CAPITULO XV
Los vaqueros del Lazy D corrían hacia el hotel con intenciones de atrapar al asesino emboscado en su tejado, King trató de mantenerse consciente, aunque sabía lo grave de su herida.
Colson y otros vaqueros mantenían a raya a los amigos de Alder. El coronel, el herrero y algún otro, unidos a Sally, se le acercaron presurosos.
—¡Pronto, Llevémosle al médico!
—¿Dónde le dieron, King?
—Un poco alto, para el gusto del asesino. Ayúdenme.
Condujeron a King, medio desmayado, al interior de la casa del médico y a la habitación donde éste atendía a sus consultas. Ya la mujer del doctor llegaba con toallas, una palangana de agua limpia y cara de curiosidad. El propio médico había comenzado a preparar su instrumental de cura.
—Siéntenlo ahí y vayan despojándolo de la chaqueta y la camisa.
—Déjenme. Yo lo haré.
King miró a Sally Donovan con fijeza. Y ella le sostuvo la mirada.
—Será mejor que salga y...
—Tonterías. Estoy acostumbrada a ver heridas.
Aquélla era importante. La bala había penetrado un poco alta, rozó la parte superior del pulmón y rompió el hueso, desviándose para salir por entre la paletilla y la columna vertebral. Tenía que ser —era— muy dolorosa; y King estaba perdiendo mucha sangre.
Perdió también el conocimiento durante la cura. Al recuperarlo, hallábanse a su lado el coronel, su hijo, el juez, el médico...
Descubrió que su cabeza descansaba en algo tibio y blando. El regazo de Sally Donovan.
Aquel descubrimiento lo anonadó, haciéndose olvidarse por unos instantes de su herida y de todo lo demás.
Ella le sonrió ligeramente.
—¿Cómo se encuentra, sheriff? —inquirió con voz dulce.
—Muy bien. Yo...
Se incorporó con esfuerzo y tragó aire, para contrarrestar al mareo. Bob. tomó la palabra.
—No pudimos capturar al asesino. Y nadie sabe quién era. Parece que se tapó la cara con un pañuelo...
—Yo sé quién era. Escuchen. Han de actuar aprisa. Digan en la calle que estoy en las últimas...
—Está bastante grave. Cuanto menos hable, mejor.
—Olvídelo, doctor. Digan eso. Usted, señor juez, convoque a todo el mundo y nombre al jurado para esta misma tarde, al anochecer. Se juzgará a Masterson, el asesino de Everett...
—Pero...
—Sin peros. Haga como le digo. Usted, coronel, ¿quiere aceptar convertirse por un par de horas en mi subordinado? Agente de la ley...
—Me parece que le entiendo, King. Adelante.
La ceremonia fue todo lo breve que se podía esperar. Un vaso de licor reanimó a King lo suficiente para que pudiera seguir hablando.
—Creo que el anuncio de mi mal estado va a confiar al asesino. De todos modos la partida ha terminado...
La puerta se abrió, dando paso a un vaquero que avisó:
—Wandell está ahí fuera. Quiere pasar...
King y el coronel cambiaron una rápida mirada.
—Me estoy muriendo. No lo olviden.
—Que pase.
—Pensé que podría ayudarles en algo —dijo—. ¿Está muy mal?
—Muriéndose —le contestó el coronel con sequedad. Y añadió el médico:
—No llegará a la noche.
—Es verdaderamente terrible... Un asesino suelto por la ciudad y sin que se pueda averiguar su identidad... Tenemos que hacer algo, señores. Primero matan al alcalde y ahora al sheriff. No cabe duda de que hay alguien muy interesado en provocar el caos en Gunnison...
—Vamos a tomar las medidas pertinentes. Por lo pronto, dentro de dos horas se reunirá el tribunal para juzgar y sentenciar a Masterson por el asesinato de Everett. El coronel se ha hecho cargo de los deberes del sheriff...
—¿Usted? —Wandell pareció sorprendido—. ¿Por qué razón?
—Alguien tenía que hacerlo. Bueno, no perdamos más tiempo. King queda aquí a su cuidado, Doc. Nosotros tenemos más cosas que hacer. ¿Vienes, Wandell? Quizá le necesite. Pienso que el cargo de alcalde no le vendrá mal...
