! —gritó Diodoro.

La trompeta sonó otra vez, emitiendo una larga llamada. Los caballos que rodeaban a Sátiro se empujaban para ocupar sus posiciones, cada hombre se esforzaba por llevar su montura al sitio correcto entre una bruma de polvo y una multitud de animales. Sátiro quedó aplastado entre dos corceles, se agachó para meterse debajo de un vientre y un jinete le dio una patada en la nuca.

—¡Eh! —gritó Sátiro, desesperado—. ¡Eh, socorro!

Faltando tan poco para encontrar a su tío, aún acabaría pisoteado o aplastado.

Una punta de lanza brilló malévolamente delante de su cara.

—No te muevas —dijo Hama.

—¡Hama, soy yo! —gritó Sátiro.

El hombre se agachó, le agarró la muñeca, con espada y todo, y lo izó a la grupa de su caballo.

—Los hombres mueren si van a pie cuando hay tantos caballos juntos —dijo el corpulento caudillo celta—. Por los putos dioses, ¿qué haces aquí, joven señor?

Sátiro se sentó a horcajadas en el caballo de Hama.

—No lloraré —repitió. El alivio era tal que los ojos se le llenaron de lágrimas y la garganta le dolió por algo más que el polvo salado.

La trompeta sonó una vez más.

—¿Alguien tiene idea de dónde cojones estamos? ¡Filarcos, tocad! —ordenó Diodoro.

—¡Fila uno! ¡Dos desaparecidos!

—¡Fila dos! ¡Todos presentes!

—¡Fila tres! ¡Un hombre muerto!

—¡Fila cuatro! ¡Cuatro desaparecidos!

—¡Fila cinco! ¡Todos presentes!

—¡Fila seis! —gritó Hama—. ¡Dos desaparecidos! ¡El príncipe Sátiro en mi caballo!

Comenzó a avanzar y los hombres le abrieron paso. A su izquierda, las filas siete y ocho dieron su parte de bajas. Hama acercó su caballo al del hipereta. Sátiro abrió la boca, pero su tío levantó la mano de golpe, exigiendo silencio.

—¡Fila nueve! ¡Todos presentes!

—¡Fila diez! ¡Tres desaparecidos!

Diodoro asintió bruscamente.

—Trece desaparecidos de cien. Mal asunto. —Miró en derredor—. ¿Alguien ha visto a Crax o a Andrónico?

—No, señor —corearon los soldados.

El polvo salado se arremolinó.

—Dion, llévate la fila uno a la derecha. No vayáis lejos; diez largos de caballo por cada hombre. Regresad al primer toque de trompeta. A ver si encontráis a alguno de los nuestros. Paques, llévate la fila diez y haz lo mismo en la izquierda. ¡Adelante!

Se volvió hacia Hama y Antígono.

—¿Dónde demonios estamos? —Sin aguardar una respuesta, miró a Sátiro—. ¿Qué estás haciendo aquí, niño?

El muchacho tomó aire y se concentró en hablar con firmeza.

—Traigo un mensaje —anunció.

—¿Qué mensaje? —preguntó Diodoro, arrodillado encima del caballo, intentando ver algo por encima del polvo.

—Pero antes, estás a unos cinco estadios detrás del punto más a la derecha de la falange enemiga, tío. Y todos los peltastai han sido rechazados. Vengo de allí.

Diodoro lo miró detenidamente.

—¿Estás seguro? La vida de los hombres depende de esto.

Sátiro se atragantó un poco.

—No —admitió, vacilante—. No estoy seguro del todo.

Hama lo calmó dándole un abrazo.

—Pero sí bastante seguro, ¿verdad?

—Bastante seguro, tío —respondió el joven, mirándolo a los ojos.

Diodoro asintió bruscamente.

—Si llevas razón, nunca volveré a dudar de ti. Hama, haz regresar a Paques y ponlo en vanguardia; tantearemos el camino en la dirección que ha indicado Sátiro. Un escuadrón de caballería detrás de nuestra falange les dará un susto de muerte, con esta mierda de polvo. Toca otra vez la trompeta, hipereta. —Cogió a Sátiro del caballo de Hama. Sus duros ojos grises se clavaron en los del muchacho—. ¿Mensaje? —preguntó. Tendió una mano y le dieron una cantimplora.

—Hay saka y bactrianos en el campamento —explicó Sátiro. Se fijó en que la barba de su tío era gris. Antaño había sido roja.

—¡Por los huevos de Ares, chico! —Diodoro miró en derredor—. Tengo menos de cien hombres. ¿Qué diantre…?

Un destello dorado, y Crax salió del polvo a medio galope.

—Habéis llamado —dijo, con la armadura reluciente.

Diodoro se rio.

—¡Tique nos sonríe! —gritó, y la tropa a sus espaldas respondió con un atronador rugido—. ¿Tienes el cuarto escuadrón?

—Seis desaparecidos —dijo Crax, saludando—. Los alinearé con vosotros.

—Sátiro dice que nos hallamos en el flanco de la falange, que está en esa dirección. ¿Qué opinas, Crax?

Diodoro le pasó la cantimplora al oficial getón, que bebió bastante y luego le puso el tapón de madera.

—Me parece bien —dijo Crax, guiñándole el ojo a Sátiro antes de desaparecer entre la sal. El muchacho agradeció el gesto: de repente se encontraba cargando con un gran peso en sus espaldas, el peso de la vida de todos.

