Capítulo 4
S
EÑORA Steele, señora Steele, señora Steele…». Las palabras bailaban en la cabeza de Racy igual que la nieve que brillaba ante las luces delanteras
del todoterreno.
Ella miraba hacia la oscuridad, sin saber muy bien cómo había terminado en el coche de Gage.
Su bolso y su mochila estaban a sus pies, y sobre el regazo tenía las cartas del Ayuntamiento de Nevada, una dirigida a ella y otra a Gage.
Por lo menos de eso sí que se acordaba.
Después de revisar la correspondencia se había encontrado con una misiva en la que le explicaban el problema en el que estaba metida.
Con Gage.
Una parte de ella había querido creer que todo era una retorcida broma, pero ya no podía engañarse más.
—Estás muy callada —dijo él en un tono brusco.
Ella cerró los ojos y siguió mirando a través de la ventana.
—Estoy bien.
—Al fin y al cabo…
—Al fin y al cabo —repitió ella en un mero susurro.
—Te lo estás tomando mejor de lo que pensaba.
—Dame unos minutos. Enseguida me convertiré en la gata furiosa a la que estás acostumbrado.
—Lo espero con impaciencia —dijo él en un tono serio y ácido.
Su perfil estaba inmerso en sombras, pero la luz del salpicadero acentuaba la poderosa silueta de su mandíbula.
Racy apretó las cartas con los dedos.
—De todos los abogados de Las Vegas…—dijo ella.
—Tuvimos que dar con el peor…
—¿Seguro que es cierto? —dijo, agitando las cartas—. ¿Cómo sabemos que no se están quedando con nosotros?
—¿Y quién, aparte de nosotros, está al corriente de nuestra aventura salvaje en Las Vegas? Yo no se lo he dicho a nadie.
Racy sintió que sus palabras se le clavaban en el pecho como un dardo envenenado.
—¿Y yo sí?
—No lo sé. A las chicas os encanta hablar.
Racy lo fulminó con la mirada.
Ella jamás se lo hubiera dicho a nadie, y mucho menos a Maggie. Su amiga estaba tan inmersa en su propio cuento de hadas que no hubiera tardado en hacer una montaña de algo tan insignificante como una noche loca en Las Vegas.
En un pueblo tan pequeño como Destiny, los rumores corrían como la pólvora y ella no podía asumir ese riesgo.
Ya había tenido bastante con dos fracasos matrimoniales y no estaba dispuesta a sufrir más humillaciones. Una vez supieran que era ella quien se había declarado, todos pensarían que Gage se había casado con ella por pena, o por seguirle la broma.
¿Por qué si no iba a casarse el héroe del pueblo con una chica como ella?
No… Tener que vérselas con la red de cotillas del pueblo era lo último que necesitaba, sobre todo en un momento como ése, mientras intentaba llevar a cabo su plan de comprar el Blue Creek.
«Entonces quizá el Especial Racy no fuera una buena idea… ».
Racy apartó ese pensamiento de su cabeza, a pesar del cosquilleo de satisfacción que la recorría por dentro. No era fácil conciliar su faceta de mujer de negocios con su lado más rebelde.
Pero por lo menos había ingresado el dinero ganado en Las Vegas en un banco de Laramie… De repente reparó en algo.
Quizá el apuro en el que estaban metidos tenía algo que ver con esas ganancias.
—¿Le has dicho a alguien lo del dinero que gané?
—No. ¿Cómo iba a explicarles que sabía que eras un as de las cartas?
—No soy un as. Es que tuve suerte. Nada más.
—Entonces tuviste mucha… suerte.
Gage se desvió hacia su casa y el todoterreno comenzó a vibrar al adentrarse en el camino de tierra. Él agarró con fuerza el volante y lo controló con facilidad.
—Maldita sea, estos caminos están muy mal. No sé cómo pensaste que podrías volver a casa. Deberías haber usado parte del dinero para comprarte un coche decente.
Racy respiró hondo y trató de mantener la calma.