Salieron todos, excepto el médico y Sally. Al cerrarse la puerta tras ellos, King se incorporó, con una sonrisa borrosa y fría.
—Tiene que darme algo para que me sostenga un par de horas, Doc. Como sea. No puedo permitirme el lujo de desmayarme a estas alturas.
—Haré lo que pueda, sheriff. Pero le repito que es una herida grave...
—¿Por qué no lo deja en nuestras manos y descansa, señor King?
—No puede ser. He de llegar hasta el fin.
—¿Aunque le cueste la vida?
—Sería la mejor solución, ¿no le parece?
Sally se mordió los labios y no contestó. El médico los miró de reojo...
El coronel estuvo de regreso media hora más tarde.
—Tengo dominada la situación. La gente se halla desconcertada y haciendo cábalas acerca de la identidad del misterioso asesino. Mis hombres patrullan la calle principal y rodean la cárcel. Algunos habitantes de la población se les han unido. La gentuza no tiene ganas de pelea, sobre todo porque se ha anunciado el juicio contra Masterson. ¿Cómo se encuentra?
—Creo que aguantará. Escuche. Apenas hayan entrado en la sala del tribunal las personas que nos interesan, rodee el edificio con sus hombres y que nadie pueda entrar ni salir del mismo. Nosotros haremos una visita rápida a la casa de Windell.
—Entonces, es él...
—Sí.
—No lo habría creído jamás...
Al atardecer, los hombres se apresuraron a meterse en el saloon de Baldwin, donde iba a constituirse el tribunal. El juez llegó con gesto preocupado y leyó los nombres de los miembros del jurado. Jo Wandell se encontraba entre los mismos.
El almacenero había entrado en compañía de su sobrina, una muchacha alta, delgada, bastante atractiva, que parecía pálida y nerviosa. En cuanto a él, se mostraba sereno, aunque en sus ojos, un buen observador habría advertido la tensión.
—Que traigan al acusado.
Tom Masterson entró, custodiado por dos vaqueros del coronel. Venía tranquilo y sonrió, incluso a su angustiada mujer. Fue a pararse, de pie, a un lado de la mesa ocupada por el juez.
Este comenzó a hablar, entonces.
—Señoras y señores. Para nadie es un secreto que anda un asesino suelto por la población. En cuarenta y ocho horas tres ciudadanos conspicuos han sido alevosamente asesinados, los dos últimos casi delante de las narices de todos nosotros. El asunto que aquí nos ha reunido es mucho más importante de lo que parece a simple vista. Se trata, a todas luces, de una conspiración criminal para apoderarse del comercio de la ciudad y de todas las propiedades importantes de la zona aledaña...
Wandell apretó el gesto. Pero no nada dijo. El público murmuró fuerte y el juez lo hizo callar.
—¡Silencio! Para comenzar, vamos a esclarecer el asesinato de John Everett, ocurrido en la mañana de ayer, a orillas del Tomici y a unas cinco millas aguas arriba de la población. Por dicho asesinato se halla inculpado Tom Masterson, ahí presente. Sin embargo, las pruebas últimamente aportadas por el sheriff King han cambiado bastante los hechos. Y ahora nosotros debemos examinar esas pruebas y decidir entre dos sospechosos. Tom Masterson y Cal Browne.
En medio del revuelo, pocos vieron cómo Wandell alentaba fuerte y parecía ir a levantarse. Cal Browne entró, empujado por un vaquero del Lazy D. Tenía el aspecto fosco del lobo acorralado...
En medio de la expectación general fue colocado junto a Masterson. Y el juez tomó de nuevo la palabra.
—He aquí los hechos que conocemos, señoras y señores. Ayer, sobre las once de la mañana, el finado John Everett, que no era tan excelente persona como nos había hecho creer a todos, se reunió con una mujer en el lugar donde había de morir. Quiso la casualidad que el sheriff King se hallase reposando cerca de allí. Un hombre, oculto entre las rocas al otro lado del cauce, asesinó a Everett de un disparo de riñe. Luego sostuvo un corto tiroteo con el sheriff y escapó a uña de caballo, mientras la mujer aprovechaba para desaparecer también sin dejar rastro. Sin embargo, el sheriff halló unas huellas muy claras en el punto donde se apostó el asesino. La de una bota con parte del tacón roto y las de herraduras gastadas de caballo. Ahora bien. Cosgrove...
—Sí, juez.