—¡Montad de nuevo! —gritó Diodoro—. ¿Alguien tiene un caballo?

Un jinete al que Sátiro no conocía se adelantó.

—¡Toma, strategos!

El muchacho pasó directamente de la grupa del caballo de su tío a los lomos de un zaino oscuro con una bonita sudadera de piel y aplicaciones de plata en la brida.

—Gracias —dijo.

—¡Le debes el caballo, chico! —exclamó Diodoro—. ¡Y los jaeces! —Sonrió con picardía. Se sentó en el caballo y señaló a Sátiro—. Que alguien le dé una lanza y un yelmo. Pegado a mí, chico. Eres el guía. Si entramos en combate, pon tu animal detrás del mío y agacha esa cabeza de chorlito. Guarda esa espada de juguete. Bien, ¿hacia dónde?

Sátiro descubrió, para su inmensa dicha, que era capaz de señalar en qué dirección se encontraba la falange.

—Si no se han movido —masculló. El corazón le palpitaba y el miedo que lo atenazaba era muy distinto del temor a ser despedazado por los elefantes. Ahora le asustaba la idea de defraudar a sus amigos, de portarse como un niño. Hincó los talones en los ijares de su montura—. Por aquí —dijo.

—¡En marcha! ¡Al paso! —gritó Diodoro, y la trompeta sonó.

Sátiro se irguió en la silla. Realmente estaba conduciendo a un escuadrón de caballería.

Varios hombres se acercaron a hablar con Diodoro y volvieron a alejarse, y se oyeron más órdenes y más toques de trompeta. Sátiro, a un brazo de distancia del hombre a quien llamaba tío, entendió que Diodoro estaba intentando situar sus dos escuadrones alineados mientras seguían rastreando el campo de batalla en busca de los otros dos que faltaban.

—¿De verdad sabes lo que estás haciendo, chico? —preguntó Diodoro tras cabalgar un rato en silencio.

—¡Escucha! —dijo Sátiro. Se oía un leve rugido más adelante y hacia la derecha.

—¡Alto! —gritó Diodoro—. ¡Sin trompeta! Paques, adelántate y dime qué ves. ¡No te alejes más de un estadio o dos!

Se habían detenido en el interior de una enorme nube blanca y gris. Había cadáveres debajo de sus cascos, y mientras Sátiro miraba al vacío, dos peltastai tracios surgieron del polvo. Se quedaron tan pasmados que pararon en seco.

—¿Eumenes? —preguntó uno de ellos. Señaló la guirnalda de rosas que llevaba encima del gorro de piel de zorro.

Sátiro asintió.

—¡Eumenes! —gritó. Junto a él, Crax se puso a hablar en una lengua bárbara y los dos tracios dieron media vuelta y echaron a correr, adentrándose en la sal.

—Les he dicho que íbamos a cargar —explicó Crax—. He encontrado a algunos jinetes del segundo escuadrón, pero están perdidos. Unos diez hombres.

Diodoro se quitó el yelmo.

—Cómo detesto esta situación. Podrían darnos un susto de muerte y ni siquiera sabríamos de dónde vienen. Este polvo lo oculta todo.

—La cantimplora está vacía —dijo Crax. Escupió—. Es la peor polvareda que he visto en mi vida. Maldita sal.

Paques salió del remolino.

—El chico ha acertado de pleno —anunció, dirigiendo un saludo a Sátiro, cuyo corazón rebosó de alegría—. A menos de dos estadios están las últimas filas de la falange enemiga. Vía libre —prosiguió el hombre, alzando la voz con entusiasmo.

Diodoro miró en derredor.

—Bien —dijo, poniéndose otra vez el yelmo y atando las correas de la barbera—. Ahora es cuando todos nos convertimos en héroes. —Miró a Sátiro—. Ponte en medio del romboide, chico, que quiero llevarte a casa vivo. —Dio media vuelta a su caballo—. ¿Todo el mundo lo ha entendido? Derechos al flanco desprotegido. No os desparraméis. Penetrad cuanto podáis y sembrad el pánico. Quedaos conmigo hasta que oigáis la trompeta. Cuando empiecen a ceder, dejad que otros los maten; seguid adelante hasta nuestras líneas. ¿Entendido? Si me perdéis, os reagrupáis en el barranco. El campamento ya no existe. ¿Preparados?

Doscientas gargantas resecas hallaron energía para gritar «¡Sí!».

—¡En marcha! ¡Al paso! ¡Sin trompetas!

Iniciaron el avance. Sátiro se fue rezagando hasta quedar en la sexta fila, el mismo centro del romboide. Conocía la maniobra, pero era diferente con todo aquel polvo. Se encontró entre dos desconocidos, pero el que tenía a su izquierda desvió sus ojos inyectados en sangre desde las profundidades de su yelmo tracio.

—¡No hay de qué preocuparse, chico! —dijo—. Estás tan seguro como en casa. ¿Es tu primera vez? —preguntó.

—¡Sí! —gritó Sátiro por encima del estruendo de su avance.

—¡Pues cuidado con esa lanza! —advirtió su nuevo compañero de filas—. No vayas a darle un golpe a Kalyx. Es de los que no perdonan.

El otro hombre se rio.

Medio estadio pasó en un suspiro.

—¡Peán! —dijo la voz de su tío—. ¡Haced que se os oiga!