—Me gusta mi coche y sí que tengo neumáticos de nieve. Es que todavía no se los he puesto.
—Te preguntaría por qué, pero supongo que me dirías que no es asunto mío.
—Puedes apostar por ello.
—Chica, si hay algo que he aprendido es a no apostar cuando se trata de ti.
—¿Tienes miedo de perder?
Él la atravesó con la mirada un instante.
—Creo que eso ya ocurrió en Las Vegas.
Racy se volvió hacia la ventana.
—Cierra el pico y llévame a casa.
El vehículo avanzaba, traqueteando sobre la gravilla y desgarrando la negra oscuridad a su paso.
Lo único que veían tras el cristal era la blanca línea de la senda cubierta de nieve que conducía a la casa de Racy.
Aislado en mitad de la nada, el rancho de la familia solía ser la guarida de su padre y sus hermanos; el lugar donde se escondían después de hacer sus fechorías.
Racy llevaba siete años viviendo allí sola y, con el paso del tiempo, había aprendido a disfrutar de la soledad, aunque no tuviera mucho dinero para arreglar la casa.
Su marido número dos le había limpiado la cuenta bancaria antes de irse.
«Imbécil…», pensó para sí.
—Sé que a la gente le gusta dejar alguna luz encendida, pero esto es demasiado.
Al salir de la última curva, Racy vio luz en todas las ventanas de la casa.
Se detuvieron frente al maltrecho porche que rodeaba todo el recinto de la vivienda y echaron un vistazo.
Un estruendoso chorro de música rock brotaba del interior y había dos coches cubiertos de nieve frente a la casa.
—¿Tienes invitados? —preguntó Gage, aparcando el vehículo sin apagar el motor.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé qué pasa.
Gage agarró su sombrero.
—Quédate aquí.
Alguien abrió la puerta y salió al porche tambaleándose.
Racy contuvo el aliento y entonces se le cayó el alma a los pies al reconocer al hombre.
Una cerveza en una mano, un puro en la otra…
—Gage —dijo, agarrándolo del brazo y haciéndole detenerse—. Espera —dijo, mirando hacia la casa.
Él miró en la misma dirección y después se volvió hacia ella.
—¿Sabías algo de esto?
Racy abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada.
—¿Estás intentando decirme que…? Ah, al diablo —se soltó de ella y abrió la puerta del coche.
Ella hizo lo mismo y fue tras él.
Los pies se le hundían en varios centímetros de nieve fresca.
—Bueno, pero si es el honorable sheriff de Destiny —dijo el hombre, cayéndose contra una columna del porche y eructando—. Hola, hermanita. No tienes beicon ni huevos.
Racy cerró los ojos con la esperanza de que la pesadilla se desvaneciera al volver a abrirlos, pero no fue así.
Era Billy Joe, su hermano mayor, en carne y hueso y recién salido de una prisión de Wyoming.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Bueno, yo también me alegro de verte —dijo Billy Joe, avanzando hacia ella—. Esperaba algo mejor de la familia. Ven aquí y dale un beso a tu hermano mayor.
Gage se interpuso entre ellos de inmediato.
—Ya basta, Dillon —dijo en tono serio—. Creo que Racy te ha hecho una pregunta y yo te la voy a repetir. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vivo aquí.
Racy se mordió el labio inferior para no decir nada.
Gracias a una pequeña póliza de seguro que le había quedado de su primer marido, había conseguido pagarles su parte a los dos, pero no sabía que ellos habían usado el dinero para montar un negocio de trapicheo de drogas.
Y sin embargo, Billy Joe estaba fuera, casi dos años antes de la fecha prevista para su salida de la cárcel.
—¿Dónde está Justin? —preguntó ella.
Aunque intentara rodearle para hacerle frente a su hermano, él siempre se interponía.
—¿Está aquí contigo?
Billy señaló la puerta principal.
