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312 a. C

El trirreme ateniense había sucumbido y no había noticias de su costoso consorte fenicio, pero éste remaba con brío ante los cimientos del nuevo faro y a su armador se le podría haber perdonado que se sintiera orgulloso. Llevaba dos semanas aguardando aquel barco y ahí lo tenía, una pieza más que encajaba en su sitio.

Estratocles se apoyó en el muro de piedra que bordeaba su jardín alquilado, acariciando el tejido de la herida que tenía en la punta de la nariz cortada mientras contemplaba la familiar silueta ateniense, que guardaba sus remos para recibir al práctico del puerto. Asintió complacido. El barco había pasado suficiente tiempo en el mar para curtir a los remeros, y ahora respondían como profesionales. Llamó a sus esclavos, se puso una clámide sencilla, mandó avisar a Lucio y sus guardias y salió hacia los muelles.

«Necesito un poco de suerte.» El problema de espiar, con casi toda suerte de subterfugios, era que resultaba difícil confiar en alguien, y más difícil aún encontrar a una persona de confianza que además fuera lo bastante inteligente para ejecutar órdenes. Lucio, el capitán de su guardia, era un luchador competente, pero no un pensador. Al menos no la clase de pensador capaz de competir con León o Diodoro.

«Necesito noticias.» Precisaba saber que el chico olbiano estaba muerto. Ya había pasado por situaciones semejantes con anterioridad, cuando un asunto secundario de un plan cobraba vida propia. Sátiro se había convertido en uno de esos asuntos. Estratocles meneó la cabeza porque consideraba que la cuestión de los niños carecía de importancia.

«Necesito a Ifícrates.» Estratocles había dedicado largas jornadas a negociar con los macedonios, hombres duros que despreciaban a Tolomeo sólo un poco más de lo que despreciaban a Casandro o a Antígono el Tuerto. También despreciaban profundamente a Estratocles, y no siempre disimulaban su desdén. «Ifícrates sabrá cómo tratarlos. Ni siquiera tendría que haberme reunido con ellos.» Mientras caminaba, Estratocles hizo un gesto con la mano, una especie de signo campesino para conjurar el mal fario pero que en su léxico particular significaba que era consciente de haber cometido un error.

«Odio a los macedonios.» Ifícrates podía ser hosco y reservado, pero era un magnífico combatiente y un hombre al que los macedonios aceptarían como negociador; eran un atajo de idiotas y matones. Y necesitaba que Ifícrates contraatacara a León y a sus adláteres.

«Ese negro cabrón lo tiene todo —pensó Estratocles—. Buenos subordinados, tiempo, dinero… Que se joda. Yo soy más listo, y sacaré esto adelante aunque tenga que hacerlo con mis propias manos.»

Estratocles había soportado un mes de humillaciones. Habían dado caza y apaleado a sus sirvientes, le habían robado esclavos, habían destrozado su casa. Una incursión punitiva de los mercenarios de León había liquidado a uno de los socios criminales que tenía en nómina, y ahora sólo un puñado de hombres desesperados aceptaba su moneda.

«No te ablandes, nariguilla», se dijo a sí mismo.

Los constantes tropiezos de la misión estaban acabando con él, y se detuvo en el embarcadero para respirar profundamente y mirar en derredor. Se hallaba cerca, muy cerca, de sobornar a los oficiales veteranos de Tolomeo. Ahora no había lugar para la autocompasión. Su plan y el futuro de Atenas requerían que manejara el timón con mano firme. Y no había por qué ser pesimista. Pese a las crecientes fricciones entre Casandro y Tolomeo, había tranquilizado a la corte con sus cuentos sobre una campaña de verano contra el primero por parte del Tuerto y logrado convencer al señor de Egipto para que enviara un taxeis entero de sus veteranos a Macedonia. También había solicitado, y obtenido, una declaración de independencia para las ciudades estado de la antigua Grecia, una maniobra política que enturbiaría las aguas en la patria y ayudaría a Atenas de cincuenta maneras distintas. Demetrio de Falero, el hijo de puta oligárquico, sonreiría encantado.

«¡Atenas, al final te liberaré!», pensó con una sonrisa.

—Atenas, te liberaré aunque tenga que sacrificar a todos estos cabrones para conseguirlo —dijo en voz alta, y se sintió mejor.