El Peán de Apolo comenzó con cuatro compases de cuidadosamente medido silencio rítmico, y Andrónico golpeó cuatro veces su trompeta con el mango de un puñal y el peán se abrió como una flor en el polvo salado, una ofrenda a un dios que no sólo valoraba las masacres.

Sátiro cantó con la tropa y se emocionó tanto que la voz le falló. Se sentía como si fuese uno con todos aquellos hombres que tenía alrededor: un par de brazos y piernas en una bestia con cien brazos y piernas, como un titán de leyenda.

Se pusieron al trote.

—¡Más cerca! —gritó el hombre de su derecha.

Sátiro se avergonzó al ver que se había quedado atrás. Su caballo respondió de maravilla, llenando el hueco enseguida. Iban a medio galope, con las filas un poco separadas por la velocidad, cuando de pronto hubo hombres por doquier, soltando alaridos de terror como si los dioses los hubieran vuelto locos a todos. Sátiro no veía nada, no había con quién luchar, y de pronto, surgida de ninguna parte, una punta de sarisa se deslizó junto a su rodilla y el filo le cortó el muslo cuando un soldado enemigo, como mínimo, decidió cambiar de frente.

Estaban penetrando en la falange enemiga —al menos Sátiro esperaba que lo fuera— entre cientos de hombres con armadura pesada que, no obstante, tiraban sus sarisas al suelo y huían o morían pisoteados bajo los cascos de los caballos. Alrededor del muchacho sólo había hombres a pie, y su caballo casi se había detenido.

Acuchilló por encima del brazo la primera mano que intentó cogerle la brida. Aquellos hombres estaban tan desesperados y aterrorizados que la mayoría ni siquiera repelía el ataque, tan sólo intentaba salir de allí, pero también los había que parecían tener intención de morir luchando o que simplemente querían su caballo.

Un golpe en la espalda casi derribó a Sátiro de la silla. Él lo devolvió con su lanza de manera instintiva y, al errar el ataque, de nuevo estuvo a punto de perder el equilibrio.

Tenía la impresión de que la caballería había perdido todo su impulso y cohesión con el impacto y que ahora se esparcía a lo largo de la retaguardia de la falange, pero el centro del romboide había penetrado profundamente, y Sátiro se encontraba perdido en un mar de enemigos.

Por alguna razón que no alcanzaba a discernir, Sátiro se halló al frente de una fila de hombres montados. Logró afianzar las rodillas en los lomos del zaino oscuro y obedeció a su tío, agachando la cabeza de modo que los enemigos que se acercaran de cara sólo pudieran atacar a su casco, la parte del cuerpo que mejor protegida tenía, mientras el caballo respondía avanzando a pesar de las apreturas. En dos ocasiones empinó a su montura para espantar a los hombres de delante, y la segunda vez, la yegua perdió el equilibrio al pisar un cadáver y ambos cayeron pesadamente. El animal rodó por el suelo, ileso, y una contera de lanza se clavó en la tierra a un palmo de la nariz de Sátiro. Había perdido la lanza, pero sacó la espada de debajo del brazo y se puso de pie, ignorando el dolor que le causaba la herida del costado. Detuvo el siguiente golpe, levantando el asta de la sarisa de su oponente y pasando por debajo de ella, tal como Filocles le había enseñado. Se lio a dar mandobles, prácticamente a ciegas, y su corta espada se clavó en la mano del adversario, que gritó. El compañero de fila de Sátiro, el hombre del extravagante yelmo tracio, ensartó al enemigo.

—¡Coge tu caballo! —gritó.

El corcel de los bellos jaeces aguardaba obedientemente a dos pasos de Sátiro, que trepó por el costado del animal. El jinete del yelmo tracio abatió a otro macedonio que huía, y de pronto Sátiro estuvo en la silla, empuñando la espada, con el yelmo torcido pero por lo demás indemne.

—Vamos, chaval —gritó el soldado, y ambos se zambulleron en el polvo.

Al cabo encontraron más jinetes, muchos más, soldados con penachos y clámides azules, y de pronto Sátiro tuvo a Crax a su lado.

En ese momento aparecieron otros hombres con relucientes escudos blancos que gritaban y reían, saludando radiantes. Un oficial gritaba a sus soldados que abrieran paso y dejaran vía libre a la caballería.

Sátiro frenó a su caballo y simplemente respiró. Estaba apretujado entre los escudos blancos, pero los soldados bajaban sus lanzas a tierra, clavando las conteras de bronce en la arena salada.

—Ares —dijo una voz macedonia—. ¡Mirad a ese niño!

Sátiro escrutó un semblante cubierto de polvo.

—¿Eumenes? —preguntó.

—Sí —dijo el macedonio jadeando—. Sí, Eumenes, chiquillo. ¿Quiénes sois vosotros?

—¡Los hippeis de Tanais! —rugió Crax a su lado.

Sátiro asintió con orgullo.

El hombre que tenía detrás le dio una palmada en la espalda.

—Buen trabajo, joven señor —le felicitó.

La trompeta sonó en la polvareda.

—Maldito polvo —se quejó Hama, que había aparecido como por arte de magia.

—Pues no te digo lo que es luchar a pie, caballista —repuso el macedonio. Acto seguido, la cara cubierta de suciedad sonrió—. ¡Gracias, caballistas!