—Dentro, entreteniendo a nuestros invitados —le dio un buen sorbo a la cerveza antes de tirar la lata a la nieve—. Los chicos Dillon han salido, sheriff Steele. ¿Quiere ver nuestros papeles?
—Sí.
El hermano de Racy se dirigió hacia la puerta y ella quiso ir detrás, pero no había hecho más que avanzar unos pocos pasos cuando Gage la agarró de la muñeca.
—¿De verdad que no sabías que habían vuelto?
Racy se dio la vuelta bruscamente y lo miró a los ojos. Él la observaba con desconfianza.
—Estoy tan sorprendida como tú.
—Llevan un buen rato aquí, pero la cuestión es cuánto.
—¿Y cómo lo sabes?
—No había marcas en la nieve y esos coches… — señaló por encima del hombro—. Están cubiertos con cuatro centímetros de nieve por lo menos.
—No los he visto ni hablado con ellos desde hace más de dos años —dijo ella, soltándose con brusquedad—. Ya te lo he dicho. No sé qué está pasando — dijo, dando media vuelta.
Gage masculló un juramento y fue tras ella.
En cuanto entró en el salón, se quedó helada.
Los muebles de la casa tenían más años que ella; las mesas, lámparas, el mueble de la televisión… Todos habían salido de mercadillos de pueblo. Las cortinas estaban hechas de sábanas recicladas, y cajas de leche apiladas una encima de otra servían de improvisada librería.
Sin embargo, aunque fuera una casa humilde y vieja, siempre había estado limpia y ordenada.
Hasta esa noche.
Había cajas de pizza vacías y botellas de cerveza por todas partes y los libros de Racy estaban esparcidos por las mesas y también en el suelo, como si los hubieran tirado contra la pared y hubiesen caído en cualquier sitio.
Sus libros de la universidad servían de posavasos para las latas de cerveza recién abiertas y una botella de whisky medio vacía derramaba su contenido sobre la alfombra.
La cocina parecía la zona cero de un desastre. Había platos y cacerolas por toda la encimera y un nauseabundo olor a cerveza mezclada con huevos quemados y humo llenaba toda la estancia.
—¡Hola, hermanita! —Justin Dillon estaba sentado en un butacón, abrazando a dos rubias que parecían sacadas de cualquier callejón oscuro—. ¿No te alegras de vernos?
Racy estuvo a punto de desmayarse.
Su hermano estaba borracho.
Los dos lo estaban y su casa estaba destrozada.
Roja como un tomate, la joven trató de contener el torrente de furia que le corría por las venas.
Gage la agarró de los hombros y apretó con fuerza, impidiéndole forcejear.
Pero ella estaba demasiado encolerizada; tanto así que en unos segundos se soltó con violencia.
—Creo que está loca —dijo Justin, sonriendo como un lunático—. Siento el desorden. No te preocupes. Lo limpiaremos.
—Ni hablar. Para eso está ella —dijo Billy, que en ese momento entraba en la cocina
Apretó un botón del equipo de sonido y el estruendo cesó.
—Todo es legal —dijo, dándole los papeles a Gage—. No hay nada que puedas hacer al respecto.
Racy ignoró a sus hermanos y se adentró en la cocina.
No podía dar crédito a lo que habían hecho en su casa en cuestión de unas pocas horas.
Gina y ella se habían ido…
«¡Gina! Menos mal que no estaba aquí cuando llegaron…».
De repente se acordó de alguien más; alguien que la había esperado cada noche durante los últimos dos meses.
—Oh, Dios mío, ¿qué habéis hecho con Jack?
Gage levantó la vista al oír su voz de terror.
—¿Dónde está? Os juro que si le habéis hecho algo… —Racy corrió hacia la puerta trasera, la abrió de par en par y gritó—. ¡Jack! Jack, ven aquí, chico.
En ese momento se oyó un ruido de pezuñas proveniente de algún pasillo de la parte de atrás. Gage miró a su alrededor.