Había llegado la hora de resarcirse de Casandro tras dos años de desaires y vejaciones; la hora de jugar su mano por su propio bien y el de Atenas. Casandro estaba perdiendo habilidad, y no iba a estar en el bando vencedor. Estratocles necesitaba que Atenas estuviera en el bando vencedor, que fuese poderosa en el bando vencedor, para conseguir lo que él quería y devolverle la libertad. Por eso había comenzado, prudentemente, a mantener correspondencia con Antígono el Tuerto, asegurándole un nido mullido cuando él diera el salto, cuando Atenas diera el salto. Ocuparía una satrapía, preferiblemente la de Frigia. Ese sería un buen trampolín para Atenas, un aliado capaz, un mercado para sus artículos. Y ya había echado el ojo a la esposa perfecta para el sátrapa de Frigia. Una chica estupenda, la única heredera de la segunda o tercera ciudad más poderosa del Euxino: Amastris de Heráclea. Lo único que le faltaba era un último golpe de mano y un astuto secuestro; en muchos sentidos, una misión más fácil que jugar a tres bandas con Casandro, el Tuerto y Tolomeo.

El motín de los macedonios: eso paralizaría a Tolomeo tanto si el médico tenía éxito como si no. «Siempre hay que tener un segundo plan —pensó Estratocles mientras se acariciaba la barba—. E incluso un tercero, si es posible.»

Luego subiría a bordo de aquel barco y se marcharía, antes de que Tolomeo descubriera hasta qué punto lo habían utilizado como moneda de cambio. El ateniense sonrió y volvió a pensar en su empleado, el médico. Si Casandro estaba pagando al galeno, Estratocles consideró que haría bien en prescindir de él aunque fuese su subordinado. Pues Casandro no tardaría en darse cuenta de que Estratocles había cambiado de caballo, y entonces el médico iría a por él.

De pronto se le ocurrió el golpe maestro que arrasaría con todos los premios. De hecho se detuvo en medio del Posideion y se quedó plantado, maravillado por la idea que acababa de tener.

«Nariguilla, eres el cabrón más listo de todo el mundo.»

Estratocles llegó antes que su barco al pantalán y aguardó con fastidio a que el trirreme se abarloara. Llegado a aquel punto, no podía permitirse llamar la atención de la guardia; no le importaba que la gente relacionara su barco con la muerte del chico olbiano, pero tampoco quería que el vínculo fuese demasiado evidente. Sintió la frustración propia de un hombre que, estando al borde del éxito, tenía que depender de los caprichos del destino.

Pero los guardias del puerto estaban ocupados comprobando listados de carga o cobrando sobornos de los mercaderes. Ninguno reparó en él.

Finalmente, el trirreme ateniense abrazó el pantalán como si fuese un viejo amigo, sin apenas hacer ruido. Ifícrates nunca había manejado el barco con tanta… elegancia. O sin soltar un montón de tacos.

—Algo va mal —dijo Estratocles a sus guardias. Se dirigió aprisa hacia la punta del pantalán, donde estaba la popa del barco—. ¿Ifícrates? —llamó—. ¡Asómate!

Aguardó un momento mientras los marineros ponían una pasarela apoyada en la borda.

—¡Volved a vuestro sitio! —gritó.

—Será mejor que suba yo primero —dijo Lucio.

—No —dijo Estratocles—. Tengo que saber qué está pasando. Si Ifícrates está herido… —Meneó la cabeza—. Mierda. —Saltó a la pasarela—. ¿Quién está al mando aquí?

El ímpetu le hizo dar dos pasos hacia popa después de llevarse un buen susto. Aquéllos no eran sus oficiales. Empuñó la espada. Y aquel chico…

Saltó de nuevo al muelle, rodó por el suelo enredándose en su clámide y se puso de pie.

—¡Apresad a ese hombre! ¡Jenofonte! —gritó el chico.

Estratocles salvó la vida porque los hombres de su barco, ¡su barco!, estaban tan perplejos como él. Reunió a sus guardias y huyó, y los infantes lo perdieron de vista.

Durante todo el trayecto de regreso a su casa, Estratocles intentó comprender cómo era posible que hubiese sucedido aquello y qué consecuencias tenía. La pérdida de su barco era un duro golpe. Aquella nave significaba movilidad y libertad y un último refugio si las cosas se ponían muy feas.

Poco antes de llegar a la verja de su jardín, Estratocles meneó la cabeza como si hubiese estado conversando con otro hombre. Levantó la mano y detuvo a sus guardias.

—Lucio, espera. —Estratocles señaló hacia la casa—. No sabemos si es seguro entrar. —Se rascó el mentón—. No, todavía no pueden haber mandado aviso. Hay que actuar deprisa. Reúne a todos los esclavos, coge el dinero y todos los arcones, y que carguen con ellos. Tan rápido como puedas. ¡Ya!