—Sois los primeros griegos del demonio que me caen bien —gritó otro macedonio—. ¡Nos habéis salvado el pellejo!

De nuevo avanzaban, porque los macedonios se estaban haciendo a un lado, abriendo un camino. Sátiro seguía a Hama, que ahora era, al parecer, el jefe de fila. Los demás hombres que deberían mediar entre ambos habían desaparecido.

—¿Hama?

—Silencio, señor —contestó—. Atento a la trompeta.

Melita veía la avenida principal del campamento en toda su longitud, por donde varios saka avanzaban en dirección a ella. Vaciló el tiempo que tardó en meter su arco en el gorytos y se puso a cabalgar hacia ellos a un trote ligero, mientras el niño daba botes detrás de ella como un saco de patatas.

—Esto es vergonzante —protestó el crío.

—No hables —contestó Melita—. Pon cara de tener mucho miedo.

Avanzó derecha hacia el grupo de jefes saka: cuatro hombres y un anciano muy bronceado. Melita alzó la fusta y gritó una palabra en saka.

—¡Mío! —dijo, señalando al niño. El anciano sonrió.

Pasó junto a ellos y recorrió toda la calle sin que le dieran el alto ni le hicieran una sola pregunta. El final estaba ocupado por una masa agitada de saka que no sabía por dónde comenzar el saqueo. Melita siguió adelante, rozándoles los hombros con las botas.

—¡La tienda roja y amarilla! —gritó—. ¡Oro y plata! —Su sakje tenía el acento occidental, pero eso no pareció molestarlos. Se volvió y apuntó con la fusta—. ¡Al otro lado del mercado, primos!

—¡Gracias, joven novia! —gritó un guerrero con los brazos cubiertos de tatuajes de dragones.

A las doncellas guerreras sármatas a menudo las llamaban «jóvenes novias» porque en la guerra ganaban el derecho a elegir marido. Se oyeron risas, pero tampoco esta vez hubo nadie que levantara una mano contra ella, más bien al contrario. Los hombres apartaban sus caballos para dejarla pasar, y salió de la muchedumbre habiéndose magullado sólo los pies. Una vez libre de apreturas, puso a Bión al trote y luego al galope corto, y cuando dejó atrás las hileras de fuegos de los cocineros y sus peligrosos hoyos en las blancas tinieblas, dio rienda suelta a su corcel, que se lanzó a un galope tendido.

—¡Es como volar! —dijo el niño detrás de ella—. ¿Realmente eres saka?

—Soy asagatje. Mi madre es la reina de nuestro pueblo. Por descontado, no es una reina de verdad. En realidad no… —Se dio cuenta de que estaba parloteando y calló de pronto. El chico pegado a su espalda era robusto, como su hermano, y le transmitía calor y serenidad. Era una sensación muy agradable—. Mi madre es Srayanka.

—Yo soy Heracles. Mi madre es Banugul y mi padre fue un dios.

—¿Banugul? —preguntó Melita—. ¡Qué bien! Me alegra saber que he rescatado al chico que tocaba. Intenta mover las caderas, irás más cómodo.

El barranco quedaba justo detrás del promontorio que tenía a su izquierda. Veía el risco por encima de su hombro y comenzó a trazar un amplio viraje para evitar lo que parecía inevitable. El terreno cambió, frenó un poco a Bión y al notar la variación de peso del caballo tiró de su cabeza más hacia el oeste. Cabalgaba justo por el borde del barranco. Acababa de enfilar de nuevo hacia el sur cuando la retaron.

—¿Quién eres? —gritó una voz con más miedo que autoridad.

Melita vio jinetes y carromatos.

—Melita de Tanais —contestó—. Con Heracles.

Unas mujeres se congregaron en torno a ellos.

—¿Qué diantre está pasando? —dijo Crax con voz ronca.

El polvo no se disipaba. Llevaban una hora sin moverse de sitio, a tan sólo un estadio de donde habían hecho trizas a la falange enemiga. Por alguna razón que no acertaban a comprender, estaban aguardando en la posición inicial de la línea de batalla que habían ocupado a primera hora de la mañana. Diodoro había dado el alto y ordenado a los hombres que desmontaran, luego envió a unos cuantos exploradores y, finalmente, dejó a Crax al mando para marcharse con Hama. Los rezagados iban llegando, tanto de los suyos como de los otros jinetes mercenarios que habían estado a las órdenes de Diodoro o de Felipe al comienzo del día.

Los hombres que habían desmontado merodeaban por el campo despojando a los enemigos muertos de cualquier cosa que mereciera ser llamada botín y haciéndose con sus cantimploras. Otros grupos recorrían la llanura de sal en busca de sus muertos y les daban sepultura. Un joven jinete de Olbia se desvaneció a causa del calor y de pronto hubo filarcos por doquier, exigiendo a los hombres que vaciaran sus cantimploras.

—Los caballos no aguantarán mucho más —dijo Andrónico, dirigiéndose a Crax.

Sátiro se preguntó qué aspecto tendrían sus ojos. Todos los hombres que veía los tenían enrojecidos, arrugados e inyectados en sangre. La sal era dañina. Volvió a limpiarse los ojos con el brazo. Los párpados y las manos le escocían, y esbozó una mueca de dolor.

—¿Hemos vencido? —preguntó al hombre que tenía más cerca.