Nunca había pasado del salón en la casa de los Dillon; ni siquiera nueve años antes, cuando había ido a darles a noticia de la muerte de su padre y del marido de Racy.
Recordaba muy bien aquella noche.
Con la muerte de su propio padre todavía reciente, había tenido que ir hasta la casa en busca de Racy, después de no encontrarla en el ruinoso apartamento en el que vivía en la ciudad. Se había parado en el porche y le había contado lo ocurrido.
De pronto Racy gritó, devolviéndolo al presente.
—¡Ven aquí, chico! —dijo, echándose sobre las rodillas para recibir al blanco Golden Retriever.
El animal meneaba la cola y, al ver que se trataba de ella, trató de echarse pero las patas le fallaron y se espatarró en el suelo.
—¡Oh, Jack!
El miedo en la voz de Racy generó un profundo sentimiento de rabia que crecía por momentos en el pecho de Gage.
—¿Qué habéis hecho? —les dijo, mirando a su hermano Billy Joe con ojos implacables.
—Relájate —dijo Billy Joe, hablando por el lado de la boca con el que no sostenía el puro que se estaba fumando—. Sólo quería unirse a la fiesta. Después de ladrar tanto, estaba un poco sediento.
—¿Le habéis dado alcohol?
—¿Habéis entrado sin permiso? —preguntó Gage
de repente, devolviéndole los papeles a Billy Joe—. El allanamiento de morada es una buena forma de convertir esto en papel mojado.
—Est… Estás loco, Steele —dijo Billy Joe, arrastrando las palabras—. Vi… Vivimos aquí.
—Lleváis mucho tiempo fuera de aquí y si vuestra hermana cambió la cerradura, entonces vosotros dos… —miró a Justin, que acababa de levantarse del butacón—. Estáis incumpliendo la ley.
—Dile a tu novio que ésta también es nuestra casa —le dijo Billie Joe a su hermana.
Gage apretó la mandíbula y, haciendo acopio de toda la calma que poseía, miró a Racy.
Ella también lo miraba con ojos perplejos y el rostro pálido.
—Cállate, Billy —dijo de pronto.
—¿Qué pasa contigo, chica? ¿Es que le has tomado cariño al sheriff? —dijo Billy Joe—. Hace tiempo, cuando no era más que un imbécil que jugaba al fútbol, le tenías por un paleto.
—No es mi novio —dijo Racy, tragando con dificultad y apartando la vista hacia el perro—. Yo soy la única familia que tienen en el pueblo… —dijo, en un susurro de puro cansancio—. Y es evidente que no están en condiciones de conducir. Pueden quedarse.
Al oír sus palabras Gage sintió una punzada de dolor en el pecho, pero se mantuvo impasible.
—Racy, no tienes por qué…
—¿Preocuparte por ese chucho tuyo? —dijo Billy Joe, agarrando otra cerveza—. No le dimos nada malo y un poquito de zumo de cebada no va a matarlo.
—Cierra el pico, Billy —dijo Racy, acariciando al animal—. Antes de que cambie de idea y los dos tengáis que pasar la noche en una celda.
De repente el perro soltó un gemido, vomitó y se desplomó en el suelo.
—¡Dios! —exclamó Racy, al ver que se había desmayado—. ¡Jack! —gritó, frotándole con un paño de cocina—. Oh, despierta, por favor.
Gage pasó por delante de Billy, que no paraba de reír, y fue junto a ella.
—Trae una manta.
Ella asintió y corrió hacia una habitación del fondo.
Consciente del caos reinante, Gage pasó por encima del perro, sin quitarles ojo a los hermanos de Racy.
—Como ninguno de los dos parece estar de humor para echar una mano, ¿por qué no os volvéis a sentar con vuestras amiguitas?
—Yo ayudaré —dijo Justin, tambaleándose hacia adelante—. ¿Qué necesitas?
—Cállate y siéntate —Billy Joe empujó a su hermano de vuelta al butacón, con las rubias, y entonces se volvió hacia Gage con una sonrisa—. No quieres perdernos de vista, ¿verdad?