—Di lo que sabes al respecto.
—Sólo sé que ayer por la tarde, Cal Browne me trajo a herrar su caballo. Las herraduras estaban gastadas y la derecha delantera rota.
—¡Pero yo no he sido...!
—Hablarás cuando te pregunten. Tú mismo, Cosgrove, ¿quieres mirar el tacón de la bota izquierda de Browne?
En medio del tenso silencio, el herrero así lo hizo, a pesar del desesperado intento del granuja.
—Está roto el tacón.
—¡Repito que no he sido yo, maldita sea! Quieren cargarme ese asesinato...
—¿Puedes demostrar dónde estabas ayer por la mañana?
—¡Fui a...! Bueno, estuve haciendo un trabajo por cuenta de Baldwin...
—Seguro. Baldwin, todos lo sabemos, ha laborado mucho para apoderarse de propiedades ajenas. Te mandó a matar a Everett...
—¡No!
—Está diciendo la verdad, juez.
Todas las cabezas se volvieron veloces a la puerta. Acababa de abrirse y apareció King, sostenido por el coronel y su capataz, seguidos todos por Sally y el médico.
La aparición del grupo provocó un violento revuelo de excitación. Llevado por los otros, King, muy pálido, fatigado, con una mueca de dolor en el rostro, avanzó hasta ponerse delante del juez. A una seña del coronel, alguien dejó libre la silla que ocupaba y lo acomodaron en ella con cuidado.
El coronel tomó la palabra con recia voz:
—¡Atención a todos! Este hombre no tiene muchas fuerzas y no puede malgastarlas, de manera que no quiero interrupciones. Advierto que mis hombres rodean el edificio con órdenes de disparar contra cualquiera que trate de abandonarlo por las buenas. Lo mismo harán los que tengo aquí dentro. Y ahora, silencio todos y agucen los oídos, porque van a escuchar cosas interesantes.
—¿No es esto muy irregular, coronel? ¿Con qué derecho trata así a sus conciudadanos?
Era Wandell quien de este modo hablaba. Se había puesto en pie y parecía algo nervioso.
Mirándolo con fijeza, King le contestó:
—Usted es un ciudadano prominente, ¿verdad? Y le han nombrado miembro del jurado. A todo el mundo le consta su probidad, ¿no es cierto? Pues cállese, o dará qué pensar a los demás.
—Sí, Wandell. Te conviene callar y volver a sentarte. Advierto que mi orden va por todos, incluso las mujeres.
Wandell pareció ir a contestar con violencia. Pero no lo hizo y volvió a sentarse. La muchacha que habíase puesto también en pie lo imitó, muy nerviosa...
King tomó la palabra. Para su estado, hablaba alto y con claridad, aunque realizando pausas frecuentes.
—Esta historia comienza hace tres años, cuando tres hombres ambiciosos y de pocos escrúpulos se asociaron para apoderarse de esta población. Uno de los hombres se llamaba Everett. Otro Baldwin. Por el momento callaré el nombre del tercero.
»Eran viejos conocidos antes de venir aquí. En realidad, se conocieron en la cárcel de Westport, Missouri, hace varios años. Y se fugaron juntos de ella. Uno, el innominado, cayó en Gunnison por azar. Y bajo una apariencia respetable, montó un pequeño almacén, no tardando en hacerse con amigos. Estudió las posibilidades de la zona y advirtió lo que podía conseguir un hombre de recursos si lograba acaparar todo el comercio. Sólo que se trataba de algo muy difícil...
»Sin embargo, nuestro hombre no es de los que se arredran, y bien lo ha demostrado. Mandó aviso a sus dos amigos y ellos llegaron puntualmente. Entre los tres conjuntaron un plan de acción. Everett adquirió por poco dinero un rancho de escaso rendimiento, pegado a las tierras del coronel Donovan. Y Baldwin montó su saloon. Casi todo el dinero provenía del tercer hombre, así como los planes. Era la cabeza, los otros sus brazos...
»Todos ustedes conocen bastante los hechos. Baldwin fue eliminando obstáculos en colaboración con Everett. Uno y otro daban en cierto modo la cara, adquirían propiedades y poder. En realidad, eran tenientes del que los envió llamar, verdadero amo de todo. Lo bastante inteligente para no despertar ninguna sospecha.