—Hemos vencido, hijo. Aunque no significa que todo el ejército lo haya hecho —agregó el soldado con socarronería—. ¿Te queda agua?

—No.

—A mí sí. Soy Cleito —dijo, tendiéndole la mano.

—Sátiro —respondió el chico, estrechándosela. Se sintió como un hombre adulto.

El soldado le ofreció su cantimplora y Sátiro tomó un trago, y luego otro, pues fue incapaz de reprimirse. Se la devolvió. Había vino en el agua y sabía a gloria, como si el propio Dionisio la hubiese bendecido.

—Hemos encontrado a la mayoría de nuestros caídos y los hemos enterrado —dijo el hombre—. Y no hemos tenido que pedir una tregua para hacerlo. A mi modo de ver, eso es una victoria.

—También hemos desvalijado a sus muertos —señaló otro.

—Ya llega el strategos —gritó Crax—. ¡Firmes junto a vuestras monturas!

Diodoro trajo consigo otra nube de sal.

—¡Llamad a los exploradores, hiperetas! Sátiro, a mi vera. Todos los que no estéis haciendo nada concreto desmontad de una puta vez. —Se volvió hacia Crax—. ¡Novedades!

—Casi todo el segundo escuadrón está aquí, pero falta Eumenes —dijo Crax—. Desapareció en la primera melé. Por lo demás, hemos enterrado a nuestros muertos.

Diodoro negó con la cabeza.

—Ha estado con nosotros desde el principio —dijo—. Bueno, casi. —Miró en derredor—. Es muy duro no encontrar su cuerpo.

Crax asintió.

—Desde el primer invierno en Olbia —dijo—. Es posible que aparezca. En fin, se han contabilizado diecisiete bajas en el segundo escuadrón. Nueve en el nuestro y trece en el primero. El tercero no sabemos dónde está, y hemos barrido todo el camino de regreso hasta donde atacamos a los medos a primera hora.

El oficial getón miró en torno a él. Los hiperetas de los tres escuadrones estaban formando en columna a los hombres desmontados, cada uno conduciendo a su caballo. Detrás de ellos, la falange bullía como si aún estuviera en combate y, al asentarse, el polvo salado reveló una embravecida agitación.

—Eso pinta mal —comentó Crax, señalando el tumulto—. ¿Cuál es nuestra situación? ¿Hemos perdido?

—Al punto de concentración —dijo Diodoro lacónicamente—. Iremos a pie para que los caballos descansen. La situación es mala.

Crax volvió a mirar hacia atrás. Los hombres de la falange agitaban los puños en alto y se maldecían unos a otros.

—¿Hasta qué punto? —insistió Crax.

—Los cabrones de los macedonios han entregado a Eumenes al Tuerto. Vivo —agregó Diodoro con amargura—. He llegado demasiado tarde para impedirlo. Putos traidores.

Se oyeron gritos procedentes de la falange y un murmullo nada halagüeño.

—Seguid adelante, muchachos —dijo Diodoro—. ¡En marcha!

Crax negó con la cabeza.

—¿Cómo es posible que tales hombres estén en paz con los dioses? —preguntó.

—Antígono ha tomado nuestro campamento —explicó Diodoro—. Los argiráspidas han canjeado a Eumenes por el botín de años anteriores. ¿Te lo imaginas? —prosiguió—. Si hubiesen resistido, podríamos haberlo recuperado a punta de lanza por la mañana. Ese ejército estaba derrotado. Escucha: todos los hombres de la falange saben que les han robado.

Crax renegó expresivamente en getón.

Diodoro caminó en silencio y Sátiro mantuvo la cabeza gacha para que no lo mandara a otra parte.

La columna de jinetes inició el avance. Faltaban algunos hombres, desaparecidos o muertos, pero también habían recogido a varias docenas de rezagados de caballería y Crax los organizó en un cuarto escuadrón. Muchos de ellos protestaron por tener que caminar en el polvo de sal y unos cuantos montaron y se marcharon indignados, negándose a acatar una disciplina que consideraban estúpida. El resto obedeció, alegrándose de tener a quien seguir, otra lección que no pasó inadvertida a Sátiro, aunque ahora estaba tan cansado que no recordaba qué había hecho ni el orden en que había sucedido todo, como tampoco si había sido valiente o cobarde. Sólo le constaba que estaba vivo.

El rumor de la traición a Eumenes cometida por sus propios oficiales se fue extendiendo por la columna, y los hombres negaban con la cabeza o maldecían.

El sol estaba muy bajo en el cielo, y Sátiro se veía incapaz de dar cuenta de todas las horas de la jornada.

Junto al muchacho, Diodoro reunió a sus oficiales y les transmitió órdenes sin dejar de caminar.

—Cuando lleguemos al barranco, abrevad a los caballos por escuadrones tan deprisa como podáis. Crax, tú nos cubrirás mientras beben las bestias. Luego nos retiraremos al otro lado del barranco en columna hasta que encontremos a las mujeres; entonces acamparemos. Que todos los hombres almohacen sus monturas antes de irse a dormir. Mañana volveremos a combatir. Y hemos perdido todos los caballos de refresco. Esto es lo que hay.

—¡Sin caballos de refresco! —dijo Antígono—. Zeus Sóter, strategos. Eso es malo.

—Peor de lo que imaginas, hermano —espetó Diodoro—. No dejéis que nadie se detenga. Usad la fuerza si es preciso; no podemos prescindir de un solo hombre. Quiero ver de vuelta incluso a las ovejas descarriadas. ¿Entendido?