—Sí, algo así —Gage se inclinó al tiempo que Racy volvía con una manta.
El perro era demasiado grande para ella, así que lo tomó en brazos.
Tenían que buscar ayuda de inmediato.
Sin dejar de vigilar a Justin y a Billy Joe, se puso en pie.
—Racy, la puerta.
Ella corrió delante y le abrió paso hasta el coche.
—Cierra la puerta del coche —le dijo Gage al salir al porche—. Y después sube a la parte de atrás.
Racy hizo lo que le decía.
La música rock había vuelto a sonar a todo volumen en la casa.
Gage metió el animal en la parte de atrás, junto a Racy.
—Ponte el cinturón —le ordenó a toda prisa y subió al vehículo.
La tormenta de nieve había remitido un poco, pero las ráfagas de viento habían empeorado.
Saliendo a toda velocidad, se sacó el móvil del bolsillo y apretó el botón de marcación rápida.
—Hola, Kali… Soy Gage… Siento despertarte, pero tenemos una emergencia. Voy de camino a tu casa con un perro, de…
—Ocho meses —susurró Racy desde el asiento de atrás.
—Ocho meses —repitió él—. Le han dado alcohol, probablemente cerveza. No sé cuánta ni hace cuánto tiempo. Se ha desmayado hace un momento.
—Dile que es Jack —dijo Racy—. Lo llevé a revisión la semana pasada.
Gage informó a la veterinaria y prometió llegar a la clínica tan pronto como fuera posible.
—Kali dice que no le vino mal vomitar. Yo creo que así se le ha limpiado el estómago.
—Pero no se despierta y todavía tiene alcohol en el cuerpo —dijo Racy—. Sólo Dios sabe cuánto debieron de darle.
—¿Cuándo te fuiste al trabajo esta tarde?
—Gina y yo nos fuimos a eso de las cuatro.
Gage apretó el volante con fuerza y sus nudillos blanquecieron.
—¿Pero cuánto tiempo llevan aquí esos bastardos? —exclamó, mirando por el retrovisor con ojos de furia.
—Esos bastardos son mis hermanos y deben de haber llegado después de que me marchara.
—Y entraron en tu casa.
Ella levantó la barbilla.
—Dejé la casa abierta.
Gage la volvió a mirar a través del espejo, el rostro serio.
Estaba mintiendo.
La luz del reloj del salpicadero anunciaba las 2:33 de la madrugada.
Cinco meses antes, en ese preciso instante, se había casado con ella.
Feliz aniversario.
«En la riqueza y en la pobreza…». ¿Quién temblaba? ¿Ella o él?... Él le guiñaba un ojo y le apretaba la mano… Muy bien, era ella quien temblaba… «En lo bueno y en lo malo…».
¿Pero qué había sido malo? Todo había sido bueno… toda la noche. Y ni siquiera habían llegado a la suite todavía… Ojalá hubiera una bañera con jacuzzi… «Amarlo y respetarlo…». Oh, no. Los ojos llenos de lágrimas. Concéntrate en las lentejuelas del Padre Elvis… «Hasta que las muerte los separe… Os declaro marido y mujer…».
—Racy.
«Él pronunciaba su nombre al tiempo que se inclinaba hacia ella…».
—Racy.
«Él volvió a decirlo justo antes de que sus labios…».
—Oye, Bella Durmiente… Despierta.
Racy abrió los ojos de golpe y una corriente de aire frío la golpeó en la cara.
Se incorporó de inmediato y se apartó el pelo de los ojos.
Gage estaba de pie junto a la puerta del acompañante.
Ella miró más allá de él, hacia un camino de piedras que conducía a un porche hecho de troncos.
—¿Dónde estamos?
Él la agarró del brazo y la hizo levantarse.
—En mi casa.