»Sin embargo, no todo fueron beneficios y triunfos para el trío. En primer lugar, Everett se avenía mal con su papel de hombre honrado. Empedernido mujeriego, se dio a cortejar a cuanta mujer atractiva había en la población y sus alrededores. Contaba con el silencio de las galanteadas, pues ellas no deseaban provocar peleas peligrosas para sus hombres o bien hallaron agradable el cortejo. Por otra parte, Everett comenzó a realizar su propio juego. Y también Baldwin comenzó a mostrarse más exigente...
»El hombre cuyo nombre aún no he revelado no podía tolerar aquello. Además, Everett había hecho algo especialmente ofensivo para él. Decretó su muerte, pues. Entonces ocurrió mi llegada y también el asalto al Banco. Yo me encaminaba al rancho del coronel Donovan, invitado por él para averiguar ciertas cosas que no le gustaban. Ya saben ustedes lo que sucedió. Mi sorpresa fue grande cuando Baldwin me ofreció el cargo de sheriff de buenas a primeras. Luego descubrí que me tomaba por cierto proscrito de Texas de mi mismo apellido y cuya fotografía, en un pasquín que me enseñó, mostraba cierta semejanza, comprensible porque, en realidad, somos primos hermanos.
Esperó a que se calmaran los murmullos y siguió, después de haber tomado aliento:
—Comprendí el juego de Baldwin y fingí plegarme a él. Iba a ser un sheriff de pacotilla, una pantalla para sus fechorías, un fantoche que obrara a su dictado. Eso les confió, no sólo a él, sino a sus dos compinches.
»Y entonces, el jefe consideró llegado el momento de ajustar cuentas con Everett. Lo hizo muy bien, como todo lo que hacía. Rápido, seguro y audaz.
»Primero hizo que Baldwin enviara a Cal Browne a un trabajo cualquiera, desde luego inconfesable. Luego se agenció el caballo de Browne sin dificultades. Le interesaba precisamente porque ya había comprobado lo de las herraduras. Y por haber advertido la rotura del tacón de su bota, se cortó de modo semejante la suya.
—¡Maldito sea...!
—¡Silencio!
—Nuestro hombre sabía cómo atraer a una trampa mortal a Everett. Fue muy fácil. Una mujer le dio una cita en aquel punto. No debía ser la primera. Como quiera que fuese, Everett se apresuró a acudir. Hubo una breve escena de amor y ella se separó unos pasos. Entonces, nuestro hombre, ya listo, disparó su rifle sobre la espalda de Everett. Tiene muy buena puntería, como lo ha demostrado tres veces...
»Sólo que tanto él como su cómplice, ignoraban mi presencia allí cerca. Cuando reaccioné, abriendo fuego, ella se asustó tanto que sólo pensó en huir sin ser vista. En cuanto a él, tras inmovilizarme el tiempo justo para ayudar a escapar a su cómplice, huyó a su vez a campo traviesa, regresando a la población, llevando o haciendo llevar el caballo a su cuadra y pidiendo a Baldwin que hiciera parar mientes a Browne en la conveniencia de herrarlo. ¿No fue así, Browne?
—¡Así fue, maldita sea...!
—Eso te salva de momento el pellejo. Bueno, seguiré la historia. Yo comencé a investigar el asunto. Y descubrí muchas cosas, piezas de un puzzle que poco a poco fue encajando. Ellos, el jefe sobre todo, lo advirtieron. Pero seguían creyéndome un proscrito y vacilaron en ordenar mi muerte. Pensaban que podrían dominarme. El hecho es que el jefe sólo comprendió la inminencia y magnitud del peligro que yo representaba cuando Baldwin fue anoche a contarle cierto incidente de cuyas resultas yo había ido a parar a la cabaña de Browne, bien armado.
»Decidió eliminarme sin más. Pero cuando llegaron él y Baldwin a la cabaña la encontraron vacía. El hecho fue que Tula, la mujer de Baldwin, me ayudó. Y eso le ha costado la vida.