Los hiperetas y los comandantes de escuadrón asintieron, saludaron y regresaron a sus puestos en la columna. Una letanía de «¡Cerrad filas!» y «¡Aligerando!» comenzó a resonar a lo largo de la columna.

—¿Tío Diodoro? —dijo Sátiro en voz baja.

El strategos giró la cabeza y enarcó una ceja con una costra de sal.

—¿Hemos vencido? —preguntó el muchacho.

—Creo que no lo suficiente —respondió Diodoro, negando con la cabeza.

El agua del arroyo que discurría por el fondo del barranco era clara y brillante pese a los acontecimientos del día, y Sátiro y su nuevo zaino bebieron con glotonería. El joven se lavó la cara y las manos con el agua fría y descubrió que las quemaduras en torno a los ojos eran mucho peores de lo que esperaba, y se estuvo echando almozadas de agua a los ojos hasta que un soldado celta lo apartó sin miramientos del arroyo. Sátiro cogió las riendas de su yegua y la condujo a la otra orilla.

—Ese caballo parece brioso —comentó Diodoro. Estaba comiéndose un higo y, entre mordisco y mordisco, daba órdenes—. Chico, coge ese hermoso animal y ve en busca del equipaje. Debería estar a menos de un estadio, al otro lado de esa cresta —agregó, señalando—. Luego das media vuelta y vienes a decirnos dónde están.

Sátiro necesitó dos intentos para montar a lomos de la yegua; tenía los brazos demasiado débiles para saltar. Finalmente logró subir y sintió un inmenso placer al saludar a su tío como un verdadero soldado. Luego cogió el petasos de ala ancha que había llevado inútilmente colgado a la espalda mientras se quemaba la cara todo el día y se lo caló hasta los ojos.

El agua fue un alivio. Dirigió a la yegua hacia la ladera y el animal la subió con estilo, empujándose con sus poderosas ancas.

—Buena chica —dijo Sátiro, dándole unas palmadas en el cuello.

Todos sus jaeces estaban montados en plata, con remaches del mismo material en las puntas de las correas y hebillas a la usanza saka. Los griegos rara vez usaban hebillas, pero daba gusto verlas. Y la piel de leopardo le hizo sonreír.

En cuanto salió del barranco se encontró en medio de una horda de seguidores del campamento, y había más avanzando a lo largo de la ruta comercial hacia el sur, cientos de mujeres, algunas con niños, muchas llorando y muchas más caminando en un silencio aún peor. Se apartaban del camino en cuanto veían a un hombre armado, salvo unas pocas, que estaban demasiado cansadas o maltratadas para asustarse.

Un estadio más allá del extremo oriental del barranco Sátiro vio piquetes, una docena de hombres en tres puestos. Cabalgó hacia ellos a medio galope. La yegua respondía diligentemente, cruzando el matorral como el viento, el mismo viento que estaba dispersando las nubes de polvo salado, de modo que por primera vez en ocho horas el llano de Gabiene volvió a ser visible.

Cuando Sátiro subió a la cresta vio a Tasda, un celta de Tanais al que conocía de toda la vida y que lo saludó desde el piquete.

—¡Tasda! —gritó Sátiro, y se le quebró la voz. Se dieron un fuerte apretón de manos.

—Tu hermana se alegrará mucho —dijo el celta sobriamente, tras quitarse el yelmo—. Sigue por la cresta. Hemos montado un fuerte de carromatos.

—¿Antígono está aquí? —preguntó Sátiro.

—Y Eumenes; nuestro Eumenes, se entiende. Somos todo lo que queda de la caballería —dijo Tasda muy serio.

Sátiro sonrió a pesar de la fatiga.

—¡Diodoro y los demás están justo detrás de mí! —anunció, y todos los soldados de los piquetes volvieron la cabeza.

Dercorix, otro conocido de la infancia, se acercó al trote.

—¿El strategos está vivo? —gritó.

—Vuelvo enseguida —dijo Sátiro, y enfiló colina abajo.

Al cabo de un cuarto de hora estaban todos juntos. Los oficiales forzaban la voz y su autoridad para impedir que los hombres abrazaran a sus esposas y a sus camaradas, y a pesar de los padecimientos de la jornada, el reencuentro con sus compañeros de armas desaparecidos dio tanta eudaimonia a los hippeis que tuvieron los caballos almohazados y los arreos guardados antes de caer rendidos al suelo para ser alimentados por sus igualmente cansados esclavos y seguidores.

Sátiro y Melita se abrazaron mientras Terón los amonestaba, pero los gemelos no le hicieron caso.

—He rescatado al príncipe Heracles —explicó Melita, orgullosa, señalando a un niño rubio menor que Sátiro que aguardaba detrás de ella—. ¡El hijo de Iskander, nada menos!

Sátiro sonrió y volvió a abrazarla.

—Yo no he hecho nada tan heroico —dijo—. ¡Pero he participado en una carga de caballería! —Miró en derredor—. ¿Dónde está Filocles?

Terón escupió.

—Sentado con las mujeres, deleitándose con su admiración —respondió—. Estáis todos locos.

Sátiro no podía dejar de sonreír, aunque se encontró con que estaba sentado y era incapaz de levantarse.

—Viniste con nosotros por voluntad propia —le recordó.