Lucio era un hombre acostumbrado a obedecer, y se puso manos a la obra de inmediato, gritando órdenes a los demás guardias, casi todos celtas e íberos.

No tardaron en sacar de la casa el dinero y las pertenencias de Estratocles, organizaron una reata de esclavos y algunos porteadores contratados presurosamente, y desaparecieron camino de su refugio; es decir, de uno de sus refugios.

Estratocles procuraba aceptar con calma su nueva situación, pero estaba enojado.

—¿Qué demonios puede haber ocurrido? —preguntó a Lucio—. Y aún más importante, ¿qué hago ahora?

—Sea lo que fuere lo que le haya sucedido al viejo Ifícrates… —dijo Lucio entre dientes, y se encogió de hombros—. Tenemos caballos. Larguémonos a través del desierto. Tú mismo has dicho que ya has hecho casi todo el daño que debías hacer y que Gabines iba a por ti.

Estratocles se detuvo en medio de la calle, respirando pesadamente. Pero entonces negó con la cabeza.

—No —dijo—. No, no saldremos huyendo. Todavía no. Estoy muy cerca de enterrar a Tolomeo para siempre. No pienso ceder, por ahora.

—Bien, pues entonces estoy contigo —dijo Lucio, meneando la cabeza—. Acabemos esto.

Una vez en el patio de su refugio, una tabernucha que había comprado en el poco elegante barrio sureste, respiró más tranquilo pese a la peste de la tenería que había en la casa de al lado.

«Reflexiona», se dijo a sí mismo.

Los esclavos, aterrorizados, dejaron las pacas en el patio. Estratocles chascó los dedos y dos guardias acudieron prestos.

—Pagadles bien —dijo Estratocles. El gasto era ruinoso, pero no podía permitirse que un esclavo lo traicionara.

Una muchacha gala con una magulladura amarillenta que le cubría la mitad izquierda de la cara dio media vuelta y echó a correr despavorida, al malinterpretar su tono de voz, y salió disparada del patio con un niño de unos seis años. Dos de sus mejores hombres la persiguieron.

—¡Atenea! —protestó Estratocles a los cielos—. ¡Zeus Sóter! ¡No iba hacerle ningún mal! —Dejó de implorar a los cielos porque asustaba a los esclavos. Se dirigió a Lucio—: Encárgate de que no huya nadie más.

Los demás esclavos se apiñaron, como si el estar juntos pudiera protegerlos de las espadas, igual que las ovejas de la tenería. Los hombres de Lucio los condujeron a sus nuevas dependencias y atrancaron la puerta.

Antes de que las sombras se alargaran más, los guardias que habían perseguido a la muchacha regresaron con aires de suficiencia y una cabeza en un saco: una cabeza con trenzas rubias.

—¿Y el niño? —preguntó Estratocles.

—No he visto ningún niño —respondió el guardia, mirando en derredor.

—Iba con un niño.

—Yo no he visto ninguno —contestó el guardia, desconcertado—. Quizá Dolgu haya visto al mocoso.

—Bien —dijo Estratocles, dominando su irritación—. Que Dolgu venga a verme en cuanto regrese. Entretanto, ve al mercado a comprarme dos esclavos y haz que limpien este patio. Y organiza el envío de esta nota al médico con el procedimiento habitual.

El médico estaba cómodamente instalado en el palacio y sólo se comunicaba mediante mensajes cifrados.

Estratocles tenía un nuevo plan. Carecía del bello panorama del primero, pero serviría. Su belleza radicaba en su simplicidad.

Continuaría promoviendo el motín. Era tarea fácil. Casandro quería a los macedonios en Macedonia, y todos ellos querían regresar a casa. No era preciso hacer muchos planes en ese frente. El nuevo enfoque era que utilizaría sus armas para matar a Tolomeo. Y luego, cuando Antígono se metiera en el caos que imperaría, Estratocles lo utilizaría para liberar Atenas.

—¿Quieres que aprese a los chicos y ataque a los hombres de León? —preguntó Lucio. El corpulento italiano estaba comiendo una manzana.

—No —dijo Estratocles—. No, León es secundario. Los niños son secundarios. Si el médico los liquida, tanto mejor, pero yo no quiero saber nada más de este asunto. Nos trabajamos a los macedonios y luego nos esfumamos.

Lucio terminó la manzana, apurándola hasta las semillas.

—Por mí, de acuerdo. No podemos luchar contra todos.

—Lo mismo pienso yo —dijo Estratocles.