«Encerré a Browne y a su mujer para desconcertar a la pareja. Creo que lo conseguí. Luego, todo lo demás ya lo conocen ustedes. Nuestro hombre comprendió que tenia que moverse muy aprisa, eliminando testimonios peligrosos. Es más joven y ágil de lo que aparenta. Y un excelente tirador de rifle. Se subió al tejado de una casa y vigiló la ventana de la prisión. Al ver aparecer en la ventana a Baldwin le atravesó la cabeza de un balazo. Entró en el saloon por la puerta de la cocina. Tula no receló su suerte, pues conocía sus relaciones con Baldwin. En el primer descuido de ella la apuñaló, recogió todos los documentos que Baldwin guardaba y efectuó un cambio que fue un serio error, yéndose poco antes de que yo mismo descubriera el crimen. Pudo moverse con toda tranquilidad, a causa de que todo el mundo estaba en la calle principal. Más tarde repitió la jugada al conocer la llegada de Alder para buscarme pelea. Entró en el hotel, subió al tejado y me pegó un balazo. De milagro no me mató. Aunque no le habría servido de nada, pues ya el coronel y sus hijos conocían por mí la historia y su identidad.
Hizo una pausa para recobrar fuerzas. En el local podía escucharse el vuelo de una mosca. El juez rompió el silencio con una pregunta.
—¿Quién es ese hombre, sheriff?
—Ahí lo tiene. Jo Wandell.
—¡Mentira! —el aludido se levantó con violencia—. Ese hombre está mintiendo y ha inventado una historia fantástica. Es, desde luego, un proscrito con la cabeza a precio...
—¿Cómo lo sabe, Wandell?
—¿Cómo? ¡Resulta evidente que lo es! Esa paparrucha de que son primos... ¡En cuanto se pregunte a las autoridades descubrirán que miente en eso como en todo! ¿Acaso puede presentar alguna prueba de sus embustes? Todos me conocéis. ¿Cuándo se me ha visto con Baldwin o con Everett? ¿Cuándo?
—Cálmate, Wandell. Quieres pruebas, ¿no? Conformes. Aquí van. Señorita Donovan...
Sally se adelantó. Todo el tiempo había permanecido en silencio, pendiente de la sobrina de Wandell. Ahora avanzó, portando un bulto al parecer de ropa.
—Enseñe esos vestidos.
Desatado el envoltorio, todos pudieron ver dos vestidos en apariencia idénticos. Wandell y su sobrina estaban pálidos y alterados, ella mucho más.
—Señores —dijo King—. Uno de estos vestidos fue recogido en esta misma casa y perteneció a Tula, la mujer de
Baldwin. El otro es de la mujer conocida por Joan Wandell, aquí presente.
—¡Eso no es verdad!
Joan Wandell se levantó casi de un salto. Se le veía al borde de una crisis histérica.
Sally la miró con dureza.
—Acabamos de sacarlo de tu armario, Joan —dijo secamente—. El señor King, mi padre, el doctor y Colson, nuestro capataz. Es uno de estos dos.
—Y no diremos cuál. Ocurre que hay cinco vestidos de la misma tela en esta población. Aparte de estos dos, uno lo tiene la señorita Donovan, otro la señora Masterson y el quinto la propia sobrina del juez. ¿No es eso cierto?
—Lo es, sí...
—Pues bien, yo requiero a la señora Masterson y a la señorita Hopkins para que salgan y digan a qué mujer pertenece cada uno de esos vestidos.
—Eso no reviste dificultades. Joan Wandell es mucho más alta y delgada que lo era Tula. Aparte de que cada una pusimos distintos adornos a nuestros vestidos, para diferenciarlos.
—Ya lo han oído. ¿Quiere acercarse, señorita Wandell?
—¡No! ¡Y añadiré que se trata de una burda mentira...!
—Diré a ustedes por qué ella habla así. Cuando escuchó mi primer disparo y advirtió que había un testigo del crimen huyó desolada. En su huida se rasgó la falda y un pequeño pedazo de tela quedó enganchado en una rama. Yo lo recogí, y fue la pista que me permitió llegar al fondo del asunto. Había cinco vestidos de la misma tela, pero sólo uno estaba roto y zurcido. El que encontramos esta mañana en el dormitorio de Baldwin y Tula. El que había colocado allí Wandell después de matar a la mestiza. Un grave error suyo, ya lo dije, aunque otra cosa no le iba a salvar tampoco. Yo había visto anoche el vestido de Tula, intacto. Me lo enseñó ella misma. Y es el vestido que hemos encontrado en el armario de la llamada Joan Wandell, que no es, desde luego, la sobrina de Wandell, sino su amante...
Entonces, se acabó...