—Es verdad —respondió Terón, meneando la cabeza.

Melita tiró del brazo de Sátiro.

—Ven a conocer a Heracles —dijo—. Me gusta.

Por un instante, Sátiro sintió celos. Nunca había oído decir a su hermana que alguien le gustara con tanto fervor.

—No puede ser gran cosa si has tenido que rescatarlo —replicó él.

Melita lo miró dando a entender que no sabía de qué hablaba.

—Ha sido tan listo como tú —aseguró—. No ha perdido la cabeza.

La comparación aplacó a Sátiro, que abrazó a su hermana una vez más.

—Zeus, qué estúpidos hemos sido. ¿Qué nos ha llevado a hacer estas cosas?

—El juramento, tontaina —contestó Melita—. Hicimos una promesa, ¿no? De modo que, cada vez que surja la ocasión, tenemos que luchar.

Llegaron junto a Heracles, que estaba solo y cohibido. Era un chico alto, rubio como su padre, pero desgarbado, con los rasgos demasiado angulosos y los hombros demasiado estrechos para ser el hijo de un dios. Algunos veteranos olbianos lo estaban observando, y unos cuantos lo miraban fijamente. Al fin y al cabo, era el hijo de Alejandro.

—Detesto que me mire la gente común —rezongó Heracles.

Sátiro se contrarió al instante por la torpeza de aquel chico, y aun tratándose de un desagrado injusto sucumbió a él, pues estaba cansado y comenzaba a perder el daimon de la guerra y a sentir que estaba a punto de desmoronarse, como solía ocurrir después de un combate.

—Aquí no hay gente común —replicó Sátiro—. Ese hombretón que te mira es Carlo. Fue el guardaespaldas de mi padre cuando derrotó al tuyo en el río Jaxartes.

—Mi padre nunca fue derrotado —respondió Heracles con vehemencia.

—¿Has conocido a alguien que estuviera allí? —preguntó Sátiro con perezoso desdén—. ¿Preguntamos a Diodoro? ¿A Hama?

Puso una mano en el hombro del chico.

—¡Mi padre es un dios! —protestó Heracles—. Tú no eres más que un griego decadente.

Hubo algo en la rebeldía del chico que hizo sonreír a Sátiro.

—Eh, Heracles. No pasa nada. Estamos vivos y mucha otra gente no. Los asesinos no nos han cogido. ¡Cálmate!

El niño miró en derredor.

—¿Por qué no ha dejado que me quedara en la tienda mi madre? —preguntó—. Detesto que me haga eso.

Melita puso los ojos en blanco a espaldas de su nuevo amigo y Sátiro meneó la cabeza.

—Vayamos a comer un poco de ciceón —dijo, cogiendo al chico del hombro para llevárselo con él.

Melita le lanzó una mirada de agradecimiento y su hermano negó con la cabeza.

Resultaba extraño tener a un chico más joven por quien velar pues la sensación de desorientación de Sátiro se esfumó en cuanto tuvo que acompañar al niño. Fue derecho hacia Crax, que estaba rodeado de soldados, y preguntó dónde debía montar su camastro y si el chico y él podían comer algo. Crax lo trató como a cualquier otro soldado.

—¿Tengo pinta de hipereta? —dijo el getón. Luego se rascó la polvorienta barba rubia y se ablandó—. Tu equipaje y el de tu hermana están en la primera fila del escuadrón. Hay vino y estofado de pescado en salazón al principio de cada calle. —Sonrió de oreja a oreja—. Tu tía Safo nos lo ha organizado muy bien.

Sátiro recorrió las hileras de fardos y petates desparramados por la calle (si así podía llamarse, pues no había tiendas) de su escuadrón. Se sentía todo un hombre. Encontró el fardo de lana roja de su hermana y luego el suyo, abrió su petate de cuero y sacó las copas de oro, cuidadosamente envueltas. También sacó un plato de madera y una cuchara de asta.

—Vayamos a comer —dijo, caminando de regreso a la entrada del campamento.

A su alrededor, los hombres comían y se iban directamente a dormir bajo el sol de la anochecida. Hablaban poco y reían menos. En su mayoría rezaban, y vertieron muchas libaciones en la arena blanca porque habían sentido la mano de un dios manteniéndolos con vida.

—¿Por qué están tan callados? —preguntó Heracles de improviso—. Los soldados suelen ser muy… bulliciosos.

Sátiro miró al otro chico y se sintió mayor.

—Han librado una batalla —dijo—. Igual que tú, o al menos eso dice mi hermana. —Miró a Melita, que caminaba con ellos en silencio y un tanto desgarbada, algo nada propio de ella—. Nadie tiene ganas de hablar después de una batalla, ¿sabes?

—Yo sí —replicó Heracles—. Nunca tengo con quien hablar —agregó—. Y yo no he tenido que hacer nada. Tu hermana me ha rescatado.

—Has contribuido —dijo Melita, que comenzaba a parecer incómoda—. Has tenido coraje.

—Mi padre los habría matado a todos y se habría reído —dijo Heracles, abatido.

—Has de comer algo —dijo Sátiro, procurando sonar imperioso. Llenó su cuenco de madera con ciceón, unas sabrosas gachas de queso fresco, copos de cebada y, en aquel caso, vino—. ¡Toma!

Filocles se acercó a la fogata, llenó su cuenco y se sentó.