—¿Qué? Te dije que…
—Ya sé lo que me dijiste. Jack estará bien —cerró la puerta del vehículo, la agarró del brazo y la condujo por la senda—. Son las cuatro de la mañana, las carreteras están heladas y mi casa está más cerca del veterinario… por si tuviéramos que volver.
Racy se apartó de él.
—No voy a quedarme aquí.
—Estás muerta de cansancio y yo también —le dio la espalda y abrió la puerta—. Tú elijes. O una cama caliente o un coche frío.
—Gage, espera. ¿Qué va a decir…?
Él entró en la casa sin hacerle el menor caso, pero dejó la puerta abierta.
Racy se envolvió mejor en el abrigo, tiritando. Un aire cálido salía del interior de la vivienda.
Dio un paso adelante y entonces se detuvo, mirando a su alrededor.
Bajó del porche y contempló los troncos.
Eran enormes. El techo, hecho a dos aguas, se perdía en la oscuridad de la noche y una larga fila de ventanas oscuras abarcaba toda una pared.
Una senda de tierra descendía hacia lo que debía de ser un nivel inferior de la construcción.
«Grande. Más grande de lo que pensaba…», se dijo Racy.
Ella siempre había soñado con vivir en aquel lugar. Cuántas veces había jugado allí de niña…
El lago no se veía, pero, a juzgar por la posición de la puerta de entrada, debía de estar…
—Racina Josephine... —exclamó Gage desde dentro—. Estás dejando escapar todo el calor.
Ella dio un salto y corrió al interior de la casa. Su corazón latía con fuerza.
—¿Gage? —preguntó, adentrándose en un vestíbulo apenas iluminado.
—Aquí.
Ella siguió su voz y entró en un enorme espacio abierto de alto puntal. A su izquierda se hallaba la cocina con barra americana y un poco más adelante había una amplia estancia que hacía las veces de salón y comedor.
Grandes ventanales abarcaban toda una pared y Racy sabía que el lago se encontraba al otro lado de unas puertas dobles situadas en el otro extremo.
El fuego del hogar crepitaba alegremente en la chimenea de piedra y la luz arrojada por las llamas proyectaba sombras danzantes por doquier.
—Vaya.
—Me alegra que te guste —dijo él en un tono seco, entrando por una puerta situada a la izquierda del hogar.
Se había quitado la chaqueta, pero todavía llevaba la pistola en la funda.
Tenía un par de almohadas y una manta en las manos.
—¿Has preparado todo esto durante los pocos minutos que pasé fuera?
—Encendí el fuego porque tenía frío —le dijo y fue hacia el lado más largo del sofá en forma de «L»—. En la habitación te he dejado la mochila y también algo de ropa para que te cambies. Hay toallas limpias en el cuarto de baño. Deja la ropa en el suelo.
Ya la lavaré luego.
—Oh, está bien. No hace falta que te molestes.
—Muy bien. Estoy demasiado cansado como para discutir contigo. El cuarto de baño está al otro lado del dormitorio principal. Yo me quedaré aquí.
Un escalofrío recorrió la piel de Racy. ¿Dormir en la cama de Gage?
Se cruzó de brazos.
—¿No tienes una habitación libre?
—No —dijo él, arrojando otro tronco al fuego.
Racy lo miró con ojos recelosos. El lugar era enorme, así que debía de haber un dormitorio adicional.
—¿Cuántos dormitorios hay?
—Tres.
—¿Y cuartos de baño?
—Tres —dijo Gage, pinchando el tronco, que lanzó una llamarada de chispas—. Y medio. Pero, a excepción del cuarto de baño principal, todos están sin acabar… Mira, los únicos muebles que hay en toda la casa están aquí y en mi dormitorio, así que vas… ¿Qué pasa?
Ella esquivó su mirada y se dirigió hacia la puerta que estaba junto al hogar.
—Nada. ¿El baño está por aquí?
—Atravesando la habitación. Tienes quince minutos.
Aquellas palabras incomprensibles la hicieron detenerse.
—¿O qué?
—La ducha es muy grande. Lo bastante grande para dos.