—Buenas noches —dijo con suma formalidad.

—Buenas noches —respondió Sátiro. Estaba un poco cohibido delante del espartano, consciente de que era culpable de una desobediencia flagrante.

—Doña Banugul está preocupada por su hijo —dijo Filocles—. Heracles, deberías ir con ella.

—Me dijo que saliera de la tienda —repuso el niño entre dos cucharadas de gachas.

—Acaba de enviudar —insistió Filocles—. Tu padrastro…

—Yo no tengo padrastro. Mi padre es Alejandro, el dios. Mi madre jamás debería haber tocado a otro hombre —replicó Heracles, escupiendo las frases como si las hubiese aprendido de memoria.

Filocles respiró profundamente.

—Jovencito, no eres mi discípulo, pero si lo fueras… —y lanzó a Sátiro una elocuente mirada— te diría que la divinidad de tu padre de nada te exime a ti; que eres responsable de tus propios actos y que no tienes por qué meterte en los asuntos de tus progenitores. Y condenar a tu madre a una vida de celibato es injusto.

—Para ti es fácil decirlo; tienes tantas ganas de tirártela como todos los demás hombres —espetó Heracles, apartando la mirada.

—Te aseguro que no tengo ningún interés sexual por tu madre. Y si fueras mi pupilo, ahora mismo te daría una azotaina para enseñarte a obedecer.

Filocles fulminó a Sátiro con la mirada, y el muchacho suspiró.

—¿Por qué rescatarla, entonces? —preguntó Heracles—. Los hombres sólo hacen cosas por ella por una razón. ¡Ella misma lo dice!

Filocles sonrió y adoptó una expresión que ni Sátiro ni Melita habían visto en mucho tiempo.

—Una vez —explicó el espartano— tu madre tomó una mala decisión e intentó matar al padre de Sátiro… y a mí. —Enarcó una ceja mirando al niño—. Esto es una explicación para adultos. ¿Estás preparado para ser adulto, jovencito?

Heracles miró en derredor, sobre todo a Melita.

—Sí —contestó.

—Tu madre intentó matarnos. En cambio, nosotros matamos a todos sus soldados. Entonces, el padre de Sátiro le proporcionó una escolta y la dejó marchar. Yo quería verla muerta.

Filocles se recostó. Heracles tragó saliva con dificultad.

—Con el tiempo comprendí que la compasión de Kineas, el padre de Sátiro, había sido una decisión acertada, tanto para los dioses como para los hombres. Y luego resolví que si yo, a mi vez, tenía ocasión de hacerle un favor, obtendría honor ante los dioses. —Asintió bruscamente—. Así compartiría el honor de mi amigo, el padre de Sátiro. ¿Lo entiendes?

—Y lo has conseguido —asintió Melita.

—Sí —respondió Filocles—. Heracles, si has terminado ese cuenco, deberías pasárselo a Sátiro para que pueda comer, y yo te llevaré con tu madre.

El niño se puso de pie y devolvió el cuenco a Sátiro, dándole las gracias.

—Vuelve cuando quieras —dijo Melita.

—Gracias, Lita —dijo Heracles con una sonrisa.

Filocles sólo estuvo fuera el tiempo que tardó en ir y regresar de donde los esclavos de Safo habían montado una tienda para Banugul.

—¿Ya has comido? —preguntó el preceptor dirigiéndose a Sátiro.

—Sí.

—Pues acompáñame —ordenó el espartano, que se mantuvo en silencio mientras cruzaban el campamento.

Finalmente llegaron junto a Terón, que removía una olla de pescado estofado. El corintio miró a Sátiro y apartó la vista.

—¿Y bien? —preguntó Filocles.

Sátiro agachó la cabeza.

—Maestro Terón, vengo a suplicar tu perdón por mi mal comportamiento.

El atleta asintió.

—Mira, chaval, voy a ofrecerte la misma alternativa que un tutor me ofreció una vez a mí. Me consta que tus actos, y los de tu hermana, han salvado vidas. También sé que los dioses habrán tenido que emplearse a fondo para salvaros de la muerte, y que la preocupación me ha quitado un año de vida. ¿Lo entiendes, chico?

—Sí, maestro Terón.

—Bien. Una paliza ahora, o dejo de estar a tu servicio.

Terón se levantó. Realmente era muy corpulento.

—Acepto la paliza —dijo Sátiro sin vacilar, con la cabeza bien alta.

Ambos hombres asintieron, obviamente complacidos. Terón tenía una vara, cortada de un álamo, con la que dio diez azotes a Sátiro. No fue un castigo especialmente violento —Sátiro los había sufrido peores a manos de Filocles—, pero tampoco fue simbólico. Le dolió, pero no tardó en pasar.

Más tarde, se tendió en sus mantas bocabajo porque tenía toda la espalda magullada, y oyó que Melita lloraba.

—¿Por qué no me azotan a mí? —preguntó ella—. ¡Fue idea mía!

—Tú eres una chica —contestó Sátiro, riéndose.

—Estúpidos griegos —replicó Melita.

Al cabo de un rato, Terón acudió para darle un masaje en la espalda, y ayudó a los gemelos a clavar dos jabalinas de caballería formando una X con una tercera a modo de palo para montar una tienda improvisada.

—Hoy habéis sido muy valientes los dos —les dijo.

A pesar de los verdugones, Sátiro se durmió con el semblante risueño.